http://cultura.elpais.com/cultura/2015/08/29/actualidad/1440871036_718809.html?id_externo_promo=ser-ob&prm=ser-ob
El autor, que escribió junto con Antonio Onetti el guion de la película para televisión ‘20-N, los últimos días de Franco’, rememora en este texto el final agónico del dictador
Hace ahora cuarenta años justos, Francisco Franco Bahamonde, Generalísimo de los ejércitos y Caudillo de España por la gracia de Dios (o de Hitler, que le prestó en 1936 los Ju-52 que trasladaron a sus legionarios y regulares desde África y le dieron el poder de facto para encabezar la rebelión militar contra la República), pasaba el que iba a ser su último verano en este valle de lágrimas y al frente del Estado. No diremos que nada hacía augurar el fatal desenlace. El año anterior había tenido una tromboflebitis, un percance serio, y padecía un párkinson avanzado que se evidenciaba en el temblor de sus manos. Sus energías se agotaban de modo perceptible, convirtiéndolo en un anciano que a sus 82 años no podía presumir precisamente de ser el más rumboso de su quinta.
Bien atendido por un excelente médico, Vicente Pozuelo, que además dejó un valioso y leal testimonio en forma de libro de los 476 días que pasó al pie del cañón de la salud de Franco (la mejor referencia para seguir los últimos días del dictador), su rutina comprendía ejercicios tan pintorescos como caminar por el pasillo al ritmo de las marchas militares que le ponía en un radiocasete Juanito, su fiel ayudante desde los tiempos de la Guerra Civil, para estimular la coordinación y la circulación de sus piernas. Pozuelo estaba encima de todos los aspectos de la vida diaria de Franco, incluida la alimentación, en la que el omnímodo gobernante no solía por sí solo observar la moderación pertinente a la índole y gravedad de sus dolencias.
Pese a todo, Franco seguía siendo Franco, y quizá lo era de un modo que impresiona más que cuando estaba en la plenitud de sus fuerzas. A quien esto escribe le fue dado apreciarlo hace algún tiempo, mientras preparaba junto a Antonio Onetti el guion de lo que terminaría siendo 20-M, los últimos días de Franco, la película para televisión producida por Antena 3 en la que el inolvidable Manuel Aleixandre daba vida al dictador y que sería distinguida como la mejor de 2008 por la Academia de las Ciencias y las Artes de la Televisión. Por cierto que nuestro título era otro, La agonía, que se refería tanto al hombre como al régimen que encarnaba y que contenía un guiño notorio a El hundimiento, la magnífica crónica cinematográfica de Oliver Hirschbiegel sobre los últimos días de Hitler y del Tercer Reich en el búnker de la Cancillería de la Vosstrasse de Berlín.
Confieso sin dificultad que jamás simpaticé con Franco. Lo vi solo una vez en vida, en la Castellana, presidiendo, ya muy mayor, un desfile de la Victoria, pero tenía referencias de él que no me predisponían precisamente a tenerle estima a su persona; tanto de mi abuelo Lorenzo, que lo conoció en África (donde pasaba por ser un jefe sin entrañas ni consideración alguna hacia la tropa que mandaba) como de mi amigo Jaime Spottorno (que siendo jefe de gabinete del Ministerio de Obras Públicas despachó una vez con él y refería la frialdad y la astucia zorruna con que desarmaba a su interlocutor, aun sin saber nada del asunto que se trataba, valiéndose de la ventaja del poder).
No diré que esa prevención se trocara en simpatía en la preparación del guion, en la que consultamos, aparte de la obra de Pozuelo, otros libros de personas que lo trataron con mayor o menor profundidad y toda la prensa de la época (que nos sorprendió por la profusión de detalles que daba, en tiempo real, de la agonía del dictador). Pero sí que hallamos en la personalidad de ese hombre que se moría, y que hasta el final de su mandato firmó sin pestañear sentencias de muerte, rasgos de carácter que nos impactaron y aun nos sobrecogieron.
Son incontables los momentos pasmosos que registran esos dos meses de calvario que comenzaron con un infarto al poco de que el Papa condenara los últimos fusilamientos del régimen (algo que a Franco, como ferviente católico que era, le afectó profundamente). Desde ese último consejo de ministros monitorizado por los cardiólogos en la habitación contigua (por si infartaba en plena sesión y había que desfibrilarlo de urgencia), hasta la operación a vida o muerte en el mísero dispensario del palacio de El Pardo, con corte de luz incluido, que hizo observar a uno de los cirujanos que, si el paciente sobrevivía a aquella chapuza, debería hacerlos fusilar. Pero también la tranquilidad con que se levantó después de una noche terrible (todas las últimas lo fueron) a redactar su testamento, o ya en el colmo, y tras sufrir una angina de pecho y un vómito de sangre que obligó a cambiarle toda la lencería de la cama, cómo a la mañana siguiente, como si tal cosa, pidió mapas del Sáhara para decidir dónde debían disponerse las minas contra la Marcha Verde. Fue por cierto esa noche de perros cuando dijo la que erróneamente muchos registran, citándola mal, como su última frase: “Qué duro es morirse”. En realidad dijo, tras serle extraído de la garganta un coágulo de sangre del tamaño de una naranja: “Qué duro es esto”. Aún faltaban unos días para su fallecimiento en la UCI del hospital de La Paz, a donde pese a su resistencia se le acabó trasladando a raíz de aquella calamitosa intervención en El Pardo a la que sobrevivió de milagro, después de que el personal del palacio localizara y sacara de la cama al electricista que finalmente restableció la corriente para poder culminarla.
Resulta apasionante, y eso procuramos en la película, recorrer en paralelo la historia de las últimas maniobras del régimen para perpetuarse tras la inminente muerte de su figura emblemática, las gestiones del entonces príncipe Juan Carlos para, con apoyo exterior (de EE UU y Francia, sobre todo), tener las manos libres para su reforma, y los esfuerzos de los médicos no solo para contener el desmoronamiento físico de Franco, sino también para que se supiera en todo momento lo que pasaba y quedase claro que el dictador no tenía esperanza y que a ellos no podía imputárseles la menor negligencia en su cuidado.
Por cierto, que las verdaderas últimas palabras de Franco son mucho más sabrosas (y, si se mira bien, más humanas) que las que registra el relato apócrifo. Se las dijo a Pozuelo, su médico de confianza, apretándole la mano, antes de que lo metieran en la UCI de La Paz y, sedándolo, apagaran su conciencia para siempre. Fueron, simplemente, estas tres: “No me deje”.