20 de noviembre: Una colección de mentiras del franquismo y sus propagandistas (1)
- Es falso que la Segunda República se proclamase de forma ilegal o espuria el 14 de abril de 1931. Este argumento ha venido siendo repetido hasta la saciedad por los apologistas del régimen franquista y en tiempos recientes por los historiadores que se autodenominan revisionistas, y se basa en el número de concejalías obtenidas en las elecciones del domingo anterior -día 12- por las fuerzas monárquicas y las de la conjunción republicano-socialista, así como en que unas elecciones municipales no tenían por qué haber significado el cambio de régimen, es decir, que no tenían por qué ser unas elecciones plebiscitarias. Pero ese mismo carácter de plebiscito se lo dieron las propias fuerzas monárquicas y el gobierno del rey Alfonso XIII, y en reconocer que el resultado significaba el agotamiento del tiempo de la monarquía en España, y baste para ello recordar las palabras de su primer ministro, el almirante Aznar, quien respondió a los periodistas, tras conocer el escrutinio, que qué mayor crisis querían que la de un país que se acuesta monárquico y se levanta republicano. Y es que el triunfo no se basó en el número global de concejalías, que fue mayoritariamente monárquico, sino en que en las grandes ciudades, incluyendo la casi totalidad de las capitales de provincia, republicanos y socialistas habían obtenido un enorme triunfo. La importancia, que se la dieron tanto los vencedores como los derrotados en aquellos comicios, al voto de las grandes ciudades residía en que en ellas estaba el llamado “voto libre”, donde el manejo caciquil propio de la monarquía de la Restauración era mucho más complicado de llevarse a cabo y por tanto los votantes podían expresar con libertad sus preferencias políticas. Si en lugar de elecciones municipales se hubiera desarrollado realmente un plebiscito o referéndum en toda regla, la monarquía lo habría perdido, porque el voto popular, fundamentalmente gracias a ese voto de las capitales y grandes ciudades, fue muy superior en número en favor de la opción republicana. Además, el propio Alfonso XIII, el gran afectado por la derrota, no tuvo más remedio que reconocer en un comunicado reproducido por ABC que las elecciones le habían demostrado que no tenía el amor del pueblo español (no sin que antes, eso sí, se mostrara favorable a reprimir las manifestaciones de júbilo republicanas que se desarrollaron de forma generalizada pacíficamente, aunque se encontró con la negativa de sus consejeros, que le respondieron que era difícil teniendo en cuenta que no sabían de que lado iba a estar la tropa). Por si todo esto fuera poco, a lo largo de las contiendas electorales que tuvieron lugar en la etapa republicana -como se encargó de reflejar Gabriel Jackson en su obra “La República Española y la guerra civil”-, los partidos que habían figurado en el Pacto de San Sebastián o los que, con posterioridad, se habían ido constituyendo profesando su republicanismo -en versiones más conservadoras o más progresivas- superaron en votos a aquellos que se decantaban por la monarquía u optaban por el llamado “accidentalismo”, como la CEDA de Gil Robles, de tal suerte que si el electorado español hubiera querido responder a una proclamación espuria de la República en las posteriores elecciones había tenido más de una oportunidad para hacerlo, pero en aquellos tiempos se había decantado claramente por la opción republicana. De la más próxima al 14 de abril, las elecciones a Cortes Constituyentes, incluso el aristócrata liberal e hispanista británico Gerald Brenan comenta que fue una clara demostración de que “España se había vuelto contra la dictadura y contra el rey”.
- La guerra de España ni comenzó en 1934 ni fue puesta en marcha por la izquierda. Esta falacia se ha puesto de moda entre los revisionistas, entre los que destaca el seudo-historiador Pío Moa (un ex-GRAPO del que puede decirse aquello de “no hay nada peor que la fe del converso”), para exculpar a las derechas reaccionarias que pusieron en marcha la sublevación de 1936, en connivencia con los sectores conspiradores del interior del ejército, de haber desencadenado la guerra civil. Historiadores como González Calleja han mostrado que los primeros en seguir la vía insurreccional contra el recién instaurado régimen democrático fueron monárquicos alfonsinos como Calvo Sotelo, Goicoechea y el conde de Toreno, carlistas como Fal Conde y los grupos de ultraderecha de las JONS y la Falange de José Antonio, a menudo interconectándose entre sí -como ocurrió en 1936-, y que estaban explorando esa vía desde el mismo año 1931. Ya en el primer bienio, por ejemplo, hay contactos entre conocidos líderes de la derecha reaccionaria y la dictadura fascista italiana para explorar el apoyo de Benito Mussolini a un pronunciamiento militar que derribase a la República (y uno de los emisarios de lujo ante el Duce es, ni más ni menos, que el rey que se marchó, según sus palabras, “para evitar un conflicto entre hermanos”, Alfonso XIII). Estos revisionistas omiten intencionadamente la intentona golpista de agosto de 1932 llevada a cabo por el general Sanjurjo en Sevilla, que fracasó en Madrid, con objeto de dar un giro conservador al régimen y que se sospecha tuvo entre los valedores civiles del golpe al líder del Partido Radical y luego presidente del gobierno Alejandro Lerroux, así como que a lo largo del primer bienio en los puestos de la administración y de las fuerzas de seguridad había muchos funcionarios reaccionarios que socavaban la autoridad y las reformas del gobierno y llegaron a emprender acciones represivas injustificables contra las que el gobierno republicano-socialista, bien es cierto, no fue capaz de actuar (en la represión feroz de Casas Viejas, por ejemplo, ejercida por miembros del nuevo cuerpo antidisturbios creado por la República, la Guardia de Asalto, llevó la voz cantante un siniestro capitán, Manuel Rojas, que acabó sentenciado a 21 años de prisión, y que tras la rebelión del 18 de julio se convirtió en jefe de un escuadrón de la muerte rebelde que acabó con la vida del entonces director general de Seguridad, Arturo Menéndez). O también que a la vía insurreccional le siguió la vía parlamentaria, que no por pacífica fue menos lesiva, preconizada por Herrera Oria y Gil Robles desde la CEDA, obstruyendo los proyectos reformistas del primer bienio -como hicieron con la reforma agraria- y procediendo con posterioridad a las elecciones parlamentarias de 1933, a una labor de desmontaje o anulación “de facto” de la legislación aprobada en aquel período, y con la especial colaboración del Partido Radical, con objeto de instaurar un estado autoritario y corporativo similar a los que se habían instaurado por entonces en Portugal y que proyectaban imponerse en Austria y Alemania. Por mucho que hoy se quiera disfrazar de “democristiano” el proyecto de la CEDA, los planes de Gil Robles eran otros: la colaboración con Lerroux no eran sino una etapa previa para alcanzar el gobierno y, desde él, hacerse con la mayoría absoluta en las Cortes que le permitiera reformar la Constitución del 31 en ese sentido parafascista. Y sus intenciones no se las ocultaba a nadie, con declaraciones en mítines como los de El Escorial o Covadonga donde, rodeado de la una guardia pretoriana formada por su organización juvenil, las JAP (Juventudes de Acción Popular) arengaba contra masones y judaizantes y afirmaba que “llegado el momento, o el parlamento se somete o le hacemos desaparecer”. Los discursos y las acciones -como la anulación de la reforma agraria, la bajada de salarios, especialmente en el campo, o el empeoramiento progresivo de las condiciones de vida de las clases populares y la represión ejercida sobre los sindicatos o grupos obreros de izquierda, como la realizada por el ministro de Gobernación, Salazar Alonso, tras la convocatoria de una huelga general pacífica por el sindicato socialista de campesinos, la FETT- del gobierno radical-cedista iban a llevar a que el PSOE -radicalizado por un Largo Caballero decepcionado por el rumbo de los acontecimientos- y otros grupos obreros se prepararan bajo el lema “Antes Viena que Berlín” a emprender una mal planificada insurrección (que en el PSOE no pasaba más que de una amenaza retórica para evitar que el presidente de la República integrara en el gobierno a la CEDA, a quien consideraban, y no eran los únicos, los enemigos del régimen democrático, de ahí probablemente que se llevara a cabo tan mal) para evitar ser devorados sin luchar por parte de los grupos de la derecha reaccionaria. Pero no eran sólo Largo y los socialistas los que estaban molestos con la situación creada. Cuando, finalmente, una de las tantas crisis de gobierno que la CEDA desencadenó a lo largo del período 1933-1935, hizo que Alcalá Zamora llamase a Lerroux a formar gobierno con tres ministros de la CEDA en octubre de 1934, los grupos republicanos de izquierda y conservadores llamaron a romper toda solidaridad con este nuevo gobierno. Azaña, Martínez Barrio (un exradical que dejó el partido tras el acuerdo entre Lerroux y Gil Robles en 1933), Felipe Sánchez Román, Ángel Ossorio y Gallardo… incluso el antiguo colaborador de Alcalá Zamora, Miguel Maura, afirmó que el régimen republicano se había traicionado a sí mismo y a los que habían luchado para traerlo. Ninguno de ellos llevó a cabo una insurrección contra el gobierno, pero mostraban el estado de ánimo vigente entre los demócratas en esos instantes de 1934. La insurrección obrera de Asturias y de la Generalitat catalana -que Companys, lejos del desafío independentista que le proponían desde sectores de su propio partido, convirtió en un desafío federalista que integrase a las fuerzas de toda España opuestas al gobierno- pueden, por tanto, interpretarse como respuestas, siquiera excesivas o suicidas incluso, a una insurrección puesta en marcha desde el propio seno de las instituciones del Estado con objeto de convertir a Gil Robles en un nuevo Salazar o un émulo de su admirado Dolfuss, el dictador austriaco que había arrasado con la clase obrera socialista de Viena. El fracaso de la “Revolución de Octubre”, y la dura represión desatada, abrió una nueva etapa para la izquierda, que rechazó nuevas aventuras insurreccionales -incluso la propia CNT optó por dejar de lado la “gimnasia revolucionaria”, como la denominó uno de sus líderes, García Oliver, que la había caracterizado desde el bienio 1931-1933- y pasó a luchar contra la derecha reaccionaria a través de los comicios, para lo que desde 1935 se abrió paso la estrategia del Frente Popular. Las derechas, sin embargo, tras perder las elecciones de febrero de 1936 volvieron a lanzarse a la vía conspirativa, e incluso un año antes ya estaban preparando el terreno por vía de Gil Robles, convertido en ministro de Guerra, quien desde ahí premió a los militares más alineados con las posturas reaccionarias y subversivas -entre ellos Franco, el artífice de la represión de Asturias, que fue el colaborador más cercano del líder cedista- y defenestrando a aquellos más leales a la República o conocidos por sus simpatías izquierdistas, aumentando el presupuesto militar y tratando de recuperar para su departamento el mando de la Guardia Civil, que el nuevo régimen republicano había transferido al ministerio de Gobernación.
- Las elecciones de febrero de 1936 fueron ganadas con toda justicia por el Frente Popular, la coalición de fuerzas de izquierda que agrupaba a republicanos, partidos obreros y nacionalistas progresistas como ANV, Esquerra Valenciana y el Partido Galleguista. Los rebeldes (y más recientemente los revisionistas) levantaron la mentira de que el Frente Popular se hizo con el poder sin haber obtenido el triunfo en las elecciones, que correspondió a las fuerzas de la derecha y el centro, y que sólo la coacción y el pucherazo llevaron al poder a la izquierda. ¿Por qué afirmaron esto? Porque se trataba de limpiar que el levantamiento del 18 de julio había tenido lugar contra un gobierno legítimamente constituido, y de que por lo tanto su pecado original de “rebeldía” no existía. Pero en el momento de confirmarse el triunfo electoral del Frente las fuerzas de derechas que luego estarían envueltas en la conspiración, como Renovación Española (el grupo de Calvo Sotelo), la CEDA o la Falange de José Antonio emitieron contestación alguna a la victoria izquierdista. El propio presidente del gobierno, el conservador moderado Manuel Portela Valladares, confirmó con inequívocas palabras y poniendo como aval su propia autoridad como primer ministro del gabinete organizador de las mismas que el Frente Popular era el legítimo ganador de las elecciones. La repetición de las elecciones en segunda y tercera vuelta -en aquellas circunscripciones donde ningún candidato había obtenido el número de votos necesarios para ser proclamado diputado, o donde se habían dado denuncias de irregularidades-, como afirman José Venegas y Eduardo de Guzmán (dos de los más importantes estudiosos en la materia de las elecciones de 1936) no alteraron el triunfo por mayoría absoluta de la coalición de izquierdas, que había obtenido en primera vuelta. Las propias denuncias presentadas en la Comisión de Actas de Diputados de las Cortes -cuyas discusiones se prolongaron a lo largo del mes de marzo- registraron que en provincias donde había denuncias de irregularidades, como Pontevedra, Orense o Valencia, éstas se presentaban por unos candidatos de derechas contra otros (la derecha, al igual que le había pasado a la izquierda en 1933, se había presentado desunida a esos comicios, lo que afectó seriamente a sus resultados) y no contra la elección de los candidatos de izquierda. Algunos candidatos de derechas, como Calvo Sotelo, fueron finalmente ratificados en sus escaños a pesar de que en su circunscripción, Orense, había muchos indicios de que su elección se había reflejado bajo el signo del fraude. Y el caso de Calvo Sotelo es paradigmático de que, en 1936, al igual que ya había ocurrido en 1933, quienes tenían mayores posibilidades para ejercer coacciones, compra de votos o “pucherazos” eran los partidos de la derecha y su sostén social, especialmente en el campo, donde los propietarios rurales usaban la amenaza o la intimidación física para decantar la balanza hacia aquellos grupos políticos que mejor defendían sus intereses. A ello se sumaba la maniobra caciquil que significaba el Partido Centrista montado a toda prisa por Alcalá Zamora y Portela Valladares, que trataba de aprovechar los resortes gubernamentales para formar un grupo político que pudiese ser el “árbitro” de la República entre derechas e izquierdas. Portela estuvo mucho más digno que Alcalá Zamora en la derrota de este particular oficialismo, pues se opuso a las sugerencias de Gil Robles y Franco de declarar el estado de guerra y pasar por encima del resultado electoral, dimitió y apoyó con posterioridad a la República en guerra desde su escaño en las Cortes. El presidente de la República, desde su exilio en Suiza, mostró en un libelo su resquemor por su destitución por las nuevas Cortes acusando a posteriori al Frente Popular de haber ganado las elecciones de forma espuria y haber tratado de robar escaños a la oposición con tal de obtener una mayoría cuyo objetivo era el de destituirle. Pero se trata, como los argumentos de Serrano Suñer (diputado por la CEDA y luego ministro de Exteriores franquista) en los que se basó el informe elaborado por los rebeldes para negar legitimidad a la victoria frentepopulista, argumentos elaborados con posterioridad para esconder sus fallas propias. Como conclusión, el hispanista británico Henry Buckley, con gran experiencia sobre el terreno en la España de los años treinta, afirma que si las elecciones de 1936 hubieran tenido lugar en una democracia consolidada como la británica, en lugar de en una democracia joven y en proceso de asentamiento como la republicana española,“el Frente Popular tendría que haber obtenido una victoria mayor, porque la presión de la derecha fue terrible en todos aquellos lugares en los que el pueblo no podía o temía votar libremente y en los que el pueblo dio su voto a la derecha para asegurarse el pan y la sal”.
- En España no había en marcha ningún proceso revolucionario de carácter comunista en la primavera de 1936 que justificase una contrarrevolución preventiva, como se ha dado en presentar la sublevación militar del 18 de julio. La fuerza del PCE y el comunismo español entonces era mínima: con 17 diputados en unas Cortes unicamerales de 421 escaños -un número obtenido gracias a los acuerdos internos del Frente Popular, que había conseguido más de dos centenares y medio-, 3.500 militantes y sin haberse abierto aún la embajada soviética en España -cuyo gobierno propugnaba desde 1935 la colaboración con las democracias occidentales en dos vertientes, en política interna los frentes populares (como se hizo, antes que en España, en Francia) entre fuerzas “burguesas” y obreras, y en política externa la estrategia de “seguridad colectiva” anglo-franco-soviética para paralizar el ascenso del fascismo y las ansias expansionistas de Hitler y Mussolini-, ¿qué revolución podían propugnar los comunistas españoles, a riesgo además de contravenir las órdenes que emanaban desde Moscú y la Komintern? El PSOE, por su parte, se encontraba es cierto escindido entre el sector centrista de Indalecio Prieto, partidario de la entrada en el gobierno junto a los republicanos (reeditando la colaboración del primer bienio republicano) y el sector izquierdista de Largo Caballero, que seguía sobre todo fantaseando con unos planes nada concretos sobre la revolución -que el propio Largo afirmaba “no era para mañana”- y que esperaba para alcanzar el poder el momento en que los republicanos agotasen su proyecto, por lo que era partidario de entrar en el gobierno. Pero los caballeristas del PSOE y el sindicato socialista UGT no realizaron ningún movimiento, posiblemente por carecer de proyecto revolucionario a corto plazo, que indicase una toma de poder inmediata para derribar al gobierno de republicanos de izquierda sostenido por el propio Partido Socialista -como miembro del Frente Popular- en el parlamento. Incluso, paradójicamente, cuando la sublevación militar estaba a punto de dar su pistoletazo de salida, el sector prietista empezó a ganar posiciones en la ejecutiva del partido e incluso los propios dirigentes de la facción de Largo hicieron llamamientos a sus bases, entonces participantes en un alto número de huelgas (entre otras cosas para solicitar la restitución de derechos laborales conculcados en el anterior bienio) a fin de que moderasen su actitud para no socavar la autoridad del gobierno que presidía el abogado republicano Casares Quiroga. Ni siquiera la CNT, cuya actividad insurreccional había sido tan elevada en los años que van de 1931 a 1933, mostraba entonces una actividad que justificase siquiera mínimamente la intervención militar como una contrarrevolución preventiva. Y cualquiera que eche un vistazo al programa con que el Frente Popular se presentó a las elecciones verá que en él hay un proyecto reformista, regenerador, socialdemócrata… cualquier adjetivo posible menos revolucionario. Ni tan siquiera en el campo, donde tuvieron lugar ocupaciones y asentamientos de campesinos supervisados por el Ministerio de Agricultura y el IRA, que había decidido tomarse en serio definitivamente el problema de la reforma agraria, podía calificarse la situación como de revolucionaria, tal y como escribió en su obra “Misión en España” una personalidad nada sospechosa de bolchevismo: el embajador estadounidense en Madrid, Claude G. Bowers. La revolución que se pretendía existía en España se basó en noticias falsas que muchas veces hacían referencia en realidad a la situación política de la vecina Francia, en donde ocupaciones de fincas y fábricas se hacían al otro lado de los Pirineos como sucesos acontecidos en España, así como en una serie de cuatro “documentos secretos” fabricados ad hoc por los involucrados en la insurrección para demostrar que lo que habían hecho era anticiparse al golpe de mano de carácter comunista que iba a tener lugar. Hasta tal punto que, como tenían previsto dar el golpe antes (y que, como se ve en la película “Dragon Rapide”, al estar Franco mostrando unas cautelas que desesperaban al resto de militares conjurados, hubo que retrasarlo hasta el verano), tuvieron que cambiar las fechas de los documentos de mayo-junio a agosto para demostrar que su contrarrevolución se había anticipado a la fantasmagórica revolución. Los documentos prefrabricados habían sido supuestamente encontrados por los sublevados a lo largo de su camino desde Andalucía a Madrid, en Casas del Pueblo socialistas y locales de grupos de izquierda de poblaciones como La Línea (Cádiz), Lora del Río (Sevilla), Badajoz y Mallorca -supuestamente, en la isla balear tan comprometidos papeles se los “dejó” el comandante Bayo tras el desembarco y fallida reconquista por milicianos republicanos procedentes de Cataluña y Valencia-. Pero los documentos, y la forma de encontrarlos, contienen las suficientes incoherencias como para sospechar de su autoría apócrifa y de que su cometido era el de justificar lo injustificable. En primer lugar, ¿cómo pueden aceptarse como pruebas irrefutables de los planes revolucionarios unos documentos que no llevan encabezamiento, sello o firma alguna que atestigüe la autenticidad de que han sido elaborados por miembros de las organizaciones conjuradas en la susodicha revolución? Los “documentos”, además, no son tales, sino hojas mecanografiadas que los diferentes medios de comunicación, de fuera y dentro de las fronteras españolas, que quisieron mostrarlos como pruebas del “complot comunista”, a veces ni conocieron o sólo a través de fotocopias. En segundo lugar, ¿por qué razón iban a querer guardar las agrupaciones locales del PSOE, la UGT o el PCE de una población de provincias un documento acerca de una reunión entre dirigentes de los grupos obreros de Francia y España -como fue el caso del documento III, que se encontró en una localidad de Badajoz- o sobre la composición futura del gobierno revolucionario español -contenido del documento II, que se encontró en Lora del Río-? Aparte de ser poco racional por su carácter comprometido en caso, precisamente, de que esos documentos cayeran en manos de la policía o de sus rivales políticos, es además bastante inútil a la hora de desencadenar los planes a nivel local. Hubiera sido más sospechoso y más efectista un documento con una lista de nombres que desempeñasen el “Soviet” local o las primeras medidas a desarrollar por las nuevas “autoridades revolucionarias” del municipio. En tercer lugar, los documentos están llenos de incoherencias. La primera, la composición del gobierno soviético español es tan heterodoxa que su funcionamiento coherente insostenible: un gobierno presidido por Largo Caballero y formado por un comunista como el secretario general del PCE José Díaz (un comunista actuando para derribar un gobierno de Frente Popular en una república democrática automáticamente cerraría las puertas de cualquier colaboración entre Stalin y las democracias occidentales, así que es un delirio pensar que Díaz recibiera autorización de Moscú siquiera para considerar tal propuesta), un socialista de la facción de Prieto como Jiménez de Asúa (Asúa, un republicano a carta cabal, el presidente de la comisión que elaboró la Constitución de 1931, recientemente nombrado embajador de la República en Checoslovaquia… ¿derribando un régimen que él mismo ayudó a construir y además situándose a las órdenes de un Largo al que los propios prietistas consideraban imbuido de fantasías que impedían que los socialistas formasen gobierno con los republicanos?) o dos anarcosindicalistas tan dispares como David Antona (uno de los elementos más intransigentes de la CNT a quien en junio de 1936 Caballero trataba de convencer para que el sindicato aceptase el arbitraje gubernamental en la huelga de la construcción de Madrid, como había hecho la UGT, y el gobierno republicano encontrase un respiro) y Ángel Pestaña (un viejo anarquista moderado que había sido expulsado por su moderación frente al sector radical de la FAI y que había fundado el Partido Sindicalista en 1934, abriendo la novedosa puerta de la vía parlamentaria al anarcosindicalismo). Esta composición sólo puede tener consistencia en la cabeza de personas que, simplificando las cuestiones políticas, no dudaban -y no dudan hoy día- de aglutinar a todos sus enemigos simplemente como “rojos”. La segunda: si tales planes de revolución y toma del poder existían, ¿por qué los trabajadores y la izquierda española estaban tan escasamente preparados en el momento en que estalló la sublevación militar? El general rebelde Emilio Mola llegó a hablar de la existencia de nada menos que cien mil obreros armados y entrenados. Pero cuando la rebelión militar tuvo lugar el 18 de julio, a la clase obrera española y las fuerzas progresistas les pilló poco menos que por sorpresa, y no hubo armas en manos de los trabajadores hasta que se las entregó el gobierno o, anticipándose a él, las autoridades civiles locales. ¿Cómo explicar que en una ciudad que era poco menos que un santuario anarcosindicalista como Zaragoza, donde pocos meses antes la CNT había celebrado su congreso, la rebelión triunfara con tanta prontitud, o que el general Queipo de Llano se jactara de haber tomado con apenas una compañía una ciudad tan “roja” como Sevilla? Los documentos, además, podían ser de todo menos secretos, al menos no por la parte que los elaboró: Claridad, el órgano de expresión de los socialistas de Largo Caballero, recibió a finales de mayo de 1936 de manos de un militante uno de estos documentos elaborados por los reaccionarios e inmediatamente, al ver la gravedad de su contenido, lo puso en manos de los redactores del periódico. La reacción del medio no podía ser otra que la que se esperaba: “Grotesco y criminal. Cómo vamos a realizar la revolución […] El documento que publicamos a continuación ha sido sustraído a cualquier idiota, dirigente fascista, por un excelente compañero. Las personas son en este caso lo de menos. Lo de más, lo importante, es el estrago que con estupideces como esta, sabiamente distribuidas, se causa, manteniendo una inquietud criminosa y excitando a gentes pusilánimes a ver en las organizaciones obreras sectas de energúmenos auténticos -como dirían ciertos camaradas- que sueñan con el exterminio de media humanidad”. Por desgracia, fuera a través de estos o de otros documentos propagandísticos, no fueron pocos los pusilánimes que creyeron eso de la izquierda republicana y obrera españolas.
- La agitación social y callejera en los meses previos a la sublevación militar fue promovida por las propias derechas envueltas en la rebelión, en una estrategia que se llevó a cabo con posterioridad en los estados europeos en que actuó la llamada “organización Gladio” o el Chile presidido por Salvador Allende, y que se ha bautizado como “estrategia de la tensión”. Esta estrategia de provocación, ataques violentos y atentados que generen una sensación de caos y conflicto inminente tiene como objeto crear en la opinión pública una posición favorable a una “solución de orden”, bien sea a través de la inclinación del electorado hacia posiciones políticas conservadoras, o bien la aceptación de un golpe de estado que instaure una dictadura civil o militar derechista. Los hechos han demostrado que, al contrario de lo afirmado por la prensa derechista, parlamentarios como Gil Robles o Calvo Sotelo -que presentaron informes dantescos sobre la situación del orden público con objeto de desprestigiar al gobierno frentepopulista-o la historiografía posterior, que llegó a convertir en “vox pópuli” la idea de la etapa republicana, y más aún la del Frente Popular, como un caos social de por sí, quienes llevaban la voz cantante a la hora de elaborar atentados y ataques eran militantes de grupos paramilitares de la extrema derecha, quienes llevaban recibiendo ayuda financiera y logística desde prácticamente el nacimiento mismo de la República, como la Falange o la fascistizada Juventud de Acción Popular, la organización juvenil cedista dirigida por Serrano Suñer que Gil Robles consintió se pasara en masa a las filas falangistas. Unas pequeñas estadísticas de César de Vicente muestran que la violencia política ejercida en 1936 fue originada en su mayor parte por elementos de la extrema derecha, miembros de las fuerzas de seguridad y militares -sin duda, a partir del pronunciamiento militar, pero también con anterioridad, repitiendo las viejas estructuras ideológicas y de clase, ya que las resistencias a aplicar las políticas reformistas del Frente Popular, especialmente en el campo, sin duda generaron sucesos como los de Yeste (Albacete), donde la investigación fue obstaculizada incluso por los propios miembros de la Guardia Civil implicados- y tuvieron como víctimas en su mayoría a militantes y simpatizante de los grupos de izquierda, que actuaron en represalia a las acciones de sus rivales políticos. Como escribe el propio De Vicente, en 1936 no hubo más conflictividad que en el bienio 1931-1933, en gran medida, como ya hemos comentado, porque la CNT, gran protagonista de las insurrecciones obreras del primer bienio, abandonó la “gimnasia revolucionaria”, como la bautizó uno de sus dirigentes, Juan García Oliver, y también porque el PSOE del “Lenin español” Largo Caballero no propuso las acciones revolucionarias que hubieran hecho honor a tal nombre. Tampoco se repitieron los días de la revolución y la represión de Octubre de 1934. El gobierno de Azaña, y luego de Casares Quiroga, cuando aquel fue promovido a la presidencia de la República, hicieron un gran esfuerzo, aunque sus efectos fueran limitados, por el mantenimiento del orden público sin recurrir al ejército o las fuerzas de policía como había sido tan común en los años anteriores, especialmente en el caso de los conflictos laborales. En el terreno del campo, donde tuvieron lugar ocupaciones de fincas como las de Badajoz del mes de marzo y la distribución de tierras en Extremadura, Salamanca, Toledo o Cádiz se multiplicó por varios números con respecto a las que habían tenido lugar en el primer bienio, el ministro Ruiz Funes mandó a los técnicos del Instituto de Reforma Agraria para dar cauces legales a los procesos y distribuir ayuda técnica y financiera a los nuevos ocupantes, en lugar de recurrir a la Guardia Civil. En conflictos laborales como los de los obreros ferroviarios o las huelgas de construcción y ascensores de Madrid (donde la CNT se mostró mucho más beligerante que la UGT), se implementaron mecanismos de arbitraje y se hicieron grandes esfuerzos para el mantenimiento de los servicios, en el caso del transporte en tren. Las tensiones con la Iglesia se redujeron, de tal suerte que los colegios religiosos pudieron funcionar con normalidad, las procesiones de Semana Santa salir a la calle, aunque fuertemente protegidas por los cuerpos de seguridad, y el embajador de la República en el Vaticano, Luis de Zulueta, recibir la autorización pontifica para ejercer su cargo en Roma. Y, a pesar de que el tema del orden público centraba mucho la actividad parlamentaria, hubo una intensa actividad legislativa referida a otros asuntos: la admisión de los despedidos injustamente a causa de la represión de la Revolución de Octubre de 1934, la celebración -y posterior aplazamiento- de las elecciones municipales de mayo, la presentación para su aprobación de los proyectos de estatuto de autonomía de Galicia y Euskadi, un nuevo proyecto legislativo para aumentar la participación estatal en la gestión ferroviaria (entonces, salvo una compañía pública, los ferrocarriles eran gestionados por empresas privadas), la reforma de la elección de los miembros del Tribunal de Garantías Constitucionales… Es injusto que la etapa del Frente Popular previa a la sublevación militar haya pasado a la historia sólo por la cuestión de un orden público convenientemente deteriorado, además, por los propios enemigos de la República. Francisco Espinosa, en su obra“Violencia roja y azul”, asegura que en aquellos meses era legión la masa de españoles preocupados por trabajar y continuar con su vida en comparación con aquellos que estaban en grupos paramilitares. Como escribe Gabriel Jackson, “en cuanto a la clase media urbana y la masa de republicanos y socialistas, ciertamente no actuaban como si anticiparan la guerra o la revolución. A primeros de julio, miles de esposas se llevaron a sus hijos a sus casas de veraneo, mientras sus esposos se quedaban en Madrid, Barcelona o Bilbao. Miles de niños partieron para los campamentos de vacaciones […] Si los padres, los obreros socialcatólicos o los dirigentes de la UGT hubieran anticipado la guerra, estos campamentos jamás se hubieran abierto en la primera semana de julio; ni los oficiales de caballería habrían partido a Berlín [a las Olimpiadas en las que iban a participar dentro del equipo olímpico español] ni Largo Caballero habría acudido a una conferencia laboral de la Segunda Internacional en Londres…” Ciertamente, la cuestión del orden público era preocupante, pero no tanto como para que la vida normal española diera la impresión, como se pretendió crear en el imaginario colectivo de las generaciones de posguerra y de quienes crecieron en el franquismo y la transición, de estar paralizada. Además, muchos de los conflictos de índole económica, social o laboral ocurridos entonces hundían sus raíces en el ambiente de represión, humillación y degradación de las condiciones de vida de las masas trabajadoras, creado durante el “Bienio Negro”, que ahora tenía que resolver el gobierno del Frente Popular y cuyas soluciones no iban a ser ni rápidas ni sencillas. Entre las cosas que dificultaban la labor gubernamental, y no menos importante, relativa además a la cuestión del orden público, estaban las miles de licencias de armas concedidas por el gobierno radical-cedista durante los años 1933-1935 a personas afines a su ideología o de su propio medio social -propietarios, terratenientes, militantes de grupos de la derecha reaccionaria- que acabaron usándose, en 1936, para la comisión de atentados y asesinatos contra trabajadores y militantes de la izquierda. Para los franquistas y los revisionistas de nuestros días, es un mantra considerar el colmo de la violencia política y un crimen de Estado, comparable poco menos que a los asesinatos de los GAL, el asesinato del José Calvo Sotelo, el líder del monárquico Renovación Española y una de las personalidades más conocidas de la trama civil de la conspiración antirrepublicana que fraguó en el golpe del 18 de julio. Pero varias cosas son importantes a la hora de analizar el asesinato de Calvo Sotelo: para la derecha no tenía ni tiene importancia alguna, al parecer, que antes que Calvo Sotelo los grupos paramilitares derechistas (apoyados por la CEDA, Renovación Española o los carlistas de las Cortes) atentaran contra Luis Jiménez de Asúa o Dolores Ibárruri “Pasionaria”, prendieran fuego a la casa de Largo Caballero, explotaran una bomba en los bajos de la tribuna presidencial en el desfile del 14 de Abril con objeto de dar muerte al nuevo presidente republicano Manuel Azaña, o que mataran al policía Jesús Gisbert (escolta de Jiménez de Asúa, en el transcurso del atentado contra él), al capitán del ejército y conocido republicano Carlos Faraudo (asesinado en plena calle mientras paseaba con su esposa), al juez Manuel Pedregal (en represalia por haber condenado a cárcel a los falangistas autores del atentado contra Asúa) o, por último, a José del Castillo, el teniente socialista de la Guardia de Asalto que fue la gota que colmaba el vaso de la paciencia de sus compañeros, que buscaron venganza y la encontraron en la figura del diputado monárquico. Por otra parte, poco parece importar que el gobierno de Casares Quiroga y su ministro de Gobernación, Juan Moles, hubieran dispuesto escolta policial para los diputados que más hubieran podido estar en el punto de mira de actos violentos, y Calvo Sotelo era uno de ellos, hasta el punto de que (con la colaboración de Gil Robles) el propio Moles cambió a dos policías de su escolta de los que el diputado reaccionario no se fiaba, así como que el gobierno detuviera a los guardias sospechosos de haber cometido el asesinato y prometiera ponerlos a disposición judicial para depurar sus responsabilidades por la muerte del político de Tuy: el “revisionismo histórico” ha convertido en un crimen de Estado lo que no es sino un asesinato político perpetrado por individuos que actuaban por cuenta propia, no siguiendo orden alguna del gobierno o las instituciones republicanas. Y, para finalizar, es un poco de chiste convertir en un “mártir de España” (poco más o menos así figura en el monumento que existe aún hoy en su homenaje en la madrileña Plaza de Castilla) a uno de los más relevantes conspiradores contra la legalidad republicana, que probablemente, si las autoridades republicanas le hubieran detenido al estallar la sublevación, habría sido sometido a juicio ante un tribunal y ejecutado como lo fueron los generales Manuel Goded o Joaquín Fanjul.Endefinitiva, la violencia sembrada durante los meses previos al “Alzamiento Nacional” responde muy bien al esquema de “estrategia de la tensión” al que muy gráficamente se refirió Antonio Ramos-Oliveira con la siguiente sentencia: “Durante los cuatro o cinco meses que separan la victoria de la República (sic) de la rebelión militar, cada vez que fue posible saber quién había disparado, o conocer el origen de una calamidad, es evidente que aquellos que se llaman los “paladines del orden” fueron indiscutiblemente los culpables”
- El ejército nacional que luchó en la guerra civil española no fue otro que el Ejército Popular de la República. Es una broma de mal gusto que Franco y sus generales autodenominasen a su ejército “nacional”, no sólo porque se levantaron contra el legítimo gobierno de la nación, sino porque su composición y el nivel de ayuda externa recibida, esenciales para su victoria, le niegan prácticamente ese carácter. Bajo el paraguas de la (aunque precaria) legalidad internacional vigente en ese momento, sólo el gobierno de la República podía recibir ayuda extranjera, pues era el legítimo e internacionalmente reconocido (ante gobiernos extranjeros y la Sociedad de Naciones, de la cual emergía esa legalidad antes mencionada) gobierno español. Pero, al igual que había sucedido apenas un año antes con la invasión italiana de Abisinia (la actual Etiopía), la SdN y en especial los países que tenían capacidad de hacer que respondiera -Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia- no hizo nada por ayudar al país africano a resistir la invasión de las tropas mussolinianas. Esto, sin embargo, significaba un error, un inmenso e imperdonable error, no la ruptura explícita de las reglas del juego, que seguían vigentes en el momento en que la sublevación militar tuvo lugar y la división del país en una zona “nacional” o sublevada y una zona republicana o gubernamental se hizo patente, como se hizo patente que desde el minuto uno los primeros estaban recibiendo ayuda de las potencias fascistas (el traslado de las tropas del protectorado español de Marruecos a la Península en aviones proporcionados por Italia y Alemania para poder cruzar el estrecho de Gibraltar y romper el bloqueo establecido por la Marina republicana). Las potencias democráticas de Gran Bretaña y Francia manipularon a la SdN y suplantaron su autoridad con el Comité de No Intervención, una pantomima con la que creían contener a las potencias fascistas y erradicar su ayuda a los rebeldes, lo que estuvo lejos de ser verdad: el bloqueo al que se sometió a España en la recepción de armas sólo funcionó en una dirección, la que las patrullas fascistas germano-italianas realizaron para evitar la llegada de pertrechos a la República a través de los puertos mediterráneos. Las franco-británicas, por su parte, dejaron pasar buques repletos de armas a la zona sublevada y dejaron funcionar al Portugal de Salazar como un gigantesco portaaviones que trasladara suministros desde la costa atlántica lusa a la zona occidental del “gobierno de Burgos”. Los republicanos confiaban, al principio y como mal menor (era una violación de las leyes internacionales), en que un funcionamiento correcto del Comité de No Intervención, al impedir la ayuda internacional a cualquiera de los dos contendientes, les beneficiaría a sofocar la sublevación al contar con más armamento que sus enemigos. Pero como sólo estaba funcionando en contra suya, que tenían que recurrir al contrabando y a agentes de dudosa moralidad que engañaban a los agentes y diplomáticos desesperados de la República, mientras los pertrechos seguían llegando en cantidades ingentes a los “nacionales”, el Comité de No Intervención estrangulaba sin remedio a la República.Sin la ayuda exterior de Alemania, Italia y Portugal, los soldados enviados por éstas -se han llegado a cuantificar en hasta 180.000 hombres, entre Viriatos salazaristas portugueses, la Legión Condor nazi y el Corpo di Troppe Volontarie (CTV) mussoliniano-, la Legión Extranjera y los Regulares marroquíes, los sublevados habrían sido incapaces de ganar la guerra, y aún así tuvieron que emplear tres años para vencer la dura resistencia republicana. Para la República fue un alivio, pero no más que eso, que la URSS -que estaba tratando de establecer una alianza con Francia y Gran Bretaña para superar su aislamiento internacional y patrocinaba a nivel de estados, como había hecho con los “frentes populares” interclasistas entre los partidos comunistas y los partidos democrático-burgueses, la estrategia de Seguridad Colectiva para hacer frente al fascismo- abandonara el Comité de No Intervención y decidiera prestar ayuda a la España republicana, vendiéndole armas y enviando asesores e instructores para su incipiente Ejército Popular. La ayuda soviética (único país, junto con el lejano México, que prestó una ayuda efectiva al gobierno legítimo), sin embargo, no pudo llegar nunca a los volúmenes que las potencias nazi-fascistas estaban destinando a la España rebelde. En primer lugar, porque, como escribe Ángel Viñas, la ayuda rusa era “circunstancial y en segunda línea”, puesto que la Rusia soviética no era el principal aliado de la España republicana, sino que eran los aliados naturales de la España democrática, Francia y Gran Bretaña, los que tenían que dar el paso natural y apoyar a la República. En segundo lugar, porque cada vez que la URSS ayudaba a la República y les suministraba material, Hitler y Mussolini redoblaban sus esfuerzos a favor de Franco y aumentaban el volumen de suministros a su aliado español, por lo que la URSS -a quien, además, le preocupaba el expansionismo japonés en el Extremo Oriente y estuvo, en 1938, prestando ayuda a China en su guerra contra la invasión nipona, en detrimento de España- siempre fue por detrás de los dictadores fascistas. Hay varias cosas interesantes que sacar de todo esto: la URSS no estuvo interesada en hacer de España un régimen satélite del Kremlin, como la propaganda franquista y algunos especialistas de dentro y fuera de las fronteras españolas se han empeñado en afirmar. Si lo hubiera deseado efectivamente, habría puesto toda la carne en el asador para derrotar a Franco y construir una república socialista en tierras ibéricas, pero la ayuda rusa, como hemos dicho y las cifras han demostrado, fue muy por detrás de la prestada por Hitler y Mussolini. A un país como la URSS, que entonces estaba haciendo, con un enorme coste humano (en el que se incluyen la tremenda represión por la colectivización forzosa y los trabajos forzados), su transformación desde una nación rural a una potencia industrial de primer orden, le habría sido de un coste inasumible defender un país satélite a una distancia de miles de kilómetros y sometido continuamente a la hostilidad de potencias capitalistas. Por otro lado, tampoco hubiera transmitido órdenes, a través de la Komintern (la Internacional Comunista), para que el PCE se limitara a apoyar al Frente Popular y a defender, sin ir más allá, la república democrática. En una época en la que para los comunistas la palabra de Stalin era poco menos que las tablas de la ley, la línea política marcada por Moscú fue seguida a rajatabla, y las posteriores elucubraciones sobre la preparación en el seno de la República de un golpe comunista o de un control comunista de las instituciones son poco menos que aventuradas. La influencia comunista en España, que fue muy grande debido al prestigio organizativo del PCE, su defensa de la República democrática y la ayuda rusa, trajo también consecuencias negativas, entre ellas los intentos de reproducir en España el terror al trotskismo y la represión contra los enemigos de los comunistas, pero aquí no se reprodujeron circunstancias como las que, a partir de 1947-1948, llevaron en Europa del Este a la transformación de las democracias populares en dictaduras al modo de Moscú. El primer ministro republicano Negrín, acusado de “títere” de Moscú, fue un político que siguió una línea independiente, a pesar de que tuvo que tragar con algunas cosas (la ejecución irregular de Andreu Nin, líder del POUM, por ejemplo) por no poner en riesgo la ayuda del único país que entonces podía dársela. Se esforzó por atraer -mediante esfuerzos diplomáticos- para la causa republicana a franceses y británicos, convenciéndoles para que abandonaran la No Intervención, ya que España estaba haciendo frente al fascismo como en poco tiempo tendrían que hacer ellos; restableció el orden y las garantías democráticas del Estado republicano; y en varias ocasiones rehusó ofertas hechas desde Moscú o desde el PCE, algo que no cuadra con la imagen de un “títere”. Stalin, por ejemplo, le había propuesto convocar elecciones que reflejaran mejor el nuevo ambiente político del país, y que sin duda iban a favorecer a los comunistas, y Negrín rehusó porque las circunstancias bélicas impedían la convocatoria de unos comicios. Asimismo, el cese de Indalecio Prieto en la cartera de Defensa no fue realizado por deseos de los comunistas -Negrín lo había mantenido más de una vez en su puesto pese a las opiniones de los ministros del PCE-, sino por decisión propia tras unas declaraciones de Prieto que no encajaban en absoluto con el carácter de un ministro de Defensa en tiempos de guerra. Y, quizá más significativo, se negó a aceptar las graves acusaciones comunistas contra los miembros del trotskista POUM, que hubieran reproducido en España los “juicios de Moscú”, por lo que los acusados fueron juzgados por tribunales civiles con arreglo a las leyes republicanas. Esa influencia comunista en la República gobernada por Negrín fue razonada por éste ante sus compañeros de la ejecutiva del PSOE en 1938:“No puedo prescindir de los comunistas porque representan un factor muy considerable dentro de la política internacional y porque tenerlos alejados del poder sería, en el orden interior, un grave inconveniente. No puedo prescindir de ellos porque sus correligionarios en el extranjero son los únicos que eficazmente nos ayudan, y porque podríamos poner en peligro el auxilio de la URSS, único apoyo efectivo que tenemos en cuanto a material de guerra”. Las razones de Negrín eran de índole patriótica, como cuando Churchill enunció su famosa sentencia “el enemigo de mi enemigo es mi amigo” a la hora de referirse a la alianza entre británicos y soviéticos contra Hitler. Y más amiga, aunque dolorosamente, tenía que ser la URSS cuando los aliados naturales (franceses y británicos) de la España republicana, a quienes tanto intentó Negrín despertar de su suicida sueño del apaciguamiento, le volvían cruelmente la espalda. Así se lamentaba el primer ministro republicano ante su correligionario y amigo Juan Simeón Vidarte con estas amargas palabras: “¿Es que usted cree que a mí no me pesa, como al que más, esta odiosa servidumbre? Pero no hay otro camino. Cuando hablo con nuestros amigos de Francia todo son promesas y buenas palabras. Después empiezan a surgir los inconvenientes y de lo prometido no queda nada. La única realidad, por mucho que nos duela, es aceptar la ayuda de la URSS o rendirse sin condiciones…” Y para Franco un enemigo rendido era un enemigo muerto. El ejército republicano fue un ejército nacional porque, además, no hubo en sus filas la apabullante cantidad de combatientes extranjeros -y parece mentira que los rebeldes se bautizaran como Movimiento Nacional al tiempo que tenían a tantísimo foráneo en sus filas, un auxilio sin el cual la toma de Santander o Málaga o los bombardeos asesinos de Madrid, Barcelona, Guernica o Durango no hubieran llegado a realizarse- con la que Franco y sus generales combatieron. Los soldados republicanos fueron bautizados, no sólo despectivamente, sino para subrayar su carácter extranjero (antiespañol) y soviético, de “Ejército Rojo”. Ni por asomo hubo en España tal “Ejército Rojo”: la cifra total de personal enviado por la Unión Soviética -instructores, tanquistas, asesores militares, traductores, etc.- para el conjunto de los tres años de guerra fue de unas 2.000 personas. Puede leerse incluso el testimonio de una persona muy poco dada a simpatías con los rusos, el escritor inglés George Orwell, sobre esa fantasía de considerar que en España había un ejército soviético: “La única línea de propaganda disponible para los nazis y los fascistas fue presentarse como patriotas cristianos que estaban salvando Europa de una dictadura rusa […] había piadosos partidarios de Franco que se creían esta fábula; los cálculos sobre el número de estas fuerzas[soviéticas] llegaron a alcanzar el medio millón de hombres. Pues bien, no había ejército ruso en España. Hubo quizá un puñado de pilotos y otros técnicos, como mucho algunos centenares, pero no había un ejército; esos millares de extranjeros [alemanes e italianos de las fuerzas del Eje] que lucharon en España fueron testigos de este hecho. Sin embargo, su testimonio no hizo mella en los propagandistas franquistas, de los cuales ninguno había puesto los pies en la España republicana…” Los voluntarios de las Brigadas Internacionales que lucharon del lado de la República tampoco pueden considerarse un Ejército Rojo encubierto. No por su volumen: en total, por España pasaron un número total de brigadistas entre 1936 y 1939 que se suele estimar entre los treinta y cinco y los cuarenta mil hombres, y en muchas ocasiones, debido a las bajas, hubo Brigadas Internacionales que hubo de completarse con soldados españoles-cuando el gobierno Negrín decidió retirar, en 1938, a unos 10.000 últimos voluntarios de las BB.II. como un gesto de buena voluntad para restar dimensión internacional al conflicto, esa cifra sólo era el 10% del total de extranjeros que estaban combatiendo del lado franquista, que nunca hizo un gesto similar de retirar a sus combatientes extranjeros-. No por su instrucción militar, pues aunque había entre ellos veteranos de la PGM u otros conflictos, muchos de los que llegaban no tenían el menor rudimento de combate y, aunque hubo quien se refirió las Brigadas como la “Legión Extranjera de la República”, su nivel no fue el que tenían los combatientes de la misma o de los regulares marroquíes en el lado de Franco. Y no por su composición o su ideología política: aunque la militancia de las Brigadas era mayoritariamente comunista (la intención de Stalin era la de encauzar la ayuda en combatientes por parte de la III Internacional y el PC francés, dado que la sede de reclutamiento estaba en París, ganando una batalla política a otras fuerzas de izquierda), había también combatientes de otras formaciones políticas, socialistas o demócratas antifascistas, o gente sin partido que tenía el convencimiento de que la lucha en España era el primer paso pata detener al fascismo en Europa y en el mundo. Además, esa idea de que las Brigadas Internacionales funcionaban como un banco de pruebas para el posterior establecimiento de las “democracias populares” en Europa del Este, como escribió César Vidal en su obra sobre las mismas (en las que hasta exagera con el número de brigadistas que pasaron por España) es una argumentación imposible de sostener. Ninguno de sus miembros estaba en España para construir una “democracia popular” en el sentido que éstas tuvieron a partir de 1947-1948, es decir, el de dictaduras de “socialismo real”. Venían a luchar contra el fascismo y por la República democrática, no ya porque lo sintieran internamente, sino porque la Komintern que había ideado las Brigadas no defendía otra cosa. Los brigadistas de Europa Oriental, Europa Occidental y Estados Unidos estuvieron sometidos todos a un enorme peligro, el nuevo conflicto bélico de la SGM, las cárceles, los campos de concentración, sin saber si en el futuro habría o no democracia popular que construir en cualquier parte del mundo. Además, el devenir posterior de las democracias populares este-europeas en dictaduras siguiendo el modelo de Moscú bien pudo no ser así, y transcurrir de un modo en el que el pluralismo, la reconstrucción nacional y la justicia social estuvieran asegurados. Hoy sabemos que en gran parte la construcción de esos regímenes autocráticos en Europa Oriental estuvo originada por la tensión de una “guerra fría” incipiente y estimulada desde el lado de Estados Unidos y Gran Bretaña (dos países cuyos gobiernos dejaron en la cuneta a la República Española), y que, curiosamente, entre los grandes damnificados de aquella época están muchos brigadistas de Occidente, Estados Unidos y Europa Oriental, señalados como chivos expiatorios por la “caza de brujas” en Norteamérica y las “purgas” estalinistas. Pero al parecer todo vale para denigrar a quienes vinieron a defender una causa noble…
- Franco, el hombre cuyos restos reposan junto a los del fundador de Falange, José Antonio Primo de Rivera, en el Valle de los Caídos, y que organizó un gran número de homenajes propagandísticos en torno a la figura del “Gran Ausente”, incluyendo una enorme procesión de traslado de sus restos desde Alicante hasta el monasterio de El Escorial en 1939, no hizo nada en absoluto por salvar la vida del caudillo falangista cuando tuvo medios a su alcance para trasladarle, mediante un canje de prisioneros, de la zona republicana a la zona bajo control rebelde. El propio general era el más interesado en que Primo de Rivera siguiera encarcelado y hasta en su posterior fusilamiento. José Antonio, encarcelado antes de la guerra civil tras la ilegalización de Falange al descubrirse un complot de la cúpula falangista en Estremera (Madrid), iba a ser juzgado a mediados de noviembre de 1936 por su implicación en la sublevación militar de julio. Al igual que sucedió en otros momentos de la guerra, Franco boicoteó el canje de prisioneros con las autoridades republicanas, bien rebajando el número de presos que estaba dispuesto a entregar por su parte o cambiando los presos republicanos por delincuentes comunes, engañando a los republicanos y desesperando a organismos internacionales como la Cruz Roja que habían puesto todo su empeño en que el intercambio llegara a buen puerto. Lo grave del asunto es que Franco se había dedicado a hacer ese juego también con la figura más carismática del fascismo español, un líder político de mayor talla intelectual y oratoria que la que él tenía, y que estaba dispuesto a sacrificarlo por su interés personal. Al igual que sucedió con el fallecimiento en accidente aéreo del general Sanjurjo cuando se trasladaba desde Portugal a la zona rebelde para ponerse al mando de los sublevados, o como pasaría con el del general Mola -apodado “El Director” por sus compañeros de conspiración- en 1937-, Franco sacaría partido de la ejecución del caudillo falangista -una ejecución que enfureció al propio primer ministro republicano en aquellos momentos, Largo Caballero, porque había tenido lugar antes de que el Consejo de Ministros pudiera decidir sobre la confirmación de la pena capital o el indulto para Primo de Rivera, y porque, en el terreno personal, temía que los rebeldes tomaran represalias en la figura de su hijo, Francisco Largo Calvo, tomado como rehén por aquellos cuando se encontraba haciendo el servicio militar-. En primer lugar, a Franco le permitía explotar la muerte de José Antonio para aglutinar al incipiente Movimiento Nacional como un movimiento político de partido único que agrupase a monárquicos, falangistas y carlistas, dejando a un lado sus tendencias divergentes, alrededor de su liderazgo personal. El carismático José Antonio no habría permitido, por la naturaleza de Falange, la unión con carlistas y monárquicos por tratarse de un movimiento antidinástico y anticonfesional. De hecho, sus herederos ideológicos, con Manuel Hedilla a la cabeza, mostraron su rechazo al Decreto de Unificación. En segundo lugar, porque la eliminación física de Primo de Rivera le permitía gozar de una posición dominante sin oposición en la zona rebelde, donde a partir del 1 de octubre de 1936 había conseguido la Jefatura del Estado (un día que iba a celebrarse durante el franquismo como el Día del Caudillo). Más aún cuando un rival tan poderoso por carisma y brillantez intelectual era una piedra en el zapato del liderazgo del general ferrolano y una fuente de divisiones políticas internas. Y en tercer lugar, y quizá no menos importante, por la propia evolución política de José Antonio en sus últimos tiempos, que le había llevado a pensar en la necesidad de que se detuviese la guerra y en la formación de un gobierno nacional, que reflejó en su testamento, donde figuraban republicanos y socialistas moderados como Prieto, por quién sentía una cierta estima política. Si estas ideas fueran transmitidas a las gentes influyentes de la zona rebelde, Franco (que no estaba dispuesto a contemplar otra cosa que la derrota incondicional de la República) se encontraría en graves dificultades, máxime cuando el alargamiento y el cansancio de la guerra llevase a algunos miembros de su Estado Mayor -Yagüe, por ejemplo, era un conocido militar falangista y se planteaba las cosas de otra manera al contemplar la destrucción y el despoblamiento por éxodo en Barbastro o Lérida, cuando participó en la campaña de Cataluña- a hacer buenas esas ideas de José Antonio y contestar la política, y por tanto la autoridad, del Caudillo. Mediante la explotación de una memoria sesgada en la que Franco figuraba como continuador de la política joseantoniana, tal y como escribieron propagandistas de la zona rebelde (lo que no era cierto, pues José Antonio llegó a rechazar participar en una lista conjunta con Franco por la provincia de Cuenca cuando tuvieron lugar las elecciones de 1936, respondiendo muy gráficamente a la propuesta “¡Generalitos no!”) y con la colaboración de algunos miembros de la familia del fallecido líder falangista, como su hermana Pilar, que continuó al frente de la Sección Femenina, como un medio de comprar su favor al tiempo que recordaban a quién debían su posición, al mismo tiempo que se desataba la represión sobre los falangistas más revoltosos (caso de Hedilla y los suyos) que rechazaban la unificación forzosa, Franco pudo hipócritamente homenajear a José Antonio y ser declarado su heredero político al tiempo que Falange era utilizada para sus propios intereses, quedando como un actor secundario en beneficio de su idolatría personal.
- Es falso que el franquismo crease o fomentase las condiciones para la superación de la guerra civil, el destierro de las “dos Españas” y, ni mucho menos, la reconciliación entre españoles. Aunque pueda resultar llamativo que el régimen surgido de una victoria incondicional y por las armas sobre la República, considerada la “anti España”, diera en hablar de reconciliación o concordia, hubo llamadas y discursos del propio Franco y los jerarcas del régimen en este sentido. El propio dictador, en la inauguración de su gigantesco mausoleo del Valle de los Caídos, habló de tal monumento como un homenaje sin distinción de bandos a los caídos en una guerra civil que para ellos no fue otra cosa que una “Cruzada” o “Guerra de Liberación”. Y además, se trataba de una afirmación o bien irreal o hipócrita de lo que realmente se estaba ocultando tras la realidad del monumento de Cuelgamuros: estaba lleno de cadáveres de republicanos represaliados que habían sido trasladados de fosas y cunetas, paraderos desconocidos para sus familiares, a una nueva ubicación que seguía siendo desconocida para sus seres queridos, pues las hermandades de caídos y las familias de las víctimas de la represión republicana se negaron a que los restos de sus familiares fueran desplazados al Valle de los Caídos. Por usar una expresión del novelista Benjamín Prado, seguían estando “prisioneros” después de muertos. Además, el propio monumento funerario había sido construido utilizándose mano de obra en régimen cuando menos de semiesclavitud, los presos republicanos que se habían acogido al Régimen de Redención de Penas por el Trabajo, que permitió abusar de ellos para trabajos como éste o la construcción de presas, carreteras y otras obras civiles por parte de empresas privadas o el Estado escamoteándoles el sueldo, haciéndoles trabajar en condiciones penosas -fueron muchos los presidiarios que murieron víctimas de accidentes o enfermedades- y castigándoles con la misma severidad que si se encontraran en los centros penitenciarios. El franquismo, además, desde el primer día hasta el último (y también los políticos procedentes del régimen durante el paso de la dictadura a la democracia) siempre insistió en la “legitimidad” de su victoria y en que la participación en política siempre estaría vinculada a la aceptación de los principios y valores o cuando menos la legalidad del 18 de Julio -en la transición, por ello, además de por los errores cometidos por la oposición, no tuvo lugar una ruptura: el tránsito se debía hacer “de la ley (las leyes del régimen franquista, la legalidad del 18 de Julio) a la ley (la nueva legalidad democrática)”. Algo que era algo más que un dogma en el caso de la gente del búnker, los Blas Piñar o José Antonio Girón, sino que era asumido incluso por el reformista Suárez, un miembro de la burocracia del franquismo, ministro secretario general del Movimiento, y el nuevo rey Juan Carlos, que sabía que su legitimidad procedía no tanto de los lazos hereditarios borbónicos sino de la Ley de Sucesión franquista por la que el dictador le había nombrado su sucesor a título de rey-. Entre el fusilamiento de Virgilio Leret (oficial de la aviación republicana, en Melilla) en las primeras horas de la sublevación, y el de los cinco miembros de ETA y FRAP en septiembre de 1975, los últimos fusilamientos con Franco vivo, que desataron una oleada de protestas por toda Europa y la reacción del régimen con la convocatoria de una manifestación orquestada en la plaza de Oriente, hay toda una línea de continuidad, incluida en el discurso (ese último discurso de Franco en el balcón de palacio, flanqueado por el entonces príncipe Juan Carlos, quien está más agradecido y es más defensor de Franco de lo que se desea admitir en los medios de comunicación): el régimen se había alzado por España, contra los enemigos de la patria, el comunismo ateo, la conspiración judeo-masónica o el separatismo, y cualquiera que no defendiera esos principios tradicionales, que estaban presentes en los casi cuarenta años que habían pasado desde el Alzamiento, quedaba marginado -en realidad, era marginado por el propio franquismo-. La reconciliación nacional y la superación del conflicto bélico no era una prioridad para el régimen, en tanto en cuanto tales conceptos sólo eran posibles si los derrotados de 1939 asumían que estaban equivocados (y, en los primeros tiempos, si tenían suerte, tenían la oportunidad de expiar sus pecados en prisión). En una fecha tan avanzada como 1964, año de la conmemoración propagandística de los “Veinticinco Años de Paz”, el régimen franquista exhibió su saña vengativa con la tortura y ejecución de Julián Grimau, uno de los líderes del Partido Comunista y antiguo funcionario policial de la republicana Junta de Defensa de Madrid. La ejecución fue defendida como una reacción de la Justicia por crímenes de aquel período que se le achacaron a Grimau, tal y como decía el ministro de Información y Turismo, Fraga Iribarne, en un opúsculo titulado como la famosa obra de Dostoievski, “Crimen y castigo”. Las pobres excusas ofrecidas por el gobierno -incluyendo el ánimo de revancha por supuestos crímenes cometidos casi treinta años antes- no convencieron en el extranjero, donde las oleadas de protesta estaban respaldadas por personalidades conservadoras como el papa Juan XXIII, el alcalde democristiano de Florencia Giorgio La Pira o el escritor católico francés Jacques Maritain. La ejecución de Grimau en fecha tan señalada no fue el único caso de cómo fallaba esa particular estrategia de “superación” de la guerra según el franquismo: si en 1939 el régimen concedía una (auto)amnistía a todos aquellos que hubieran cometido crímenes durante la guerra y la República con la condición de que hubieran tenido el buen criterio de adscribirse al Movimiento Nacional, tuvieron que pasar treinta años desde el final de la guerra para que el franquismo decidiera declarar una amnistía similar para el global de los delitos relacionados con la guerra civil, cuando ya todos los republicanos que podían haber sido juzgados por la Causa General, la ley de Responsabilidades Políticas, la de Represión de la Masonería y el Comunismo, etc. habían pasado a mejor vida (fusilamiento o enfermedad en la cárcel mediante), habían purgado muchos años en prisión o habían visto sus vidas destrozadas al perder en multas, incautaciones o pérdida de empleo sus medios de vida. Los pocos que quedaban, los famosos “topos”, escondidos tras alacenas o armarios, habían perdido treinta años de una vida que ni Franco ni el secretario general del Movimiento les iba a devolver. Esta actitud cruel mantenida a lo largo de los cuarenta años de régimen contrasta mucho con los discursos y las emociones internas de los líderes republicanos (y que hemos ido poco a poco conociendo en fechas recientes), mucho más conscientes de que la guerra española era una tragedia humana y nacional y de que la -cada vez más imposible- victoria republicana debía ir acompañada de una efectiva política de reconciliación y recomposición de la convivencia. Es muy poco probable que un líder político de los sublevados, como hizo el socialista Juan Simeón Vidarte, ejerciera un ejercicio de autocrítica tan severo como titular su obra memorialística “Todos fuimos culpables”. El discurso de “Paz, Piedad y Perdón” de 1938 de Azaña es una cumbre de la oratoria más por su contenido, por su tremenda humanidad, que por su lenguaje florido. Hasta el tremendamente denostado doctor Negrín afirmaba su sufrimiento por los españoles de la otra zona y de la necesidad de que sirvieran de contraste a la opinión política republicana, y maldecía a aquel gobernante que no entendiera que tras la victoria su primera labor era la de restaurar la concordia y la convivencia. En el último de sus “Trece Puntos”, establecía que uno de los objetivos de lucha de la República era una amplia amnistía para todos aquellos que estuvieran dispuestos a trabajar para la reconstrucción y el engrandecimiento de España, y que cometería traición todo aquel que emprendiera acciones de venganza o represalia. Que esta política fuera complicada de implementar no implica que, en el fondo, su deseo -y el de Azaña, Vidarte, Zugazagoitia u otros como ellos- fuera mucho más noble y elevado que los que expresaban y, si entraba en sus competencias, acababan realizando aquellos poetas del lenguaje tabernario que fueron Queipo, Mola, Pemán, Fraga, García Serrano o Severino Aznar.
- Es falso que la represión de la homosexualidad y otros actos “amorales” penados por el franquismo se hicieran en base a la ley republicana de Vagos y Maleantes. Esta ley existió, pero el franquismo la utilizó para otros fines y utilizando otros medios distintos a los previstos en la ley republicana. Algunos apologistas han tratado de justificar la utilización de la Ley de Vagos y Maleantes de 1933, elaborada y desarrollada por la República, por el franquismo precisamente en el origen republicano de la ley, hasta el punto de llegar a afirmar que la República perseguía la homosexualidad. Esto, aparte de ser mentira, es un desconocimiento absoluto de lo que significaba el espíritu de la ley bautizada popularmente como “la Gandula”. Tanto en la Constitución de 1931 como en la reforma del Código Penal que tuvo lugar en 1932, los legisladores republicanos optaron por la despenalización de las prácticas homosexuales, que habían estado perseguidas en el anterior Código Penal de la dictadura primorriverista de 1928. La situación, por factores sociales y culturales, no era la misma que hoy día, en el que España ha sido el tercer país del mundo en aprobar el matrimonio gay, pero fue un paso muy importante. Y, desde luego, la Ley de Vagos de 1933 no perseguía a los homosexuales: tal cláusula fue introducida en 1954 por el régimen franquista a comienzos de los años cuarenta, con el expreso motivo de castigarles, y se mantuvo en la posterior Ley de Peligrosidad Social. La Ley de Vagos y Maleantes de 4 de agosto de 1933 -aprobada, curiosamente, con el apoyo de todos los grupos políticos representados en las Cortes- posiblemente no fuera una ley afortunada, en el sentido de que estaba destinada a castigar comportamientos socialmente reprobables que, con el tiempo, estaban destinados a desaparecer como objeto penal con un cambio en las costumbres sociales y en un contexto de apertura de mentes (la sociedad de los años treinta, no sólo en España, sino en todo el mundo, era mucho más cerrada que hoy día). Pero muchos comportamientos estipulados entonces como reprobables lo siguen siendo hoy día. La ley de 1933 establecía no sólo la vía penal clásica, sino también la vía de la rehabilitación, para recuperar para la sociedad a los individuos que incurrieran en ese tipo de comportamientos. Se castigaban el proxenetismo, la falsa mendicidad, la explotación de menores o de discapacitados para usarlos como mendigos o el tráfico de estupefacientes; y también se trataba de alejar del vicio a quienes estaban afectados por alcoholismo o toxicomanías. La ley, para ello, había establecido varias medidas no sólo penales (entre ellas, multas), sino también reeducadoras, como establecimientos de reposo y cura de toxicomanías, talleres y granjas-escuelas para aprendizajes de oficios para que los individuos encausados pudieran reconducir su vidas hacia actividades socialmente reconocidas. Sin embargo, estas medidas de reinserción estipuladas en la ley no siempre pudieron implantarse, por lo que en muchas ocasiones hubo que establecerse espacios separados en las propias prisiones para quienes debían cumplir pena en ellas en aplicación de la ley de Vagos. El problema surgió a causa de la discrecionalidad que daba a los jueces para interpretar la ley, en especial en lo referente a castigar el frecuentar los locales en donde fuera conocido se reunieran habitualmente maleantes, y la utilización política que, sobre todo en los años del Bienio Negro (la ley es de agosto de 1933 y en noviembre se realizaron las elecciones que llevaron al Partido Radical y la CEDA al poder) se hizo de la ley. Los militantes de las organizaciones obreras fueron objeto de diversas formas de persecución, iniciada con un nuevo intento insurreccional anarquista tras las elecciones de noviembre; el cierre de locales de organizaciones de izquierda, detenciones masivas y clausura de ayuntamientos republicano-socialistas tras la huelga de campesinos de marzo de 1934 y, finalmente, con la generalización de la represión tras la revolución de octubre de 1934. La ley de Vagos y Maleantes se convirtió en un instrumento penal de represión por razones políticas en lugar de en un mecanismo para corregir conductas hacia labores socialmente productivas y saludables. Por ello, las organizaciones obreras, incluyeron en sus demandas de amnistía para con los represaliados de octubre de 1934 a quienes habían sido encausados de este modo por la ley de Vagos de 1933. Forzaron la inclusión en el programa del Frente Popular un punto en el que se incluyera la liberación de los represaliados injustamente por la Ley de Vagos y Maleantes y para evitar su uso discrecional e intencionadamente político. El nuevo gobierno frentepopulista se puso manos a la obra en el cumplimiento de éste objetivo. Con el fin de la guerra, el uso de la ley del 33 no sólo se hizo sin los mecanismos de reinserción que la ley había previsto (las granjas-escuela, los talleres y las clínicas de reposo no sólo no fueron diseñadas, sino que fueron directamente sustituidas por manicomios y prisiones), sino que su uso como instrumento represivo -como señala el que se dirigiera contra los homosexuales- fue la vía escogida por las nuevas autoridades. Además, se dirigió contra los enemigos políticos del “Nuevo Estado”, dado que buena parte de quienes eran represaliados ya lo habían sido antes por otras leyes como la de Responsabilidades Políticas o la de Represión de la Masonería y el Comunismo que habían perdido sus medios de vida y tenían que ejercer el robo, la mendicidad o incluso la prostitución y ahora se veían doblemente castigados, primero políticamente y ahora socialmente. La ley de Vagos y Maleantes se usaba por otro régimen diferente para una cosa diametralmente opuesta a como la habían concebido los legisladores republicanos: ésa y no otra es la interpretación que puede hacerse de lo que fue la ley de 1933 en la etapa franquista.
20 de noviembre: Una colección de mentiras del franquismo y sus propagandistas (2)
- Fue Hitler, y no Franco, quien mantuvo a España apartada de la Segunda Guerra Mundial. Franco no mantuvo a España alejada del conflicto bélico internacional por voluntad propia, por sagacidad política, por humanitarismo hacia sus compatriotas (lo que resulta un chiste, teniendo en cuenta que, entre otras cosas, él sólo decidió en 1938 prolongar la caída de Cataluña dirigiendo las tropas hacia Valencia, alargando la agonía de la República. La resistencia republicana pudo reconstruirse y durar un año más, y al general le importaba muy poco que en ese año, con la Batalla del Ebro de por medio, murieran unas cuantas decenas de españoles más, soldados de la República y también de su ejército) o porque supiera que Hitler no iba a ganar (en 1940 con Europa dominada por el ejército nazi había que tener una bola de cristal para adivinar el desenlace fatal de la guerra para la Alemania hitleriana). Fue el dictador alemán, por contra, quien rechazó la participación española en la guerra porque el régimen y el ejército franquistas representaban para las potencias del Eje una rémora más que un aliado. En la guerra de España, Hitler ya vio las escasas capacidades militares de Franco (de quien decía que no hubiera llegado a sargento en el imperial ejército prusiano) y de sus fuerzas armadas, que sin la ayuda militar germano-italiana no hubieran podido derrotar al Ejército Popular republicano, para lo que, además, necesitaron tres años. Como, además, Hitler ya tenía que resolver la situación peliaguda de su otro gran aliado en Europa, Mussolini, en Grecia y en el norte de África, donde el ejército heleno y las tropas británicas respectivamente habían expulsado a las fuerzas del Duce, y Franco y su gabinete habían llegado a la reunión de Hendaya con unas reivindicaciones exageradas con respecto a la capacidad militar que podían ofrecer -unas reivindicaciones presentes en el libro“Reivindicaciones de España”, de los entonces jóvenes Fernando María Castiella y José María de Areílza, que se resumían en la soberanía española sobre todo Marruecos, Gibraltar, eventualmente Portugal y la tutela sobre los estados iberoamericanos, todo en consonancia con el ideal imperial falangista-, los alemanes dejaron a la delegación española poco más o menos con un palmo de narices. El protocolo que se firma en Hendaya explicita que la entrada de España en la guerra al lado de las potencias del Eje se realizará “cuando la situación general lo exija, la de España lo permitiera y se diera cumplimiento a las exigencias” del régimen franquista. Es decir, quien tiene la sartén por el mango para decidir la entrada española es Hitler y su aliado Mussolini, que con negarse a cumplir las exigencias españolas o considerar que las circunstancias de la situación bélica no hacen necesario esa entrada de España impedirán cumplir los sueños imperiales del franquismo. Hendaya quiso transformarse en un éxito -“a toro pasado”, naturalmente, cuando la guerra ya estaba camino de ser ganada por los aliados y el germanófilo Serrano Suñer, ministro de Exteriores franquista, quedaba como el malo de la película- cuando no fue más que un fracaso sonado. Mussolini, escribe Vázquez Montalbán, “acabó aconsejando a Hitler que se centrara en la campaña de la URSS y en cubrir la precaria situación de las tropas italianas en toda Europa y le dejara a[Franco] en aquella esquina famélica del mundo, con sus presos y sus hambrientos…”Este parecer mussoliniano es corroborado por un estudioso, Antonio Marquina, que a finales de los setenta mantuvo con Serrano Suñer una polémica sobre el tema en las páginas de el diario El País en la que el ex ministro franquista tuvo que replegar velas (no en vano, fue el propio Serrano el que hizo desaparecer de los archivos ministeriales la documentación relativa a la posibilidad de la participación española en la SGM al lado de las potencias fascistas, cuando comenzaron a soplar vientos de derrota para éstas). Según Marquina, ya antes de Hendaya Hitler y Mussolini habían decidido dejar aparte a Franco y considerar, en el mismo año 1940 -año de la entrevista en la ciudad fronteriza francesa- la no entrada de España en la guerra. A pesar de ello, inasequible al desaliento, Franco quiso de nuevo meter la cabeza en el conflicto en mayo de 1941, “ante el avance aparentemente incontenible de Rommel [el mariscal alemán al mando de las tropas africanas de Hitler, el “Afrika Korps”] hacia el canal de Suez, pues, con su control, él podría ya atacar tranquilamente Gibraltar”(Alberto Reig-Tapia). Pero Hitler y Mussolini, la resistencia británica (también en África) y la entrada de estadounidenses y soviéticos en la guerra en ese mismo año 1941 frustran definitivamente cualquier posibilidad en ese sentido. Así pues, el régimen franquista acaba sacándose de la chistera un recurso bastante rocambolesco, como es el de la “no-beligerancia” y el de la división del conflicto mundial en tres, según sus intereses: la neutralidad en Europa, el apoyo a Alemania en su invasión a la URSS y a EE.UU. en su lucha contra los japoneses. Sin embargo, esta entelequia que significa dividir el conflicto en compartimentos estancos -la lucha en el Pacífico la llevan a cabo también ingleses, que luchan contra Alemania e Italia en Europa, quienes a su vez luchan contra la URSS- no esconde que el régimen de Franco sí estaba siendo beligerante, aunque a escondidas, a favor de las potencias del Eje. El envío del ejército expedicionario de la División Azul al mando del general y posterior presidente del gobierno, Agustín Muñoz Grandes en apoyo de Alemania en la guerra contra la URSS -un fracaso militar rotundo, que llevó a que varios de sus componentes fueran encontrados desperdigados posteriormente por Suecia, Noruega o Suiza-, las ventas de wolframio español para la industria alemana de guerra o el envío de pilotos de submarinos y aeronaves, como denunciaron Segundo Blanco, Vicente Uribe, Tomás Bilbao o Pablo de Azcárate, miembros del gobierno republicano español en el exilio. Lamentablemente, estas pruebas no fueron suficientes para que el régimen franquista, al igual que sus homólogos fascistas europeos -salvo el portugués, y por los mismos motivos- fuera derribado por los aliados tras su victoria. La lógica de la “guerra fría” jugó a favor de Franco.
- El régimen franquista nunca fue un régimen constitucional. Suena a broma, pero algunos jerarcas de la dictadura, incluyendo a un Manuel Fraga que despreciaba a los intelectuales exhibiendo los muchos codos que él había desgastado por el estudio, calificaban así al régimen surgido de la victoria de 1939. El sistema de leyes que los franquistas consideraban como constitucionales -Ley Orgánica del Estado, Fuero de los Españoles, Ley de Sucesión, etc.- y que podían compararse, por tratarse de leyes vinculadas a un todo común, a las Leyes Constitucionales de la III República francesa (1871-1940), no podía ser en ningún caso constitucional como las del caso de Francia. No habían surgido de unas Cortes (no ya unas Cortes Constituyentes, sino ni siquiera Ordinarias) que estuvieran formadas por representantes del pueblo español. Las Cortes franquistas no eran representativas: los procuradores no habían sido elegidos por sufragio popular, no había partidos o tendencias políticas claras más allá de las “familias” que constituían el régimen, no existía debate público sobre el contenido de dichas leyes (por no hablar acerca del respeto mínimo a los derechos y libertades básicas)… Ni siquiera el referéndum popular, cuando hubo un referéndum en el caso de alguna determinada ley -una práctica que se fue extendiendo, para la aprobación de la Carta Magna, con posterioridad a la SGM, lo que explica que las Constituciones de Weimar o de la Segunda República fueran promulgadas sólo con la ratificación por parte de las Cortes Constituyentes, como tras la guerra mundial lo serían también la de la República Italiana (1946) o la Ley Fundamental de la RFA (1949)- podía ser tomado como un ejemplo de limpieza. No sólo por las mismas razones de ausencia de debate, falta de respeto a los derechos y libertades o ausencia de prensa libre, sino porque además la manipulación del escrutinio y la amenaza sobre los electores (una amenaza que, afirman algunos críticos, siguió al menos de forma latente, por los mecanismos usados durante el régimen, a la hora de aprobar la Constitución de 1978: la presencia de antiguos miembros del régimen en el poder a través del partido gobernante y el recuerdo de las antiguas presiones sociales, laborales o económicas para votar la opción conveniente al poder o socialmente aceptada) hacían del referéndum franquista un instrumento de muy poca validez más allá de las fronteras españolas o de la psicología o la ideología del franquismo. Por ello, no es aceptable decir que el franquismo era un régimen constitucional. Más aún cuando, de haber existido esa fantasmagórica “constitución”, la propia dictadura era la primera en saltársela, haciendo caso omiso de sus propias leyes en su propio beneficio.
- Es un lugar común entre los apologistas del régimen, además de una falsedad, que la dictadura franquista no fuera un régimen corrupto, o que bajo el franquismo hubiera menos corrupción que bajo los regímenes democráticos, anterior y posterior a él, existentes en España. El franquismo comenzó su andadura con una gran rapiña, un gigantesco saqueo legalizado bien por las leyes o por la fuerza que da el que los perpetradores pertenezcan al grupo de los vencedores. Miles de personas -que todavía no han recibido devoluciones o compensaciones por ello- fueron privadas de sus bienes, sus empleos y/o sometidas a fuertes multas por haber defendido al gobierno legal de la República, haber desempeñado labores en la administración “roja” o en los gobiernos municipales o provinciales, estar afiliadas a organizaciones políticas absolutamente legales según la Constitución vigente de 1931 o ser simpatizantes de la izquierda o del Frente Popular. Casas, tierras, aperos, muebles, animales de granja o de uncir, medios de subsistencia fueron arramblados a aquellas gentes por el simple hecho de que lo que había sido legal hasta 1939 dejaba de serlo, a través de leyes que sancionaban a posteriori esos hechos, y se convertían en adscritos a la rebelión por parte de los mismos rebeldes. En los trabajos en la función pública, las universidades o las empresas, centenares de individuos sin mérito ni capacidad para ello fueron admitidos en los puestos que aquellos “rojos” habían dejado vacantes por razones tan poco coherentes como haber hecho más méritos en la “defensa de la causa nacional”, o haber estado más cerca de quienes podían “enchufarles” en esos puestos. Los años de la posguerra fueron los del famoso “estraperlo” -nombre con el que se conoció el escándalo de tráfico de influencias por el que dos avispados holandeses, Strauss y Perl, recibieron autorización por parte del gobierno radical-cedista de Lerroux para montar una ruleta trucada de su invención en el casino de Palma de Mallorca, y que, si en aquellos tiempos (junto con el del “expediente Nombela”) le costó el puesto de primer ministro a Lerroux, no deja de ser el robo de una gallina comparado con lo que vendría posteriormente-, el nombre que recibía el mercado negro de los productos racionados. Pero quienes realmente más practicaban el estraperlismo eran miembros del propio régimen franquista y sus amigos industriales y empresarios, a gran escala, haciéndose ricos de la noche a la mañana, jugando con las licencias de importación de una economía autárquica por la gracia del Caudillo y sus genios económicos, que creían en su sabiduría económica de baratillo que España era autosuficiente, y permitiéndose el lujo de ostentar vehículos que la sabiduría popular bautizó como “haigas”, en referencia al escaso nivel cultural de sus propietarios. “La raíz rota”, novela de Arturo Barea, tiene pasajes memorables describiendo la raíz de la fortuna de estos millonarios y sus conexiones en el interior del “Nuevo Estado”. Era, asimismo, la época en que los empresarios privados también podían contratar y abusar de los presos inscritos en el programa de Redención de Penas por el Trabajo, un buen sistema por el que los prisioneros de guerra -que el italiano y fascista conde Ciano, cuñado del Duce, llegó a afirmar que eran tratados literalmente de esclavos de guerra- eran el eslabón más débil de una cadena que permitía al sistema y los contratistas sacar un buen beneficio -un salario más bajo que el de los trabajadores libres y que, además, no llegaba jamás íntegro a sus destinatarios (se les descontaba la manutención, tenían que pagarse ropas y mantas…)-. Nadie se atreve hoy a denunciar no ya a los jerarcas que fabricaron ese sistema, sino a empresas como Hermanos Banús (los de la constructora del famoso puerto marbellí) o la minero-metalúrgica Duro Felguera, que hicieron de la mano de obra esclava republicana un medio para salir adelante de su crisis posbélica. Viendo que el abuso rentaba, la apertura económica que hubo de realizarse a partir de 1959 con el Plan de Estabilización y el fin del aislamiento internacional, que iniciaron la etapa del “desarrollismo”, no es de extrañar que el “boom” inmobiliario e industrial vivido por España en esas décadas hiciera también aumentar, y diversificar, las posibilidades de corrupción. Matesa, el caso más conocido, fue destapado no porque al régimen le interesara demasiado penarla, sino porque se trataba de una revancha política entre familias del propio régimen (tecnócratas del Opus frente a falangistas) que Franco autorizó se realizara como escarmiento a los tecnócratas. Pero también estuvieron presentes Calzados Segarra, Manufacturas Metálicas Madrileñas, Reace, las estafas inmobiliarias, la malversación de fondos del Instituto Nacional de Industria, la especulación con terrenos costeros y de los fracasados “polos de desarrollo”, la evasión fiscal, el tráfico de influencias… El quid de la cuestión no es que bajo el franquismo no hubiera corrupción, ¡es que no había prensa libre que informara de ello, con la censura vigente y las amenazas a los periodistas que se atrevieran a hacerlo! Y los efectos de aquella época llegan hasta hoy, cuando la garantía de la impunidad y el modo de hacer (mal) las cosas de aquellos años parecen seguir vigentes en clases sociales y herederos políticos e ideológicos que siguen pensando -y por desgracia, parecen acertar- que el “¡Usted no sabe con quién está hablando!” es suficiente aval para las prácticas ilegales. Un antiguo y, como él mismo se define, engañado combatiente de los franquistas, el editor Francisco Mateu, se refirió a las cacerías y los antepalcos donde estaba presente el dictador y su camarillo como auténticos centros donde comprar y vender favores. Así se refiere a los primeros tiempos de la andadura del régimen, cuando las cuotas y las licencias de importación eran una “pecata minuta” de corrupción en cuanto al volumen que podría alcanzar en una economía más dinámica: “En realidad los negocios sucios eran completamente legales y ahí está la más trágica de las corrupciones franquistas: a que estaba y está en las fuentes y que toda ilegalidad de la misma ha sido legal […] Toda la martingala de los cupos, de los premios, de los permisos especiales de importación, de las desgravaciones, de las condecoraciones han sido fuentes de corrupción, para obligar a vestir la librea del régimen […] En la cúspide de todas las actividades de la nación -al estilo de los sindicatos verticales- ya sea en el campo, las industrias, el comercio, la navegación, los servicios, la prensa…, hay un grupo oligárquico que controla todas las actuaciones y dicta despóticamente la ley. El pan. La leche. El pescado. El aceite. La almendra o la avellana. La fruta. El vino. Los medicamentos… Todo periódicamente produce algún escándalo, pero ¿qué importa?, ¿quién le pone el cascabel al gato?” Manuel Vázquez Montalbán nos ha dejado este fragmento de esas prácticas en su diálogo particular con el general, “Autobiografía del general Franco”, unas prácticas que llegaban hasta la propia familia de un supuestamente austero Franco, lo que no le impidió apropiarse mediante coacciones del Pazo de Meirás o que su mujer, Carmen Polo, fuera conocida como “la Collares” por su afición a la joyería: “Martínez Fuset, el gran depurador, en uno de sus viajes a la corte desde su riquísimo retiro en las Canarias, se mostró escandalizado ante su primo [Francisco Franco Salgado-Araújo, secretario del dictador] por la cantidad de corrupción reinante que llegaba a la práctica sistemática del contrabando por parte de cargos oficiales y que se lo había contado a usted, a su caudillo, al centinela que nunca duerme y recibe todos los malos telegramas y que usted no le había hecho ni caso […] ¿A dónde se iba el dinero de la corrupción? A Suiza a partir de la consolidación del neocapitalismo europeo y la tranquilidad que aportaba como dique ante los avances del comunismo. Pero en los años cuarenta y cincuenta, cuando Europa parecía un frágil territorio devastado frente al bolchevismo, el dinero español se iba a Cuba, bajo la protección de Batista y la mafia norteamericana, o a Santo Domingo, donde el benefactor Trujillo parecía disponer de un crédito político sin límites a cargo de los americanos. En las empresas del INI, dirigido por su compañero de infancia y padre de la economía autárquica Juan Antonio Suanzes, los consejos de administración llenaban de sobresueldos los bolsillos más leales del movimiento y la especulación del suelo mediante recalificaciones de terrenos condicionados por el turismo pobló de millonarios exfalangistas exauténticos, nostálgicos de la “revolución pendiente” nacional sindicalista, todas las costas del litoral español, en uno de los esfuerzos más miserables y mezquinos de destrucción de un paisaje”. Como suele decirse, de aquellos polvos vinieron estos lodos.
- El desarrollo económico español no le debe nada al franquismo: es cierto que bajo el franquismo se produjo desarrollo económico, pero no fue el régimen el que lo propició, sino más bien el que lo retardó al provocar la guerra y al someter al país al desastre de sus políticas económicas. El desarrollo fue algo inevitable en medio de una corriente de bonanza económica general en la que el franquismo hubo de participar si no quería hundirse en la bancarrota y en convulsiones internas. Si queremos establecer todavía mayor contraste entre las políticas económicas de la democracia precedente y la de la dictadura, partamos de los tiempos previos a la guerra, los años de la Segunda República. Entonces, habían llegado a España -una economía eminentemente agraria que disfrutaba, por ese retraso relativo, de su relativo aislamiento frente a las crisis capitalistas- los efectos del “crack” bursátil de 1929 y la Gran Depresión. Los años del primer bienio republicano fueron muy difíciles en ese sentido, ya que la relativa prosperidad vivida con Primo de Rivera, que permitió una política muy expansiva del gasto público (especialmente en obras públicas y la fundación de empresas de propiedad estatal como CAMPSA), había finalizado en el momento en que se proclamaba el nuevo régimen republicano. En paralelo, el flujo migratorio se invirtió y muchos españoles que habían marchado a trabajar a las economías desarrolladas de Europa regresaron cuando el cierre de fábricas hizo prescindible mucha mano de obra, nacional y foránea. Para los ministros de Hacienda y Economía de la nueva República, miembros de un gabinete que había asumido el pago de las deudas contraídas por los últimos gobiernos monárquicos y de Primo de Rivera, y que estaba además comprometido con un programa modernizador y de amplio contenido social, no resultaba fácil cuadrar las cuentas y se encontraban, además, sometidos todavía a una ortodoxia doctrinal en la materia -las políticas keynesianas, por ejemplo, no comenzaron a desarrollarse en EE.UU. hasta el inicio del segundo mandato del demócrata Franklin Roosevelt, cuando proclamó el New Deal en 1936, y las políticas intervencionistas y nacionalizadotas eran observadas con lupa, pues los únicos países que entonces las seguían eran la URSS de Stalin y los fuertemente nacionalistas regímenes fascistas de Mussolini, primero, o Hitler, más adelante-. En consecuencia, como escribe Francisco Comín en su artículo “La Gran Depresión y la II República”, el socialista Indalecio Prieto (quien al poco asumió la cartera de Obras Públicas) y los republicanos Jaume Carner y Agustín Viñuales, aplicaron políticas de corte socialdemócrata -que, aún así, fueron muy discutidas por la derecha- centradas en la inversión pública (escuelas, hospitales y centros de salud, carreteras, embalses y obras de regadío, urbanismo…), implantaron una reforma tributaria que incluyó, por primera vez en la historia de España, un impuesto sobre la renta y desarrollaron políticas redistributivas. El objetivo de estas políticas fue el de aliviar el problema del desempleo, modernizar la estructura productiva y la integración del territorio y conseguir la redistribución de la renta. Al mismo tiempo, aunque el déficit era en 1934 de una cantidad irrisoria en comparación con las cifras que se manejan actualmente (1,6% del PIB)-las circunstancias son, asimismo, distintas-, el ministro conservador Chapaprieta intentó introducir, para reducirlo, una reforma fiscal en el presupuesto de 1935 que no fue aceptada por la CEDA pues suponía aumentar la contribución de las grandes rentas. El resultado de estas políticas moderadamente expansivas de los gobiernos republicanos, así como a su política social fue, según Gabriel Jackson, el siguiente: “Durante los años que van de 1931 a 1935, los salarios aumentaron en general mientras que el costo de la vida permanecía estable […] Las industrias eléctricas, el comercio de pescado y las industrias de la alimentación se expandieron. Hubo un alto nivel continuo de actividad en el ramo de la construcción, debido en primer lugar a la construcción de escuelas y los trabajos de obras públicas, y luego a un boom en la edificación de viviendas […] Los ingresos del estado aumentaron con los nuevos impuestos industriales y sobre los bienes raíces, así como con el aumento de los del alcohol, la gasolina y el tabaco.” Juan Negrín no sólo destacó como médico -era doble doctor en medicina y fisiología- sino que poseía grandes conocimientos en materia económica, lo que le valió ser nombrado por Largo Caballero ministro de Hacienda y Economía.Al final de la guerra española, había muerto Jaume Carner (en 1934, tras una larga enfermedad) y partieron hacia el exilio Agustín Viñuales, Francisco Méndez Aspe y el propio doctor Juan Negrín, que antes de ser presidente del gobierno y compatibilizándola con éste se hizo cargo de la cartera de Hacienda, demostrando grandes conocimientos. La economía española del primer franquismo quedó en manos de gente que no llegó a la altura de los anteriores. De ahí datos tan catastróficos como los que siguen: la producción industrial española era en 1949 (diez años después de la guerra) similar al de 1935, la renta per cápita en 1950 era un 17% inferior a la de 1930, y las cartillas de racionamiento estuvieron vigentes hasta bien entrados los cincuenta, mucho más tiempo que en Gran Bretaña o Francia, cuando la guerra española había terminado antes y durado menos tiempo que la SGM. El franquismo buscó excusas para su fracaso en la destrucción causada por la guerra en España o el saqueo del oro por parte de los republicanos enviado a Moscú. Pero son excusas de mal pagador. La mayor parte de los países europeos envueltos en el conflicto mundial se recuperaron, pese a haber acabado más tarde de una contienda mucho más destructiva -también en lo que respecta a su capacidad industrial- mucho antes que la España franquista. En 1950 su producción industrial era un 20% superior a la de 1938. Tampoco la excusa de la ayuda del Plan Marshall sirve de mucho consuelo: países como Alemania Federal o Italia, receptores de un porcentaje de ayuda menor que Gran Bretaña entre 1948 y 1952, alcanzaron tasas de crecimiento más elevadas que los británicos (9,1 y 6,3 por ciento frente a un 2,9, con la mitad de ayuda recibida). Además, eso no explica que el régimen hubiera perdido los seis años de guerra y de “no-beligerancia” para emprender una recuperación del mismo modo que la monarquía alfonsina aprovechó su neutralidad en la PGM para crecer a través del “boom” de las exportaciones. En segundo lugar, la excusa del oro es una estupidez: todos los gobiernos europeos llevaron a cabo movilizaciones similares a lugares seguros de sus reservas de oro y divisas, como la realizada por el gobierno de la República, durante la SGM para evitar que cayera en manos enemigas y al mismo tiempo poder movilizar esos recursos mejor para su uso de cara a las necesidades bélicas. Lo hicieron franceses y británicos enviándolo a Ultramar o a Estados Unidos, y lo hizo la República enviándolo a Moscú porque -aunque parezca contradictorio para una economía socialista- la URSS contaba con una buena red bancaria propia en Occidente y porque, temiendo que a los recursos financieros le sucediera lo mismo que a los bélicos sujetos a la No-Intervención, era más seguro enviarlos a Rusia que a Londres o a París (donde fueron unas primeras remesas, por cierto). Las reservas españolas en oro eran grandes, efectivamente, pero en las cámaras acorazadas del Banco de España no había minas como las de América Latina o África. Si el del oro hubiera sido un problema económico español, lo tendría que haber sido también para Francia, Gran Bretaña o Alemania. Y no tenía que haberlo sido para la URSS, que teniendo el oro español, ¿para qué preocuparse de la reconstrucción de las fábricas de Stalingrado o los yacimientos petrolíferos del Caucaso, la hambruna de Ucrania o los veinte millones de pérdidas humanas que sufrió? Lo que se trata de ocultar con tan peregrinos argumentos es que Franco y Suanzes, su cerebro económico y jefe del Instituto Nacional de Industria, estaban tan desesperados por conseguir hacer de España un imperio económico -ya que no podía ser territorial- autosuficiente a través de la autarquía que los pasillos ministeriales fueron pasto de la corrupción, el tráfico de influencias y los engaños más burdos, bien fueran ajenos -como el de ese estafador profesional austriaco que convenció a Franco de poder desarrollar una gasolina sintética a base de la mezcla de agua y hierbas mágicas, y que aún así consiguió recibir una buena cantidad de dinero antes de que el general se diera cuenta y el estafador acabara con sus huesos en la cárcel- o bien autoinducidos, como los del discurso de Nochevieja de 1939 del Caudillo que anunciaba que España tenía en su suelo oro y pizarras bituminosas de las que se podía sacar petróleo en cantidades tales que convertirían a nuestro país en una nueva Jauja. Nada de eso se cumplió, y en 1959, tuvo que ponerse en marcha el Plan de Estabilización, con supervisión de funcionarios del FMI y el Banco Mundial -con lo que España abandonaba la autarquía y pasaba a integrarse en el sistema capitalista de Bretton Woods-, para evitar que la gravedad de la situación económica y el malestar social acabara, veinte años después, con los “logros” de la Victoria. Pero el desarrollo español no pudo hacerse sin un gran coste humano. El Plan de Estabilización, que abría las puertas de la economía española -a cambio, además, de una cierta apertura política, que había sido uno de los factores por los que Franco y su delfín Carrero Blanco se habían opuesto hasta que no les quedó más remedio- causó el éxodo masivo de millones de españoles, desde el campo a la ciudad (enterrada con la República cualquier esperanza de reforma agraria y de desarrollo rural autóctono, gestionado por los campesinos a través de cooperativas) o a los países industrializados de Europa Occidental o incluso a los más desarrollados de América Latina. Los nuevos habitantes de las ciudades, acogidos de forma rápida en los cinturones industriales, los barrios periféricos y municipios limítrofes que se convirtieron en ciudades dormitorio con prontitud, lo fueron en condiciones de insalubridad, sin planificación urbana adecuada y convirtiéndose en presas fáciles de la especulación urbanística, la enfermedad y la marginación. Por si fuera poco, los Planes de Desarrollo que se implementaron con posterioridad generaron una contradicción: no desarrollaron nada, sino que entorpecieron la apertura económica y el “boom” industrializador que se había iniciado en 1959: el profesor Fuentes Quintana se refiere a ello estableciendo que el desarrollo fue posible gracias a un Plan de Estabilización, mientras que el estancamiento se produjo, paradójicamente, gracias a los Planes de Desarrrollo. La inercia en la que se había entrado -inversiones extranjeras, remesas de emigrantes, divisas del turismo- posibilitaron por fortuna el que los efectos fallidos de los planes no fueran fatales. “Desde el inicio de la planificación en España se ofreció por parte de los responsables de la misma una visión irreal de lo que se podía esperar de la planificación indicativa; se formó una especie de aureola casi mística alrededor de los planes, que convertía esta técnica en la solución a todos los problemas que padecía la economía española […] Si aceptamos que desarrollo no significa sólo crecimiento, sino crecimiento más transformaciones estructurales, se puede afirmar que los planes de desarrollo no aportaron ninguna modificación básica de estructuras ni ningún cambio institucional” (Fabián Estapé y Mercè Amado). Más duro aún es Francisco Mateu, que exhibe un tono de crítica sin piedad a una política económica en la que las cifras -útiles para lucirlas en las campañas propagandísticas- se supeditaron a otras consideraciones de interés para el público y el país. Las consecuencias para el largo plazo se acabarían viviendo décadas después, posiblemente porque la política de los nuevos gobiernos democráticos estuvo basada en muchas de aquellas directrices seguidas durante el franquismo: “Nuestras industrias están en manos del capital extranjero. Todos nuestros coches fabricados en España son concesiones de marcas extranjeras. Los medicamentos, los electrodomésticos, la maquinaria, la mayor parte de las cosas que se fabrican en España pagan derechos de concesión al extranjero. Ellos ponen la idea, a veces hasta el dinero, y nosotros la mano de obra barata y sin complicaciones. Nadie paga más royalties que nosotros. Y cuanto más petróleo se encuentra en nuestra tierra o en nuestros mares más cara pagamos la gasolina, porque tampoco las explotaciones petrolíferas son españolas. Cuando Willy Brandt fue a pasar las vacaciones a Canarias pudo pasearse por las islas sin salirse de territorio alemán. Y los «tours operators» europeos son los que rigen los destinos de nuestro turismo. Un día pagaremos con inflaciones desbordadas y devoluciones humillantes, este alegre enriquecimiento de los bancos y las multinacionales.” Quizá ese día ha llegado ya y nos ha explotado en la cara.
- El franquismo se publicitó a sí mismo como un régimen hacedor de obras públicas, al estilo de los regímenes fascistas de su entorno (el salazarismo portugués, la Italia de Mussolini o la Alemania nazi) y como si hubiera sido el responsable de los pantanos, las carreteras o las centrales hidroeléctricas. Nada más lejos: bajo el franquismo, la política de obras públicas sufrió un retroceso respecto a la de la República o la de Primo de Rivera, copiando -y mal- los proyectos desarrollados en los años veinte y treinta. La política de Primo de Rivera, seguidor de los planes de Obras Públicas que tanto éxito de popularidad estaban reportando a Benito Mussolini, recién llegado al poder en Italia, supuso una merma para el tesoro público de la cual tuvo que hacerse cargo el régimen republicano posterior, pero al menos significaron el inicio de una época de modernización de las infraestructuras españolas: el Plan de Firmes Especiales fue la base de las carreteras nacionales modernas, entre ellas las radiales (de la N-I a la N-VI); se construyeron muchas nuevas líneas ferroviarias y se realizaron también obras de embalses y presas hidroeléctricas que posteriormente fueron continuadas por el gobierno republicano. Además, al finalizar la dictadura, se elaboró el proyecto -aunque quedó estancado- de la Ciudad Universitaria de Madrid, como también quedó en el olvido el proyecto ganador del concurso para la ampliación de Madrid por el norte, el Plan Zuazo-Hansen, que la República rescataría y daría pie a la ampliación de la Castellana.El ministro de Obras Públicas del primer bienio republicano, el socialista Indalecio Prieto, tuvo a bien contar con dos expertos de la anterior etapa de gobierno. Uno, el ya mencionado Secundino Zuazo, con quien, en colaboración con el ayuntamiento de Madrid, desarrolló el plan de ampliación de la capital, los enlaces ferroviarios, el “túnel de la risa” subterráneo entre Atocha y Nuevos Ministerios y el proyecto arquitectónico de los nuevos departamentos ministeriales, que hoy se ubican entre la Plaza de San Juan de la Cruz y la calle Raimundo Fernández Villaverde, en la Castellana. Incluso, entre los muchos debates y proyectos en torno a la capital -que tuvieron lugar en toda España, especialmente en Cataluña, donde la Generalitat autónoma impulsó institucionalmente a los entusiastas y creativos arquitectos vernáculos del grupo GATEPAC: Josep Lluís Sert, Sixte Yllescas, Fernando García Mercadal…- figuraba la construcción de no uno, sino dos cinturones viarios de circunvalación de la ciudad. El primero -el que correspondería a la actual M-30- se ubicaba más o menos en los terrenos donde hoy está la M-40, lo que hubiera evitado, cuando en los 1970 el ayuntamiento franquista decidió poner en marcha la primera autopista de circunvalación capitalina, muchos problemas y disgustos a los vecinos de zonas ya entonces densamente pobladas. No será el único caso en que el franquismo copió, y mal, proyectos de esa nefanda República.El segundo de los colaboradores de Obras Públicas primorriveristas reclutado por Prieto fue Manuel Lorenzo-Pardo, un ingeniero cántabro que había participado en el planeamiento de las obras hidráulicas de la etapa de Primo. De él surgieron, entre otros trabajos y proyectos de aquella época, las obras del río Cíjara, en la Confederación Hidrográfica del Guadiana, entre Badajoz, Cáceres y Ciudad Real y cuyas obras estaban desarrollándose hasta el estallido mismo de la sublevación militar de 1936. Tras la guerra, el “Nuevo Estado” franquista se las apropió como suyas bajo un nuevo nombre, el Plan Badajoz. Otra de las cosas que fue obra de Lorenzo-Pardo en su etapa de colaboración en el ministerio de Prieto fue el primer plan hidrológico nacional con todas las letras de la historia de España, el Plan Nacional de Obras Hidráulicas de 1933. Un plan que, en su presentación a las Cortes, fue elogiado incluso por rivales políticos de los republicanos y socialistas como José María Gil Robles. Este plan, que fue nuevamente copiado malamente por los franquistas con posterioridad, recogía estudios concienzudos sobre recursos hídricos, necesidades presentes y futuras, integración y planeamiento del territorio, alternativas a las obras tradicionales… Este punto es esencial, porque los franquistas, en una de las pocas veces en que hicieron referencia a la etapa republicana -para defenderse, en este caso, de una mala obra suya- argumentaron, respecto al trasvase Tajo-Segura, que levantó ampollas ya en su día en la entonces Castilla-La Nueva y Extremadura, que el trasvase ya aparecía en el Plan de 1933. En realidad, como explicó Manuel Díaz-Marta (ingeniero y ayudante de Lorenzo-Pardo en las obras del Cíjara), en el Plan de 1933 el trasvase se enumeraba como una posibilidad y no como la única alternativa posible, y que a la hora de hacerlo en los años sesenta las autoridades no vieron más allá que la posibilidad de hacer una obra faraónica con la que pasar a la historia (una suerte de “Valle de los Caídos” en el terreno de la hidrología). Para más inri, según las cifras que nos proporciona el propio Díaz-Marta, la capacidad de los embalses españoles en los primeros años del franquismo (1940-1952) no sólo crece a mucho menor ritmo (3,7%) que en los años de la República (entre 1931 y 1935, lo hizo a un extraordinario 23,8%, gracias al empeño del Ministerio de Obras Públicas en la construcción, y no en la propaganda que luego haría la dictadura de sí misma, de fomentar el desarrollo de las tierras agrícolas a través de canales y obras de riego y la capacidad industrial mediante la construcción de presas y centrales hidroeléctricas), sino que también lo hizo a menor ritmo que en los años de la dictadura de Primo (1923-1930), en que creció a un nada despreciable 6,1%. Lo que se hizo después en la materia, por muchas inauguraciones televisadas en el NO-DO con “Paco Rana” saltando de pantano en pantano, no pueden compensar el retraso fatal que significó aquella distancia entre la propaganda y la realidad, y entre un régimen y otro, en la materia de producción de energía y de adecuación de terrenos yermos para su cultivo.Pero el caso de los pantanos, la gran campaña publicitaria del régimen, no es el único en que el retraso o la mala praxis tendrían efectos muy negativos. El turismo, que era casi marginal o muy incipiente, y más el caso del turismo de los propios ciudadanos del país (hasta la llegada de Largo Caballero al ministerio de Trabajo, no se establecieron por primera vez por ley las vacaciones pagadas), sufriría un serio revés cuando dos proyectos muy importantes, impulsados por instituciones republicanas, quedaron marginados y fueron reemplazados a la larga por la especulación con el suelo, la destrucción del paisaje y la degradación del litoral. El primero, desarrollado por arquitectos del grupo regional catalán del GATEPAC y apoyado por la Generalitat, es la Ciutat del Repòs (la Ciudad del Descanso) en la zona de Gavà-Casteldefells (Barcelona), un proyecto de pequeñas casas de veraneo y descanso dominical ubicadas en estas dos poblaciones cercanas a la capital catalana, con especial atención a los veraneantes de las clases trabajadoras. El segundo, más ambicioso, fue un proyecto conjunto del alcalde republicano Lorenzo Carbonell y el ministro Prieto para hacer en Alicante una ciudad de vacaciones que no fuera coto exclusivo de gente pudiente, sino donde también pudieran disfrutar del mar y el descanso los obreros. Era el proyecto de la Playa de San Juan. En la ciudad hay quien se lamenta de que aquel lejano proyecto haya quedado en el olvido y enterrado entre tanto hormigón y asfalto llegado en los “desarrollistas” años sesenta.
En los años de la República también se le prestó atención, aunque de forma distinta a como se había desarrollado en la época de Primo, a los ferrocarriles. Prieto dejó de lado la expansión de las líneas y se preocupó de desarrollar obras de electrificación, túneles y construcción de estaciones que, como la de Nuevos Ministerios en Madrid y Plaça Catalunya en Barcelona, resolvieran el problema del tráfico ferroviario en el interior de las ciudades. Asimismo, se realizaron obras de construcción de nuevas carreteras que complementaran el Plan de Firmes Especiales primorriverista -entre ellas, son de destacar la carretera de Castilla (Madrid-Ávila) o la de Granada a Sierra Nevada-. Fueron años también de construcción de escuelas, hospitales, mercados de abastos… Algunos de aquellos restos de arquitectura civil fueron objeto de bombardeos y combates, y reconstruidos con un espíritu arquitectónico diferente al que tenían, con un (mal) gusto monumental que reflejaran la grandeza de la nueva España vencedora. La Ciudad Universitaria madrileña (cuya Junta de Construcción estaba dirigida por un famoso, pero no tanto como sería luego, científico y médico canario llamado Juan Negrín) estaba casi acabada cuando en 1936 se convirtió en frente de guerra, así como el Hospital Clínico adjunto, y a pocos kilómetros los obreros se afanaban en los Nuevos Ministerios, obras que formaban parte de lo que Azaña definía como la conversión de Madrid en una capital digna para la República.
Quizá el problema de que muchas de las obras públicas republicanas hayan pasado al olvido, o hayan sido apropiadas por los vencedores de la guerra como propias, fue que los republicanos no anunciaron a bombo y platillo sus logros en esta y otras materias como hicieron posteriormente los franquistas en prensa, radio o cine (y, a partir de los cincuenta, en TV) o los gobiernos de hoy hacen para ganar votos de cara a los comicios. Los especialistas curiosos en la materia han tenido que ocupar, retroactivamente, el papel que hoy tienen para los partidos las agencias publicitarias.
15. España no debe a Franco la sanidad pública porque ésta no fue una creación franquista: ya en la etapa republicana se estaban dando los primeros pasos para crear un sistema sanitario público. Fue la Segunda República la que instauró por primera vez el Ministerio de Sanidad y Asistencia Social -en la guerra civil, se dividió en dos y posteriormente Asistencia Social se unió al de Trabajo y el de Sanidad se reagrupó con el de Instrucción Pública, periodo en que estuvieron al frente, además, ministros de la CNT (Federica Montseny y Segundo Blanco)-. Ya antes, el doctor Marcelino Pascua (médico epidemiólogo vallisoletano y posterior embajador de la República en Moscú y París) como Director General de Sanidad llevó a cabo una intensa labor en muy diversos ámbitos (técnicos, administrativos, de formación, legislativos) con objeto de mejorar la calidad asistencial, dar más medios y formación a los profesionales, llevar la asistencia, la higiene y la prevención al medio rural y al trabajo y aumentar la calidad de la asistencia médica en el caso de enfermedades como la tuberculosis (planeando y construyendo nuevos sanatorios antituberculosos) o las enfermedades mentales (renovando los establecimientos y llevando a cabo una reforma de la legislación para profesionalizar el personal y dignificar el trato a los pacientes). El presupuesto de su departamento aumentó considerablemente durante el primer bienio, se fueron creando dispensarios móviles, servicios de higiene infantil y también sanatorios de lucha antivenérea, y en 1934 se promulgó la Ley de Coordinación Sanitaria, y durante la guerra el Frente Popular elaborará un documento especificando que “al pasar a ser función del Estado la misión de velar por el mantenimiento de la Salud Pública, y la asistencia de enfermedades de cualquier naturaleza, ya no se trata de que cada ciudadano tenga sólo una protección contra aquellos cuyo estado de enfermedad pueda constituir un peligro para la sociedad, sino que el Estado cuidará de que cada hombre o mujer del pueblo permanezcan sanos y sean debidamente tratados si caen enfermos.” En ese camino a la universalización, se están realizando, además, los primeros estudios y debates- desde fechas anteriores a la guerra- sobre la coordinación entre la sanidad nacional y el sistema de seguros, implementados en España desde la época de la Restauración, y universalizados y unificados por el Instituto Nacional de Previsión (actual INSS) republicano. El esfuerzo realizado durante la guerra, en unas condiciones cada vez más difíciles, por las autoridades republicanas, es enorme: no sólo se instituye la primera legislación sobre el aborto en España (primero, a finales de 1936, la Generalitat catalana, y posteriormente, ya en 1937, la Ley de Interrupción Artificial del Embarazo de Federica Montseny), sino que se instituye la vacunación obligatoria contra malaria, difteria y tifus en 1937; en ese año hay sólo en zona republicana tantas plazas de atención infantil como en toda España antes del conflicto y existen mil camas más para enfermos de tuberculosis. Para ello resultó fundamental la ayuda de los Comités Internacionales, pero es significativo que la ayuda no sólo fuera destinada al frente, sino que (como un todo orgánico) también en la retaguardia sirviera para que la sanidad republicana emprendiera un camino novedoso y prometedor. Como escribe el especialista doctor Huertas, “el gobierno republicano intentó poner en marcha unos servicios sanitarios que, al menos en su concepción teórica, llegaron a un nivel de concreción y desarrollo suficiente como para propiciar la incorporación de elementos -como la promoción de la salud, la gratuidad y la universalización- que sugieren una posible formulación de Servicio Nacional de Salud [… ] Es de notar que esta concepción -integral y universalizada- de la Sanidad Pública tan solo se había implantado, hasta el momento, en la Unión Soviética, con un Servicio Nacional de Salud desde 1919. Cierto es que en España no se produjeron más que modestas y confusas propuestas que no pasaron del plano teórico; cierto es que, incluso a ese nivel, se está muy lejos aún de planteamientos próximos a un Servicio Nacional de Salud, y que conceptos como el de la universalización de la cobertura eran impensables para nuestros teóricos de la Sanidad Pública de los años treinta, es preciso valorar el empeño de hacer “público”, con todas sus consecuencias, un ejercicio profesional que hasta entonces se había desarrollado exclusivamente desde principios liberales.” El franquismo no hizo sino retrasar -como en muchas otras cosas- la llegada a España de una sanidad universal cuyos primeros y notables pasos se estaban dando en los años de esa “malhadada” República.
- Relacionado con lo anterior, es falso asimismo que el franquismo “inventara” la Seguridad Social en lo referente a los seguros del trabajo. Cualquiera puede echar un vistazo a un interesante libro del ya fallecido historiador Julio Aróstegui, “La República de los trabajadores. La Segunda República y el mundo del trabajo”, donde se repasa la labor del Ministerio de Trabajo y Previsión Social desde que se hizo cargo de él Francisco Largo Caballero, así como el Instituto Nacional de Previsión (a cuyo frente estaba también otro sindicalista de la UGT, Antonio Fabra Rivas, que luego fue nombrado embajador de la República en Suiza durante la guerra). La República fue una extraordinaria continuadora de una labor que había comenzado en España en los tiempos de la Restauración, cuando el general Marvá, a comienzos del siglo XX, implantó el primer seguro laboral en el país. Lo que hizo el ministerio de Trabajo republicano fue una labor de modernización del sistema a través de la unificación del sistema de seguros sociales -enfermedad, accidente, retiro obrero (jubilación), invalidez- y su extensión a trabajadores que hasta entonces no se encontraban cubiertos por los mismos, como los campesinos o los trabajadores del servicio doméstico (de hecho, resulta curioso que una de las justificaciones que encontrara el falangista y primer ministro de Educación franquista para el alzamiento militar de julio de 1936 fuera que la República “protegiera al trabajador agrícola tanto como al de la industria”, así como que “se obligara a los hospitales a depender directamente del Estado”, por lo que él sólo derriba las buenas intenciones de la dictadura franquista para la creación de la Seguridad Social y la sanidad pública). La República siguió las recomendaciones de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en la materia e incluso se adelantó a algunas de ellas, como en la instauración del seguro de maternidad, algo que ha sido calificado muy positivamente y en términos muy elogiosos por historiadores del extranjero como Mary Nash. Y, además, adelantándose en muchos años a la posterior instauración por parte del franquismo del seguro de desempleo, el Ministerio de Trabajo caballerista instauró un primer sistema de subsidios contra el desempleo, la Caja Nacional contra el Paro Forzoso, -se introdujo esa opción debido a que las limitaciones presupuestarias impedían, como afirmaba Azaña en su obra “Los españoles en guerra”, la instauración de un seguro general- siguiendo el llamado “modelo de Gante”, por ser esta ciudad belga la primera en que se aplicó. El sistema, aunque tuvo efectos bastante limitados, era una novedad en aquellos momentos (hay que tener en cuenta que sólo Gran Bretaña había instaurado por aquella época un seguro de desempleo) y se basaba en la participación tripartita de organizaciones patronales, sindicales y el propio Estado para dar cobertura de desempleo a aquellos parados que se hubieran adscrito a alguna de las entidades gestoras participantes de la Caja Nacional. No hay, pues, ninguna novedad en lo hecho por el franquismo, sino un retardamiento (un reproche que no por típico es menos cierto sobre lo que significó el régimen para España) en la vuelta a aplicar medidas que ya entonces estaban en marcha.
- Hasta en la hora de la muerte se miente: Franco no falleció el 20 de noviembre, sino el 19. Bien es cierto que poco importa un día más o menos para los que tuvieron que soportar, desde su primero hasta su último día, las arbitrariedades de la dictadura. Pero para la historia de un régimen en la que su relato se unió intrínsecamente a la mística y la leyenda (la guerra como una “Cruzada”, las atrocidades cometidas por los “rojos” contra los “mártires”, los “héroes” del Alcázar de Toledo”…) que el Caudillo de España (“por la Gracia de Dios”, como rezaba en el lema de las monedas acuñadas en la época) falleciera el 20 de noviembre, el mismo día que tuvo lugar en 1936 el fusilamiento del líder de Falange José Antonio Primo de Rivera, es una señal de la misma Providencia, la unión del destino de dos personajes esenciales en la Historia de España hasta en la hora de la muerte -y así lo hacen todavía hoy, enterrados ambos uno al lado del otro en el mausoleo franquista del Valle de los Caídos-. La perfidia con la que Franco levantó su liderazgo en la zona “nacional”, aprovechando el fallecimiento de José Antonio para sus propios planes políticos -en ése y en los casos de las muertes en accidente aéreo de José Sanjurjo y Emilio Mola sí que puede verse una “mano de la Providencia”, o una suerte brutal para el Generalísimo– y sometió a su jefatura y control la nueva -tras la unificación- Falange Española Tradicionalista (FET) y de las JONS, tenía un buen remate con aquel epílogo de hacer del 20-N una doble fecha para la nostalgia. Pero el 20 de noviembre de 1975 Franco ya estaba muerto. La agonía del dictador en La Paz (agonía proporcionada en gran medida por un doctor Martínez-Bordiu, marqués de Villaverde, el bautizado como “yernísimo” por el humor popular, que está empeñado en la labor imposible de mantener con vida a un Franco convertido en un anciano moribundo más por su prestigio personal que porque realmente hubiera posibilidad de salvar al dictador) termina entre tubos y hemorragias el día 19. Se le quiere alargar la vida inútilmente, hacer que llegue al 20 para que coincida con la efeméride del fallecimiento de Primo de Rivera, o bien porque se espera aún un milagro médico que le resucite, como un nuevo Cid. Nada de eso ocurre, y el momento oficial -que hasta la propia hermana del dictador, Pilar Franco, sospecha no es el verdadero- del óbito pasa a ser la madrugada del 19 al 20 de noviembre. Hoy se sigue manteniendo el 20-N como la fecha de la muerte de Franco, aunque habrá que tomarlo más como una convención que como otra cosa. En muchos aspectos, sin embargo, la del franquismo parece que todavía no ha llegado.
FUENTES (también de la parte 1 de este artículo):
DE CARÁCTER GENERAL:
Gabriel Jackson, “La República Española y la guerra civil”, Barcelona, Crítica, 2010.
Herbert R. Southworth, “El mito de la Cruzada de Franco”, Barcelona, Random House Mondadori, 2008.
VV.AA, “En el combate por la Historia”, Madrid, Pasado y Presente, 2012.
Josep Fontana et al, “España bajo el franquismo”, Barcelona, Crítica, 2000.
Alberto Reig Tapia, “Anti Moa”, Barcelona, Ediciones B, 2006.
Ángel Viñas, trilogía “La República en guerra” (“La soledad de la República”, “El escudo de la República”, “El honor de la República”), Barcelona, Crítica, 2010.
Francisco Mateu, “Franco ese… Mirando hacia atrás con ira”, Barcelona, Epiduaro, 1977.
Manuel Vázquez Montalbán, “Autobiografía del general Franco” (en dos volúmenes), Madrid, diario Público, 2009
Julio Rodríguez Puértolas et al, “La República y la cultura”. Madrid, Istmo-Akal, 2009.
Julio Gil Pecharromán, “La segunda república. Esperanzas y frustraciones”, Madrid, Historia 16/Temas de Hoy, 1997
Paul Preston, “El holocausto español. Odio y exterminio en la guerra civil y después”, Barcelona, Debate, 2011.
Francisco Espinosa, “La primavera del Frente Popular. Los campesinos de Badajoz y el origen de la guerra civil”. Barcelona, Crítica, 2007.
Aurora Bosch, “Miedo a la democracia. Estados Unidos ante la Segunda República y la Guerra Civil”, Barcelona, Crítica, 2012.
Julián Zugazagoitia, “Guerra y vicisitudes de los españoles”, Barcelona, Tusquets, 2001.
Programa del Frente Popular, enhttp://er.users.netlink.co.uk/biblio/ibarruri/programa.htm
SOBRE TEMAS ESPECÍFICOS:
Gabriel Jackson, “Juan Negrín. Médico, socialista y jefe del gobierno de la Segunda República Española”, Barcelona, Crítica,
Ángel Viñas et al, “Al servicio de la República. Diplomáticos y guerra civil”, Madrid, Marcial Pons-Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación, 2010.
VV.AA. Dossier especial “80 aniversario de la Segunda República”, Madrid, diario Público, 14/04/2011.
VV.AA. Dossier especial “70 aniversario de la derrota de la República”, Madrid, diarioPúblico, marzo-abril 2009.
Oriol Bohígas, “Modernidad en la arquitectura de la Segunda República”, Barcelona, Tusquets, 1998.
Aurora Fernández Polanco, “Urbanismo en Madrid durante la II República 1931-1939”, Madrid, Ministerio para las Administraciones Públicas/Ayuntamiento de Madrid, 1991.
Fernando de Terán, “Historia del urbanismo en España III: siglos XIX y XX”. Madrid, Cátedra, 1999.
Manuel Díaz-Marta Pinilla, “Las obras hidráulicas en España”. Aranjuez, Fundación Puente Barcas/Doce Calles, 1997.
Julio Aróstegui et al, “La República de los trabajadores. La Segunda República y el mundo del trabajo”, Madrid, Fundación Francisco Largo Caballero, 2007.
Francisco Comín, “La Gran Depresión y la II República”, El País, 29/01/2012 (pp.24-25).
Francisco Cañal García, “Las rentas familiares en el impuesto sobre la renta de las personas físicas”. Madrid, Rialp, 1997.
“70 años después. Los Derechos y libertades de los homosexuales durante la II República y la Dictadura de Franco” en http://archivo.dosmanzanas.com/index.php/archives/878
Iván Heredia Urzáiz, “Control y exclusión social: la Ley de Vagos y Maleantes en el primer franquismo” en http://ifc.dpz.es/recursos/publicaciones/28/93/08heredia.pdf
“Ley de vagos y maleantes” en Wikipedia en español (https://es.wikipedia.org/wiki/Ley_de_vagos_y_maleantes)
Manuel Requena Gallego, Rosa Mº Sepúlveda Losa et al, “La sanidad en las Brigadas Internacionales”, Cuenca, CEDOBI-Universidad de Castilla-La Mancha, 2006.
Josep Bernabeu Mestre, “La utopía reformadora de la Segunda República: la labor de Marcelino Pascua al frente de la Dirección General de Sanidad, 1931-1933”. Enhttp://www.monografias.com/trabajos903/utopia-segunda-republica/utopia-segunda-republica.shtml
Rafael Huertas, “Política Sanitaria: de la Dictadura de Primo de Rivera a la II República”, Madrid Revista Española de Salud Pública, volumen 74 monográfico (2000). En:http://scielo.isciii.es/scielo.php?pid=S1135-57272000000600004&script=sci_arttext
Rafael Huertas, “El papel de la higiene mental en los primeros intentos de transformación de la asistencia psiquiátrica en España”, Madrid, DYNAMIS Nº 15, 1995, 193-209.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada