Enrique Moradiellos
- Emanciparse del pasado franquista sigue siendo una cuestión pendiente en la España actual. La polémica se ha reavivado a raíz de la exhumación de los restos del Caudillo del Valle de los Caídos
- Parte de la cultura política actual ha heredado del franquismo la satanización del conflicto y la mirada complaciente hacia la corrupción
Enrique Moradiellos
Publicada el 03/10/2018 a las 06:00Actualizada el 03/10/2018 a las 13:28
Hace ya algo más de 40 años, el 20 de noviembre de 1975, fallecía en Madrid de muerte natural el general Francisco Franco Bahamonde cuando estaba a punto de cumplir los 83 años de edad. Para entonces, llevaba casi otros 40 años a la cabeza de un régimen dictatorial con el título de “Caudillo de España por la Gracia de Dios”.
No se trataba de un título retórico, ni mucho menos. Era la fórmula jurídica para definir la suprema magistratura de alguien que, en plena Guerra Civil española, había conseguido convertirse en el máximo líder del bando insurgente y asumir las funciones de Generalísimo de los Ejércitos, Jefe del Estado, Jefe del Gobierno, Homo missus a Deo (enviado de la Divina Providencia) y Jefe Nacional de Falange (el partido único estatal), “solo responsable ante dios y ante la historia”. Se trataba, en suma, de un dictador de autoridad soberana y omnímoda, profundamente reaccionario, ultranacionalista y católico-integrista.
Aquel “Caudillo” era un militar nacido en El Ferrol en el seno de una familia de clase media ligada desde antaño a la administración de la Armada. Había hecho la mayor parte de su carrera en la cruenta guerra colonial de Marruecos, al frente de tropas de choque. Y allí asumió el bagaje ideológico de los militares “africanistas”. Sobre todo, la convicción de que el Ejército era el guardián supremo de la nación y estaba por encima de la autoridad civil en caso de amenaza al orden público y a la unidad de la patria. Su matrimonio en 1923 con Carmen Polo, una piadosa joven de la oligarquía urbana ovetense, acentuó su conservadurismo y sus convicciones religiosas.
Durante la dictadura de Primo de Rivera, Franco ascendió al generalato (1926) y fue director de la Academia General Militar de Zaragoza (1927). Proclamada la República en 1931, mantuvo una relación crítica con el régimen hasta su destacado protagonismo en el aplastamiento de la insurrección socialista y catalanista de octubre de 1934. Tras la victoria electoral del Frente Popular en 1936, tomó parte en la conjura militar contra el nuevo Gobierno de Manuel Azaña. Y, una vez iniciada la sublevación antirrepublicana en julio de 1936, se alzaría con el liderazgo de los militares sublevados en virtud de sus triunfos al frente del ejército de África y de sus éxitos diplomáticos al conseguir el apoyo de la Italia de Benito Mussolini y la Alemania de Adolf Hitler. De ese modo, el 1 de octubre de dicho año, la junta de generales insurgentes le nombró Generalísimo de los Ejércitos y Jefe del Gobierno del Estado, transfiriéndole “todos los poderes del Estado”. Su victoria final en la Guerra Civil en abril de 1939 le consagró como Caudillo en una magistratura “vitalicia y providencial”.
En su calidad de dictador de poder personal absoluto, Franco promovió la conformación de un régimen autoritario y represivo que sufrió un intenso proceso de fascistización durante la Segunda Guerra Mundial. Truncado ese proceso por la derrota del Eje italo-germano, retornó a su papel de dictador militar ungido por el clero para superar el breve ostracismo de postguerra impuesto por los aliados victoriosos en la contienda. Y consiguió, de esta manera, permanecer en el poder con cambios cosméticos y notable pragmatismo político hasta su muerte.
El régimen político franquista tuvo, por tanto, su base en una dictadura militar de carácter personal, con Franco elegido por sus compañeros para ejercer “todos los poderes” en nombre del ejército sublevado en 1936. Pero Franco no fue un mero primus inter pares y al Ejército como pilar originario de su poder le sumó otras dos fuentes de legitimidad que reforzaron su autoridad: la Iglesia católica, que sancionó su esfuerzo bélico como una “Cruzada por Dios y por España” y proporcionó un catolicismo beligerante que habría de permanecer hasta el final la ideología suprema del régimen; y la Falange Española Tradicionalista, el partido único configurado por amalgama de todas las fuerzas derechistas, que funcionaría como el instrumento para organizar a sus partidarios, suministrar fieles servidores administrativos y encuadrar a la sociedad civil.
El consecuente régimen caudillista erigido sobre esos pilares, con el inexcusable apoyo germano-italiano, lograría el triunfo incontestable en la Guerra Civil. El “Caudillo de la Victoria” sentaría sobre ese éxito la base de su dictadura, que sufrió ocasionales cambios de fachada en sus cuatro décadas de duración (mayor o menor fascistización, mayor o menor autoritarismo, según el contexto). Con su muerte, se hizo imposible la pervivencia de un régimen personalista tan excepcional y comenzó la llamada transición política a la democracia: en esencia, un proceso de desmantelamiento de la dictadura sorprendentemente pacífico, contra casi todos los pronósticos.
Franco, así pues, es hoy el nombre de un espectro del pasado más o menos incómodo, pero operativo. Entre otras cosas, porque una parte de la cultura política actual quizá tiene su génesis y origen, para bien o para mal, en la época histórica por él conformada: la obsesión por la unanimidad en las decisiones políticas, la tendencia a la satanización del conflicto, la inclinación a identificar Gobierno y nación, la hipertrofia del poder ejecutivo frente a otros poderes, el gusto por el liderazgo carismático personal, la mirada complaciente hacia la corrupción, entre otras cuestiones. También es herencia suya esa incomodidad de parte de la población para asumir su pertenencia a una misma nación y Estado y sentir como propios sus símbolos, por temor a compartir algo con un dictador muerto hace ya más de cuatro décadas.
En todo caso, una viñeta humorística del dibujante Max en el diario El País, publicada el 28 de marzo de 2015, daba en el clavo sobre las pervivencias franquistas con un sucinto diálogo entre un joven curioso y un asno sabio. El primero de ellos pregunta: “Maestro, ¿qué queda del franquismo?”; mientras que el segundo, el asno sabio, responde: “¿Notas ese polvillo grisáceo que hay un poco por todas partes? Se llama caspa, y es una actitud”.
¿Qué cabe hacer con ese legado de un espectro tan incómodo? Pues algo bastante habitual en todos los países y sociedades democráticas desde hace decenios: reconocer que los fantasmas del pasado siempre pueden ser conjurados y exorcizados. Pero lo que no se puede nunca es anularlos por completo ni suponer que no han existido. Es una vieja lección que ya supo enunciar lord Acton hace ya más de un siglo atrás: “Si el pasado ha sido un obstáculo y una carga, el conocimiento del pasado es la emancipación más segura y cierta”. Un consejo sensato que ha vuelto a ser recordado por Ian Buruma al examinar la compleja relación de Alemania y el Japón con sus fantasmas del pasado: “Solo cuando una sociedad llega a ser suficientemente libre y abierta para volver la vista atrás, pero no desde el punto de vista de la víctima ni del criminal, sino con una mirada crítica, únicamente entonces encuentran reposo sus fantasmas”.
*Enrique Moradiellos es director del departamento de Historia de la Universidad de Extremadura y Premio Nacional de Historia 2018. Su libro ‘Franco. Anatomía de un dictador’ será publicado por la editorial Turner durante este mes de octubre.
*Este artículo está publicado en el número de octubre de tintaLibre. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí.
No se trataba de un título retórico, ni mucho menos. Era la fórmula jurídica para definir la suprema magistratura de alguien que, en plena Guerra Civil española, había conseguido convertirse en el máximo líder del bando insurgente y asumir las funciones de Generalísimo de los Ejércitos, Jefe del Estado, Jefe del Gobierno, Homo missus a Deo (enviado de la Divina Providencia) y Jefe Nacional de Falange (el partido único estatal), “solo responsable ante dios y ante la historia”. Se trataba, en suma, de un dictador de autoridad soberana y omnímoda, profundamente reaccionario, ultranacionalista y católico-integrista.
Aquel “Caudillo” era un militar nacido en El Ferrol en el seno de una familia de clase media ligada desde antaño a la administración de la Armada. Había hecho la mayor parte de su carrera en la cruenta guerra colonial de Marruecos, al frente de tropas de choque. Y allí asumió el bagaje ideológico de los militares “africanistas”. Sobre todo, la convicción de que el Ejército era el guardián supremo de la nación y estaba por encima de la autoridad civil en caso de amenaza al orden público y a la unidad de la patria. Su matrimonio en 1923 con Carmen Polo, una piadosa joven de la oligarquía urbana ovetense, acentuó su conservadurismo y sus convicciones religiosas.
Durante la dictadura de Primo de Rivera, Franco ascendió al generalato (1926) y fue director de la Academia General Militar de Zaragoza (1927). Proclamada la República en 1931, mantuvo una relación crítica con el régimen hasta su destacado protagonismo en el aplastamiento de la insurrección socialista y catalanista de octubre de 1934. Tras la victoria electoral del Frente Popular en 1936, tomó parte en la conjura militar contra el nuevo Gobierno de Manuel Azaña. Y, una vez iniciada la sublevación antirrepublicana en julio de 1936, se alzaría con el liderazgo de los militares sublevados en virtud de sus triunfos al frente del ejército de África y de sus éxitos diplomáticos al conseguir el apoyo de la Italia de Benito Mussolini y la Alemania de Adolf Hitler. De ese modo, el 1 de octubre de dicho año, la junta de generales insurgentes le nombró Generalísimo de los Ejércitos y Jefe del Gobierno del Estado, transfiriéndole “todos los poderes del Estado”. Su victoria final en la Guerra Civil en abril de 1939 le consagró como Caudillo en una magistratura “vitalicia y providencial”.
En su calidad de dictador de poder personal absoluto, Franco promovió la conformación de un régimen autoritario y represivo que sufrió un intenso proceso de fascistización durante la Segunda Guerra Mundial. Truncado ese proceso por la derrota del Eje italo-germano, retornó a su papel de dictador militar ungido por el clero para superar el breve ostracismo de postguerra impuesto por los aliados victoriosos en la contienda. Y consiguió, de esta manera, permanecer en el poder con cambios cosméticos y notable pragmatismo político hasta su muerte.
El régimen político franquista tuvo, por tanto, su base en una dictadura militar de carácter personal, con Franco elegido por sus compañeros para ejercer “todos los poderes” en nombre del ejército sublevado en 1936. Pero Franco no fue un mero primus inter pares y al Ejército como pilar originario de su poder le sumó otras dos fuentes de legitimidad que reforzaron su autoridad: la Iglesia católica, que sancionó su esfuerzo bélico como una “Cruzada por Dios y por España” y proporcionó un catolicismo beligerante que habría de permanecer hasta el final la ideología suprema del régimen; y la Falange Española Tradicionalista, el partido único configurado por amalgama de todas las fuerzas derechistas, que funcionaría como el instrumento para organizar a sus partidarios, suministrar fieles servidores administrativos y encuadrar a la sociedad civil.
El consecuente régimen caudillista erigido sobre esos pilares, con el inexcusable apoyo germano-italiano, lograría el triunfo incontestable en la Guerra Civil. El “Caudillo de la Victoria” sentaría sobre ese éxito la base de su dictadura, que sufrió ocasionales cambios de fachada en sus cuatro décadas de duración (mayor o menor fascistización, mayor o menor autoritarismo, según el contexto). Con su muerte, se hizo imposible la pervivencia de un régimen personalista tan excepcional y comenzó la llamada transición política a la democracia: en esencia, un proceso de desmantelamiento de la dictadura sorprendentemente pacífico, contra casi todos los pronósticos.
Franco, así pues, es hoy el nombre de un espectro del pasado más o menos incómodo, pero operativo. Entre otras cosas, porque una parte de la cultura política actual quizá tiene su génesis y origen, para bien o para mal, en la época histórica por él conformada: la obsesión por la unanimidad en las decisiones políticas, la tendencia a la satanización del conflicto, la inclinación a identificar Gobierno y nación, la hipertrofia del poder ejecutivo frente a otros poderes, el gusto por el liderazgo carismático personal, la mirada complaciente hacia la corrupción, entre otras cuestiones. También es herencia suya esa incomodidad de parte de la población para asumir su pertenencia a una misma nación y Estado y sentir como propios sus símbolos, por temor a compartir algo con un dictador muerto hace ya más de cuatro décadas.
En todo caso, una viñeta humorística del dibujante Max en el diario El País, publicada el 28 de marzo de 2015, daba en el clavo sobre las pervivencias franquistas con un sucinto diálogo entre un joven curioso y un asno sabio. El primero de ellos pregunta: “Maestro, ¿qué queda del franquismo?”; mientras que el segundo, el asno sabio, responde: “¿Notas ese polvillo grisáceo que hay un poco por todas partes? Se llama caspa, y es una actitud”.
¿Qué cabe hacer con ese legado de un espectro tan incómodo? Pues algo bastante habitual en todos los países y sociedades democráticas desde hace decenios: reconocer que los fantasmas del pasado siempre pueden ser conjurados y exorcizados. Pero lo que no se puede nunca es anularlos por completo ni suponer que no han existido. Es una vieja lección que ya supo enunciar lord Acton hace ya más de un siglo atrás: “Si el pasado ha sido un obstáculo y una carga, el conocimiento del pasado es la emancipación más segura y cierta”. Un consejo sensato que ha vuelto a ser recordado por Ian Buruma al examinar la compleja relación de Alemania y el Japón con sus fantasmas del pasado: “Solo cuando una sociedad llega a ser suficientemente libre y abierta para volver la vista atrás, pero no desde el punto de vista de la víctima ni del criminal, sino con una mirada crítica, únicamente entonces encuentran reposo sus fantasmas”.
*Enrique Moradiellos es director del departamento de Historia de la Universidad de Extremadura y Premio Nacional de Historia 2018. Su libro ‘Franco. Anatomía de un dictador’ será publicado por la editorial Turner durante este mes de octubre.
*Este artículo está publicado en el número de octubre de tintaLibre. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí.
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