[El texto que se publica a continuación son las conclusiones del trabajo firmado por Ángel del Río y Félix Talego y que puede ser consultado íntegramente en la la web todoslosnombres.org]
El análisis de algunos de los significados más relevantes que se ponen en juego en las dos acciones simbólicas descritas –el agravio de la figura del general Gonzalo Queipo de Llano por las mujeres activistas en la Macarena y la rememoranza de los represaliados por sus descendientes y por las asociaciones memorialistas en la Plaza de la Gavidia– pondrá de manifiesto que son ambos actos políticos de impugnación de la impunidad de la dictadura franquista y de denuncia de la transición al régimen democrático vigente. Su significación general es por tanto convergente, si bien algunos de los temas de ambas acciones son singulares y requieren una mirada más focal.
Ambas acciones constituyen procedimientos para invocar una categoría específica de antepasados, aquellos que fueron víctimas de la represión franquista. Este ejercicio de traer, de hacer presentes bajo la especie de ausentes a esas personas y rescatarlas así del olvido es seguramente el resorte que más contribuye a la fuerza impugnadora de las dos acciones, como de todas aquellas en las que se les hace presentes. Ellos son los testigos, el testimonio de crímenes sobre los que sigue pendiente la actuación de la Justicia, no tanto de la justicia positiva –que aquí y ahora tantas veces se les niega–, sino de la idea universal de Justicia que emana de las declaraciones de derechos de la modernidad y de la concepción universalista –monista en cierta forma– del ser humano como sujeto de dignidad inalienable. Tanto en el acto periódico de la Gavidia como en el puntual –en principio– de la Macarena, hemos visto que vivos y muertos actualizan la comunidad de los que esperan Justicia y acusan a los verdugos.
LA DIGNIDAD PROFANADA: UN CRIMEN NEFANDO
Pero podemos afirmar, más incisivamente, que son sobre todo las víctimas, a través de sus mediadores –familiares y activistas del memorialismo, el pacifismo y el feminismo de la resistencia y el cuidado– los que concentran la fuerza impugnadora. Porque sus espectros, materializados en reliquias, como nombres, fotos, objetos personales, murales, lugares de la memoria y, por supuesto, los propios deudos (el memorialismo ha desarrollado una etiqueta o norma de reliquias en las que no podemos detenernos aquí) son seres que expresan valor sagrado negativo o impuro, según el cosmos valorativo que encierra el Derecho Natural moderno sustanciado en las declaraciones y cartas de derechos. Esto es porque la dignidad inherente de las personas que son reconocidas y contadas como víctimas ha sido profanada; o se ha cometido con ellas un crimen nefando –si quieren evitarse términos que despierten suspicacia entre los que consideran que no es pertinente utilizar categorías religiosas en este contexto–. Por tanto, ha tenido lugar en ellas la vulneración de los fundamentos legítimos que inspiran las comunidades políticas modernas, de todo Estado que se predique democrático y de derecho. Hay un desorden, un caos que ellas testimonian y que no puede resolverse más que purificándolas, restituyéndoles su dignidad inherente. Ello solo puede ocurrir con la celebración de un gran ceremonial expiatorio que asuma la comunidad a la que interpelan y que señale a las víctimas propiciatorias, los profanadores.
Este es el juicio que demanda el movimiento memorialista, que se erige en la voz de las víctimas. Los actos de denuncia descritos y otros del mismo tipo no son rituales, sino acciones simbólicas de las víctimas y sus portavoces por medio de las cuales interpelan a la comunidad exigiendo justicia, pidiendo lo que les pertenece, su dignidad. Mientras esa ceremonia expiatoria no tenga lugar no puede restituirse el orden sagrado en que se funda el derecho moderno por lo que continúa una ilegitimidad de origen, un baldón que se extiende sobre todo el corpus del derecho positivo y el orden legal.
VÍCTIMAS PENDIENTES DEL DUELO
En el caso del Estado español, esta ilegitimidad de origen que el memorialismo actualiza en sus actos en el espacio público o internos se orienta necesariamente, más allá incluso de la conciencia de los actores memorialistas, a la denuncia de la transición a la democracia y del mismo régimen democrático vigente. Entender esto requiere recordar que nuestras comunidades políticas, los estados, como todas las comunidades humanas, las constituye un tipo específico de trama y transacción entre los vivos y los muertos, que es el vínculo moral. Los muertos pertenecen a la comunidad, pero a condición de que transiten el rito del duelo según el canon que en cada comunidad esté establecido. Ese canon define y prescribe el lugar que ocupan, las categorías distinguibles y el modo de comunicación con los otros integrantes de la comunidad, los vivos. Y los duelos, como todo ritual, son actos colectivos, en los que participa y sanciona desde luego toda la comunidad, directamente o a través de sus jerarcas institucionalmente autorizados. Esto no ha ocurrido con las víctimas que el memorialismo invoca, continúan irredentos, pendientes del duelo.
Como queda dicho, los familiares y los activistas los están rescatando del olvido paciente y pertinazmente y nos los hacen presentes a todos en su condición de ausentes (muy otra a la de olvidados), exigiéndonos todos ellos que procedamos a ejecutar el duelo largamente postergado, para que ocupen el sitio que les corresponde entre todos los muertos reconocidos por la comunidad. Este pulso colectivo está suponiendo también, obviamente, un pulso por la redefinición de los valores sobre los que debe asentarse la comunidad y los fundamentos del derecho: el memorialismo representa una apuesta por la valorización de los principios de justicia y dignidad y soslayamiento de la dialéctica vencedores–vencidos. Porqueel memorialismo no pide execrar o abominar a los torturadores y violadores, sino su relegación de los altares y frontispicios a la condición común de muertos anónimos, para que puedan incorporarse las víctimas al panteón común en la condición igual de personas.
DOS RITUALES IMPRESCINDIBLES
Son dos, pues, los rituales que tiene pendientes el régimen democrático español para hacer honor a los principios del derecho universal moderno:uno primero de expiación que señale a los profanadores e incorpore a las víctimas, y uno segundo que restituya a estos muertos al lugar que les corresponde. Adentrándonos más en las implicaciones de la expiación y duelo pendientes, observamos que la comunidad interpelada no es solo ni fundamentalmente la comunidad que se articula institucionalmente en el Estado y que constituye a sus integrantes en ciudadanía. Lo es, pero no solo: lo es también la comunidad humana universal, ese sujeto colectivo único y último que nos constituye a todos en personas, sujetos inalienables del derecho a la dignidad y a la integridad. El memorialismo se dirige a las dos y de las dos exige respuesta: una la representa el Estado y sus jerarcas, la otra se corporifica en ciertos organismos que entienden del derecho internacional y los tribunales nacionales o internacionales que entienden y reconocen los crímenes de lesa humanidad, es decir, los crímenes imprescriptibles, los crímenes profanadores, atentatorios de la condición esencial humana.
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