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- Una escultura colorida y un poquito estrafalaria recuerda el padecimiento de dos mujeres a manos del franquismo y alerta sobre el peligro de la demonización.
Antes de devenir en monumento, antes de las fotos de los turistas y de los broches con sus caras, Maruxa y Coralia Fandiño Ricart eran dos muchachas con sueños. Pero la guerra primero y la represión salvaje del franquismo luego, despedazó sus vidas.
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Habían nacido en Santiago de Compostela entre fines del siglo XIX y comienzos del XX en una familia nutrida: la madre era costurera y el padre, zapatero. Juntos tuvieron trece hijos aunque solo once sobrevivieron. Maruxa era de los mayores y Coralia de los menores.
Otros hermanos, los varones, rápidamente se entusiasmaron con las ideas del anarquismo y comenzaron a militar hace justo un siglo en la Confederación Nacional del Trabajo. Eran épocas en las que el futuro prometía, o eso creían estos y otros jóvenes de entonces en Santiago que compartían paseos y romerías.
Las hermanas Fandiño gustaban de pasear del ganchete luciendo las ropas que ellas mismas se confeccionaban. Eran tan llamativas, que los estudiantes universitarios que pueblan la ciudad las apodaban "Libertad, Igualdad y Fraternidad".
Una condena humillante
Ser reconocidas podía ser bueno antes, pero a partir del Golpe de Estado de 1936, se transformó en una condena. Sus hermanos lograron escapar en los primeros momentos, mientras ellas se volvieron el blanco de una campaña de acoso y tortura.
Los falangistas tiraban abajo la puerta de su casa en la madrugada, registraban todo, despedazaban los muebles, las obligaban a desnudarse y a salir a la calle así para humillarlas. Incluso hay quien dice que las torturaban e incluso violaban.
Los tormentos dejaron su huella y la salud mental de las hermanas se quebró. También su economía. Nadie requería sus servicios de costura porque eran "rojas" y "putas". Para los años 50, se habían transformado en dos señoras un poco locas que a las dos de la tarde daban un paseo con las caras pintarrajeadas y piropeando a los universitarios como si pudieran volver a ser las chicas a las que la guerra les amputó la juventud.
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Los vecinos las sostuvieron discretamente. Unos les compraban comida. Otros les arreglaban el techo de la casa. Los muchachos aceptaban los piropos atrevidos con sonrisas y bromas.
El daño que les había hecho la barbarie y el miedo ya no se iría. Pero ellas lo enfrentaron con colores y osadía. Hoy, una escultura del vasco César Lombera las recuerda en la Alameda. Van del ganchete, como siempre, coloridas e invitan a los visitantes a acercarse.
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