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Más de cuatro mil personas fueron exterminadas entre el 14 y el 15 de agosto de 1936 por orden del general Yagüe, uno de los peores genocidios de la Guerra Civil
La batalla de Badajoz fue una de las más sangrientas de la Guerra Civil. Tras día y medio de combates, entre el 14 y el 15 de agosto de 1936, los legionarios entraron en la ciudad bajo la cobertura de un intenso fuego de artillería. En apenas unas horas, los soldados de Franco “limpiaron” la zona a fondo. “La matanza fue indescriptible”, asegura el historiador Manuel Tuñón de Lara en su obra La España del siglo XX.
Según algunos corresponsales de guerra extranjeros, la sangre corría “como ríos” por las calles de la ciudad. El periodista del Herald Tribune Reynolds Packard dejó constancia en sus reportajes de que “tan pronto como eran detenidos los defensores republicanos eran ejecutados en masa”. No hubo piedad para los prisioneros. El enviado especial del periódico Le Temps escribió sobre el terreno que “los milicianos sospechosos detenidos son inmediatamente ejecutados”, de tal forma que al caer el día ya habían sido exterminadas más de 1.200 personas. Aquello fue un infierno difícil de imaginar y un episodio resultó especialmente dramático: a un grupo de republicanos capturados en el coro de la Catedral ni siquiera los sacaron a la calle. Los fusilaron delante del altar, bajo las imágenes cristianas.
El genocidio fue ordenado sin duda por el general Juan Yagüe, ya que era él el responsable de las operaciones en el frente de Extremadura. Tras la negra jornada Yagüe, uno de los militares más violentos y sangrientos de entre los sublevados, se sentó frente al corresponsal de Le Temps y le hizo una confesión fría y cruel: “Ha sido una espléndida victoria. Antes de seguir adelante vamos a terminar la limpieza de Extremadura ayudados por los falangistas”, afirmó sin inmutarse.
La consigna era el exterminio total. No dejar supervivientes, arrasarlo todo. La aniquilación absoluta de los resistentes formaba parte de la estrategia militar. El propio Yagüe hizo a John T. Whitaker, corresponsal del New York Herald Tribune, otra bestial declaración: “Naturalmente que hemos matado. ¿Qué suponía usted? ¿Que iba a llevar cuatro mil prisioneros rojos con mi columna teniendo que avanzar contra reloj? ¿O iba a dejarlos en la retaguardia para que Badajoz fuera rojo otra vez?”
La limpieza étnica fue brutal. Según el censo de 1930, único dato fiable de que se dispone, Badajoz contaba con 41.122 habitantes en aquellos años, por lo que de ser correcta la cifra de 4.000 ejecutados –muchos de ellos en la Plaza de Toros–, al menos el 10 por ciento de la población fue exterminada. Hoy apenas quedan supervivientes de aquella salvajada. Tiempo atrás, el historiador pacense Francisco Pilo consiguió localizar a varios de ellos y plasmó sus testimonios en uno de sus libros. Un empleado del Ayuntamiento aporta un testimonio aterrador. La Guardia Civil fue a buscarlo a su casa a las tres de la madrugada del 15 de agosto, porque había trabajo. “Uno de los civiles dijo que cogiera el camión del corral, que nos teníamos que ir a la plaza de toros”. A las tres y media llegaron a la plaza. “Dentro del ruedo, a mano izquierda, había varios muertos en fila y nos dijeron que los cargáramos en el camión y nos los lleváramos al cementerio”. Volvieron a la plaza y dentro había más cadáveres, “pero no todos juntos, sino un montón aquí y otro más allá”. “Después supe que los sacaban por tandas y los iban fusilando. Aquel día dimos por lo menos seis viajes”, aseguró el superviviente.
Los sucesos de Badajoz causaron un gran impacto en todo el mundo y tuvieron consecuencias en el desarrollo de la guerra. La prensa extranjera informó ampliamente de la matanza y a partir de entonces Franco ordenó a sus generales que tuvieran más cuidado con ese tipo de acciones militares de “represalia”, ya que la trascendencia mediática internacional podría perjudicar la imagen del Ejército nacional. A su vez, el bando republicano dio amplia propaganda al episodio y le sirvió como justificación para posteriores venganzas como la Matanza de la Cárcel Modelo de Madrid o la matanza de Paracuellos.
La masacre de Extremadura pasó a la historia como una de las páginas más ignominiosas de la Guerra Civil española y a partir de ese momento a Yagüe se le conoció como El carnicero de Badajoz. De haberse producido hoy aquel terrible genocidio, el general africanista –militante convencido de Falange y amigo de José Antonio Primo de Rivera− habría sido sin duda juzgado y condenado a la cadena perpetua por crímenes contra la humanidad, como ha sucedido hace solo unos días con el ex líder serbobosnio Radovan Karadzic, quien durante la guerra de los Balcanes ordenó el genocidio de Srebrenica ocurrido en 1995 durante la contienda civil en Yugoslavia. Al menos 8.000 musulmanes fueron fusilados en aquella operación militar.
Yagüe fue uno de los treinta y cinco altos cargos del franquismo imputado por la Audiencia Nacional en el sumario instruido por el juez Baltasar Garzón por delitos de detención ilegal y crímenes contra la humanidad cometidos durante la guerra y en los primeros años del régimen franquista. Ninguno de ellos fue procesado finalmente, al comprobarse su fallecimiento, pero la democracia tiene una deuda pendiente. Solo un millar de personas asesinadas tras la batalla de Badajoz han sido identificadas hasta el momento, de tal forma que por cada caso documentado hay hasta cuatro que no lo están. Se sospecha que pueden estar enterradas en fosas comunes. De ahí que la Ley de Memoria Histórica, esa que algunos pretenden liquidar para borrar la verdad, sea tan importante. No es una cuestión de unos cuantos rencorosos “buscahuesos” que tratan de abrir viejas heridas, como ha dicho de forma vergonzante el diputado andaluz de Vox Benito Morillo. Sino una cuestión de dignidad, de justicia y de reparación moral con las familias de los represaliados. Tres principios fundamentales sin los cuales la democracia pierde todo su sentido.
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