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España tiene ex presidentes que se autodenoiminan grandes defensores de los derechos humanos, pero ninguno de los habitantes que ha tenido el Palacio de la Moncloa desde que murió el último dictador español se ha responsabilizado de buscar a los 114.226 desaparecidos del franquismo
Felipe González se hace abogado defensor de dos opositores detenidos en Venezuela. Cuando llegó por primera vez a la presidencia del Gobierno, en 1982, promovió la creación en el Senado español de una comisión encargada de estudiar la situación de las personas desaparecidas de nacionalidad española en las dictaduras. Poco tiempo antes de esas elecciones, participó en un acto político en una fosa común en la localidad jienense de La Carolina, pero las personas desaparecidas del franquismo estuvieron desaparecidas de su agenda política de todas las legislaturas en las que gobernó.
José María Aznar tardó unas pocas horas en apoyar la iniciativa de González, apuntándose a declarar a Venezuela como la vanguardia del eje del mal. Unos años antes se había apuntado a promover con la misma premura a una guerra que causó decenas de miles de muertes civiles. Sus argumentos: unas inexistentes armas de destrucción masiva y su irrefrenable necesidad de derrocar dictadores, en ese caso Sadam Huseín. No pasaba lo mismo con Francisco Franco; el Gobierno de Aznar financió dos años con dinero público la fundación del dictador ferrolano y él mismo, en el verano de 2003, declaró ante decenas de periodistas que leería en sus vacaciones un best seller del neofranquismo que justificaba el golpe de Estado del 18 de julio de 1936 y de cuyo nombre es mejor no acordarse.
En octubre de 2008, el Juzgado número 5 de la Audiencia Nacional abre una investigación sobre los crímenes de la dictadura franquista. El revuelo mediático que provoca no es nada comparado con lo que aquel movimiento judicial causa entre las élites españolas, tan deudoras del franquismo. Tras el susto se articula una colaboración de los dos principales partidos políticos del Parlamento, que cooperan en la paralización de la causa. El entonces presidente, José Luis Rodríguez Zapatero, da por sentenciada la investigación con una frase digna de estudio: “A Franco ya lo ha juzgado la historia”. Si ese argumento fuera sólido y real, ZP debería haber cerrado todos los juzgados del país y haber dejado que los delitos los juzgara la historia, indistintamente de cuáles fueran.
El 9 de mayo de 2015 el ministro español de Asuntos Exteriores, José Manuel García Margallo, participa en los actos del 70 aniversario de la liberación del campo de concentración de Mauthausen donde afirma tajantemente: "Tenemos el deber de hacer memoria…Es preciso que la memoria sea un aprendizaje perpetuo". Hasta aquel terrible lugar de internamiento que fueron a parar 14.000 personas republicanas, alrededor de 5.000 murieron como víctimas del nazismo: el dictador Francisco Franco y su ministro de Asuntos Exteriores, Ramón Serrano Súñer, las habían declarado apátridas para que los soldados de Hitler pudieran exterminarlas porque llevaban en el uniforme del campo el triángulo azul con la letra S de los sin patria. Ese mismo ministro recibió en el verano de 2014 sendos informes sobre las víctimas del franquismo del Grupo de Trabajo contra la Desaparición Forzada e Involuntaria de Personas y del Relator Especial para la Verdad, la Justicia, la Reparación y las garantías de no Repetición. Los dos organismos de la ONU señalaban los graves incumplimientos humanitarios del Gobierno de España, pero la respuesta oficial del ministerio de Margallo fue: "Todo lo resolvimos en la transición".
Mariano Rajoy asiste en México a la XXIV Cumbre Iberoamericana. Allí, el 9 de diciembre de 2014, responde a una pregunta sobre la situación de Venezuela con la siguiente afirmación: "A mí me gusta la democracia". Ese amor por la democracia no le movió a llevar a cabo ningún tipo de declaración o actuación con respecto a los 43 estudiantes normalistas que habían desaparecido en México unas semanas antes, víctimas de una terrible violación de los derechos humanos. Esa pasión democrática tampoco le impidió aceptar una visita oficial a España del dictador Teodoro Obiang, en junio del año pasado.
El mismo día que Margallo hablaba del deber de la memoria y de lo mucho que hay que aprender de ella, la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica recibía en Nueva York el Premio ALBA/Puffin al Activismo en Derechos Humanos. El colectivo que rompió con el silencio de la transición acerca de los crímenes del franquismo, y que lleva quince años encontrando y buscando a personas desaparecidas de la dictadura, podrá gracias al importe del premio, mantener abierto el laboratorio donde hace las identificaciones. Pero ¿en un país de la Unión Europea la reparación gravísimos crímenes contra la humanidad puede depender de un trabajo voluntario y de un premio concedido a miles de kilómetros? Sí.
Venezuela, donde el respeto a los derechos humanos es igual de exigible que en cualquier otro país, parece un agujero negro en América Latina. Pero en Colombia, país en el que Felipe González acaba de adquirir su segunda nacionalidad, fueron asesinados impunemente, el pasado año, 58 personas que defendían los derechos humanos. Esa terrible realidad no ha hecho que González, Aznar o Rajoy se sientan obligados a exigir públicamente al gobierno colombiano una investigación efectiva. Algo parecido ocurre con México, donde los 43 estudiantes normalistas desaparecidos no tienen un ex presidente español que los defienda. Sería terrible deducir que tiene que ver con que el presidente mexicano, Enrique Peña Nieto, anunció que su gobierno licitará obras de infraestructuras por un importe de 480.000 millones de euros. ¿Podría ser esa expectativa de negocio, para las grandes multinacionales de la construcción, lo que hace al ejecutivo mexicano inmune a las críticas? Podría.
España tiene ex presidentes que se proclaman grandes defensores de los derechos humanos, pero ninguno de los habitantes que ha tenido el Palacio de la Moncloa desde que murió el último dictador español se ha responsabilizado de buscar a los 114.226 desaparecidos del franquismo. Ninguno ha dejado de obligar a las víctimas de la dictadura a pagar con sus impuestos la tumba del dictador. Ninguno ha homenajeado públicamente a los hombres y las mujeres que lucharon contra la dictadura y que sufrieron cárcel y persecución por ello. Ninguno ha hecho nada para que tengan que rendir cuentas ante la justicia los torturadores que en la Dirección General de Seguridad segaron vidas y martirizaron a miles de militantes.
España detiene a Pinochet en Londres. España juzga la represión en Chile o Argentina. España ayuda a derrocar a Sadam Husein. España financia desde hace años exhumaciones que buscan personas desaparecidas en la ex Yuygoslavia. Pero cuando se van a cumplir cuarenta años de la muerte de Franco, en un país sembrado de impunidad; cuando decenas de miles de personas que regaron con su lucha nuestra democracia han muerto sin reconocimiento; cuando somos el segundo país del mundo en número de desaparecidos, después de Camboya; cuando la ONU dice y repite que hay que terminar con la impunidad de la dictadora; hay que correr a Venezuela a defender a los opositores encarcelados.
Los derechos humanos no son ideología, no dependen del carnet de un partido. Los derechos humanos tienen que ser un compromiso irrenunciable de nuestra vida política y no tienen fronteras, ni son más o menos derechos dependiendo de quién gobierne.
Si los ex presidentes de los gobiernos que ha tenido hasta ahora la España postfranquista amaran sin fisuras la democracia, no podrían soportar que en su país haya más de cien mil personas desaparecidas, sin hacer ni haber hecho nada por ellas. El día que los defiendan dentro podremos empezar a creer que los defienden fuera. Mientras tanto, su discurso humanitario es poco más que un eslogan que camufla intereses políticos y económicos, medios para otros fines, medidas de presión para influir en cosas que poco tienen que ver con la inviolabilidad de los derechos de cualquier ser humano.
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