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Sánchez-Albornoz relata la “corrupción y explotación de los presos políticos” en lo que fue un duro campo de concentración, no un idílico balneario como apunta el cura responsable del mausoleo
A
Nicolás Sánchez-Albornoz nadie le preguntó si quería ir a trabajar voluntariamente al
Valle de los Caídos. Simplemente lo juzgaron en un consejo de guerra por sus actividades subversivas, lo metieron en un camión y lo llevaron a rastras a aquel infierno. Solo el testimonio espeluznante de este superviviente de 92 años debería servir para rebatir las patrañas del prior
Santiago Cantera, que en los últimos días, y llevado por una fiebre nostálgica difícil de comprender, ha iniciado una campaña revisionista de la historia para tratar de negar las atrocidades y abusos que allí se cometieron con el fin último de dulcificar la imagen del franquismo. En su disparatado relato, Cantera ha llegado a decir cosas como que a
Cuelgamuros iban trabajadores voluntarios que eran bien retribuidos y que hasta llevaban una excelente alimentación
(incluso comían carne de cerdo, muy preciada en aquellos años de escasez y posguerra, según el actual responsable del Valle de los Caídos nombrado por la
Iglesia).
No hay más que sentarse y dejar hablar a Sánchez-Albornoz para que queden en evidencia las incongruencias del prior, que no resisten un mínimo análisis historiográfico. “Tuve suerte, de todos los trabajos forzados el mío fue el más ligero”, recuerda el superviviente en una entrevista en exclusiva para Diario16que fue publicada en nuestra edición en papel. Hoy el hombre que logró escapar de Cuelgamuros es uno de aquellos pocos obreros forzosos que aún viven, y su testimonio sirve para rebatir la versión del prior Cantera.
De entrada, ningún historiador serio y riguroso, ni español ni extranjero, niega que el Valle de los Caídos fuese un establecimiento penal para presos políticos. En realidad era un “tres en uno”, ya que se trataba de tres campos de concentración en un mismo lugar: el dedicado a la construcción del monasterio; el destinado a horadar la cripta que daría sepulcro al dictador; y el desplegado en la obra para abrir la carretera y los accesos al mausoleo. Todo ello tenía un único objetivo que no era dar trabajo a los españoles, sino ensalzar la memoria de Franco y servir como homenaje a la cruzada nacional. Para tal fin se trasladaron allí los restos de 34.000 combatientes de ambos bandos (también los del dictador y los de José Antonio Primo de Rivera, fundador de Falange) bajo una inmensa cruz de 150 metros de altura.
Los presos trabajaban en condiciones infrahumanas y muchos de ellos contrajeron graves enfermedades respiratorias de las que nunca más volvieron a recuperarse. Desde el año 1942, cuando Franco cayó en la cuenta de que además de albañiles profesionales iba a necesitar mano de obra barata, algo así como un ejército de esclavos, fueron destinados a los diferentes campos de trabajo presos procedentes de todos los rincones de España, como los que conformaron la Compañía del Batallón Disciplinario de Soldados Trabajadores Penados número 95. A estos reclusos se les identificaba perfectamente porque llevaban un gorro a rayas azules y blancas con una “P” en la parte frontal que les clasificaba como presos sometidos a trabajos forzosos. Nada de obreros contratados, como dice el prior. Reos, condenados, penados.
Sánchez-Albornoz asegura que tuvo la suerte de ser destinado a tareas de oficina, lo que le permitió llevar “una vida algo menos dura” que la del resto de sus compañeros que picaban piedra en las canteras. No obstante, compartió las penurias del barracón como un preso político más.
En Cuelgamuros nadie lo tenía fácil para sobrevivir. En el destacamento penal del monasterio, en cuya oficina trabajaba el joven Sánchez-Albornoz, convivían alrededor de 118 internos. “En el campamento encargado de horadar la cripta había algunos menos, unos sesenta hombres. Estos tenían a su cargo uno de los trabajos más pesados y peligrosos: volar la piedra y acarrear los escombros”, asegura. Trabajar allí era como jugar a una funesta lotería. En cualquier momento podía estallar un cartucho de explosivo, haciendo saltar a todos por los aires. El más numeroso de los tres campos era el destinado a la construcción de la carretera, la explanada y los accesos: unos 300 internos. Entre los meses de marzo y agosto de 1948 habitaron en Cuelgamuros entre 500 y 600 presos sometidos a régimen disciplinario de penosos trabajos forzados. Saber con exactitud cuántos españoles pasaron por allí entre 1940 y 1958, cuando finalizaron las obras, es otra cuestión; muchos cumplieron condena y fueron puestos en libertad; otros fueron trasladados a otros campos; algunos enfermaron, otros murieron.
Las instalaciones del complejo eran austeras, espartanas. Los presos se amontonaban en sórdidos barracones de apenas cincuenta metros de largo. Se dormía en literas de madera, incómodos jergones de paja que le dejaban a uno los huesos molidos. En un barracón anexo estaba el comedor, donde se repartía el rancho diario. El protocolo de seguridad se cumplía a rajatabla. Cada tres horas los funcionarios hacían recuento de presos para ver si estaban todos y prevenir posibles fugas. Los vigilantes eran como sombras que no se despegaban de los reclusos ni por un momento. Siempre encima de ellos, siempre echándoles el aliento en el cogote. Incluso de madrugada realizaban una ronda nocturna para controlar que estaban todos en sus camas, según Sánchez-Albornoz. La vigilancia en Cuelgamuros era una gran obsesión y llegaba a convertirse en asfixiante para los internos. Solo ese dato demuestra que la versión que da hoy el prior del Valle no se sostiene.
Por la mañana tocaban a diana, como en cualquier campo de concentración, lo cual vuelve a demostrar que aquello no era una obra al uso, sino un recinto carcelario. Solo había una ducha de la que manaba el agua fría y lacerante de la sierra madrileña y un retrete para todo el destacamento. El frío que calaba los huesos y el reuma eran fieles compañeros de los presos de Cuelgamuros. Según la versión de Sánchez-Albornoz, como desayuno les daban la achicoria de cada día que sabía a mil demonios (el café en aquel lugar era un producto de lujo). Luego al tajo de nuevo. A trabajar las horas que ordenaran los capataces para levantar el mausoleo megalómano del Generalísimo. El dictador se había empeñado en ver concluida cuanto antes su gran obra faraónica para la posteridad. No obstante, a Franco se le veía poco por allí. No le debía gustar demasiado asomarse a la que sería su última morada.
Esclavismo y corrupción
Nicolás Sánchez-Albornoz recuerda que pasaba la mayor parte del tiempo en la oficina rellenando impresos oficiales. Los jefes del campo de concentración enviaban informes constantemente a la Dirección General de Prisiones para que no se pasara nada por alto. La sala era un torbellino de papeleo. La maquinaria burocrática fascista echando humo y a pleno rendimiento. La mayoría de los dosieres que salían de allí eran los tediosos partes de recuento de presos que los vigilantes elaboraban cada tres horas. Si aquello era una obra civil, como mantiene el prior Cantera, ¿qué sentido tenía observar tantas medidas de seguridad?
A diferencia del trabajo en el despacho, las tareas en los diferentes destacamentos de la obra resultaban realmente duras. Los presos, cada vez más fatigados, apenas tenían tiempo para el descanso. Los trabajos de construcción del monasterio consistían en poner ladrillos, colocar maderos y tablones, volar piedras con explosivos y acarrear sacos de escombros sin parar. Era habitual ver a los castigados presos republicanos levantando pesadas moles y talegas repletas de pedruscos.
El régimen cuasiesclavista y la corrupción endémica imperaban en el lugar, según Sánchez-Albornoz. La Dirección General de Prisiones cobraba a la empresa Molán, la constructora del monasterio, 10 pesetas y 50 céntimos diarios por cada preso que le proporcionaba en régimen de alquiler. De ese dinero, el Estado asignaba cinco pesetas a la alimentación de los reclusos. El resto, otras cinco pesetas, era beneficio limpio para el Gobierno de Franco. Un negocio redondo. “Se puede decir que el Estado alquilaba los presos a las compañías encargadas de construir el Valle de los Caídos; el precio era barato: 10 pesetas y 50 céntimos por persona, sin duda un jornal bastante más bajo que el que las empresas hubieran tenido que abonar a trabajadores libres, limpios de condena”, asegura Nicolás Sánchez-Albornoz. De nuevo, la versión del prior Cantera de que todos cobraban un buen sueldo queda en entredicho.
Del dinero recaudado por la Dirección General, solo 50 céntimos se ingresaban supuestamente en la cartilla de ahorro de cada preso, que cuando era puesto en libertad recibía la cantidad correspondiente acumulada durante los años de condena. Cincuenta céntimos por día multiplicados por unos 300 días trabajados al año (los domingos no eran laborables en el Valle y algunos festivos tampoco), suponían unas 150 pesetas por año. Ese era el jornal tan extraordinario y jugoso con el que, según dice ahora el prior Cantera, se retribuía a los presos políticos de Cuelgamuros.
A la explotación inhumana en los tres campos de trabajo del Valle de los Caídos se unía la corrupción galopante, pese a que los historiadores franquistas se empeñan en tratar de demostrar que durante los años de la dictadura esa palabra no existía en el diccionario. Las 5 pesetas diarias asignadas a la alimentación de cada uno de los presos servían para llenar los bolsillos de algunos aprovechados. Cada día el Gobierno de Franco enviaba camiones cargados con lotes de comida para que los presos pudieran alimentarse y seguir trabajando a pleno rendimiento. Sin embargo, cuando llegaban los vehículos sucedía algo muy curioso que no pasaba desapercibido al joven Nicolás Sánchez-Albornoz, según cuenta él mismo en sus memorias. El joven escribiente pudo comprobar con sus propios ojos toda la corrupción contenida en aquellos documentos oficiales y albaranes. Efectivamente los camiones descargaban una parte de la comida destinada a los presos, pero no toda, ya que algunos contenedores regresaban a Madrid bien cargados. ¿Qué significaba eso? Que el jefe del destacamento de turno había firmado un recibo de entrega por la totalidad de la comida que supuestamente había llegado a Cuelgamuros cuando en realidad una porción importante de los alimentos retornaba de nuevo a la ciudad. “¿Qué sucedía con aquella comida? ¿Para qué se utilizaba? Estaba claro: para revender parte de esos alimentos en el estraperlo, en el mercado negro de la época”, relata Sánchez-Albornoz.
“Es decir, que sisar la comida a los presos era un buen negocio. Y otra cosa que se comentaba ya en aquellos años es que esta práctica también se llevaba a cabo en los cuarteles del Ejército, porque a los soldados no les daban la ración total de comida establecida”, cuenta el superviviente de Cuelgamuros. “Llegaban tantos kilos de garbanzos y de aceite y había que distribuirlos entre un número de presos y días para que al final del período el resultado fuese cero. Pero eso no guardaba ninguna relación con la realidad de la alimentación en el campo, es decir, la oficina, la jefatura del destacamento estaba engañando a la Dirección General de Prisiones. Esto no quiere decir que los funcionarios de Cuelgamuros fueran inocentes. Si podían hacer trampas, seguramente era porque los de arriba les dejaban hacer”, afirma Sánchez-Albornoz. En resumen: de aquellas 10 pesetas que recibía el Estado por el alquiler del preso, una vez descontadas las 5 pesetas para sufragar la alimentación, quedan otras 5 que nunca se llegó a saber a dónde iban a parar.
El estraperlo, el contrabando, la picaresca y las corruptelas formaban parte del tenebroso paisaje de los años 40 en España, un país arruinado por la guerra, el hambre y el analfabetismo. La trama parecía perfectamente planificada por los de arriba, por los jerarcas del franquismo, pero evidentemente los funcionarios, cómo no, entraban en el juego. Ellos también sacaban su parte del pastel en esa cadena engrasada de la corrupción franquista. “Lo sé porque yo lo he visto”, insiste el superviviente del Valle de los Caídos. “Todo esto me consta a mí que se hacía porque yo lo veía en los partes que se tenían que enviar a la Dirección General de Prisiones. La documentación que debía justificar la entrada y salida de alimentos sencillamente se inventaba; esos partes los tenía que fabricar yo por orden de los jefes sin tener que pasar por el almacén ni por la cocina. Todo era un juego teórico”, explica el historiador.
La sisa de alimentos revela que la corrupción era algo generalizado en todo el sistema penitenciario de los campos de concentración de Franco. Grandes fortunas se amasaron durante esos años, como la que consigue acumular José Banús ‒el empresario que más tarde construirá el famoso Puerto Banús‒, San Román y otras oligarquías económicas franquistas que levantaron auténticos emporios a la sombra de Franco. Hoy, en plena democracia, esas mismas sagas familiares perpetuadas a través de los tiempos continúan manejando los hilos del poder financiero en España, sin que nadie les haya pedido explicación alguna sobre su complicidad con el régimen. De modo que junto a la severa represión política, tras las rocas de Cuelgamuros se esconde toda una trama corrupta conjuntamente organizada entre empresarios afines al régimen y altos cargos del Estado. El periodista Rafael Torres, autor de Los esclavos de Franco, ha cifrado en 20.000 el número de presos republicanos que fueron puestos a trabajar como mano de obra barata en la construcción del gran sueño del dictador.
Cada uno de los presos políticos soportó la agonía de picar piedra en interminables jornadas laborales. El horario de trabajo era inflexible, sin concesiones. El alquiler de presos se hacía por turnos de ocho horas pero había días que las empresas exprimían aún más a los reclusos con horas extraordinarias. Ese tiempo adicional se pagaba “bajo mano” a los obreros y con jornales miserables, pero al menos el complemento servía para que algunos presos pudieran aliviar la escasez de comida comprando bocadillos, un poco de vino y tabaco. En Cuelgamuros los presos sobrevivían en buena medida gracias a esas horas extra que de vez en cuando se hacían cuando lo exigía el capataz.
La gestión sanitaria también dejaba mucho que desear, ya que solo había un médico para los tres campos de trabajo, según cuenta Sánchez-Albornoz. Si algún preso resultaba herido mientras picaba piedra en la cantera, lo metían en un camión y lo llevaban a la prisión. Si alguien cometía una falta o indisciplina se le ponía a disposición del cuartelillo de la Guardia Civil, que poseía jurisdicción en los tres destacamentos. Los funcionarios no se manchaban las manos, no estaban a cargo de la represión ni de la imposición de castigos; eran los agentes de la Benemérita los que se encargaban de dar su merecido a los rojos republicanos. Una paliza y de ahí al centro penitenciario.
Nadie sabe con exactitud el número de personas que fallecieron en el Valle de los Caídos durante los primeros años de su construcción, sin duda los más duros. Circula una cifra estimativa que incluso ha reconocido la Fundación Francisco Franco: 14 muertos por accidentes en la cripta. Sin embargo, a ese dato corto e impreciso a todas luces, habría que añadir otro más importante del que no se suele hablar: las muertes indirectas, es decir, aquellas que se producirán tiempo después como consecuencia de las deplorables condiciones de vida que los presos soportaron durante sus años de estancia en el Valle. Así, las explosiones de dinamita que a diario se realizaban en las obras de la cripta levantaban una espesa humareda que los presos respiraban constantemente. Un veneno letal para los pulmones. Ninguno de los obreros era provisto de mascarillas, como sí suelen tener los mineros, ni tampoco de cascos de protección. En el mejor de los casos se les proporciona una boina para el sol. Finalmente, a fuerza de respirar toda esa polvareda tóxica los trabajadores terminaron contrayendo la temida silicosis. Los historiadores sospechan que la mortalidad en los años duros de la construcción del mausoleo debió ser elevada a causa de enfermedades respiratorias graves. Se sabe que muchos de los presos que estuvieron excavando en la cripta, tras ser puestos en libertad y ya en sus casas, murieron a edades tempranas como consecuencia de afecciones cardiopulmonares.
No obstante, el Cuelgamuros de los primeros años del franquismo no es el lugar más infernal que se puede encontrar en la desgarrada España de posguerra. Los hay mucho peores. Como las obras de construcción del Canal del Guadalquivir, donde llegan a trabajar hasta 5.000 presos políticos empleados en trabajos durísimos. O las terribles obras del ferrocarril Madrid-Burgos. O los famosos pantanos de Franco, donde los presos las pasaban canutas. Bajo el cemento de esos embalses se cree que puede haber más de un cadáver sepultado, como también lo hay en el Valle de los Caídos. Ese lugar de terror que poco tiene que ver con el balneario de paz y prosperidad que pretende pintarnos el singular prior Cantera.