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Los años de la Revolución española (1936-1939), así como los precedentes y, sobre todo, los posteriores a la derrota del gobierno republicano, se caracterizaron por por el empleo de prácticas represivas, la mayoría de las veces muy sangrientas.
Sobre este aspecto, resultan fundamentales tres consideraciones preliminares para comprender mejor los acontecimientos.
Por encima de todo, el autoritarismo (usamos este término para simplificar, evitando conscientemente titubear en el debate sobre la naturaleza del régimen1) del franquismo no fue una novedad en el panorama político español: se calcula2 que entre 1875 y 1936 la mayor parte de los años se caracterizaron por períodos en los que se suprimieron o se anularon, en parte o completamente, las libertades políticas. Volviendo al franquismo, es preciso subrayar que el estado de guerra no se abolió hasta 1948, con todas sus consecuencias, y que hasta 1946 el 43 por 100 del presupuesto nacional fue destinado a gastos inherentes a la represión3.
Si es cierto que en la zona republicana, sobre todo en los meses inmediatamente sucesivos al comienzo de las hostilidades, se cometieron actos violentos (dirigidos, sin duda, sobre todo contra exponentes de la Iglesia católica), también es cierto que estos episodios, en cualquier caso innegables y que es preciso tener en cuenta en el análisis de estos acontecimientos, fueron enormemente amplificados en su alcance por el franquismo, sobre todo cuando se incluye la fuerza del catolicismo como elemento básico y legitimador de su régimen.
A esta consideración hay que añadir un elemento posterior: como han comprobado muchos estudiosos4, la violencia, casi instintiva, ejercida por los republicanos, responde a una reacción de amplias capas de la población, y es prohibida casi inmediatamente por las autoridades, al menos en el plano formal; al contrario, la represión franquista, con su violencia sistemática, fue planificada deliberadamente.
No fue en absoluto una consecuencia “inevitable” para reconstruir España, sino que fue apreciada por el régimen como condición “necesaria”, queriendo afirmar de modo inequívoco la propia victoria, no sólo política y militar, sino también psicológica: cualquier otra posible referencia, incluso valorativa, que se diferenciase del dogma oficial tradicional debería ser extirpada de una vez por todas de la mente de los españoles, recurriendo sin nigún escrúpulo a cualquier método, incluido el más violento. El mismo Franco, despiadado con la violencia cometida durante la guerra colonial de Marruecos, más de una vez recordó cómo en aquella situación el recurso a prácticas feroces fue necesario para infundir al enemigo un temor paralizante5.
En consecuencia, durante la Guerra Civil y en el período sucesivo a las progresivas conquistas de los nacionales, la violencia representó un instrumento para erradicar el apoyo social de que gozaba la causa republicana. Fue emblemático el episodio ocurrido en Lora del Río, localidad en que la población entera estaba aterrorizada incluso antes de la llegada de las tropas nacionales, dispersándose por los campos de alrededor. A continuación, fiándose de las promesas, los habitantes volvieron al pueblo, donde 1.800 fueron asesinados por los franquistas6.
Como es sabido, la guerra ya fue extremadamente sangrienta, con alrededor de 600.000 – 800.000 muertos y un número todavía mayor de heridos; el período posterior no fue menos dramático.
Después de 1939, de igual manera que en los años precedentes, no es posible tener cifras precisas sobre la magnitud del fenómeno. Con mucha frecuencia la violencia fue tan inmediata y brutal que no se pudo llevar la cuenta de los asesinados: se aplicó la autodenominada “Justicia de Franco”, es decir, ejecuciones sumarias en masa que nunca fueron contabilizadas oficialmente. Por otra parte, los mismos familiares de los ajusticiados prefirieron no denunciar la muerte del propio pariente para evitar caer también víctimas de la represión. Por poner un ejemplo, hay que tener en cuenta que en Asturias los muertos de 1939 fueron registrados solo tras la muerte de Franco, acaecida en 19757.
Igualmente, algunos estudiosos han tratado de contabilizar el número de muertos causados por la represión franquista después de 1939, pertenecientes a todas las corrientes políticas del antifranquismo: las cifras, como era previsible, han resultado ser muy discordantes.
Si algunos testimonios, sobre todo los pertenecientes al bando franquista, tienden a minimizar, “reduciendo” a alrededor de 20.000 – 25.000 los muertos8, otros estudios, entre ellos el de Michael Richards9 y Gabriel Jackson10, mencionan cifras muy superiores, en torno a los 200.000. Entre las investigaciones más fiables, figura la de Ramón Tamames11, quien sobre la base de datos referidos al número de muertes violentas reseñadas por el Instituto Nacional de Estadística en los períodos precedente y sucesivo al comienzo de las hostilidades, ha calculado en alrededor de 105.000 el número de muertos causados por la represión posterior a 1939.
Entre ellos, los anarquistas, la corriente mayoritaria de los antifranquistas españoles, fueron una parte considerable de esta matanza, tanto que Eliseo Bayo ha calculado que al menos el 80 por 100 de los que atravesaron los Pirineos para combatir al régimen, fueron eliminados12.
Con respecto a los libertarios, en efecto, hay que subrayar que el régimen los consideró siempre como el enemigo público más temido, por toda una serie de motivos.
La primera de estas razones hay que buscarla en la fuerte implantación de las ideas libertarias en la población (en lo que respecta a la CNT, ya en 1919 podía contar con alrededor de 500.000 afiliados, número que creció después de julio de 193613), que eran difíciles de extirpar, sobre todo en las zonas urbanas industrializadas: como en todas las ideologías fascistizantes, no era tolerable la permanencia de “bolsas” adversas al régimen.
Por otro lado, es necesario subrayar la total oposición del anarquismo respecto a la concepción ideológica que caracterizaba al régimen, tendente a exaltar la “hispanidad”, esa teoría desarrollada en España en los años 20 retomando estudios de la segunda mitad del siglo XIX, que celebraba una reconstrucción ficticia de un pasado idealizado (con los valores de la pureza racial, el catolicismo colonizador y la grandeza imperial como ejes), que veía en el pueblo español al pueblo elegido por Dios para la misión civilizadora de la humanidad, que se encontraba alterada por “gérmenes disolventes” surgidos desde la época de la Ilustración. Estos “virus”, tamizados en seguida a través del pensamiento liberal, habían encontrado después el culmen del socialismo (tanto en la versión marxista como en la anarquista). En consecuencia, los hombres y mujeres que, como los anarquistas, no solo no compartían la ideología tradicional, sino que eran de hecho la más atrevida negación, con sus ideas antimilitaristas, racionalistas y de emancipación social, eran considerados como peligrosísimos “gérmenes” infectados, a eliminar drásticamente y sin contemplaciones si se quería obtener el objetivo de “depurar” al pueblo español.
Otra razón de esta aversión inexorable del régimen hacia el anarquismo fue sin duda que representó el movimiento político que más fuertemente resistió al poder franquista, incluso de forma armada, organizando atentados contra el propio Franco (entendiendo que el Generalísimo representaba el único y auténtico aglutinador del régimen, dividido como estaba entre sus varios componentes) y prolongando la guerrilla, sobre todo la de tipo “urbano”, hasta finales de los años 50 y principios de los 60, cuando fueron asesinados los últimos guerrilleros (Francisco “Quico” Sabaté14 y José Luis Facerías15 entre otros).
Por el contrario, el resto de organizaciones políticas, que nunca se propusieron como objetivo concreto eliminar a Franco, tras el fracaso de la operación guerrillera en el Valle de Arán en octubre de 1944, habían renunciado a realizar acciones de guerrilla organizada16. De hecho, para salvar a sus propios militantes, practicaron incluso el “entrismo” en las diferentes organizaciones sindicales verticales franquistas, esperando de esa forma minar el régimen desde dentro. Por otro lado, se vio favorecido por su parte el recurso a la acción diplomática internacional, en perenne espera de una intervención resolutoria de las potencias democráticas y de la ONU, que nunca llegó de la forma esperada.
Sólo partiendo de estas consideraciones podremos comprender la sanguinaria represión que el régimen desató desde 1936 en las zonas “liberadas” por los nacionales, y por todas partesa partir de 1939, rechazando toda tentativa de acuerdo preventivo y cualquier forma de indulgencia.
España se convierte en un enorme cementerio a cielo abierto y los libertarios sufren una desmedida represión, que no logró impedir iniciativas absolutamente significativas en cuanto a la propia organización, no sólo en el exilio sino también en España.
Por hablar sólo de la CNT, en el período comprendido entre 1931 y 1953 fueron 19 los Comités Nacionales clandestinos sucesivamente reconstruidos y operativos en España, todos a su vez regularmente desmantelados por el régimen: el primero de ellos se reconstituyó en la zona valenciana, en torno al campo de concentración de Albatera, con el objetivo primario de ayudar a los afiliados a evadirse y expatriarse; sólo después se ve oportuno intentar reconstruir el aparato organizativo.
Es emocionante leer, a través de los testimonios de sus componentes, las vicisitudes afrontadas en la tentativa de crear una nueva organización clandestina, entre enormes y constantes peligros: en caso de ser decubiertos, los militantes capturados, si no eran agarrotados o fusilados, eran condenados a larguísimas penas de prisión. Hay que tener en cuenta que en algunos períodos, por ejemplo el de la oleada de entusiasmo producida por los sucesos de la Segunda Guerra Mundial, los afiliados a la CNT se contaban por millares, nada de unos cuantos individuos, y pudieron editar clandestinamente varios periódicos, tanto locales como de ámbito nacional, que en algunos casos –como el del periódico CNT en el período 1945-1946- llegaron a una tirada de 12.000 ejemplares17.
En cuanto al empleo de prácticas represivas por parte del régimen, es posible subdividir el arco temporal 1939-1951 en tres períodos históricos distintos:
a) 1939-1943: el fin de la guerra y el exterminio deliberado y planificado del régimen hacia los vencidos. En los primeros meses de ocupación de un territorio, se aplicó la autodenominada “Justicia de Franco”, es decir, se procedía a depurar la zona sin que fuera necesario ningún tipo de proceso: simplemente se fusilaba sobre el terreno a los sospechosos o a grupos, para dar ejemplo a toda la comunidad. Decenas de miles de personas fueron fusiladas en esos primeros meses. Uno de los casos más escandalosos fue la “pacificación” inicial de Sevilla y de sus alrededores, que duró una semana desde la irrupción del ejército franquista y, bajo las órdenes del general Mola, fue prácticamente eliminada la población obrera: los muertos eran abandonados en las calles, impidiendo el paso normal para que todos pudieran verlos18. La represión era total, la justicia siempre sumaria, incluso cuando aparentemente era “normalizada” a través de los célebres Consejos de Guerra, una especie de tribunal en el que participaban un representante del ejército, uno de la Falange y otro del Estado franquista, y que se limitaban a leer las acusaciones y la pena impuesta al acusado, que no podía defenderse realmente; para comprender esta clase de justicia, basta citar el caso, entre muchísimos, de B. Santos Arrieta19, que fue acusado de matar al párroco que, en realidad, se había escondido. El hecho de presentarse el párroco a declarar le evitó el fusilamiento, pero no la prisión de por vida.
b) 1943-1947: los intentos por parte del régimen de “abandonar” la imagen fascista por el temor a que, como esperaban los antifranquistas, el desplome del Eje les arrastrara en su caída; en consecuencia, España buscó legitimarse como nación católica y anticomunista, y justificó en función de estos planteamientos cualquier decisión y colaboración política posterior a 1939. Entre ellas, podemos señalar: la masiva intervención de Italia y Alemania durante la Guerra Civil; la adopción de instrumentos legislativos tipicamente franquistas, como el Fuero del Trabajo, calcado de la Carta del Lavoro de la Italia fascista; el recrudecimiento de la discriminación contra los judíos; el uso de una simbología característica, como por ejemplo el saludo a la romana; el pacto de “no beligerancia” firmado con Hitler y Mussolini; el envío de la División Azul a combatir al lado del Eje en Rusia, etc.
En este período se constata un cierto, aunque parcial, alejamiento de la máquina represiva que en algunos momentos, al menos en los niveles anteriores, llegó casi al paroxismo, si bien no faltaron oleadas de represión total, como las que se desencadenaron tras el movimiento huelguístico de 1946-1947 y después de la ejecución del infiltrado Eliseo Melis, que había sido responsable de la detención de millares de antifranquistas, sobre todo anarquistas.
c) 1947-1951: La normalización progresiva del régimen, paralela a la evolución de la situación internacional, será siempre favorable a Franco en su faceta anticomunista, aspecto que comportará el fin de la esperanza de sus opositores sobre la posibilidad de un efectivo cambio político. Por consiguiente, se asiste a la eliminación definitiva de la disensión, al menos en sus formas orientadas a la experiencia revolucionaria. Las huelgas de la primavera de 1951 (en particular las del País Vasco y Barcelona) han sido de hecho definidas como “la última batalla de la generación que perdió la guerra”20, aunque para algunos en estas manifestaciones se puede apreciar ya una protesta social “diferente”, conducida, aparte de por personas diferentes, sobre la base de otros objetivos respecto a los de las generaciones de las luchas de 1936.
Como escribe Abel Paz:
(…) Militar en ellas [las viejas organizaciones políticas y sindicales tradicionales] soponía para las nuevas generaciones asumir la historia de su derrota y la responsabilidad de su militancia ante un Estado policiaco amenazante siempre con las duras penas de cárcel cuando no con los fusilamientos. (…) Este nuevo movimiento obrero sin historia se lanzaba a la lucha buscando su identidad. Exactamente no sabía realmente por qué se batía, sino contra qué se batía21.
Buscando en lo posible no caer en retóricas vanas, podemos concluir que recordar a aquellos millares de hombres y mujeres que pagaron con la vida la fidelidad a sus ideales, y cuyos padecimientos han sido olvidados demasiado a menudo en su verdadera esencia, en España como en otras partes, es la tarea más importante que espera a cualquier estudioso, en virtud de la cual no se debe ser indulgente ante cualquier tentativa más o menos veladamente revisionista de reescribir la Historia.
Massimiliano Ilari
Este artículo fue publicado por primera vez en Germinal. Revista de Estudios Libertarios núm.4 (octubre de 2007)
1.- A este propósito, ver en particular Luciano Casali (ed.), Per una definizione della dittatura franchista (Franco Angeli, Milán 1990).
2.- Véase la obra de E. González Calleja, “El Estado ante la violencia”, en Santos Juliá (ed.), Violencia política en la España del siglo XX (Taurus, Madrid 2000).
3.- Bernat Muniesa, De la dictadura a la monarquía. Historia de España 1939-1996 (Ariel, Barcelona 1996).
4.- Entre otros, véase en particular M. Richards, “Guerra civil, violencia y construcción del franquismo”, en P. Preston (ed.) La república asediada(Península, Barcelona 2001).
5.- Paul Preston, Francisco Franco (Grijalbo, Barcelona 1994).
6.- Bernat Muniesa, op. cit.
7.- Michael Richards, Un tiempo de silencio (Crítica, Barcelona 1988).
8.- Entre ellos, piénsese en el general Ramón Salas Larrazábal, que fija en 23.000 las ejecuciones “legales”; citado en E. Moradiellos, La España de Franco (1939-1975). Política y sociedad (Síntesis, Madrid 2001).
9.- M. Richards, op. cit.
10.- Gabriel Jackson, La República española y la guerra civil (Crítica, Barcelona 1995).
11.- Citado por Eliseo Bayo en Los atentados contra Franco (Plaza y Janés, Barcelona 1976).
12.- E. Bayo, op. cit.
13.- Entre los varios estudios sobre la CNT, se señala en particular el de José Peirats, La CNT en la revolución española (Madre Tierra, Móstoles 1988).
14.- Antonio Téllez, Facerías. Guerrilla urbana en España (Virus, Barcelona 2004).
15.- Ídem, Sabaté. Guerrilla urbana en España (Virus, Barcelona 2001).
16.- E. Bayo, op. cit.
17.- Juan Manuel Molina, El movimiento clandestino en España. 1939-49 (Editores Mexicanos Unidos, Mexico 1976).
18.- M. Richards, op. cit.
19.- Citado en Santos Juliá (ed.), Víctimas de la guerra civil (Temas de Hoy, Madrid 1999).
20.- B. Muniesa, op. cit.
21.- Abel Paz, El anarquismo contra el Estado franquista - CNT 1939-1951 (FAL, Madrid 2001).
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