OPINIÓN
29 MARZO, 2019
Tomasa Cuevas compraría su magnetófono en alguna tienda de pequeños electrodomésticos. Recorrió con él todo el Estado español buscando testimonios de resistencia, recogiendo voces de mujeres que habían estado encerradas durante la dictadura franquista. Su trabajo, que guarda las historias de más de 300 presas, marcó un antes y un después en la historiografía. De viva voz, ahí estaban las presas, ahí estaban las mujeres. No siempre hacen falta excusas y, a pesar de los materiales tan valiosos que Tomasa Cuevas puso a disposición de la historia, todavía no conocemos con exactitud qué pasó con las mujeres en la franquismo. Qué quiso Franco de nosotras y qué hicimos nosotras para evitarlo. Dicen que en torno a la dictadura se ha construido un muro de silencio, que resulta muy difícil derribar.
Para ganar una guerra tienes que conquistar pueblo a pueblo a tu enemigo. Tienes que conquistar sus tierras, sus recursos naturales y conquistar a sus mujeres. La guerra, el arte de matar, es un asunto de caballeros. Las mujeres hemos sido excepciones: honrosas y avergonzantes, según la ocasión, según qué guerra. Triunfan algunos de ellos y perdemos casi todas nosotras. Franco ganó un país derrotado y quiso reconstruirlo a su imagen y semejanza: pequeño, violento y acomplejado; machista, recalcitrante, avergonzado de su pasado y cerrado, a cal y canto, a cualquier futuro. Así juega el fascismo. También ahora.
El régimen franquista invisibilizó cualquier evidencia de sexualidad, de gozo, de cuerpos, de disfrute en libertad; trató de borrar del mapa todas las resistencias y se esforzó por relegar a las mujeres al ámbito del hogar. Eso sí, la dictadura española no inventó nada nuevo. Esa dicotomía, tan promocionada durante el franquismo, de mujeres putas y santas, de buenas y malas, esas con las que te casas y a las que te follas a escondidas no es, ni muchísimo menos, patrimonio español. Esa figura de mujer ángel del hogar tiene mucho de burguesía anglosajona, pero la Sección Femenina heredó un país pobre y la pobreza no casa bien con esos roles de género delicados que trataban de promover.
Es fácil encontrar en internet un anuncio de coñac Soberano que resume a la perfección con qué mujeres soñaba Franco, pero ¿cuántas familias españolas compraban coñac? Las mujeres que podían ser delicadas preferían que fueran otras, brutas y pobres, las que atendieran a sus maridos. El ángel del hogar, siempre dispuesto a servir a su esposo, funcionó bien como ideal, que no conocieron ninguna de las miles de mujeres que tuvieron que trabajar como Franco decía que solo tienen que trabajar los hombres. La división sexual del trabajo nunca ha sido tal para las pobres, que han visto cómo el trabajo se multiplicaba para ellas sin parar.
El franquismo justificó la existencia de mujeres descarriadas, rojas y rebeldes, asegurando que no sabían lo que hacían, pero castigando sus errores como si fueran premeditados. Para la dictadura, que creía que las mujeres españolas eran devotas por naturaleza, aquellas que buscaban su propio destino estaban, por lo menos, poseídas por el mismísimo demonio. Todas ellas, las que habían formado parte activa de la resistencia y las que mantenían alguna relación con hombres militantes, fueron encarceladas en prisiones insalubres.
En Málaga, por ejemplo, el penal conocido como ‘Caserón de la Goleta’ acogió –qué verbo tan generoso para algo así– a más 4000 presas. A pesar de las condiciones a las que estaban sometidas, siempre dignas, se pusieron en huelga de hambre para denunciar la falta de higiene de la alimentación que recibían. Ganaron aquella pequeña batalla y desde entonces empezaron a limpiar las patatas y algunas verduras. Qué cabrones.
Mientras, fuera de prisión, la vida seguía con cierto desdén al ritmo que marcaba el franquismo. La dictadura fue tan larga que, incluso, cambió el ideal de feminidad que proponían desde el poder. Las mujeres de la posguerra dejaron paso a otras que se subieron al cargo del consumismo que promovían los medios de comunicación en los setenta. En el imaginario social se construía la imagen de una nueva mujer mientras ninguna –igual que pasa ahora– se parecía del todo a los modelos impuestos. ‘La mujer’ esa de la que hablan los medios nunca se ha parecido mucho a nosotras.
La reforma del Código Civil de 1958, por ejemplo, supuso un cierto avance en algunas materias. La comunidad internacional miraba con cierto recelo las situación de las mujeres en España y el dictador decidió dar pequeños pasos. A partir de entonces y, en pleno auge del consumismo setentero, comienza a construirse en España un modelo de mujer que debe aunar lo mejor de la tradición con lo mejorcito de la modernidad que podía asumir el dictador. Ese arquetipo, el de la superwoman, es uno de los más habituales hoy. Ni la cultura ni la economía pueden permitirse ya que las mujeres nos dediquemos en exclusiva al hogar, así que hoy sufrimos las consecuencias de la doble y triple jornada laboral. Algunas, claro. Otras todavía tienen todavía en la mesilla una campanita para llamar al servicio. Es mucho lo que tenemos que celebrar algunas mujeres, pero en nuestros cuerpos, todavía, queda mucho franquismo. A ver si conseguimos, al menos, exhumarlo de ahí.
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