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Publicada el 26/11/2018 a las 06:00Alfons Cervera
Actualizada el 25/11/2018 a las 18:31
No sé por qué, pero es como si la memoria creciera más en los otoños. Esta mañana llueve en Gestalgar (mi pequeño pueblo de la sierra valenciana) y se ven los montes más brumosos desde la ventana. Como una nube de polvo que oscurece de blanco los altos de la Peña el Cuervo. Tengo aquí mismo un libro de relatos de Iban Zaldua: Como si todo hubiera pasado. El País Vasco no se acaba -por mucho que el mercado lo haya decidido con su habitual ferocidad envolvente- en una novela gorda que se ha llevado y se llevará todos los premios de la historia literaria en un país que, a pesar de tanta derrota, es como si cada día estuviera más feliz de conocerse. Sí, desde hace años tengo la sensación de que es el nuestro un país finalista en todas las copas del mundo, sean del gremio que sean esas copas.
Y también tengo la sensación de que finalmente no acaba ganando ninguna.
"¿A vosotros también os pasa? A mí, desde luego, cada vez más: las cosas se me olvidan continuamente. Cosas que debería recordar". Son las primeras líneas de Mala memoria, uno de los magníficos relatos de este libro en cuyo prólogo, igualmente espléndido, afirma Edurne Portela que lo que vamos a leer nos puede servir para llevar a cabo nuestro "propio ejercicio de memoria".
El presente que nos está tocando vivir es un amontonamiento de viejas novedades. Y lo malo es que esas viejas novedades se nos venden a precio VIP como un batiburrillo que aquel amontonamiento nos impide gestionar como sería eficazmente deseable. Somos un cuerpo dañado a golpe diario de mentiras y cinismo. Y lo peor es que nos estamos acostumbrando a ese daño, lo estamos dejando entrar en lo que somos sin oponer ninguna resistencia, como si fuera verdad, a día de hoy, aquello que escribía William Blake hace doscientos años por lo menos: "La crueldad tiene corazón humano".
Este país es una sangría moral que cada vez tiene menos conciencia de que se queda atrás en el recuento de su historia. El pasado importa y mucho para ajustar las cuentas del presente. Sin embargo, es como si de ese pasado sólo nos quedara su parte más miserable, esa parte que convirtió nuestra última historia en un relato pornográfico con aquel daño expuesto sin reparos en las carnicerías del horror. El franquismo se nos metió en las tripas con sus cuarenta años de duración insoportable: la escuela, la iglesia, el miedo, la maldita y paradójica certidumbre de la culpa en el lado de la derrota, tanta represión que aún se alargaría con saña hasta aquella tenebrosa amanecida del 27 de septiembre de 1975, apenas dos meses antes de la muerte del dictador.
La memoria se fue desmadejando después, cuando la transición hizo sólo una parte de sus deberes y dejó para más tarde bastantes de los que podrían haberse cumplido si desde 1982 a 1996 el PSOE de Felipe González y Alfonso Guerra no hubiera mirado de refilón —y tal vez bajo sospecha— el tiempo que la Segunda República quiso remendar con una vocación igualitaria que se vio truncada por el golpe de Estado fascista de 1936.
Lo que nos queda de aquella memoria es una democracia que se llenó de olvido y de silencio porque lo primero que hacen las tiranías es borrar de nuestra cabeza los recuerdos y robarnos impunemente la palabra. Han pasado cuarenta y tres años desde que se murió el dictador Francisco Franco y andamos ahora sin saber qué hacer con su cuerpo, un cuerpo hecho momia faraónica por la gracia del que ahora recibe como rey emérito los envites de la historia. Y ahí están, resistiendo como los últimos de Filipinas, el PP, Ciudadanos y Vox: la memoria del franquismo ha de seguir en su sitio de siempre, con los honores de siempre, con el desprecio al sufrimiento de sus víctimas y el escarnio que suponen, para esas víctimas, sus chistes malapata cuando se ponen a hablar del dolor enterrado en las cunetas sin honores de ninguna clase. Pero vaya gracia: ese escarnio y esos chistes no tienen ningún interés para la Justicia, una Justicia que sólo parece interesada en perseguir —con el microscopio del entomólogo— lo que considera insultos o vejaciones a la iglesia, a la monarquía, a la bandera y a la unidad de España.
Por cierto, antes de que se me olvide hago aquí un breve paréntesis en forma de pregunta: ¿por qué cuando se habla de la guerra se dice —y no solamente en boca de las derechas— "bando nacional" en vez de "bando fascista"?
Ni el País Vasco ni ningún otro se acaba en una novela por gorda que sea, ni en cualquier otra ficción que despliegue a lo ancho y a lo largo de nuestra existencia soluciones imposibles, unas soluciones finalistas que, en la literatura y en la vida, también encierran a ratos juegos de naipes con las cartas marcadas. Como dice Iban Zaldua, olvidamos con demasiada frecuencia cosas que tendríamos la obligación de recordar. Pero nos vaciaron el cuerpo de recuerdos y lo fueron rellenando con grumos espesos de olvido y de silencio. Tiempo es de recuperar —o al menos de intentarlo— el tiempo robado a nuestra última historia. Y para esa recuperación hemos de regresar a la memoria de ese pasado que se merece salir de la oscuridad cruelísima que sufre todavía en sus tumbas clandestinas. Hay mucha gente que piensa que olvidar es una buena terapia para sobrevivir con una cierta tranquilidad en medio de los desvelos cotidianos. A mí me pasa todo lo contrario. A mí me pasa, en esta mañana de otoño lluvioso en las montañas, lo que escribía Wistawa Szymborska en su poema Mi difícil vida con la memoria: a veces piensas que separarte de la memoria sería algo bueno, pero luego te das cuenta de que esa separación "también sería una condena". Pues eso.
Y también tengo la sensación de que finalmente no acaba ganando ninguna.
"¿A vosotros también os pasa? A mí, desde luego, cada vez más: las cosas se me olvidan continuamente. Cosas que debería recordar". Son las primeras líneas de Mala memoria, uno de los magníficos relatos de este libro en cuyo prólogo, igualmente espléndido, afirma Edurne Portela que lo que vamos a leer nos puede servir para llevar a cabo nuestro "propio ejercicio de memoria".
El presente que nos está tocando vivir es un amontonamiento de viejas novedades. Y lo malo es que esas viejas novedades se nos venden a precio VIP como un batiburrillo que aquel amontonamiento nos impide gestionar como sería eficazmente deseable. Somos un cuerpo dañado a golpe diario de mentiras y cinismo. Y lo peor es que nos estamos acostumbrando a ese daño, lo estamos dejando entrar en lo que somos sin oponer ninguna resistencia, como si fuera verdad, a día de hoy, aquello que escribía William Blake hace doscientos años por lo menos: "La crueldad tiene corazón humano".
Este país es una sangría moral que cada vez tiene menos conciencia de que se queda atrás en el recuento de su historia. El pasado importa y mucho para ajustar las cuentas del presente. Sin embargo, es como si de ese pasado sólo nos quedara su parte más miserable, esa parte que convirtió nuestra última historia en un relato pornográfico con aquel daño expuesto sin reparos en las carnicerías del horror. El franquismo se nos metió en las tripas con sus cuarenta años de duración insoportable: la escuela, la iglesia, el miedo, la maldita y paradójica certidumbre de la culpa en el lado de la derrota, tanta represión que aún se alargaría con saña hasta aquella tenebrosa amanecida del 27 de septiembre de 1975, apenas dos meses antes de la muerte del dictador.
La memoria se fue desmadejando después, cuando la transición hizo sólo una parte de sus deberes y dejó para más tarde bastantes de los que podrían haberse cumplido si desde 1982 a 1996 el PSOE de Felipe González y Alfonso Guerra no hubiera mirado de refilón —y tal vez bajo sospecha— el tiempo que la Segunda República quiso remendar con una vocación igualitaria que se vio truncada por el golpe de Estado fascista de 1936.
Lo que nos queda de aquella memoria es una democracia que se llenó de olvido y de silencio porque lo primero que hacen las tiranías es borrar de nuestra cabeza los recuerdos y robarnos impunemente la palabra. Han pasado cuarenta y tres años desde que se murió el dictador Francisco Franco y andamos ahora sin saber qué hacer con su cuerpo, un cuerpo hecho momia faraónica por la gracia del que ahora recibe como rey emérito los envites de la historia. Y ahí están, resistiendo como los últimos de Filipinas, el PP, Ciudadanos y Vox: la memoria del franquismo ha de seguir en su sitio de siempre, con los honores de siempre, con el desprecio al sufrimiento de sus víctimas y el escarnio que suponen, para esas víctimas, sus chistes malapata cuando se ponen a hablar del dolor enterrado en las cunetas sin honores de ninguna clase. Pero vaya gracia: ese escarnio y esos chistes no tienen ningún interés para la Justicia, una Justicia que sólo parece interesada en perseguir —con el microscopio del entomólogo— lo que considera insultos o vejaciones a la iglesia, a la monarquía, a la bandera y a la unidad de España.
Por cierto, antes de que se me olvide hago aquí un breve paréntesis en forma de pregunta: ¿por qué cuando se habla de la guerra se dice —y no solamente en boca de las derechas— "bando nacional" en vez de "bando fascista"?
Ni el País Vasco ni ningún otro se acaba en una novela por gorda que sea, ni en cualquier otra ficción que despliegue a lo ancho y a lo largo de nuestra existencia soluciones imposibles, unas soluciones finalistas que, en la literatura y en la vida, también encierran a ratos juegos de naipes con las cartas marcadas. Como dice Iban Zaldua, olvidamos con demasiada frecuencia cosas que tendríamos la obligación de recordar. Pero nos vaciaron el cuerpo de recuerdos y lo fueron rellenando con grumos espesos de olvido y de silencio. Tiempo es de recuperar —o al menos de intentarlo— el tiempo robado a nuestra última historia. Y para esa recuperación hemos de regresar a la memoria de ese pasado que se merece salir de la oscuridad cruelísima que sufre todavía en sus tumbas clandestinas. Hay mucha gente que piensa que olvidar es una buena terapia para sobrevivir con una cierta tranquilidad en medio de los desvelos cotidianos. A mí me pasa todo lo contrario. A mí me pasa, en esta mañana de otoño lluvioso en las montañas, lo que escribía Wistawa Szymborska en su poema Mi difícil vida con la memoria: a veces piensas que separarte de la memoria sería algo bueno, pero luego te das cuenta de que esa separación "también sería una condena". Pues eso.
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Alfons Cervera es escritor. Su último libro publicado es La noche en que los Beatles llegaron a Barcelona (Piel de Zapa, 2018).
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