dissabte, 17 d’agost del 2019

Muerte en Zamora.




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Muerte en Zamora (I)

A finales de los ochenta del pasado siglo apareció un libro bajo el título ‘Muerte en Zamora’, editado primero en inglés ( (‘A Death in Zamora’, por University of New Mexico Press) y posteriormente traducido al español y publicado por Plaza & Janés en 1990. Conseguí fotocopiarlo, pues era imposible encontrarlo en librerías en ésta su primera edición en español. Los ejemplares desaparecieron misteriosamente nada más dar a luz. No se ha vuelto a reeditar hasta 2017, con prólogo de Paul Preston, Helen Graham y epílogo de Francisco Espinosa. En él se narra uno de los hechos paradigmáticos de la represión en la retaguardia franquista de más alta saña y contenido emocional. Está escrito por Ramón Sender Barayón (1934) sobre los acontecimientos que envolvieron la muerte de su madre, Amparo Barayón Miguel.

Nacida en Zamora en 1904, Amparo fue pianista, simpatizante de izquierdas, aunque católica practicante. Tras darse a conocer en la vida cultural zamorana, marchó a Madrid empleada de la Telefónica, pero perdió el empleo por participar activamente en la Huelga de la Telefonica de 1931. Para sobrevivir hubo de hacer trabajos de mecanografía e impartir clases de piano. Un par de años después se casó por lo civil con Ramón J. Sender, también de ideología de izquierda, ya entonces afamado periodista y novelista que, con ‘Mister Witt en el cantón’, había obtenido en 1935 el Premio Nacional de Literatura. Al matrimonio, con un niño de dos años (Ramón) y una niña recién nacida (Andrea), les sorprendió el golpe militar de julio de 1936 en San Rafael, un pueblo de la sierra segoviana. Sender decidió pasar a Madrid atravesando la sierra, mientras Amparo prefirió dirigirse con las dos criaturas hacia Zamora donde residía su familia y poder estar así más segura. Como la paloma de Alberti, se equivocaba. En Zamora es denunciada y detenida. Protestaba ante el Gobernador Civil por la detención y asesinato de uno de sus hermanos (Antonio), que junto a su otro hermano (Saturnino), ambos políticos de filiación izquierdista, serían ejecutados extrajudicialmente. A Amparo la encarcelaron junto a su hija Andrea, de siete meses, a la que tenía que dar el pecho. El 11 de octubre de 1936 es fusilada junto a otras dos mujeres en las tapias del cementerio de San Atilano. Tenía 32 años. Las autoridades justificaron la muerte de Antonio y Saturnino por ser «peligrosos comunistas», y la de Amparo, además,«por espía del bando republicano». Los hijos de Amparo, de dos años y ocho meses, respectivamente, fueron recuperados por su padre gracias a la intervención de la Cruz Roja Internacional. Viajaron a Estados Unidos donde fueron acogidos por una familia americana.

Tras la muerte de su padre, Ramón Sender Barayón vino a Zamora desde los Estados Unidos casi medio siglo después, apenas sabiendo español, a recabar información, entre otras fuentes, de las mujeres que compartieron prisión con su madre. Son testimonios que sobrecogen: mujeres enfermas a las que el médico de la cárcel niega cualquier clase de medicación; criaturas que se mueren de hambre porque sus madres no los pueden amamantar; temperaturas bajo cero; el cemento como único lecho, etc.

Ramon Sender Barayón cuenta en el citado libro ‘Muerte en Zamora’ todo lo que consiguió averiguar sobre la detención, encarcelamiento y asesinato de su madre. «Un día otoñal, a las seis de la tarde, el secretario del administrador de la cárcel, llamado Justo, arrancó a Andrea de los brazos de su madre y con gesto duro y despectivo dijo: Los rojos no tenéis derecho a procrear». Continuará.
Muerte en Zamora (II)
Cuenta Ramón Sender Barayón, hijo del prestigioso novelista Ramón J, Sender y de Amparo Barayón Miguel, en el libro ‘Muerte en Zamora’ que, ante la inminencia de ser ejecutada junto a las tapias del cementerio zamorano de San Atilano, su madre escribió una nota de despedida a su marido que una compañera de cárcel guardó durante mucho tiempo, pero que al final tuvo que romper en pedazitos, tragársela en la garganta y engullirla en la memoria, pues cada poco registraban a las reclusas. En ella hacía a Miguel Sevilla Cabrero, su cuñado, sastre de eclesiásticos y militante tradicionalista, responsable de su muerte: «Mi querido Ramón, no perdones a mis asesinos que me han robado a Andreína, ni a Miguel Sevilla que es el culpable de haberme denunciado. No lo siento por mí, porque muero por ti. Pero, ¿qué será de los niños? Ahora son tuyos. Siempre te querré»,

Tras el fallecimiento de su padre, remiso a hablar de Amparo, Ramón Sender Barayón vino en los ochenta del pasado siglo a España a indagar todo lo que pudiera sobre su madre. Las compañeras de reclusión le dijeron que Amparo quiso confesarse, pero el cura se negó a hacerlo y a darle la absolución, alegando que, al no estar casada por la Iglesia, había estado viviendo siempre en pecado. El día 10 de octubre de 1936 una voz estentórea leyó el nombre de tres mujeres. Como quiera que una de las nombradas tardaba en salir: «¿Bajas o quieres que subamos a por ti?». Los falangistas ejecutores las subieron a un camión. No iban esposadas. Minutos después de las doce, la camioneta enfiló la carretera de Salamanca, rumbo al cementerio. Amparo salió hacia la eternidad llorando y gritando: «¡Mis hijos! ¡Mis hijos!»


Ramón visitó la tumba de su madre. La losa estaba a pleno sol, y la piedra blanca reflejaba una luz cegadora. Traía de Estados Unidos una cajita que contenía una parte de los restos de ceniza de su padre y quería ponerlos junto a los restos de Amparo. Pero la tumba no se podía abrir. No había más alternativa que, o bien organizar un espectáculo y hacer que levantasen la lápida de mármol y abrir el féretro de su madre para poner dentro parte de las cenizas de su padre, o comportarse. Ramón introdujo la cajita por una pequeña abertura y oyó el eco del aterrizaje de la caja sobre el fondo. ¡Qué vacío sonaba! Hacía un tremendo calor. Ramón en su vida había estado tan incómodo. Lo único que quería era abrir la tumba con sus propias manos, levantar la tapa del féretro y abrazar contra su pecho los infortunados huesos de su madre. Quería arrebatarla de las garras de las tres entidades que le habían dado muerte: su familia, su Iglesia y su ciudad. Sentía una frustración terrible después de haber llegado, a través de los años y de miles de kilómetros, sólo para ser frenado en sus impulsos por unos metros de piedra. Pero tenía que comprender, de una vez por todas, que su madre estaba ya fuera de su alcance. Y que jamás volvería a tenerla junto a sí, a saciar su hambre de caricias. Volvió al cementerio otro día, decidido a pasar la tarde sólo con su madre. Sentado allí con ella, pensando en el cura que le negó la absolución y la entregó al más extremado horror de su religión. Sus restos, sin esperanza de redención, se quemarían en el infierno por toda la eternidad. Amparo había abandonado la Iglesia porque la Iglesia se había vuelto sucia. Paseando entre las tumbas, Ramón, por último, se preguntaba dónde habría dado Amparo el último suspiro antes de que sus verdugos apretaran el gatillo: «Junto a la cruz de la entrada –le dijeron los sepultureros».

Continuará.

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11/08/2019AA
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Muerte en Zamora (y III)
Amparo Barayón Miguel, la esposa del famoso periodista y novelista Ramón J. Sender, fue sacada de la prisión de Zamora el 11 de octubre de 1936 y fusilada en circunstancias y pormenores que ya hemos relatado en dos entregas precedentes. A mediados del 2004, con la puesta en marcha de la Ley de la Memoria Histórica, en una entrevista a Ana Isabel Almendral (profesora de filología de la Universidad de Castilla-La Mancha y nieta del médico de la prisión de Zamora en el año 1936 Pedro Almendral) declaró a un periodista de ‘La Opinión de Zamora’ que Amparo tenía sífilis cuando fue atendida por su abuelo. Así se vengaba de lo relatado 14 años antes por Ramón Sender Barayón, hijo del escritor y de Amparo, en ‘Muerte en Zamora’, libro de 1990 que constituye una larga indagación sobre la muerte de su madre.

Al crimen del 36 se unía ahora, casi setenta años después, la difamación, puesto que una compañera de celda de Amparo, Pilar Fidalgo Marasa, escribió ‘A Young Mother in Franco’s Prisons’ (United Editorial Londres, 1939), donde relata que ni Amparo ni su hija recién nacida recibieron atención médica alguna por parte de Pedro Almendral, quien, es más, se permitió decir que «para lo que le quedaba de vida mejor dejarla donde estaba». La nieta del médico decidió vengarse del testimonio de Pilar recogido en su libro por Ramón Sender Barayón, lanzando la calumnia de que Amparo padecía tal dolencia. Pero los dos niños de Amparo estaban sanos y su marido murió con más de ochenta años de pura vejez. La ignominia era, pues, de tal gravedad que la familia de Amparo intentó que la nieta del médico se desdijera, pero la requerida no ha movido la lengua. Cuesta trabajo entender tanta maldad por parte de la nieta del médico. Además del ansia de venganza ha debido influir el ambiente creado en pro de la memoria histórica surgido en 1995-1996, por mejor resaltar la impunidad del franquismo establecida mediante la Ley de (auto)amnistía de 1979. La derecha ha llevado y lleva muy mal que el pasado oculto salga a la luz, máxime cuando el terror solo vino de un lado, el de los golpistas, en una pequeña capital de provincia como Zamora, donde ningún derechista había sufrido daño alguno ante la sublevación militar. Son recuerdos que estorban, como si las víctimas fueran culpables de «perturbar la paz». Según el historiador franquista Ramón Salas Larrazábal, en su libro ‘Pérdidas de la guerra’, en la provincia de Zamora la represión izquierdista fue inexistente mientras que la otra causó 1.246 víctimas.


Pero el asunto no se detuvo aquí, sino que se ha desmedido polémicamente a raíz de la versión del cronista oficial zamorano Miguel Ángel Mateos, quien se ha manifestado sobre este asunto masticando a dos carrillos. El 17 de febrero del 2005 apareció un artículo suyo en ‘La Opnión de Zamora’ en el que aportaba pruebas documentales que confirmaban la falta de base en la calumniosa declaración de Ana Isabel Almendral sobre el estado de salud de Amparo, instándola sin éxito a que se retractase. Pero en la segunda parte del artículo desmiente a Ramón Sender Barayón, alegando que su libro es una historia-novela por basarse en información errática, imaginada y no contrastada, extraída únicamente de pobres y débiles fuentes orales, atribuyendo toda la culpa del asesinato de Amparo a un tal Martín Mariscal, sargento de milicias de Falange. Mejor, pues, desviar la atención hacia un sujeto que ir directamente a los verdaderos culpables de la gran matanza que tuvo lugar en Zamora en años de infamia.