Con el fin de la Guerra Civil, no llegó ningún tipo de armisticio ni reconciliación entre españoles. El nuevo régimen franquista puso en marcha toda una maquinaria represiva que condujo a decenas de miles de ejecuciones sin la menor garantía jurídica.
El 1 de abril de 1939, el general Franco firmó el famoso último parte de guerra en el que daba por finiquitado el conflicto (“Cautivo y desarmado el Ejército Rojo..., etc.”), pero la estrategia de exterminio físico del adversario puesta en marcha desde el mismo día del alzamiento no varió un ápice. Se inició, por el contrario, una etapa de feroz represión en la que no quedaba el menor espacio para la reconciliación o la clemencia. “La destrucción del vencido se convirtió en prioridad absoluta”, afirma el historiador Julián Casanova. Es lo que Paul Preston ha llamado “la inversión en terror de Franco”, que consistía en amedrentar y humillar a la población hasta un extremo tal que nadie osara alzar la voz contra el nuevo orden y el nuevo Estado.
Las cifras no son definitivas, pero, según una estimación más o menos aceptada, en los diez años posteriores a la guerra hubo unas 50.000 ejecuciones, a las que habría que sumar las miles de muertes en cárceles y campos de concentración debido a las terribles condiciones en que deliberadamente se mantenía a los reclusos (hambre, frío, enfermedades...). Aquellos que hubieran podido concebir alguna esperanza sobre la hipotética magnanimidad de los vencedores o hubieran dado crédito a las garantías ofrecidas por los quintacolumnistas –en esencia, que quien no hubiera cometido crímenes no tenía nada que temer, una ilusión mantenida en su día por el coronel Segismundo Casado, el socialista Julián Besteiro y otros– se vieron rápidamente defraudados por la magnitud y la arbitrariedad de la masacre.
Represalia anunciada
Había motivos más que suficientes para pensar, sin embargo, que a la derrota de la República seguiría una venganza de colosales dimensiones. El primero es el carácter sistemático e inmisericorde del terror aplicado durante la guerra en las zonas conquistadas por el ejército nacional –en Sevilla o Badajoz, por ejemplo–. A diferencia del “terror rojo”, que existió pero que las autoridades republicanas intentaron controlar y castigar, el “terror blanco” fue decidido y administrado desde arriba. Tal estrategia quedaba clara en las muchas declaraciones de importantes representantes del bando sublevado, que dejaban pocas dudas respecto a sus intenciones: “Eliminar sin escrúpulo ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros”, en palabras de Emilio Mola, el “Director” de la sublevación.
Por último, la legislación aprobada durante la propia guerra anunciaba que, lejos de cesar, la estrategia de aniquilamiento continuaría. Ya en julio de 1936, la llamada Junta de Defensa Nacional publicó en Burgos un decreto en el que declaraba el estado de guerra en todo el territorio y, significativamente, castigaba no solo las “acciones”, sino también las “omisiones”. En septiembre, otro decreto sentaba las bases para la confiscación de bienes de los vencidos que luego, ya a las puertas de la victoria, desarrollaría la Ley de Responsabilidades Políticas del 9 de febrero de 1939. Esta disposición se practicó con verdadera rapiña; enriquecerse con lo ajeno formaba parte de la salvación de España, al parecer.
La misma norma consideraba reos de “auxilio a la rebelión” a quienes se hubieran mantenido leales al gobierno constitucional, convertía en delito la simple falta de apoyo al alzamiento (“pasividad grave”) y, en una flagrante violación del principio de irretroactividad de la ley, consideraba punibles hechos ocurridos desde el 1 de octubre de 1934, lo cual criminalizaba a todo el bando republicano por acciones tan normales como pertenecer a un partido o un sindicato. El propio Serrano Suñer hizo al final examen de conciencia y en sus memorias llamó a todo esto “justicia al revés”.
Burla de juicios
Tras el fin de la guerra y las primeras explosiones de violencia espontánea, con paseos, torturas y actuaciones incontroladas de escuadrones de falangistas, se impuso una violencia fría, institucional, administrada en juicios y consejos de guerra. La característica principal de estos procesos es que eran meras farsas, sin el menor atisbo de imparcialidad o legalidad. Hay un patrón que está ampliamente documentado y que se repite una y otra vez, en el que se aprecia con claridad esta ausencia total de garantías.
Dado que regía el estado de guerra –que se mantuvo hasta 1948–, toda España quedaba sometida a la jurisdicción militar, por lo que los jueces eran militares del bando vencedor. También lo eran los encargados de la defensa de los procesados –que, por supuesto, no elegían ellos, sino sus captores–, siempre oficiales de menor rango sin formación ni experiencia legal alguna, subordinados jerárquicamente al juez y al fiscal. A los reos se los juzgaba en grupos de veinte o treinta, pese a que ni las personas ni los delitos que se les atribuían guardaban relación entre sí.
No tenían acceso a la causa ni podían preparar su defensa. De la acusación se enteraban cuando se leía en voz alta en el juicio, y si había prisa ni eso. No podían presentar pruebas ni testigos, y tampoco se les permitía declarar. El defensor se limitaba a solicitar clemencia. Lo peor era que las condenas –muchas a muerte– no se basaban en pruebas, sino en una presunción de culpabilidad que procedía de rumores, suposiciones y delaciones; también en confesiones firmadas tras brutales sesiones de tortura. En ningún caso había posibilidad de apelación y la sentencia se aplicaba de forma sumaria –al paredón, al día siguiente–, aunque a veces podía dilatarse a capricho para que el preso se consumiera lentamente en la cárcel.
Las evidencias de que esto era así son innumerables. Entre los muchos casos que recoge Paul Preston en El holocausto español (2011), se encuentra el de un ferroviario juzgado por delitos de sangre al que se condenó con el siguiente argumento: “Si bien se ignora su intervención directa en saqueos, robos, detenciones y asesinatos, es de suponer que haya tomado parte en tales hechos por sus convicciones”.
En esta ocasión, como en tantas otras, se condenaba por delitos inexistentes o cometidos por personas con las que el acusado supuestamente compartía ideología. Algunos casos tuvieron especial notoriedad: el fusilamiento de las Trece Rosas (5 de agosto de 1939), por ejemplo, después de un consejo de guerra sumarísimo por un atentado con el que no tenían la menor relación. Pero esto no era la excepción, sino la norma. De hecho, junto a ellas se ejecutó por el mismo motivo a cincuenta varones; entre ellos, un niño de catorce años.
Un país de delatores
Esta maquinaria de terror tuvo en la delación su primer instrumento. La denuncia de los partidarios de la República se instigó en toda España con oficinas especiales, ante las que se formaban largas colas, y formularios especialmente preparados que se repartían en las administraciones públicas. Acusar de “rojos” a vecinos o colegas se convirtió en una forma de ponerse a salvo, cuando no en un medio para la venganza o la obtención de ventajas materiales. Constituía un acto de adhesión formal a la dictadura y resultaba muy conveniente en una situación en la que la pasividad se consideraba sospechosa. En palabras de Casanova, “inculpar era sencillo; exculpar resultaba peligroso”.
Joan Peset i Aleixandre, por ejemplo, médico eminente y miembro de Acción Republicana, fue condenado a muerte en 1941 por “auxilio a la rebelión” tras la denuncia de varios compañeros de profesión falangistas. De nada sirvió que no hubiera cometido crimen alguno, ni que decenas de personalidades –entre ellas, el arzobispo de Valencia– pidieran la conmutación de la pena, ni los testimonios sobre la labor humanitaria que había realizado durante la guerra y que incluía haber escondido en su propia casa a perseguidos por las milicias
republicanas. Fue fusilado contra las tapias del cementerio de Paterna.
Dentro de este engranaje represivo, la Iglesia tuvo un papel especial, acorde con su total identificación con los militares golpistas y lo que llamaban “la Cruzada”. La Ley de Responsabilidades Políticas establecía que el juez instructor debía pedir inmediatamente informes al alcalde, al jefe de la Falange, al comandante de la Guardia Civil y al cura párroco. Gracias a su exhaustivo conocimiento de las intimidades de la comunidad, los clérigos se convirtieron en informadores privilegiados –árbitros de la vida y la muerte– y, con escasas y honrosas excepciones, se entregaron a esta tarea con verdadero entusiasmo.
Para profundizar en esta estrategia punitiva, en abril de 1940 se aprobó la Causa General, una extensa investigación sobre “los hechos delictivos cometidos en todo el territorio nacional durante la dominación roja” que recogió una ingente cantidad de información procedente de delaciones, interrogatorios y documentos incautados. Este interminable proceso –duró casi hasta los años sesenta–, por el que la dictadura enjuiciaba a la España republicana, tuvo una función tanto práctica –condenar, enajenar bienes, compensar a las víctimas “nacionales”– como publicitaria y simbólica. Dio carta de naturaleza a la división entre españoles buenos y españoles malos y estableció la culpabilidad colectiva y solidaria de todos los vencidos, lo que justificaba que no fueran necesarias pruebas para condenarlos.
El horror de las cárceles franquistas
Los datos sobre presos en la inmediata posguerra son confusos. Suele citarse el número de 270.000, correspondiente al año 1940, que en 1954 dio el Ministerio de Justicia a una comisión internacional. Pero esto no incluía a los 100.000 que estaban a la espera de juicio ni a los que integraban los batallones de trabajo. En cualquier caso, el sistema penitenciario se encontraba colapsado y las cárceles superaban en diez o quince veces el número de internos previsto.
En la prisión Modelo de Valencia, con capacidad para 528 personas, llegaron a hacinarse 15.000 presos en algunos meses de 1939 y 1940. En la cárcel de Ciudad Real, pensada para 100 internos, hubo, según las fechas, entre 1.300 y 2.200 personas (por allí pasaron 19.000 entre 1939 y 1943, de las cuales más de 2.000 fueron ejecutadas). Las condiciones del cautiverio eran terroríficas en toda España. La altísima mortalidad –en 1941, murieron 510 internos de la cárcel de Córdoba–, consecuencia del hambre, la falta de higiene y las enfermedades, hizo que la población carcelaria descendiera con rapidez (los datos oficiales registraban un disparatado número de ataques al corazón).
Las mujeres sufrieron de forma especial. En la cárcel de Ventas, en Madrid, planeada para 500 reclusas, llegó a haber más de 14.000, con doce por celda individual. Además del hacinamiento, la malnutrición y la enfermedad, las presas sufrían la violencia sexual de sus carceleros (violaciones constantes). Muchas estaban embarazadas o tenían con ellas a sus hijos pequeños, que vivían en condiciones infrahumanas. Pero solo podían estar allí los menores de tres años; aquellos que superaban esta edad se quedaban fuera con familiares, si los había, o directamente en la calle.
Campos al estilo nazi
Durante la guerra y en los primeros años de la dictadura, hubo también 180 campos de concentración franquistas, 102 de ellos estables, por los que pasaron unas 500.000 personas (datos del investigador de la UAB Javier Rodrigo). Entre ellos se encuentran lugares tan infames como el Campo de los Almendros o el de Albatera, ambos en Alicante, donde la gente moría en masa de hambre y sed y los falangistas hacían regularmente sacas y asesinaban a los prisioneros en los alrededores del recinto.
El rigor de los campos españoles tenía poco que envidiar al de los nazis (en Albatera los internos estaban numerados y, si se escapaba uno, se fusilaba a los que tenían el número anterior y posterior), quizás porque, según diversos historiadores, fueron diseñados con ayuda de la Gestapo. De hecho, el campo de Miranda de Ebro estuvo dirigido durante una temporada por el miembro de las SS Paul Winzer.
Este fue el último campo de concentración denominado como tal en clausurarse en España, en 1947, pero siguieron funcionando los campos de trabajo que proporcionaban mano de obra barata –o directamente esclava– al nuevo Estado franquista y a empresas particulares, todo canalizado a través del Patronato para la Redención de Penas y el Servicio de Colonias Penitenciarias Militarizadas. Los republicanos represaliados conseguían reducir así la condena y hacer llegar una cantidad miserable –la escasísima paga se iba perdiendo por el camino– a sus familias. De este modo, reconstruyeron España, de cuya destrucción se les responsabilizaba –carreteras, túneles, canales, aeropuertos, minas y, por supuesto, el Valle de los Caídos–, una actividad que se mantuvo casi hasta los años setenta.
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