dimecres, 12 d’abril del 2017

ESPAÑA. SEGUNDA REPÚBLICA (1931-1936)

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Por  . 12 abril, 2017 en Siglos XIX y XX
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Dos días después de las elecciones municipales celebradas el 12 de abril de 1931, convertidas en una suerte de plebiscito sobre la Monarquía, Alfonso XIII renunciaba al trono.
03La decisión era fruto del desconcierto de su Gobierno ante el amplio apoyo urbano recibido por las candidaturas municipales republicano-socialistas y respondía a la petición del Comité Revolucionario a la Corona para que se sometiese a la voluntad popular y abandonara el país. En la mañana del 14 de abril, en el ayuntamiento de Éibar ondeó la tricolor. A lo largo de la jornada, las principales ciudades españolas siguieron su estela. Durante algunas horas, mientras se negociaba la salida del Rey al exilio y el relevo entre las autoridades salientes y entrantes, se vivió una dualidad de poderes, hasta la caída del Gobierno del almirante Aznar. Aquella misma tarde se proclamó la República.
A diferencia de las experiencias decimonónicas, la II República no se acompañó de un golpe militar con apoyo civil. La Monarquía se suicidó y regaló el poder, según confesó años más tarde el republicano de centro-derecha Miguel Maura, pero nada de esto hubiera ocurrido sin la movilización colectiva que hizo visible el agotamiento del sistema. Con la Monarquía acabó una insurrección popular urbana. Las crónicas periodísticas describen una explosión de júbilo en las plazas y calles de España. La fecha del 14 de abril quedó como símbolo y reclamo, junto a la bandera tricolor y el himno de Riego, de un profundo cambio histórico. Júbilo y fiesta popular, por un lado; pero también solivianto, respuestas airadas y fuga de capitales, por otro.

La República tratará en adelante, con diferente éxito, de someter al poder civil a las dos instituciones más poderosas (el Ejército y la Iglesia), las dos burocracias que ejercían mayor control sobre la sociedad española (Casanova, 2007). Apostar por la democracia en los años treinta constituía una experiencia revolucionaria, tanto en relación a los dirigentes, como a las reglas electorales y a la cultura política. No eran tiempos fáciles para la democracia.
Pese a que la “esperanza republicana” traía notables progresos respecto a los niveles de bienestar y libertad anteriores, será también uno de los períodos más conflictivos de la historia europea contemporánea. Algunos autores han insistido en los altos niveles de intransigencia y exclusión política que acompañaron los avances sociales y políticos (Del Rey Reguillo, 2011). No obstante, los elementos que estaban en lucha en la España de entonces (reacción, reforma y revolución) eran los mismos que, en distinta medida, estaban afectando a otros países europeos, donde, sin embargo, el desenlace no acabaría en un conflicto civil armado.

El Gobierno Provisional

Inmediatamente se formó un Gobierno Provisional de amplio espectro, presidido por el católico Niceto Alcalá-Zamora, líder de la Derecha Liberal Republicana (DLR). Entre sus ministros se encontraban republicanos del centro y la derecha –como Miguel Maura (DLR) o Alejandro Lerroux, del histórico Partido Republicano Radical (PRR)—, de la izquierda –Manuel Azaña, de Acción Republicana (AR), o Marcelino Domingo, del Partido Radical Socialista (PRRS) y Lluís Nicolau d’Olwer, de Acció Republicana Catalama (ACR)— y socialistas (Indalecio PrietoFrancisco Largo Caballero o Fernando de los Ríos). Su reto más urgente, normalizar la República, pasaba por convocar unas elecciones constituyentes.
manuel-azania-congreso-diputados-644x362Las elecciones para las Cortes Constituyentes se celebraron el 28 de junio de aquel año con un reformado marco electoral que pretendía clausurar viejas prácticas fraudulentas (encasillado, pucherazo, proclamación automática), ampliaba la circunscripción al ámbito provincial, establecía listas abiertas y rebajaba la edad del voto a los 23 años. El rotundo triunfo de la Conjunción republicano-socialista contrastaba con la desorientación de las derechas; sus diputados, elegidos como agrarios, o bajo las siglas de la recién creada Acción Nacional (AN) o integrantes de la minoría vasco-navarra, se opondrían a las reformas gubernamentales.
El paso del tiempo, la consecución del programa mínimo que había unido a republicanos y socialistas, la aplicación de las primeras reformas, la contestación subsiguiente y la conflictividad religiosa y social fueron el caldo de cultivo del progresivo enfriamiento en las relaciones de unos socios gubernamentales cuyas diferencias ideológicas devinieron en irreconciliables durante los debates constitucionales.
La Constitución establecía el marco jurídico y la base de las reformas. Su artículo 1 afirmaba que “España es una República democrática de trabajadores de toda clase, que se organiza en régimen de libertad y de justicia”. A diferencia de la experiencia republicana de 1873, federal, la de 1931 reconocía un “Estado integral” aunque aceptaba la autonomía de municipios y regiones, algo básico para acabar con el modelo centralista impuesto por el Estado liberal decimonónico. Más trascendental resultó su articulado en materia religiosa. El 3 (“El estado español no tiene religión oficial”) rompía con la confesionalidad precedente; más ampollas levantó el 26, que anunciaba el sometimiento de las confesiones religiosas a una ley especial, renunciaba al mantenimiento estatal de culto y clero, prohibía la enseñanza y cualquier actividad industrial o comercial a las congregaciones religiosas y disolvía la Compañía de Jesús; el 27 reconocía la libertad de conciencia y el sometimiento de los cementerios a la jurisdicción civil. Por otro lado su artículo 44 establecía la posibilidad de subordinar la riqueza a los intereses de la economía nacional recurriendo a la expropiación y la nacionalización.
La reforma laboral fue una de las prioridades gubernamentales. Diseñada por Largo Caballero, perseguía mejorar las condiciones laborales y extender al campo medidas de protección social antes limitadas a las fábricas. En tal clave cabe entender los decretos de términos municipales (reforzaron el poder sindical en la contratación de las tareas agrícolas), de jurados mixtos (para arbitrar los salarios de la industria y el campo), de la jornada de 8 horas o el de laboreo forzoso (según los “usos y costumbres de la región”). Otro ministro socialista, Prieto, impulsó una ambiciosa política de obras públicas que incluía un plan de construcciones hidráulicas para extender el regadío a la España seca.
La reforma educativa y cultural, dirigida por Marcelino Domingo, pretendía acabar con el atraso social y potenciar la modernización en conexión con las ideas de Institución Libre de Enseñanza (ILE). Para los nuevos gobernantes republicanos y los pedagogos de la ILE, el gran problema de España era el educativo. Se trataba de crear un “Estado educador”, que extirpase el analfabetismo como requisito previo de un sistema democrático, garante de las libertades políticas y la justicia social. Por primera vez en España, se afrontaba seriamente desde el poder una tarea transformadora en el ámbito educativo y cultural, como servicio público. La escuela pública se convertía en el instrumento de la verdadera revolución. En los años siguientes, culminó el despertar de la cultura española. Y la creación del Patronato de Misiones Pedagógicas (presidido por Manuel B. de Cossío) venía a hacer realidad el sueño de los institucionistas de extender la cultura (bibliotecas de préstamo, cine, coros, conferencias) entre las masas de la población rural. Pero, sin duda, lo más significativo fue el plan quinquenal para crear veintisiete mil nuevas aulas, habilitar siete mil plazas de maestros e incrementar su salario. El socialista Rodolfo Llopis, al frente de la Dirección General de Primera Enseñanza, primero con Domingo y más tarde con Fernando de los Ríos, fue el artífice de la “revolución en la escuela”. Aunque los limitados recursos económicos lastraron tan ambiciosos planes.
La reforma militar (impulsada por Manuel Azaña) respondía a las necesidades básicas del Ejército español. Pero no logró culminar sus principales objetivos (crear un Ejército profesional y democrático, obediente al poder civil, reducir el número de oficiales y racionalizar los ascensos y las escalas) pues no impidió que permanecieran en activo numerosos militares antirrepublicanos.
Los planes reformistas del Gobierno Provisional toparon con numerosas dificultades en los ámbitos religioso, social y económico. Asustaron a buen número de inversores y empresarios, propietarios, militares o eclesiásticos. La paz social, lejos de quedar garantizada por la nueva legislación, apareció amenazada por los conflictos laborales.
Especialmente graves fueron los problemas religiosos de 1931, sobre todo por su impacto simbólico e identitario (López Villaverde, 2008). Actualmente, quedan pocas dudas del error estratégico de la política religiosa republicana. Tampoco la jerarquía española estuvo a la altura de las circunstancias ni obedeció fielmente el accidentalismo recomendado por Pío XI. Las posiciones intransigentes y extemporáneas del cardenal primado (Pedro Segura) y el recelo de la mayoría de los obispos respecto al nuevo marco político dieron alas a los más conspicuos anticlericales para radicalizar sus posiciones. Aunque la postura inicial del Gobierno Provisional era limitar la influencia de la Iglesia, secularizar la vida social y promover una educación laica, la pulsión de los meses siguientes (los incendios de edificios religiosos de mayo, las expulsiones del obispo de Vitoria y del propio Segura o los tensos debates constitucionales) culminaron la venganza legal contra la posición poder de una Iglesia que disfrutó de un “modelo de cristiandad” con Alfonso XIII. En este contexto, los esfuerzos de diálogo del cardenal Vidal i Barraquer y del nuncio Tedeschini, o la moderación del socialista Fernando de los Ríos y los católicos Alcalá-Zamora y Ángel Ossorio resultaron baldíos.

El bienio reformador o social-azañista (diciembre de 1931-noviembre de 1933)

La aprobación de una Constitución laicista, no exenta de tintes anticlericales, cuya discusión había provocado la renuncia de Alcalá-Zamora en octubre, no fue óbice para que, en diciembre de 1931, el líder de la DLR aceptara la presidencia de una República que iniciaba un nueva etapa, el bienio “social-azañista”. El nuevo Gobierno, de coalición republicano-socialista, más reducido e inclinado a la izquierda que el anterior, estaba presidido por Azaña y sustentado básicamente por republicanos de AR, PRRS y PSOE. También se le conoce a aquel periodo como “bienio reformista”, aunque su alcance provocó divisiones entre quienes las consideraban tímidas y quienes las creían excesivas.
Dos figuras importantes del Gobierno Provisional quedaban en la oposición. Miguel Maura, que fundó el Partido Republicano Conservador (PRC), y Alejandro Lerroux. Por otro lado, la derecha no republicana, rebautizada como Acción Popular (AP, germen de la futura CEDA) utilizó argumentos religiosos y agrarios como cuestiones banderizas mientras su táctica accidentalista no negaba su rechazo al marco constitucional.
La aplicación de la Constitución marcó las principales reformas del bienio. Además de consolidar las emprendidas en la primavera-verano de 1931, se impulsaron reformas en los ámbitos administrativo, religioso, agrario o electoral. Del fracaso de la conspiración militar encabezada por el general Sanjurjo, en su intento por hacerse con el mando en Sevilla y extender la sublevación a otros puntos de Andalucía, el 10 de agosto de 1932, nacieron tanto el Estatuto de Cataluña como la Reforma Agraria.
Por vez primera tenían encaje constitucional las autonomías regionales y respuesta adecuada las reivindicaciones de los nacionalistas catalanes y vascos, principalmente, y también de los gallegos. Cataluña, que disfrutaba de un régimen preautonómico desde la proclamación de la República –como alternativa al órdago lanzado el mismo 14 de abril, con la autoproclamada República catalana en una Federación Ibérica—, dispuso de Estatuto de Autonomía desde mediados de septiembre de 1932. Presidida por Francesc Macià (Esquerra Republicana), hasta su muerte en diciembre de 1933, y luego por su correligionario Lluís Companys, la Generalitat recibió amplias competencias, provocando recelos entre amplios sectores de la población castellana. Más difícil resultó la tramitación de la autonomía vasca, por el empecinamiento de sus impulsores en una confesionalidad y federalismo inconstitucionales (Estatuto de Estella de 1931); hubo que esperar a que otros dirigentes nacionalistas cambiasen de estrategia y alianzas y elaboraran un nuevo Estatuto, que entraría en vigor en plena guerra, en octubre de 1936. Diferente fue la suerte del Estatuto Gallego, plebiscitado en junio de 1936, sin vigencia por quedar Galicia bajo control de los sublevados. Otros más, como el andaluz, quedaron en anteproyecto.
La reforma religiosa vino a sumar enemigos a la República. La aplicación de la legislación anticlerical acabó polarizando aún más las posturas. Mientras Roma cambiaba de táctica y nombraba como arzobispo de Toledo al intransigente Isidro Gomá, se había ido consumando la ofensiva anticlerical, en aplicación de la Constitución. Las primeras medidas, en enero de 1932, fueron el decreto de disolución de la Compañía de Jesús y la Ley de secularización de cementerios. En febrero, fue legalizado el divorcio, una medida que cabe interpretar, como el derecho a voto a la mujer, en clave feminista (de género) pero que la Iglesia tachó como anticlerical. En agosto entró en vigor la Ley de matrimonio civil, aprobada a finales de junio. Y la drástica reducción del presupuesto eclesiástico provocó las antipatías del bajo clero.
Pero enfocar el conflicto político-religioso en clave meramente anticlerical es algo simplista. En esta pugna por la hegemonía, había una estrategia, “republicanizar” a los españoles mediante la construcción de una nueva ciudadanía, basada en el control estatal del sistema educativo y el desplazamiento de la Iglesia del espacio público. Frente a esta “comunidad popular”, el catolicismo se convirtió en un elemento decantador de identidades enfrentadas, emergiendo su contramodelo, el “pueblo católico” (Cruz, 2006), basado en el patrón de vida y valores forjado tradicionalmente, capaz de resistir el envite simbólico laicista mediante la reactivación de la identidad católica del pueblo español. Se trataba de un pulso también entre las bases, clericales y anticlericales, con el concurso de los poderes locales, fruto de culturas e identidades enfrentadas.
Especial trascendencia tuvo la reforma agraria, que, largamente esperada por el campesinado desheredado para corregir desigualdades sociales y el atraso del campo español, tuvo una tramitación técnicamente compleja. Varios proyectos y anteproyectos fueron discutidos sin lograr conciliarse las posiciones de republicanos (respetuosos con la propiedad privada) y socialistas (partidarios de un proceso de socialización que beneficiara a las organizaciones de obreros del campo). El fracaso del golpe de Sanjurjo aceleró su aprobación, en septiembre de 1932. Se trataba de expropiar las grandes fincas señoriales o latifundios con propietarios absentistas para redistribuir la tierra entre campesinos a título individual o en cooperativas. Pero su resultado fue decepcionante, al limitarse a la España latifundista e ignorando los problemas de la pequeña y mediana propiedad o de los arrendatarios; y su aplicación tropezó con complicaciones burocráticas y limitaciones presupuestarias que la ralentizaron. En consecuencia, fue rechazada por las derechas y resultó un arma de doble filo para la izquierda, pues si su promesa le había otorgado apoyos masivos entre los campesinos y contribuido a unir a la izquierda en 1931, su fracaso fue uno de los motivos principales de la agitación social de 1933 y 1934.
educacion_bajaSi la reforma laboral había sido una de las prioridades del Gobierno Provisional, el bienio reformista asistió a la consolidación definitiva del Derecho del Trabajo, debido a la constitucionalización del Estado interventor y de los derechos laborales (art. 44 y 46), propiciando que la legislación laboral pasase de especialidad del Derecho Civil a derecho autónomo y sustantivo (Purcalla, Jordà, 2007). Son reseñables la Ley de la jornada máxima legal (9 de septiembre 1931), la Ley de contratos de trabajo (21 de noviembre de 1931, que regulaba los convenios colectivos, establecía las vacaciones pagadas y protegía el derecho de huelga), o la Ley de asociaciones profesionales (8 de abril de 1932, primera ley sindical). Este modelo de negociación colectiva, que consideraba delito las huelgas no reglamentarias y hegemonizaba la estrategia sindical ugetista, chocaba con la apuesta revolucionaria anarcosindicalista y su estructura de sindicatos únicos de base local, que encontraba nuevos argumentos contra una República “burguesa”.
Pese a los avances descritos, el Gobierno de Azaña no disfrutó de paz laboral. Si en sus primeros días hubo de enfrentarse a huelgas de mineros en Asturias y el Alto Llobregat, sus mayores problemas fueron los frecuentes enfrentamientos entre campesinos y la Guardia Civil. La insatisfacción por la reforma agraria y el crecimiento del paro incrementaron la presión sindical cenetista desde 1932, que culminó en enero de 1933 con los sucesos de Casas Viejas, de cuyo baño de sangre pidieron responsabilidades políticas al propio Azaña.
A las dificultades sociales y las malas cosechas del verano de 1933 se sumaban las políticas. Al inicio de una crisis larvada en las filas socialistas (conforme crecían los partidarios de romper la colaboración con los partidos burgueses) se sumaba la incomodidad del sector mayoritario del PRRS con el Gobierno. Paralelamente, se iba consolidando la alternativa, con el nacimiento de la Confederación de Derechas Autónomas (CEDA, el partido de masas liderado por José María Gil-Robles) y la monárquica Renovación Española en la primavera de 1933. La apuesta por un sistema democrático resultaba complicado cuando la CEDA, principal referente de la derecha, nunca creyó en sus principio. Y el PSOE, la fuerza mayoritaria de la izquierda, mostraba tal división que no parecía un partido y su sector caballerista parecerá más interesado en la revolución que en la democracia desde 1934.
Tras la dimisión de Azaña, vino el fracaso de Alejandro Lerroux para formar un nuevo gabinete de concentración republicana. Cuando el desgaste gubernamental parecía imparable, su correligionario Martínez Barrio (octubre de 1933) firmó como jefe de Gobierno que era la convocatoria de elecciones para el 19 de noviembre. El panorama era muy distinto al de dos años antes. La nueva Ley electoral (julio de 1933), que reforzaba la reforma de junio de 1931, introducía el voto femenino, por mandato constitucional, y favorecía las coaliciones electorales, incentivando las alianzas entre afines o polarizando las diferencias entre los alejados. En este marco, se enfrentaban unas derechas reorganizadas en la Unión de Derechas y Agrarios con unas izquierdas desunidas, con republicanos separados normalmente de los socialistasTras una campaña electoral apasionada, los grandes triunfadores fueron la derecha católica y los republicanos de centro-derecha.

El bienio radical-cedista, rectificador o negro (diciembre 1933-febrero 1936)

El segundo bienio, protagonizado por el triunfo de la CEDA y los gobiernos del PRR, se conoce como “radical-cedista”. Frente a la tradicional calificación de “rectificador” o “negro”, han reaccionado algunos historiadores (Townson, 2002), que también han descubierto elementos de continuidad con el anterior bienio.
El resultado electoral diseñó una Cámara igualmente polarizada que requería de la firma de grandes pactos para asegurar la gobernabilidad del país. Lerroux y sus correligionarios Ricardo Samper y Joaquín Chapaprieta presidieron gobiernos poco duraderos con el apoyo parlamentario de las derechas hasta octubre de 1934.
El presidente Alcalá-Zamora se opuso a encargar la formación del Gobierno a la CEDA, pese a ser la fuerza más votada, porque Gil-Robles aspiraba a rectificar y transformar el sistema democrático de 1931 en un Estado conservador, católico, corporativista y autoritario. Su entrada en el Gobierno sería vista por la izquierda como una provocación. No obstante, el equilibrio parlamentario hacía imposible gobernar sin la CEDA o contra ella. Pese a la habilidad de su líder, no pudo superar sus indefiniciones ni sus conflictos de intereses e ideológicos. Cuando la CEDA entre en el Gobierno lo hará primero con tres carteras (octubre de 1934) y más tarde con cinco (incluido el propio Gil-Robles como ministro de Guerra), de mayo a septiembre de 1935.descarga
La principales rectificaciones respecto al pasado se referían a la dotación de un presupuesto para el clero (Ley de haberes pasivos), la paralización del proceso autonómico, la derogación de la Ley de términos municipales y la “contrarreforma” agraria del ministro Velayos, que devolvió tierras expropiadas, recortó los presupuestos de la reforma, aumentó las indemnizaciones por expropiación y expulsó a los arrendatarios insolventes. Paralelamente, se endureció la política de orden público contra las huelgas campesinas del sindicato socialista UGT y se aplicó una amnistía a los golpistas de 1932.
Los elementos de continuidad se centraban en la Ley de arrendamientos rústicos (de Giménez Fernández), que facilitaba el acceso de los arrendatarios a la propiedad, la política de promoción de la vivienda de alquiler (del ministro Salmón) o la política de “pequeñas” obras públicas (de Luis Lucia). En cualquier caso, la CEDA no violó –carecía de mayoría suficiente para hacerlo— la legalidad republicana porque no hubo revisión constitucional, ni tampoco hubo marcha atrás en materia educativa ni militar.
Mientras tanto, aparecían nuevos partidos en escena. A fines de 1933 había nacido Falange Española, considerada entonces por su fundador, José Antonio Primo de Rivera, una milicia, más que un partido, que contaba con la financiación de los alfonsinos de Renovación Española. En febrero se fusionó con las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista, de Onésimo Redondo y Ramiro Ledesma, formando la FE de las JONS. Aunque algunos monárquicos llegaron a tener una doble militancia, las relaciones entre el dirigente ultraconservador José Calvo Sotelo y Primo de Rivera no tardaron en volverse tirantes. Para entonces, el hijo del dictador se había convertido en el líder del partido que representaba de manera genuina el fascismo en España.
Por su parte, la debacle electoral republicana había obligado a su reorganización para hacer frente a la nueva mayoría. Azaña y Domingo fusionaron sus partidos (AR y PRRSI) en Izquierda Republicana (IR). Martínez Barrio abandonó el PRR para formar Unión Republicana (UR). También se habían acelerado las diferencias entre los anarquistas (FAI frente a sindicalistas) y los socialistas. En el PSOE, el sector caballerista consideró liquidada la etapa de colaboración con la democracia burguesa y llegado el momento de la revolución social. Impulsó así un movimiento revolucionario en octubre de 1934 basado en la Alianza Obrera (socialistas, comunistas y anarquistas).
La ocasión llegó con la entrada de la CEDA en el Gobierno (aunque no estuviera aún su líder, Gil-Robles), interpretada como si la República estuviera en manos de sus enemigos, en un contexto internacional marcado por el nazismo en Alemania, el fascismo italiano o la dictadura de Dollfuss en Austria. La Alianza Obrera no cuajó, salvo en Asturias, donde, al igual que en algunas localidades vascas, se produjo un violento movimiento insurreccional. En Cataluña no pasó de un mero pronunciamiento civil —Companys proclamó el Estat Català, dentro de la República Federal española— que trajo como represalia la suspensión de la autonomía y la detención del Gobierno catalán. En Madrid tuvo escasa incidencia. El movimiento insurreccional fue un error estratégico porque dañó la imagen de la República y provocó una enorme represión. Su fracaso tranquilizó a las derechas y sirvió para iniciar un camino de colaboración de las izquierdas que culminó con el Pacto del Frente Popular.
La caída del Gobierno radical-cedista se debió básicamente a las diferencias entre los socios y a los escándalos políticos, relacionados con la corrupción en el seno del PRRel principal fue el del estraperlo, una ruleta eléctrica introducida por los holandeses Strauss y Perlowitz y autorizada, pese a su prohibición en otros países, por el hijo de Lerroux. Tras el desprestigio del partido y la caída de los gobiernos de Lerroux y Chapaprieta, Gil-Robles intentó asumir la jefatura de Gobierno, aprovechando la disgregación de sus socios. Para evitarlo, Alcalá-Zamora encargó a mediados de diciembre de 1935 su formación al centrista Manuel Portela Valladaresm, quien el 1 de enero del año 36 disolvió las Cortes y convocó elecciones generales para el 16 de febrero, con una segunda vuelta prevista para el 1 de marzo.
Con esta maniobra, tanto Alcalá-Zamora como Portela pretendían organizar una fuerza política centrista que se situara entre los dos bloques (Frente Popular y Frente Nacional) que polarizaban la vida política española, utilizando para ello los aparatos gubernativos provinciales. Pero en la práctica, no fue así. Sólo en nueve circunscripciones formó el “portelismo” candidaturas propias. En la mayoría, se fundieron con las derechas.

Del Gobierno del Frente Popular a la insurrección militar (1936)

No debe caerse en la interpretación simplista de ver la pugna electoral del 36 como el enfrentamiento de dos bloques antagónicos, representantes de las dos Españas, pues ni las dos coaliciones eran tan monolíticas, ni las fuerzas centristas eran tan débiles (Gil Pecharromán, 1997). El pacto del Frente Popular (suscrito a mediados de enero por IR, UR, PSOE, UGT, Juventudes Socialistas, PCE, POUM y Partido Sindicalista) era una nueva coalición republicano-socialista para desalojar a la derecha del poder. Reflejaba un programa mínimo, reformista y moderado, a desarrollar por un gobierno de republicanos de izquierda con apoyo de la izquierda obrera.
La principal candidatura rival la constituía el Frente Nacional. La unión de las derechas se efectuó en un ambiente de confusión, sin un comité coordinador nacional que preparara la contienda electoral. El frente antirrepublicano englobaba a CEDA, a monárquicos, agrarios y PRR. Entre éstos últimos hubo bastantes disidencias y, en algún caso, los radicales presentaron candidaturas independientes. La aparente paradoja de la unión de monárquicos y republicanos suscitó numerosas críticas de sus contrincantes. Quedaron fuera de esta unión de derechas falangistas y tradicionalistas. Ante este conglomerado de fuerzas dispares, recurrieron a pactos provinciales y renunciaron a una coalición postelectoral y a un programa común que no fuera la denuncia del peligro revolucionario.
La campaña fue intensa aunque no hubo incidentes especialmente graves. Las derechas no publicaron manifiesto electoral alguno pero utilizaron propaganda abundante y un discurso extremista. Si Gil-Robles recurría frecuentemente al miedo a la revolución, los monárquicos abogaban por el fin del parlamentarismo y una salida dictatorial. Por su parte, el Frente Popular, exceptuando algunas salidas de tono de Largo Caballero, empleó una propaganda basada en el miedo al fascismo y la defensa de las instituciones democráticas. Por último, los centristas, que se presentaban como la solución intermedia entre los extremos, solicitaban el voto para su tarea de pacificación y reconstrucción nacional.
Con una alta participación, el triunfo correspondió al Frente Popular. En comparación con 1933, se había producido un vuelco en la representación parlamentaria, aunque no se traducía en una diferencia abismal en el número de votos. Respondía a las características del sistema electoral, que ahora benefició al Frente Popular como tres años antes lo hizo con las derechas.
La izquierda volvía al poder en febrero de 1936 bajo la fórmula del Frente Popular. Pero el Gobierno, presidido por Azaña, estaba compuesto sólo por republicanos y su programa suponía una vuelta a una política reformista de amplio calado.
Tras constituirse las Cortes el 3 de abril, los diputados izquierdistas se apresuraron a proceder a un relevo presidencial, recurriendo a un artificio jurídico que resultó contraproducente. Alcalá-Zamora era sustituido por Azaña, que alcanzaba así la Presidencia de la República y, con ello, quedaba limitada su capacidad de actuación. El nuevo presidente del Gobierno era un colaborador suyo, Santiago Casares Quiroga, cuyo perfil político ha sido reivindicado recientemente, desmontando tópicos sobre su supuesta cobardía (Grandío, Rodero, 2011).
La política reformista frentepopulista disgustó a las clases adineradas y a sectores del Ejército y la Iglesia, que buscaban cómo ponerle fin. Mientras los sindicatos querían acelerar las reformas, los socialistas (divididos sobre la estrategia que se habría de seguir) contribuían a aumentar la incertidumbre negando el acceso a la presidencia del Gobierno a uno de los suyos, Prieto. Por su parte, la derrota de la CEDA dejó a la derecha legalista en evidencia, mientras Gil-Robles mostraba una actitud ambigua y se fortalecía la extrema derecha ante la decantación de la opinión pública más conservadora hacia posiciones insurreccionales.
n099p13La alta conflictividad laboral entre patronal y sindicatos provocó una escalada de huelgas (a veces secundadas por UGT) y la radicalización de posturas, con la consiguiente alteración del orden público. En el campo, la reanudación de la reforma agraria llevó a algunos propietarios a la paralización de las labores agrícolas.
El clima de tensión vivido durante la primavera de 1936 no implicaba ni una ruptura inevitable ni una República débil. Tampoco un caos. De hecho, la conflictividad social fue inferior a la vivida en 1934. La violencia política afectó más a los jornaleros, a manos de las fuerzas de orden público. Y la mayor parte de las acciones terroristas eran obra de falangistas. Pero los sectores más antirrepublicanos supieron manejar la sensación de amenaza al orden social. La tensión culminó con el asesinato del teniente José del Castillo, por elementos derechistas, y del dirigente ultraconservador y ex ministro durante la dictadura primorriverista José Calvo Sotelo, por izquierdistas, el 12 y el 13 de julio, respectivamente. Y propició el clima necesario para que un sector del Ejército (que llevaba planificando el golpe durante meses) tuviese la excusa para una sublevación antirrepublicana.
La República en paz terminaba en un mal sueño de una noche de verano. La primera experiencia democrática de la España del siglo XX sucumbía víctima de un golpe militar (López Villaverde, 2017). Comenzaba otra fase de nuestra historia.

Bibliografía citada

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LÓPEZ VILLAVERDE, Á. (2017), La Segunda República. Las claves de la primera democracia española del siglo XX, Madrid, Sílex.
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TUSELL GÓMEZ, J. (1969), Las elecciones del Frente Popular en España, Madrid, Cuadernos para el Diálogo.

El autor acaba de publicar en Sílex ediciones el libro Segunda República (1931-1936). Las claves para la primera democracia española del siglo XX.

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