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Prisión de Mujeres de Saturrarán-Motriku.
Tras el levantamiento militar de julio de 1936 y el estallido de la Guerra Civil, las prisiones, especialmente las del bando nacional, vieron aumentado enormemente el número de presos y presas, ya que a medida que iban conquistando territorios, necesitaban más centros de reclusión para albergar a sus detenidos: hombres, mujeres, niños y niñas...
Emplazado en la desembocadura del río Mijoa, sobre la playa que separa Ondarroa de Mutriko en el límite de Bizkaia y Guipúzcoa, en su origen había sido un complejo hotelero y balneario. Ante la premura de nuevos centros de internamiento, una Orden del 29 de diciembre de 1937 hizo del complejo de edificios se convirtiera en una prisión de mujeres, que será inaugurada el 3 de enero de 1938.
Custodiado el exterior por soldados del Ejército sublevado y requetés, su interior estaba supervisado por un jefe de prisiones y tres oficiales, mientras que la vigilancia de las reclusas corría a cargo de religiosas mercedarias. Coincidiendo con la fundación del penal, durante un breve tiempo se distinguió en la jerarquía de funcionarios Carmen Castro Cardús, monja teresiana y miembro de la Quinta Columna, que a partir de 1939 dirigirá con mano de hierro la madrileña prisión de Ventas. A partir de noviembre de 1938, en los expedientes de Saturrarán figurarán como responsables, entre otros, Manuel Sanz y M. Larrondo, así como la religiosa mercedaria, Sor María Uribesalgo.
El día 23 de octubre de 1938, son trasladadas a Saturrarán un grupo de sesenta y siete mujeres procedentes de Asturias. Entre ellas viajan María Teresa Llanos González, Hortensia Amodia Rubio, Belarmina González Lastra, Ernestina Fernández Suárez, Concepción Díaz Fernández, Josefa Argüelles Fernández y la hija de ésta Margarita Pérez Argüelles, todas ellas vecinas del concejo de Salas. También terminarán penando en ese mismo lugar, sus vecinas María Ochoa Fidalgo, María Fidalgo Rojas y Flora García García.
Carmina fue la primera Merodio en entrar a Saturrarán, pero no la única. Cuando llevaba allí tres meses, vio cómo internaban también a su hermana Sagrario. Tras ser sentenciada a pena de muerte por un juez conocido como “la metralleta”, debido a la facilidad con que ordenaba ese tipo de penas. Este sicario justiciero, consideró suficiente motivo para ello el hecho de “ser hermana de un rojo”.
Según contó Carmina Merodio: “no había colchones, ni mesas, ni tan siquiera donde sentarse, de modo que teníamos que comer en el suelo y dormir recostadas en los petates”.
Saturrarán llegó a albergar a dos mil mujeres, de ellas ciento tres asturianas, de edades comprendidas entre 16 y 80 años. La mayoría de ellas anónimas, destacadas por su fidelidad a la República. Muchas cumplirán sentencia únicamente por el hecho de ser hijas, madres, hermanas o compañeras de republicanos. No obstante, también las había comprometidas en distintas formaciones políticas y sindicales, así como milicianas que habían luchado en el frente.
Las condiciones de vida de las prisioneras eran infrahumanas, la comida más que escasa y los castigos terribles. Además de soportar el acoso de numerosas monjas lesbianas que intentaban abusar de ellas, las reclusas tenían que enfrentarse a diario con la crueldad de las religiosas, destacando por su dureza sor María Aranzazu Vélez de Mendizábal, conocida entre las presas como “la pantera blanca”.
Uno de los peores castigos consistía en confinar a las presas en celdas ubicadas en el sótano de un pabellón que se anegaba de agua con la subida de las mareas, llegándoles en ocasiones por encima de la cintura. Los largos días de encierro en aquellas condiciones dejaron secuelas físicas en muchas de ellas.
La cárcel constaba de cuatro pabellones, una buhardilla, una capilla, una enfermería y una cocina. Fuera del edificio central había además varias celdas de castigo situadas en unos agujeros abiertos bajo un riachuelo, que inundaba las instalaciones sembrando el miedo en las internas, las cuales, teniendo en cuenta que las penas podían durar hasta un mes, corrían el riesgo de fallecer de tuberculosis.
En Saturrarán murieron ciento veinte mujeres y cincuenta y siete niños, la mayoría a causa de tifus y tuberculosis. Algunas prisioneras estaban embarazadas y otras llevaban a sus hijos con ellas, desapareciendo numerosos menores que es más que probable que fueran dados en adopción, tal y como consta en los testimonios recogidos en la causa abierta por el juez Baltasar Garzón.
Tomado del libro “Guerra Civil, Franquismo y represión en el concejo de Salas”.
Verdad, Justicia y Reparación.
Tras el levantamiento militar de julio de 1936 y el estallido de la Guerra Civil, las prisiones, especialmente las del bando nacional, vieron aumentado enormemente el número de presos y presas, ya que a medida que iban conquistando territorios, necesitaban más centros de reclusión para albergar a sus detenidos: hombres, mujeres, niños y niñas...
Emplazado en la desembocadura del río Mijoa, sobre la playa que separa Ondarroa de Mutriko en el límite de Bizkaia y Guipúzcoa, en su origen había sido un complejo hotelero y balneario. Ante la premura de nuevos centros de internamiento, una Orden del 29 de diciembre de 1937 hizo del complejo de edificios se convirtiera en una prisión de mujeres, que será inaugurada el 3 de enero de 1938.
Custodiado el exterior por soldados del Ejército sublevado y requetés, su interior estaba supervisado por un jefe de prisiones y tres oficiales, mientras que la vigilancia de las reclusas corría a cargo de religiosas mercedarias. Coincidiendo con la fundación del penal, durante un breve tiempo se distinguió en la jerarquía de funcionarios Carmen Castro Cardús, monja teresiana y miembro de la Quinta Columna, que a partir de 1939 dirigirá con mano de hierro la madrileña prisión de Ventas. A partir de noviembre de 1938, en los expedientes de Saturrarán figurarán como responsables, entre otros, Manuel Sanz y M. Larrondo, así como la religiosa mercedaria, Sor María Uribesalgo.
El día 23 de octubre de 1938, son trasladadas a Saturrarán un grupo de sesenta y siete mujeres procedentes de Asturias. Entre ellas viajan María Teresa Llanos González, Hortensia Amodia Rubio, Belarmina González Lastra, Ernestina Fernández Suárez, Concepción Díaz Fernández, Josefa Argüelles Fernández y la hija de ésta Margarita Pérez Argüelles, todas ellas vecinas del concejo de Salas. También terminarán penando en ese mismo lugar, sus vecinas María Ochoa Fidalgo, María Fidalgo Rojas y Flora García García.
Carmina fue la primera Merodio en entrar a Saturrarán, pero no la única. Cuando llevaba allí tres meses, vio cómo internaban también a su hermana Sagrario. Tras ser sentenciada a pena de muerte por un juez conocido como “la metralleta”, debido a la facilidad con que ordenaba ese tipo de penas. Este sicario justiciero, consideró suficiente motivo para ello el hecho de “ser hermana de un rojo”.
Según contó Carmina Merodio: “no había colchones, ni mesas, ni tan siquiera donde sentarse, de modo que teníamos que comer en el suelo y dormir recostadas en los petates”.
Saturrarán llegó a albergar a dos mil mujeres, de ellas ciento tres asturianas, de edades comprendidas entre 16 y 80 años. La mayoría de ellas anónimas, destacadas por su fidelidad a la República. Muchas cumplirán sentencia únicamente por el hecho de ser hijas, madres, hermanas o compañeras de republicanos. No obstante, también las había comprometidas en distintas formaciones políticas y sindicales, así como milicianas que habían luchado en el frente.
Las condiciones de vida de las prisioneras eran infrahumanas, la comida más que escasa y los castigos terribles. Además de soportar el acoso de numerosas monjas lesbianas que intentaban abusar de ellas, las reclusas tenían que enfrentarse a diario con la crueldad de las religiosas, destacando por su dureza sor María Aranzazu Vélez de Mendizábal, conocida entre las presas como “la pantera blanca”.
Uno de los peores castigos consistía en confinar a las presas en celdas ubicadas en el sótano de un pabellón que se anegaba de agua con la subida de las mareas, llegándoles en ocasiones por encima de la cintura. Los largos días de encierro en aquellas condiciones dejaron secuelas físicas en muchas de ellas.
La cárcel constaba de cuatro pabellones, una buhardilla, una capilla, una enfermería y una cocina. Fuera del edificio central había además varias celdas de castigo situadas en unos agujeros abiertos bajo un riachuelo, que inundaba las instalaciones sembrando el miedo en las internas, las cuales, teniendo en cuenta que las penas podían durar hasta un mes, corrían el riesgo de fallecer de tuberculosis.
En Saturrarán murieron ciento veinte mujeres y cincuenta y siete niños, la mayoría a causa de tifus y tuberculosis. Algunas prisioneras estaban embarazadas y otras llevaban a sus hijos con ellas, desapareciendo numerosos menores que es más que probable que fueran dados en adopción, tal y como consta en los testimonios recogidos en la causa abierta por el juez Baltasar Garzón.
Tomado del libro “Guerra Civil, Franquismo y represión en el concejo de Salas”.
Verdad, Justicia y Reparación.
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