José Cabañas, gran estudioso de la guerra civil en León, recoge en los testimonios en primera persona de los días de la guerra los hechos ocurridos en Villafranca del Bierzo, con el ejemplar comportamiento de su alcalde
Al siguiente día, soliviantado el pueblo por las noticas radiadas revelando la magnitud de la tragedia que se cernía sobre España, desencadenada por los facciosos y por la irracional negativa del alcalde a desarmar la Guardia civil, presionó de nuevo, autorizando éste la requisa de armas a los desafectos al Régimen, recogiéndose 70 escopetas, varias pistolas y algunos rifles (pero con muy poca munición), depositado todo en el Ayuntamiento, donde se fueron entregando a los solicitantes, una vez tomada su filiación personal. Más la mayoría las devolvieron al saber que no tenían munición para ellas. Las casas que la tenían alegaban, para no entregarla, que toda la había recogido la Guardia civil. Ante esta tesitura Gabelas les decía que pronto tendrían cartuchos en abundancia, que en el Ayuntamiento había dos máquinas cargadoras, con abundantes cartuchos, munición y pólvora, sin que su promesa jamás se hiciera realidad, a pesar de haberla prodigado a cuantos a él se aproximaron solicitando munición. Por esa causa las escopetas permanecían arrinconadas en un salón del Ayuntamiento.
Cuando se efectuó la requisa de armas, algunos desplazáronse al Convento de San Nicolás, que se sabía era un verdadero arsenal, para registrarlo, pero por tratarse de un enorme edificio que desconocían y que tendría subterráneos y escondites tan disimulados, que sería necesaria, para descubrirlos, la detenida inspección de verdaderos expertos en la materia, resultó estéril el registro, regresando defraudados, lo cual exasperó al pueblo que pretendió prender fuego al edificio, albergue de alimañas feroces, a lo que de nuevo se opuso el alcalde y las demás personas «sensatas» de la villa.
Durante estos hechos, cumunicábase constantemente con el Ayuntamiento de Ponferrada y el Gobierno civil de León.
De Ponferrada nos comunicaban que la Guardia civil permanecía en los cuarteles obediente a las órdenes de su comandante y que había unos 5.000 mineros, concentrados, esperan-do las armas que les habían prometido, pero insistiendo en sus propósitos de desarmar la Guardia civil allí concentrada que, desde luego, no ofrecía la más mínima confianza, a lo que se oponía el alcalde de Ponferrada, un tal Juanito [Juan García Arias], diciendo que el jefe de la fuerza era un antiguo amigo suyo que había jurado estar al lado del pueblo y de la República, y que no le engañaba por conocerlo desde la infancia, bien a fondo.
De la capital, el Gobernador comunicaba que nadie se moviera, que todo estaba tranquilo y las fuerzas dispuestas a reprimir cualquier intentona de rebeldía, ya fuera facciosa, o de parte del pueblo exaltado, que quería tomar las cosas por la tremenda y desarmar las fuerzas que permanecían fieles a sus órdenes y dispuestas a actuar a la primera indicación.
Mientras esto ocurría, los ánimos excitábanse cada vez más. Y, para ponerlos al rojo vivo, presentóse en la alcaldía el comandante de la Guardia civil [teniente Juan López Alén], notificando que sus jefes le habían ordenado trasladarse a Ponferrada, con la fuerza a sus órdenes. Esto sucedía el día 19 por la tarde, y el pueblo, y el pueblo, que ya dudaba del «honor» del comandante, reunióse en la Plaza de la Constitución, rodeando los vehículos en que se trasladarían a Ponferrada los guardias, opinando unos que no debían dejarlos partir con las armas y menos reunirse con los de Ponferrada, ya que significaba un permanente peligro de rebelión, tal como los hechos corroboraron más tarde, mientras otros seguían creyendo en el «honor» de los militares traidores.
Al encenderse las primeras luces partió la Guardia civil para Ponferrada, gritando: «¡Viva la República y el pueblo!», saludando con el puño en alto. El pueblo, más o menos crédulo, los despidió con el grito de: «¡Viva el pueblo!».
El día 20 transcurrió con relativa tranquilidad. El pueblo, dueño de la villa por haberla abandonado la Guardia civil, no cometió desmanes, dedicándose a detener a algunos de los facciosos más exaltados y organizando una expedición que partió hacia Ponferrada, a la que siguieron varias más integradas por grupos de 25, 50 y 100 hombres, y algunos más numerosos, que portaban las armas que traían de los pueblos, escasas y malas, haciendo el viaje en coches y camiones. De los pueblos de donde mayor contingente de hombres afluyó a Ponferrada, merecen citarse Toral de los Vados, Villafranca y Corullón. Éstos partieron por la tarde y después de tener noticias de la sublevación de la Guardia civil concentrada en Ponferrada.
El pueblo no tuvo la idea, predicada por el tránsfuga Lerroux [García, Alejandro], de violar monjas para fecundarlas y hacerlas madres, ni la de asesinar a sus verdugos: curas, frailes, caciques, terratenientes, banqueros y comerciantes. El comercio abrió sus puertas como de costumbre, y de Galicia, ignorando tal vez las características del horrendo levantamiento faccioso, llegaron algunas camionetas con pescado. Lo único que no abrió sus puertas al público, ni alborotó al pueblo, durante 72 horas, con sus campanas, fue el comercio religioso, escondido en sus cuevas tenebrosas, mascullando latinajos y maquinando siniestramente allá en los complejos de la subconciencia la terrible masacre. Como el caballo de Atila, pensaban aplastar al mundo bajo sus cascos, exterminando el pensamiento libre. Lo que no habían conseguido hacer todos los magna-tes de la Iglesia, lo conseguirían ellos a fuerza de metralla y de aviones apoyados por Hitler y Mussolini para exterminar todo vestigio de superación humana y toda ideología superior, espe-cialmente las ideas libertarias. La ‘peste anarquista’ quedaría sepultada a lo largo de caminos y carreteras y en los montes, bajo el ramillete de flores de la autarquía fascista, confundidos polvo y sangre en la púrpura escarlata con los restos informes de las víctimas, trocando la vida en un Edén paradisíaco. En nombre de Dios, de Cristo y de su religión, mutilarían violarían, asesinarían, robarían y quemarían para que la vida regalada del «dolce far niente» triunfara. El fin perseguido justificaba todos los medios. ¡He ahí la razón fascista!
El día 21 fue de calma; abrió el comercio sus puertas, aunque algo más tarde que de ordinario. La Plaza de la Constitución fue poco a poco animándose, y los grupos, presa de febril inquietud, comentaban aquella situación contradictoria y caótica, haciendo conjeturas para todos los gustos.
Los facciosos, bien enterados de la «desinteresada» protección italo-alemana, escondían el bulto en espera de la ocasión propicia. Eran los mismos que en la calle de [el doctor] Arén tenían instaladas las oficinas de Falange, haciendo propaganda fascista, amontonado armas y donando dinero para financiar el movimiento y que hablaban de Fabero con temblores en los ner-vios, los que querían solucionar el paro forzoso en España asesinando a dos millones de trabaja-dores. ¡Querían detener el reloj de la Historia en la hora propicia a sus ambiciones imperialistas! ¡Empeño vano!
Alrededor de las diez de la mañana llegó a Villafranca la fuerza sublevada en Lugo, «El Tercio de Lugo».
Una avioneta militar que la precedía explorando el camino hizo un saludo sobre la villa, disparando varias ráfagas de ametralladora, regresando a Ponferrada, donde lanzó octavillas.
Los soldados sublevados tomaron militarmente la Plaza de la Constitución sin hallar resistencia. En ella emplazaron dos ametralladoras, disparando al aire varias ráfagas para amedrentar al pueblo. Acto seguido tomaron el Ayuntamiento, deteniendo a cuantos en él se hallaban y re-cogiendo las escopetas que allí estaban depositadas, que entregaron a los falangistas, ingresando en la cárcel los detenidos, a ocupar los puestos de los facciosos que en aquel momento libertaron ellos, poniendo las armas en sus manos y constituyendo la primera centuria de Falange de la provincia de León, patrullando por las calles desde aquel momento.
Sin perder tiempo destituyeron la Gestora Municipal substituida por una facciosa, instando al alcalde Gabelas a continuar en su puesto como alcalde, que contra él no pesaba acusación alguna, a lo que se negó. Quedando por tal negativa en libertad atenuada.
Una vez dueñas de la villa las fuerzas sublevadas, todos los elementos reaccionarios salieron a «saludarlas», dando vivas a España, al ejército liberador y a Franco, y arrojándoles desde balcones y ventanas dinero y objetos decorativos, que recogían los soldados más animosos.
La soldadesca, que había llegado lívida, temblorosa, esperando una resistencia que no halló, fue cobrando optimismo y descongestionando sus contraídas facciones, llegando a la provocación tan pronto hubo comido y bebido algunas docenas de cántaros de vino.
José Cabañas (www.jiminiegos36.com) es autor de ‘Cuando de rompió el mundo. El asalto a la República en la provincia de León. Con una primera parte en 2022 y la segunda en 2023 (Ed. Lobo Sapiens)