Blog d'en Jordi Grau i Gatell d'informació sobre les atrocitats del Franquisme.....
"Las voces y las imágenes del pasado se unen con las del presente para impedir el olvido. Pero estas voces e imágenes también sirven para recordar la cobardía de los que nada hicieron cuando se cometieron crímenes atroces, los que permitieron la impunidad de los culpables y los que, ahora, continúan indiferentes ante el desamparo de las víctimas" (Baltasar Garzón).
Hace unos días tuve el enorme privilegio de asistir en Colmenar Viejo a una charla sobre los fusilados en este pueblo durante los primeros años del franquismo. Estos mártires de la represión franquista principalmente fueron personas normales, obreros, campesinos, sindicalistas, maestros o intelectuales que vieron en la Segunda República lo que algunos queremos ver en la tercera, esperanza.
Más de 80 años después las familias de estos represaliados siguen sin ver su dignidad restituida, pese a que la ley de Memoria Histórica y la de Memoria Democrática se proponen como objetivo principal en trabajar en ello. ¿Esto a que se debe?
Los vecinos de San Sebastián, Moralzarzal, Soto del Real, Miraflores de la Sierra, Colmenar Viejo y Fuencarral puedan recordar su historia y la memoria de estos ciudadanos que decidieron dar la vida por la democracia
La política institucional muestra sus debilidades y límites, pese a ser la única vía para transformar la sociedad. Esta frase es realmente acertada si se piensa, por ejemplo, en la exhumación de los restos de la fosa ubicada en San Sebastián de los Reyes, que pese a tener el apoyo de asociaciones memorialistas y en principio el respaldo del estado sigue sin disponer de los fondos necesarios para terminar la recuperación de los restos de más de 100 ciudadanos españoles.
Entiendo que hay problemas realmente apremiantes, muchos de ellos reclamados por amplias capas de la juventud, ¿Es la memoria democrática un tema secundario? ¿Creen que los familiares de estas víctimas pueden seguir esperando?
La ley de Memoria Democrática no es suficiente si no se pone en activo con plenitud, no vale de nada ilegalizar las asociaciones franquistas o la expulsión de los religiosos que habitan el Valle de Cuelgamuros si no se va al centro de la cuestión, la exhumación de los miles de asesinados y la resignificación de los lugares donde estos sufrieron torturas, vejaciones o incluso perdieron la vida.
El ejemplo de San Sebastián de los Reyes es especialmente sangrante justo por esto mismo, pues se sabe que algunos de estos restos nunca serán identificados, sin embargo, se propone la creación de un lugar de descanso colectivo junto con un memorial, absolutamente necesario para que los vecinos de San Sebastián, Moralzarzal, Soto del Real, Miraflores de la Sierra, Colmenar Viejo y Fuencarral puedan recordar su historia y la memoria de estos ciudadanos que decidieron dar la vida por la democracia.
Tarde o temprano llegará esta restitución, sin embargo, es primordial que sea en esta legislatura, pues el futuro no lo conocemos y viendo la situación actual de Europa, con la extrema derecha en auge, no podemos asegurar que no sea la última oportunidad que tenemos para trabajar en esta vía y no decepcionar a un electorado al que no se le conquista con promesas en el último momento.
Den ustedes fondos para la ley de Memoria Democrática y los trabajadores responderán en las urnas, porque estarán ilusionados por el futuro y no decepcionados por un presente incompleto.
La Fiscalía escuchará por primera vez a una víctima de las torturas de la policía franquista en Barcelona. El Ministerio Público ha citado para el próximo 19 de mayo a la histórica activista de la izquierda independentista catalana Blanca Serra, que denunció cuatro detenciones ilegales en 1977 y vejaciones y malos tratos policiales.
El caso de Serra suponen las primeras diligencias penales abiertas por la Fiscalía para investigar las torturas perpetradas durante el franquismo por policías de la Brigada Político-Social en dependencias de la Jefatura Superior de Policía de Via Laietana (Barcelona), la conocida como 'casa de los horrores'.
El edificio sigue inmerso, en pleno 2025, en un profundo debate sobre su futuro: las víctimas del franquismo reclaman que la Policía se traslade a otra sede y la Jefatura se convierta en un memorial, como ocurrió con la sede de la Stasi en Berlín. Sin embargo, tanto los Ejecutivos central como catalán, ambos socialistas, han enfriado el traslado y mantienen que el edificio puede ser al mismo tiempo sede policial y lugar de memoria.
La apertura de una investigación propia por parte de la Fiscalía llegó después del rechazo de los jueces a emprender la vía penal. La Audiencia de Barcelona concluyó que la reciente Ley de Memoria Democrática, al contrario de lo que interpretaban las víctimas, no permitía investigar los crímenes franquistas. Lo que sí podía hacer el Ministerio Público, razonaron los jueces, era realizar investigaciones propias “para colmar el derecho a la verdad reconocido en tantos tratados internacionales”.
Y esta es la vía que ha emprendido la Fiscalía tras la denuncia de Blanca Serra, histórica activista de la izquierda independentista catalana. Las pesquisas las pilota la Fiscalía de Barcelona, en coordinación con la Unidad de Derechos Humanos y Memoria Democrática de la Fiscalía General del Estado.
En caso de hallar a los policías torturadores, sin embargo, la Fiscalía no podrá encausarlos por la vía penal ya que la Justicia ya ha dejado claro que la ley de amnistía del 1977 y la prescripción de los delitos siguen siendo obstáculos, pese a la Ley de Memoria, para abrir causas en los juzgados.
Los jueces agregaron que la reparación a las víctimas del franquismo era necesaria, pero que no pasaba “obligatoriamente” por el dictado de una condena penal. Serra sí podrá al menos obtener una reparación institucional y conocer detalles de los hechos tras años de desinterés en investigar las torturas franquistas.
En el decreto que abre las pesquisas, la Fiscalía explica que la investigación “se fundamenta en la obligación establecida por la Ley de Memoria Democrática de realizar una investigación efectiva que satisfaga el derecho de las víctimas a la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición, principios estos que son pilares del Derecho Internacional de los Derechos Humanos”.
Serra, que nació en 1943, presentó su denuncia el pasado mes de noviembre. “Me lo he pensado mucho porque han pasado muchos años. Y yo no había hablado mucho de las detenciones y torturas”, explicó. El principal motivo que la empujó a denunciar fe “que la juventud esté al día de lo que ocurre, ha pasado y pasará” y “reivindicar la Justicia”.
Este volumen, junto con el ya publicado (Las armas contra las letras) y el tercero ya redactado (La colmena ), es la respuesta académica que se añade a lo ya escrito en Los consejos de guerra de Miguel Hernández (2022) para afrontar el acoso en las redes y judicial que sufre el autor desde 2019 por la publicación de Nos vemos en Chicote (2015 y ahora reeditado).
Juan Antonio Ríos Carratalá
Epílogo
Enrique Peinador Porrúa era un jurista republicano, un nacionalista gallego y un joven con inquietudes que le llevaron a colaborar en iniciativas literarias, periodísticas y culturales. Su perfil queda lejos de cualquier extremismo y, a tenor de la documentación del sumario, resulta evidente que el encausado evitó permanecer en unas checas donde las garantías jurídicas eran inexistentes. Pronto, muy pronto, optó por otros destinos menos controvertidos al servicio de la II República. El verdadero problema fue su condición de vencido. La tragedia vino cuando cayó en un consejo de guerra con voluntad ejemplarizante. La graduación en las responsabilidades, que las hubo en el marco del «terror rojo», no figuraba entre las expectativas de quienes querían dar una lección con la impronta de la venganza.
Fernando del Rey Reguillo publicó un magnífico estudio sobre «la retaguardia roja» a partir de lo sucedido en la provincia de Ciudad Real durante la Guerra Civil (2020). En el mismo, en el capítulo de las conclusiones (pp. 537-542), mi colega escribe acerca de una violencia que fue masiva, pero también selectiva en ambos bandos. El trabajo de campo así lo prueba. En términos generales, tanto los republicanos como los sublevados intentaron que la represión masiva no resultara siempre indiscriminada. Por lo tanto, procuraron que las consecuencias recayeran fundamentalmente en las élites directivas de sus respectivos enemigos. La lógica de esta determinación es obvia.
El necesario cuestionamiento de una violencia supuestamente ciega o espontánea resulta compatible con casos como el de Enrique Peinador Porrúa, donde los compañeros de banquillo pesaban más que los cargos probados del acusado. Tanto fue así, que ni siquiera hubo tales cargos en la sentencia de quien terminó en un paredón. El rigor histórico para determinar, tras estudiar cientos de sumarios, que los vencedores no actuaron de una forma ciega es compatible con otros ejemplos donde el dislate provisto de apariencia jurídica llega para redondear el castigo a los republicanos. Los hemos observado en este segundo volumen, donde una anciana de ochenta y cuatro años resulta procesada por su adscripción a la masonería en tiempos de Alfonso XII. Su caso llama la atención por lo absurdo, pero no parece menor la falta de lógica de quienes multan a una fusilada cuando llevaba años en una cuneta de Cantabria.
La graduación de las penas en función de las responsabilidades contraídas a lo largo del período bélico supone un relativo alivio para la mayoría de los represaliados. El cambio en el criterio represor durante la posguerra nunca respondió al bulo del perdón de quienes no tuvieran las manos manchadas de sangre. Su hipotética realidad habría sido un primer paso hacia una reconciliación jamás presente en las expectativas de los vencedores, pero la flexibilización de la represión fue notable. Al menos, con respecto a lo visto en episodios bélicos como la dantesca marcha de la «columna de la muerte» durante el verano de 1936. Francisco Espinosa habla de una violencia tan masiva como ciega en tierras andaluzas y extremeñas. La misma se repitió en la desbandada de los malagueños camino de Almería. O en los bombardeos de la aviación italiana y alemana, que no se distinguieron precisamente por la selección de los objetivos para evitar las víctimas civiles. Los tiempos de los consejos de guerra comenzaron antes de la Victoria, pero llegada la misma no requerían actuar igual. Sobre todo, cuando tras el primer año el shock paralizante en el enemigo era una evidencia. Así dieron paso a la citada graduación, aunque con excepciones. Tantas que, a menudo, nos preguntamos por los límites de una represión que llegó hasta el último rincón.
El colectivo de los periodistas y escritores ejemplifica ese carácter obsesivo e irracional, tan vengativo como violento, de quienes protagonizaron una represión ejemplificante destinada a la «gente de pluma». El propósito de los vencedores era evidente: había que descabezar y erradicar a un grupo relativamente pequeño, aunque capaz de «envenenar» al pueblo español en compañía de los colegas por entonces en el exilio. Las cabezas de los señalados cayeron con las más duras penas, incluidas las ejecuciones ya examinadas en Las armas contra las letras, pero también el cuerpo y las extremidades de otros sujetos cuyo protagonismo en la «adhesión a la rebelión» fue menor o anecdótico. De ahí que la mayoría de los represaliados, además de perder la guerra, también perdieran la historia porque sufrieron una muerte civil.
Tal vez muchos de estos periodistas y escritores nunca hubieran entrado en los anales por la escasa entidad de su obra literaria o periodística. Jamás hemos hecho una reivindicación en tal sentido porque el único requisito para figurar en esta trilogía es la condición de encausado. No obstante, cabe recordar que durante el franquismo estos represaliados ni siquiera tuvieron la oportunidad de demostrar la valía de su obra o, al menos, de seguir trabajando entre la gente de pluma con un mínimo de normalidad. Hay excepciones en el paso a la historia gracias al canon. Algunas son tan notables y perdurables como la de Antonio Buero Vallejo, mientras que otras parecen circunscritas a un momento concreto, como la del novelista Ángel María de Lera. Asimismo, hemos registrado los casos de quienes encontraron su hueco en las cabeceras alejadas de lo político a cambio del silencio acerca del pasado. La trayectoria de Santiago de la Cruz es ejemplar en este sentido, como también lo fue la de Fernando Perdiguero Camps en el anterior volumen. Estas superaciones del pasado suponen excepciones constatadas junto con otras posibles opciones en aras de la supervivencia, pero la tónica general remite a una derrota sin paliativos que acarreó una muerte civil cuyos denominadores comunes son el silencio y la marginación. Al fin y al cabo, esta represión de menor intensidad, pero tremendamente efectiva, también implica la «muerte» creativa o profesional.
Los lugares comunes que, gracias a una repetición de su enunciado sin entrar en la argumentación o la ejemplificación, cuajan entre los lectores nunca carecen de una base verosímil y hasta comprobable, al menos en algunos casos. Cuando distintos ensayistas afirman que los autores republicanos perdieron la guerra, pero ganaron, al cabo del tiempo, un lugar en la historia, resulta fácil encontrar ilustres ejemplos. La lista habitualmente encabezada por Federico García Lorca, Miguel Hernández y Antonio Machado despeja cualquier duda al respecto porque casi nadie pregunta por los demás nombres hasta completarla. El problema de esa selección tan justificada como parcial radica en su representatividad con respecto al colectivo de la gente de pluma que apostó por la II República o la convivencia en un clima de libertades imperfectas, aunque con un notable avance con respecto a épocas anteriores.
El colectivo de los literatos republicanos, o capaces de convivir con un régimen democrático, va mucho más allá de unos nombres incuestionables y permanece en un relativo anonimato sin que quepa aludir a injusticias. Tampoco parecen oportunas las reivindicaciones voluntaristas destinadas a la nada. El filtro de la historia apenas permite el paso de unos pocos a la posterioridad. La mayoría de los integrantes del colectivo ni siquiera tuvo la oportunidad de encontrar un modesto hueco, el de las notas a pie de página, en ese relato histórico que se supone fruto de unos profesores universitarios con voluntad de recompensar la derrota de sus afines. Ojalá fuera posible facilitar esta recompensa. Al menos, su memoria quedaría aliviada tras lo mucho que sufrieron en su condición de víctimas. La justicia poética solo es un convencional y consolador recurso de la ficción. Los historiadores debemos dar cuenta del testimonio de las víctimas, de una derrota total, con la conciencia de que no cabe semejante justicia ni la reescritura a conveniencia del presente.
Antonio Machado y Rosario del Olmo en el café Las Salesas de Madrid el 8 de diciembre de 1933 (fotografía: Alfonso Sánchez)
Algunos intentarán reconducir el pasado, tal vez llevados por un voluntarioso afán reivindicativo o militante, pero el esfuerzo debiera limitarse a que esta gente de pluma al menos tenga el derecho a testimoniar la represión sufrida. De la historia, o de la fama póstuma en virtud de lo escrito, solo cabe recordar que les resultó un territorio hostil durante décadas porque los republicanos venían de perder una guerra. Otros, aquellos que ahora supuestamente tienen dificultades para figurar en los anales por su condición de vencedores, disfrutaron de una exclusividad durante el franquismo difícil de justificar. Muchos de sus posibles competidores estaban muertos, exiliados, presos o marginados. Pasados los primeros años de la actual etapa democrática, con sus excesos y exclusiones, a esos vencedores de la guerra no cabe tratarles con la misma moneda. Nos diferencia nuestra condición de demócratas. La historia literaria y periodística debe ser un espacio abierto y desprejuiciado donde la etiqueta de vencedor y vencido solo sea un referente para comprender trayectorias seguidas en circunstancias dispares. El historiador está obligado a superar los obstáculos derivados de las mismas, bucear en los rincones de lo marginado e intentar que todas las voces tengan su oportunidad en igualdad de condiciones. Al final, puestos a elaborar un canon que opera en círculos extremadamente minoritarios, prevalecerán quienes merezcan la atención de los lectores. Por su labor periodística o literaria, no porque unos militares decidieran al respecto cuando las armas emprendieron la represión de las letras.
El hispanista Alfonso Botti analizó las historias de las «terceras Españas» hasta el presente (2023). Su riguroso ensayo evita las respuestas sencillas tan habituales en los medios periodísticos y abre interrogantes para quienes, en algún momento, hemos reflexionado sobre el tema con el objetivo de sortear el caos de los casos individuales. Al finalizar el segundo volumen, apenas merece la pena recordar la obviedad de que la primera España no tuvo presencia entre las víctimas de la represión franquista. Sus miembros eran los victimarios con la correspondiente graduación en la responsabilidad, desde el silencio cómplice y atemorizado hasta la participación activa en las distintas facetas de esa represión. Algunos representantes de las propias letras, en su vertiente franquista por convicción o conveniencia, se sumaron a la labor represiva con ardor guerrero y delator, mientras que otros colegas cultivaban la exquisitez del escapismo. Todo sin menoscabo de la presencia sumarial de vencedores cuyas voces solidarias testimoniaron a favor de las víctimas en agradecimiento por la ayuda prestada durante la guerra. Sus nombres han quedado reflejados como ejemplos de otra España posible, incluso entre los vencedores, porque los avalistas testimoniaron de verdad, a diferencia de tantos salvadores, solo en las memorias o entrevistas, que nunca se presentaron en un juzgado.
Las víctimas de la más prototípica y comprometida segunda España, en el marco del colectivo que nos ocupa, son unas cuantas, aunque no demasiadas si tenemos en cuenta las cifras de los escritores y periodistas procesados. Su destino estuvo marcado por el paredón o las condenas más duras como paso previo a una muerte civil. A menudo estas víctimas aparecen mezcladas con quienes fueron encausados tras unas trayectorias que no encajan en el modelo establecido por quienes teorizan con fundamento, pero no siempre permanecen atentos a las realidades concretas porque las sobrevuelan a la búsqueda de una síntesis orientadora.
La inevitable especulación queda destrozada cuando observamos algunos de los casos analizados en estos volúmenes. La explicación de semejante promiscuidad en la derrota, cuando un Miguel Hernández podía compartir la condena de un Álvaro Retana, nos remite a otra obviedad: todos los encausados eran unos vencidos y los vencedores, poco dados a los distingos en momentos de intensidad represiva, apenas diferenciaron entre quienes se vieron envueltos en denominaciones -marxistas, rojos, hordas…, nunca republicanos- tan inexactas como simplificadoras.
11 de abril de 1942. Penal de El Dueso. La comuna de la celda 142. De izquierda a derecha: Antonio Buero, Matías Pérez Batanero, Luis Guerra, Isidoro Martínez Pérez. Foto: Herederos de Antonio Buero Vallejo.
Índice de la obra
I. Introducción. II. Fotografía Mendoza en el Madrid de 1943. III. El procesamiento del «novelista más guapo del mundo». IV. El proceso del capitán Saltatumbas. V. De la frivolidad al penal: la trayectoria de Santiago de la Cruz. VI. Un consejo de guerra contra el ABC republicano. VII. Antonio Buero Vallejo condenado a muerte. VIII. Joaquín Dicenta Alonso, «espíritu anarquizante e inmoral». IX. La peculiar trayectoria de Manuel García Bengoa. X. El consejo de guerra de Rosario del Olmo. XI. La continuidad de la represión: Matilde Zapata, Rosario del Olmo y Amalia Carvia. XII. La represión nunca olvida: Aurora Bertrana y M.ª Bueno Núñez de Prado. XIII. Antonio Agraz, anarquista y desesperado. XIV. Francisco Escola Besada en el punto de mira. XV. El periodista Ricardo Flores murió en la cárcel. XVI. Los consejos de guerra de Ramiro Gómez Zurro. XVII. La «rebeldía» del masón Mateo Hernández Barroso. XVIII. Un periodista de «moralidad intachable»: Antoni Pugués Guitart. XIX. La condena del conserje que fue periodista: Antonio Uriel. XX. La petición de indulto de Vicente Ramón Esteban. XXI. Condenado a muerte y desconocido: Eduardo de Castro Escandell. XXII. El destino del comediógrafo César García Iniesta. XXIII. La inocencia del «chequista» Enrique Peinador. Epílogo. Bibliografía.
Fuente: epílogo y sumario del libro de Juan Antonio Ríos Carratalá Perder la guerra y la historia. La represión de periodistas y escritores (1939-1945), Sevilla, ed. Renacimiento, 2025
Portada: Consejo de guerra contra los supuestos integrantes de la llamada ‘Checa de Bellas Artes’. / Revista Semana.
En Carabanchel. La estrella de la muerte del franquismo, el historiador Luis A. Ruiz Casero escarba en los restos de la emblemática prisión del régimen para recuperar la memoria de un enclave condenado al olvido.
Luis A. Ruiz Casero
Editorial: Libros del KO
Año de publicación: 2025
En el año 2008 desapareció sin dejar rastro. Los pabellones se convirtieron en maleza, su enorme cúpula en montículos terrosos, las alambradas en arbustos que con la llegada de la primavera vuelven a verdear. Por los improvisados caminos pasan a diario familias, perros, jóvenes del barrio que remontan el camino desde el Parque de Eugenia de Montijo sin que muchos adviertan qué espectro se levantaba allí antes.
La cárcel de Carabanchel es hoy nada, con un futuro que no abarca museo, centro de interpretación, placa, plaza o monumento
La cárcel de Carabanchel es hoy nada, con un pronóstico de futuro que no abarca museo, centro de interpretación, placa, plaza o monumento que recuerde o preserve la memoria de la represión, de sus muertos y de la mano de obra esclava que la levantó. Es difícil imaginar que antes en este mismo lugar se levantaba una mole de ciencia ficción que muchos vieron como un signo de un futuro catastrófico. Hoy un pasado sin memoria.
Siguiendo esa misma lógica, Luis A. Ruiz Casero decidió llamar a su investigación sobre la prisión precisamente así: La estrella de la muerte del franquismo. Libros del KO publica esta obra que ahonda en los vestigios y la historia de la cárcel. Un camino difícil de trazar y que sigue vivo a través de los testimonios de quienes sufrieron, murieron o sobrevivieron a sus muros.
Redención y muerte
Con la Modelo de Madrid destruida tras la guerra, el franquismo empezó a acometer al término de la Guerra Civil los pilares de sus aplastante poder hegemónico. El 10 de abril de 1940, nueve días después del Valle de los Caídos, los presos del Convento de Santa Cristina empezaron a levantar los muros de la misma cárcel que habría de privarles de la libertad.
Ruiz Casero describe las condiciones deplorables en las que muchos presos llegaban desde los campos de concentración de Franco
Ruiz Casero describe las condiciones deplorables en las que muchos de estos presos llegaban desde los campos de concentración de Franco. Malnutridos y débiles, eran desparasitados con insecticidas para ganado y amontonados por las noches al raso en pabellones a medio construir. Proliferaban de aquella masa humana enfermedades como el tifus o el paludismo que causaban muertes a centenares.
Sin un registro claro, los testimonios de los propios presos, algunos tan ilustres como el humorista Miguel Gila, quienes dejaron memoria de aquellos primeros años en Carabanchel. En 1944, con parte de la cárcel culminada, la revista penitenciaria del régimen, Redención, anunciaba a bombo y platillo los extensos campos para pasear y las amplias celdas de las que disfrutaban aquellos presos ficticios del régimen. Mientras tanto, los prisioneros sufrían las palizas y torturas de sus carceleros.
"Nadie fue inquietado por sus ideas"
La frase que precede a estas líneas pertenece a Francisco Franco en un discurso pronunciado en septiembre de 1953. Al final de la II Guerra Mundial muchos presos esperaban que los siguientes en ser liberados del yugo fascista fuesen ellos, pero nunca llegó a ocurrir. Con los Pactos de Madrid, España se presentó con complicidad ante la Comunidad Internacional como un régimen sin presos políticos.
Desde entonces el franquismo jugó al gato y el ratón con las comitivas internacionales, escondiendo a sus prisioneros cuando era necesario para dar una imagen de amnistía frente a sus nuevos aliados. A pesar de que se produjeron fugas y conatos de motín, Ruiz Casero recoge las continuas palizas y vejaciones de los carceleros de Carabanchel, transmitidas muchas de ellas en periódicos clandestinos que se distribuían entre los distintos pabellones.
Carabanchel era una cárcel preventiva donde muchos presos languidecían sin haber sido sometidos a juicio alguno
En 1955, el régimen reinauguró la cárcel con todo el boato propagandístico de un centro de reinserción. Aunque la triste realidad de su interior seguía siendo la misma: la de una cárcel preventiva donde muchos de sus presos languidecían sin haber sido sometidos a juicio alguno.
Uno de los grandes y tristes triunfos que recoge en su investigación Ruiz Casero fue el de permitir que un prisionero acompañase a los compañeros condenados a muerte. Un gesto pequeño pero que se convirtió en una gran victoria para quienes solo querían aliviar algo de la soledad de quienes estaban a punto de morir en aquella cárcel inhumana.
Una cripta para los vivos
Aquella "cripta para los vivos", como la describió Riccardo Gualino en 1965, tenía "los mismos aires que el Valle de los Caídos", con la monumentalidad funeraria que requerían sus pabellones en forma de ataúd y 'la peseta', su enorme cúpula de 32 metros, la segunda más grande España, y desde donde se podían vigilar cada uno de los pabellones que se extendían desde su centro.
A medida que se abandonaba la posguerra y avanzaba la década de 1950, se fue llenando no solo de rojos y anarquistas. A sus celdas fue a dar una población que buscaba oportunidades en el Madrid de la época, dando solo con delincuencia y lumpen. Uno de ellos fue Dum Dum Pacheco, cuya biografía, Mear sangre, se convirtió en un testimonio fundamental de su la vida en la cárcel.
Con la democracia, los presos políticos salían a la calle "indultados, no amnistiados", como apuntillaba Marcelino Camacho
Con la llegada de la democracia, los presos políticos salían a la calle "indultados, no amnistiados", como apuntillaba uno de los históricos de Carabanchel, Marcelino Camacho: "El franquismo aún dominaba la situación". A medida que unos abandonaban las rejas, otros no dejaban de llegar.
En 1977 se produjo un gran motín dentro de la cárcel de Carabanchel organizado por los presos comunes. Ellos reclamaban recibir el mismo trato que los presos políticos, que por fin dejaban aquella fortaleza franquista, mientras la democracia dejaba a otros tantos a la sombra.
Cómo desaparecer sin hacer ruido
Ruiz Casero describe como "cómplice" la participación de todos los grupos políticos que permitieron el derrumbe de la cárcel en 2008. Con los presos aún entre rejas, en 1997, la Comunidad de Madrid aprobó un Plan General de Ordenación Urbana que permitía la recalificación de los terrenos de la cárcel. En 1998, los últimos reclusos la abandonaron y el resto es historia.
Desde su derrumbe, supervivientes y vecinos han sido los únicos que han mantenido viva la memoria de la cárcel. Reclaman desde hace años un lugar en el que recordar lo que allí ocurrió para que no muera a golpe de especulación inmobiliaria.
Hoy es un discreto monumento de ladrillo el único vestigio que queda. Levantado por los propios vecinos como las pancartas que todavía rodean su alambrada. Dejando una vez más en manos de la sociedad la tarea de hacer memoria.
La estrella de la muerte del franquismo
Luis A. Ruiz Casero es un habitual entre los historiadores de Carabanchel. Su más reciente investigación pone de manifiesto las lagunas que todavía quedan en la memoria histórica en España. La investigación en archivo y a través de testimonios orales, muchos de ellos tan difíciles de trazar como los años que sus protagonistas pasaron entre rejas.
Con la destrucción de Carabanchel también se perdió un importante archivo histórico que hoy podría servirnos para apostrofar esta historia. Seguimos sumidos en la misma oscuridad que dejó el franquismo y una transición democrática cómplice que todavía no sabe qué hacer con los monumentos funerarios sobre los que se asienta su poder.