dijous, 8 de novembre del 2018

Así era la vida en la prisión franquista de mujeres de Málaga.

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Miles de reclusas pasaron por el Caserón de la Goleta, actual sede de la Policía Local, donde las condiciones de vida resultaban «infrahumanas». En muchos casos ni siquiera constaba el motivo de encarcelamiento



Imagen de las reclusas reunidas en el patio de la cárcel. / 


ALBERTO GÓMEZMálaga
Fueron acusadas de delincuentes, alcohólicas y psicópatas, mujeres «degeneradas» con tendencia a la infidelidad, el divorcio o las relaciones lésbicas. Muchas de ellas no sabían leer ni escribir y acabaron siendo obligadas a firmar sus expedientes procesales con el dedo. Tampoco tuvieron posibilidad de defenderse en los consejos de guerra y los juicios sumarísimos abiertos por delitos tan ambiguos como «rebelión» o «atentados contra la moral pública», aunque en realidad poco importaba porque, en la mayor parte de los casos, el régimen franquista ya había dictado sentencia. Miles de mujeres fueron encerradas por ser pareja, madre o hermana; a veces, simplemente, por estar en el lugar equivocado. No pasaron a la historia, pero protagonizaron la Guerra Civil y la posguerra con las mismas dosis de dolor, desprecio y sangre que los hombres. En Málaga, sólo una pequeña placa en la actual sede de la Policía Local, antigua prisión de mujeres, recuerda aquel horror silenciado.




Francisco de la Torre, alcalde de Málaga, inauguró una placa conmemorativa en la alctual sede de la Policía Local, emplazamiento de la antigua cárcel de mujeres.
Francisco de la Torre, alcalde de Málaga, inauguró una placa conmemorativa en la alctual sede de la Policía Local, emplazamiento de la antigua cárcel de mujeres. / SUR

El Caserón de la Goleta sirvió durante décadas como cárcel para hombres, con la excepción de algún habitáculo destinado a mujeres, hasta que el pésimo estado de las instalaciones forzó su cierre y la construcción de otro edificio en 1933. La nueva prisión provincial, con agua corriente como destaca la prensa de la época, fue inaugurada el 2 de febrero de 1934. Por entonces había encarcelados 291 hombres y cuatro mujeres. La diputada malagueña Victoria Kent había liderado las mejoras introducidas en el sistema de prisiones, del que era directora, convencida de la necesidad de reformar las cárceles españolas desde un talante más humanista. Declarada la Guerra Civil, la situación cambió de forma radical.
A la ocupación franquista en la provincia, en 1937, le siguieron detenciones masivas que obligaron a habilitar el viejo Caserón de la Goleta como cárcel para mujeres pese a las denuncias por insalubridad. Por allí pasaron cerca de 4.000 presas, según las investigaciones de las profesoras Encarnación Barranquero, Matilde Eiroa y Paloma Navarro, quienes en los años noventa accedieron a los expedientes de las reclusas, ahora protegidos por la ley de datos. El historiador Víctor Heredia recuerda que la masificación en la prisión de mujeres «provocó condiciones infrahumanas por falta de espacio e higiene, con el resultado de la extensión de enfermedades».
La represión contra las mujeres resultó especialmente cruel en Málaga, cuna de escritoras e intelectuales abiertamente republicanas como Isabel Oyarzábal, María Zambrano o la propia Kent, reconocidas por reivindicar la igualdad y alcanzar elevadas cotas de independencia hasta bien entrados los años treinta. Aquellos avances quedaron lapidados bajo la estrecha moral franquista, que ordenaba sumisión ante los deseos masculinos, como recogían las publicaciones de la Sección Femenina: «Cuando tu marido regrese del trabajo, ofrécete a quitarle los zapatos. Minimiza cualquier ruido. Si tienes alguna afición, intenta no aburrirle hablándole de ella. Si debes aplicarte crema facial o rulos para el cabello, espera hasta que esté dormido. Si siente la necesidad de dormir, que así sea. Si sugiere la unión, entonces accede humildemente, teniendo en cuenta que su satisfacción es más importante que la tuya».
En las cárceles para mujeres, las autoridades obligaban a las presas a asistir a misa y bautizar a sus hijos, a quienes a menudo encerraban junto a ellas. Las malas condiciones higiénicas y la escasez de alimentosdibujaban un panorama desolador, con reclusas agotadas, sin recursos suficientes para mantener a los menores. Algunos de aquellos niños murieron entre rejas. La prisión de Málaga no era una excepción. Los trabajadores servían almortas duras (legumbres que en 1967 fueron prohibidas para el consumo humano por su alto contenido tóxico) y alimentos sin lavar ni pelar. Las úlceras y los dolores de estómago pusieron en pie de guerra a las presas, que organizaron una huelga de hambre y consiguieron que al menos limpiaran las patatas y algunas verduras. Con otra protesta obtuvieron una segunda ducha, aunque nunca hubo agua caliente.
«La vida allí era horrible. Sólo había ocho mujeres cuando yo llegué, pero pronto se llenó. La comida, los vigilantes, la muerte de las compañeras, los interrogatorios, las celdas de castigo... Hay muchísimas cosas que contar», relató Luisa, uno de los testimonios recogidos en el libro que Barranquero, Eiroa y Navarro escribieron tras conversar con varias de estas mujeres. «Salíamos hechas polvo de las entrevistas, sorprendidas por su fortaleza. Tenían la convicción de que no habían hecho nada malo, sólo luchar por la libertad y la igualdad social», recuerda Eiroa.



En la imagen, once mujeres encarceladas se toman una fotografía en grupo.
En la imagen, once mujeres encarceladas se toman una fotografía en grupo. / SUR

El 38 por ciento de las presas declararon estar casadas, mientras que el 18 por ciento habían enviudado y el número de solteras superaba el 17 por ciento, sin que constara el estado civil del resto de mujeres. Este vacío, según las investigadoras, puede deberse al interés de muchas reclusas por ocultar sus relaciones de pareja, probablemente por la falta de vínculos eclesiásticos o por la afiliación política de sus cónyuges. La mayor parte de las malagueñas encarceladas tenían entre 21 y 40 años, aunque la represión se extendió a todos los grupos de edad, con una horquilla que oscilaba entre los 13 y los 85 años. Más del 60 por ciento de las presas procedían de la provincia, mientras que el resto residían en la capital o fueron enviadas a Málaga desde otras provincias. Las pocas mujeres que sabían leer y escribir enseñaban al resto, aunque estas clases no formaban parte del programa oficial de la prisión, que incluía trabajos «propios de su sexo», como la costura.
Desde 1940 disminuyeron las entradas a la cárcel relacionadas con supuestos delitos de rebelión y aumentaron los encarcelamientos motivados por la «transgresión del orden socioeconómico». En una ciudad castigada por el hambre y el tifus, las tretas para conseguir alimentos se convirtieron en uno de los motivos más habituales de arresto, aunque en muchos de los expedientes ni siquiera figuraba motivo de ingreso. Ya en la cárcel, las presas trataban de engañar al hambre tomando cáscaras secas de naranja como si fueran caramelos. Aún hoy, el caserón dispone de un gran patio que se convirtió, junto a la capilla, en eje de la vida carcelaria.
Para obtener una reducción de pena era necesario mostrar arrepentimiento y convertirse al catolicismo. En 1944, la procesión del Miércoles Santo de Jesús El Rico liberó a 19 mujeres junto al preso de turno, aunque la mayoría ya había obtenido la libertad con anterioridad. Escogieron «a las más agraciadas físicamente», como recuerda Barranquero: «Era una forma de blanquear lo que estaba ocurriendo. Cuando las reclusas necesitaban certificados de conducta, eran los curas quienes avalaban o no su comportamiento en las cárceles». El entonces director de Asuntos Eclesiásticos, Mariano Puigdoller, pronunció un pequeño discurso durante el acto: «Debéis gratitud eterna al Caudillo. Pedid a Dios que nos lo conserve muchos años».
La estrechez de las habitaciones, la incomodidad de las camas y la aparición de enfermedades y epidemias terminaban de complicar la situación. «La tasa de mortalidad era muy alta, con fallecimientos por tuberculosis o tifus. El tiempo en prisión estaba caracterizado también por las escasas oportunidades de visitas, la desesperanza y el hundimiento psicológico y físico de las mujeres», relata Barranquero. Los hijos permanecían con sus madres, en caso de no poder quedarse con otro familiar, hasta que cumplían tres o seis años, en función de la legislación vigente. Entonces pasaban a ser tutelados por las instituciones estatales y religiosas. La presencia de los menores en las cárceles no consta en los expedientes, algo que ha dificultado las investigaciones posteriores, aunque de los testimonios recogidos se desprende que la mayoría de niños eran dados en adopción o emprendían carrera como seminaristas, siempre con el objetivo de pulverizar cualquier relación con el pasado.
Concepción Gallardo fue una de las mujeres liberadas por El Rico, aunque en realidad ya tenía la carta de libertad y tuvo que esperar a que se celebrase la procesión para salir de la cárcel. Su hijo, José Sánchez, presidente de la Asociación contra el Silencio y el Olvido, relata que, en las pocas visitas que recibía, su madre solía entregar ropa a la familia para que la desinfectara. Antes de su traslado a Málaga, había sido detenida en Loja, encarcelada en Granada y derivada a Gerona. Una monja le confesó que un matrimonio quería llevarse a su hija, de apenas unos meses, y tuvo que entregársela a su suegra. En su expediente, al que ha accedido este periódico, fue calificada como «persona de malísima conducta y comunista de acción».



Concepción Gallardo, antigua reclusa, sostiene a su hija en brazos.
Concepción Gallardo, antigua reclusa, sostiene a su hija en brazos. / SUR

Ya en libertad, la vida no resultaba mucho más fácil. El estigma de haber sido presas acompañó hasta la muerte a la mayoría de estas mujeres, que a menudo debían sustentar a familias enteras con salarios miserables. Sólo tras la muerte de Franco, una vez pasado el temporal regresivo, algunas de aquellas reclusas recibieron el altavoz arrebatado durante décadas. En 'Desde la noche y la niebla', la dirigente comunista Juana Doña, condenada a pena de muerte en 1947, criticaba que «a las mujeres se les haya dedicado unas líneas apenas en ese río de volúmenes que se ha escrito sobre la Guerra Civil». Algo similar escribió la política y escritora Lidia Falcón en 'En el infierno': «Para ellos se han publicado las páginas literarias más hermosas y vibrantes. El homenaje sólo incluye a las mujeres en ese plural de las palabras que es siempre masculino».
La prisión de mujeres de la Goleta cerró sus puertas en 1954, cuando las reclusas fueron trasladadas a la cárcel provincial de la carretera de Cártama. En el antiguo caserón se levantó el Instituto Geriátrico Penitenciario y, años más tarde, la Jefatura de la Policía Local de Málaga. Aquel infierno había acabado.

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