Poco después de terminar la Guerra Civil, el conde de Montarco –uno de los fundadores de F.E.– explicitaba la opinión que buena parte de los vencedores tenían de esta ciudad en ruinas, que había resistido tres años al ejército franquista: “José Antonio nos dijo cómo el mejor modo de transformar Madrid sería prenderle fuego por los cuatro costados y colocarle unos retenes de bomberos en los edificios que merecieran conservarse”.
Lo recoge el Catedrático de Historia de la Arquitectura y del Urbanismo Carlos Sambricio en el artículo Madrid 1941, tercer año de la victoria, y es expresión de una de las pulsiones que laten en la reconstrucción de la ciudad durantela primera posguerra. Las otras tres serán: la premisa de un urbanismo fascista – “colocar la ciudad en una mesa de operaciones para someterla a una compleja intervención quirúrgica”, dirá el alcalde Alberto Alcocer–; la irreconocida herencia del urbanismo anterior a la guerra…y la impotencia económica de aquella España raquítica, asaltada pronto por la avaricia de la promoción inmobiliaria privada.
Es poco conocido que la reconstrucción de la ciudad se apoyaría en un grupo de jóvenes arquitectos que, bajo la influencia carismática de Pedro Bidagor, habían pasado la guerra en Madrid protegidos con el carné de CNT, colaborando en diversos apartados técnicos con el aparato del Estado republicano. Durante aquellos años, y en los locales del sindicato, debatieron algunos de los principios urbanísticos que posteriormente desarrollarían sobre el plano y el terreno.
No se trataba de un grupo totalmente homogéneo. Algunos de ellos habían sido detenidos al principio de la guerra como sospechosos y posteriormente liberados, como Luis Moya Blanco o el propio Pedro Bidagor. Otros, sin embargo, llegaron a ser depurados tras la guerra por su intensa colaboración con la República, como José Joaquín González Edo, que desde el Sindicato de Construcción y Madera CNT actuó como técnico de Refugios contra ataque aéreos, entre otros menesteres. Algunos tuvieron que llevar una vida discreta hasta que fueron reclamados por otros compañeros, que levantaron la mano apenas entraron las tropas franquistas en la ciudad (es el caso de Carlos de Miguel, quien decide quedarse en casa sin llamar la atención hasta que su compañero Diego Méndez le recomienda).
El catedrático Pedro Muguruza –autor de Cuelgamuros, entre otras obras– volverá a Madrid como arquitecto de cabecera del Régimen, junto con Gutierrez Soto o López Otero. Estará al cargo de la Dirección General de Arquitectura (controlada por Falange) y desde ahí se convertirá en el valedor del grupo de Bidagor, a cuyos muchachos conocía porque algunos de ellos eran ex alumnos y habían trabajado con él. Con los jóvenes arquitectos dentro, creo una Oficina Técnica encargada de diseñar el nuevo Madrid de la posguerra a través de un Plan de Ordenación.
Los trabajos para llevar a cabo el plan comenzaron en 1939 y en 1942 fue presentado a Franco en el Palacio Real de Madrid. Sus bases fueron aprobadas en 1944 y desarrolladas por Ley dos años después. En la norma se creó la figura del Comisario de la Comisión de Urbanismo, cargo que ocupó por primera vez, claro está, Pedro Muguruza.
El lenguaje del Plan es prolijo en el barniz imperial que tiñe el fascismo español de los primeros cuarenta, pero también es deudor de las tentativas para un planeamiento en época republicana, como veremos más tarde. En el folleto que presentaba el Plan se podía leer el corporativismo fascista del momento o el tradicionalismo traducido en recuperación de la dicotomía campo-ciudad:
“Frente a la situación anterior de igualdad y libertad que en la ciudad se traducía en uniformidad de trazados y preocupación de líneas y no de órganos y en la anarquía de usos en todo el suelo urbano y extraurbano, la tendencia actual, coincidente con la tradición cortada a mediados del siglo pasado, es la de establecer límites a las diferentes actividades y sentar el principio de la colaboración y armonía de todos los sectores que intervienen en la ordenación y expansión de la ciudad, para contener las libres competencias y las especulaciones desenfrenadas que habían roto los principios de ordenación interior y exterior clásicos en la ciudad”
Madrid debía ser la capital imperial, guardiana de las esencias históricas y garante del orden de la nación. Para ello, Pedro Muguruza ideó un gran proyecto para la fachada del Manzanares, que debía contener los tres “edificios simbólicos de la máxima evocación nacional correspondiendo a los principios vitales de la Nueva España. La Religión, la Patria y la Jerarquía se expresan en la Catedral, el Alcázar y el nuevo edificio de FET y de las JONS emplazado en el solar sagrado del Cuartel de la Montaña”
Las entradas a la ciudad eran otra de las prioridades del Plan, con tres vías de nombre nada inocente: Vía Victoria, Vía Imperio y Vía Europa. La primera de ellas uniría la carretera de la Coruña con la fachada monumental a través de la Casa de Campo, transitando por los campos de batalla de la guerra, con un monumento a los caídos y otro a la victoria, además de una gran explanada para actos militares. La vía Imperio recogería las antiguas rutas de Portugal, Toledo y Cádiz, bordeando la fachada Este. Y la Vía Europa sería la prolongación de la Castellana, cuya inspiración aún está contenida en parte en Plaza de Castilla y su monumento a Calvo Sotelo.
Las grandes vías de entrada a Madrid planificadas estaban pensadas para sortear los barrios obreros. La Vía Imperio evitaba entrar por el sur y conectaría con la Castellana en Atocha. La Imperio dejaba a un lado la ciudad roja de los Cuatro Caminos y pensaba una ciudad para los vencedores a su alrededor.
Bidagor atribuía al extrarradio una naturaleza conflictiva que era necesario atajar a través de una reconstrucción certera. En abril de 1940 lo dejaba por escrito en la revista Reconstrucción, tal y como recoge el historiador Daniel Oviedo Silva en su estudio sobre la barriada del Tercio y el Terol, en Carabanchel, planificada por cierto por Moya Blanco:
“Se detenía en aquellos ”focos naturales de insubordinación“ en que ”la vida es agria y propensa a cualquier género de revolución“: el extrarradio. Una ”anarquía moral“ atribuida a la falta de una organización que socorriese sus necesidades y agravada por la carencia de iglesias, plazas de reunión, mercados, escuelas, centros sanitarios o lugares de esparcimiento”.
Aunque el desarrollo del ideario socio-urbanístico del Régimen se vio lastrado por sus propias condiciones materiales, a veces se llegaron a flanquear los barrios conflictivos con colonias de vivienda militar, como sucede con las construidas en Maudes, a las puertas de los Cuatro Caminos.
En el desplazamiento del eje de la ciudad hacia la Castellana se pueden encontrar elementos de continuidad con el debate urbanístico previo a la guerra y hasta razones biográficas que apoyan la coincidencia. Pedro Bidagor era discípulo de Zuazo, que junto con Jansen presentó en 1929 un proyecto que prefiguraba la prolongación de la Castellana, con los Nuevos Ministerios y una zona comercial.
Como sabemos desde el conocimiento de la actualidad, muchos de los proyectos faraónicos de exaltación del nuevo Régimen no se llevaron a cabo –aunque su espíritu se aparecerá a posteriori en la Plaza de la Moncloa–. Fueron muchas las ideas del Plan Bidagor y anteriores que no se llevaron a cabo, como el obelisco en recuerdo de la Cruzada y el nuevo Palacio de la Villa en el Paseo del Prado; la avenida ideada por Antonio Palacios para unir el Cuartel de la Montaña y el Cerro de Garabitas; el arco del triunfo de la nueva Puerta del Sol, o “la división de Madrid mediante una zona verde atravesada por una Via Triunfalis desde el centro hasta El Escorial y el Valle de los Caídos”, como apunta el historiador Alejandro Pérez-Olivares en su tesis doctoral.
Y, finalmente, el valle del Manzanares se colmató, en contra del espíritu y la letra del Plan Bidagor. Los terrenos a los márgenes del río fueron expropiados, parcelados y urbanizados a mayor gloria de empresas privadas, como la Compañía Metropolitana de Urbanización. Las promociones inmobiliarias se extendieron por las zonas donde se habían planificado un primer anillo verde, deudor por cierto del planeamiento que el Estado republicano había dejado pendiente. Donde debía haber verde, en el entorno al Puente de Toledo y en la Dehesa de Arganzuela, hubo pisos. Adiós al perfil imperial de Madrid, que en la mente del planificador separaba la ciudad de los suburbios industriales del sur
En realidad, es una verdad irrefutable que Madrid necesitaba casas, aunque todos sabemos que el aluvión humano creará nuevas zonas periféricas. A la destrucción de la guerra había que añadir la llegada de migrantes durante la inmediata posguerra: ya el primer estudio de Bidagor y su equipo había constatado que 60.000 madrileños sobrevivían sin un hogar después de la guerra. La reconstrucción de Madrid, al final, fue una mezcla de palabras grandilocuentes de acento falangista, neoherrerianismo, escasez e intereses inmobiliarios. Una ciudad en la que se acentuó la segregación de clases y la presencia del Estado represor se llevó a cabo más con las casas de Falange de los barrios y los crucifijos de las escuelas nacionales que con grandes avenidas al modo fascista.
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