https://www.lavozdegalicia.es/noticia/amarina/2019/03/20/recuerdos-nino-vivio-junto-campo-concentracion-arnao/0003_201903X20C5993.htm
RIBADEO / LA VOZ
Setenta años es un pestañeo en la historia. Fue ayer, como quien dice, pero la memoria es frágil y conviene no olvidar. Es más, probablemente convenga instruir a los niños y adolescentes que en Castropol, en la desembocadura de la ría de Ribadeo, en un paraje donde la naturaleza irrumpe con toda la belleza que es capaz, donde hoy hay columpios y barbacoas, miles de personas penaron en un campo de concentración franquista: Arnao. Leer los listados de prisioneros y los motivos sobrecoge. La mayoría son mujeres, incluso niños, cuyo delito fue ser familiares o cómplices de huidos o guerrilleros republicanos: «Enlace, ayuda y protección de huidos; encubridor; suministrador de huidos; por su actuación durante el Movimiento, proteger a los huidos; manifestaciones antipatrióticas; auxilio a la rebelión; familiar de huidos...», un saco sin fondo donde casi todo podía encajar.
En Arnao, con Illa Pancha a un lado y la Punta da Cruz al otro, donde el Eo pierde su nombre en el Mar Cantábrico, un paraíso se volvió infierno desde 1938 a 1943. Allí penaron miles de personas, en uno de los campos de concentración franquistas que más tiempo duró y más gente albergó tras la caída del frente asturiano. Tuvo dos etapas: una para prisioneros de guerra y otra para familiares y supuestos colaboradores. De aquellos tiempos quedan testimonios. Muchos en boca de hijos de padres y madres que, compadecidas, acudían a llevar comida a los presos.
Su madre, castigada
Miguel López recuerda, por ejemplo, cómo un preso le cortó el pelo tras pedírselo su madre. A cambio le dio algo, un pequeño premio. Fue descubierta y castigada. «Yo era un chavalote y qué iba a saber de todo eso. Vino a dormir al campo de concentración. Estuvo en un barracón», recuerda en el mismo lugar.
«Había un agujero grande. Le llamaban el calabozo. Los metían ahí y le ponían una tapa encima. Esto todo se recordaba antes, pero ahora... hace tantos anos ya», añade.
Miguel cuenta cómo de niño acudía a Arnao con el ganado. «Iba a lindar las vacas por aquí, que poco teníamos para darles». Sobre los presos no preguntaban: «No. Cuando me sacaron de la escuela, miraba de cortejar un poco», dice sonriendo. Era la inocencia de la niñez y adolescencia, ante un drama que les superaba. «Es que esto era político todo. Daba pena, hubo muchísimo castigo. Ahora lo comprendo, pero de aquélla no».
Miguel llegó a tener trato con los sargentos, también con gente que vivía en el campo de concentración. Recuerda cómo había gente que se compadecía de los presos y les daba comida. También el trabajo de los prisioneros haciendo carreteras: «Teníamos un cabanón y hacían de comer allí».
Y por su experiencia asiste con temor al discurrir de la sociedad actual: «Creo que estamos muy cerca incluso de volver a pasar lo mismo, ahora en España. Todo esto lo veo muy mal».
En Arnao, al pie del monolito que recuerda a los presos, Félix Rico señala y cita: «Recuerdo los barracones que había aquí; el cuartel ahí; el váter aquí atrás. La entrada principal estaba allá, a unos 200 ó 300 metros. Para entrar aquí había que pedir permiso».
«Para hacer guardia te iban a buscar a casa. Mi padre sí la hizo. Hacían lo que mandaban y nada más», añade. Del día a día en el campo de concentración, recuerda que «unos estaban trabajando en las carreteras y otros de aquí para allá... Eran presos. Llegaban en camiones y hacían lo que les mandaban».
Él era un niño ante una realidad impuesta: «No preguntábamos nada. No se hablaba. Era mejor no hablar porque no sabías lo que podía pasar». ¿Miedo? Por supuesto: «¡Cualquiera no tenía miedo!». Y añade: «Es que igual te traían aquí preso para los barracones o te mandaban a Castropol».
Ahí están los recuerdos. Apenas un pestañeo en la historia, que durante un tiempo se trató de no remover para pasar página y curar las heridas. Pero aunque cueste, para no volver a errar, conviene no olvidar.
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