El periodista Manuel Calderón reconstruye en ‘Hasta el último aliento’ los hechos que precipitaron la ejecución del anarquista hace ahora medio siglo
Salvador Puig Antich, con un puro el día de la boda de su hermana mayor, en verano de 1971. Detrás, Xavier Garriga, otro militante del MIL, en una fotografía del álbum familiar.
Eran dos hombres armados. Salvador Puig Antich, militante revolucionario, había caído en una emboscada de la policía, que lo esperaba en el bar de la calle Consejo de Ciento (Barcelona) donde se había dado cita con dos compañeros de lucha. No se dejó atrapar, ofreció una resistencia con la que no contaban los agentes, que a duras penas lograron introducirle en el portal contiguo, donde se inició un forcejeo a vida o muerte. Ya en el suelo, echó mano de una Astra 9 milímetros que escondía preparada. Hubo disparos cruzados. Uno impactó contra la escalera, dejando un orificio apreciable a día de hoy, y otros tres alcanzaron el cuerpo del subinspector Francisco Anguas, que falleció antes de llegar al hospital Clínico. Tenía 24 años. Uno menos que el anarquista, ejecutado apenas cinco meses después, el 2 de marzo de 1974, en el garrote vil de la dictadura.
El periodista Manuel Calderón traza en Hasta el último aliento (Tusquets), premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias, en librerías desde el 6 de marzo, las trayectorias de Salvador y Francisco que convergen en su trágico encuentro. “Tenían más en común de lo que uno pudiera pensar”, explica en su casa de Madrid. Los Puig Antich eran seis hermanos. Salvador pertenecía a una familia acomodada del barrio Gótico de Barcelona y llegó a empezar Económicas. Acusado de la muerte de Anguas, permaneció cuatro meses en la cárcel Modelo en régimen de aislamiento, a la espera de un consejo de guerra que lo condenó a la pena capital. Los libros que guardó en la celda 443, y que fueron devueltos a su familia, revelan intereses dispares, nada alineados con la ortodoxia izquierdista de la época. Allí estaba En busca del tiempo perdido (1908), de Marcel Proust, “considerada entonces una novela burguesa”, apostilla Calderón. O La interpretación de los sueños (1900), de Freud.
Tampoco Anguas se presta a estereotipos. Era el primero de cuatro hijos de un guardia civil que tuvo que pluriemplearse para sacarlos adelante. Cuando en Sevilla se fundó Radio Taxi, montó la emisora y ejerció como uno de sus primeros locutores. La familia vivía en la barriada de El Tardón de Triana, cuna de flamencos y entonces también centro neurálgico del menudeo, lo que llenaba de dilemas morales al joven Francisco, miembro de la Brigada de Estupefacientes. Dejar de perseguir a amigos y conocidos fue el motivo principal de su marcha a Barcelona. Allí siguió cultivando su amor por el cine, “y se hizo un experto en la obra de François Truffaut”, cuenta Calderón. Cruzaba a Perpiñán con frecuencia para ver películas prohibidas en España, como La dolce vita (1960) de Federico Fellini o El último tango en París (1972), de Bernardo Bertolucci. Atesoró incontables libros, empezando por la biografía que Francisco Aranda escribió sobre Luis Buñuel.
El subinspector Anguas no formaba parte de la Brigada Político-Social en Barcelona, sino de la Criminal, un departamento que también investigaba robos en sucursales bancarias como los practicados por el Movimiento Ibérico de Liberación (MIL), al que pertenecía Puig Antich. “La policía tardó en darse cuenta de que tenían motivaciones ideológicas”, asegura Calderón, y solo entonces se formó para perseguirlos un grupo específico con agentes de distintas procedencias. El relato de Hasta el último aliento se sustenta en el expediente del sumario, custodiado en una caja fuerte del Gobierno Civil de Barcelona. Los legajos describen con multitud de detalles la breve historia de la organización, su osadía juvenil, los pisos francos, la propaganda antiautoritaria de inspiración situacionista. Aunque lo sucedido en la calle Consejo de Ciento es todavía objeto de múltiples interpretaciones.
Difícilmente Salvador pudo hacer su primera declaración en el Clínico. Tenía la boca recién atravesada por un disparo de la policía, según recoge Salvador Puig Antich, caso abierto (2015), de Jordi Panyella. Uno de los médicos del mismo hospital que extrajo las balas del cuerpo de Anguas aseguró a Calderón que llegó a contar cinco orificios, y no tres, aunque entonces no lo transmitió, ya que se trataba de un área específica de los forenses. Que Anguas fue víctima de fuego amigo es el resquicio legal al que se acogió la defensa y lo que todavía defiende la familia. El periodista no entra en disquisiciones: “Me limito a contar los que se sabe, no a hacer fabulaciones. Los compañeros de Salvador me confirmaron que lo del sumario era verdad”. Tampoco valora los intentos de la justicia argentina de reabrir el caso y extraditar al entonces ministro José Utrera Molina, quien revisó la pena, así como al auditor militar Carlos Rey, presente en el consejo de guerra y una de sus fuentes.
Juan Carlos Anguas y Carme Puig Antich, hermanos de los fallecidos, colaboraron en la elaboración del libro, junto a los tres principales supervivientes del MIL, que creen que Puig Antich disparó porque vio opciones reales de huir. “De haberse rendido, probablemente en tres años habría salido a la calle con la amnistía”, opina Calderón. Si su libro escamotea las irregularidades procesales, tiene la virtud de entrar de lleno en la vida clandestina de los revolucionarios. Refleja la alternancia entre las extremas medidas de seguridad y los errores que precipitaron su detención. Fue Puig Antich quien protagonizó el peor de esos deslices en el Caspolino, un pequeño parque de atracciones donde se había dado cita con su compañero Xavier Garriga para descifrar juntos instrucciones llegadas de Tolousse, la otra base del grupo. Jugaron al futbolín para disimular y, tras el encuentro, Salvador olvidó allí una bolsa con todo lo que la policía necesitaba para darles caza.
Había dos pistolas, documentación falsa con sus fotografías reales, un telegrama y varios juegos de llaves. La Brigada anti-MIL no tuvo ni que tirar abajo las puertas de sus pisos francos. Era el principio del fin. Después de aquello, los distintos miembros de la organización fueron cayendo uno a uno. Calderón sostiene que les perdió cierto clasismo. “Venían de familias más acomodadas. Consideraban a los policías unos matados, incapaces de hacer su trabajo, pero lo hicieron”. Surgido al calor de Mayo del 68 y otras guerrillas urbanas como la Baader-Meinhof (Alemania) o las Brigadas Rojas italianas, el grupo nunca llegó a superar la docena de militantes. “Vivieron doblemente aislados. Por un lado, por las dinámicas propias de la lucha armada y, por otro, porque no ponían el foco en la dictadura, eran anticapitalistas, lo cual los alejaba del resto de la izquierda”, abunda el periodista.
Calderón se aventura a decir que Francisco y Salvador querían cambiar de vida, pero que no les dio tiempo. El primero meditaba si matricularse en la Universidad Central para estudiar Filosofía, incluso llegó a darse un paseo por el campus. El segundo ya había mostrado dudas ideológicas a algunos compañeros de la organización. Pasó tres meses en Suiza, alejado de toda actividad política, pero regresó tras la detención de Oriol Solé Sugranyes, que tres años después protagonizó la fuga de la cárcel de Segovia y murió abatido en Burguete. Los demás huidos, la mayoría miembros de ETA, lograron sobrevivir. “No me interesa nada el revisionismo”, sostiene el periodista. “Solo he querido contar esta historia con todas sus piezas, para que no haya muertos de primera y de segunda”.