Hijos del ‘Guernica’
Paseo por el orden salvaje, entre la violencia y lo sagrado, de las obras reunidas en la Fundación Miró
Hace 75 años, el Guernica se exhibía en el pabellón de la República Española en la Exposición Internacional de París. Al terminar la feria, Picasso lo mandó enrollar y lo guardó en su taller hasta que el gran mural empezó un largo viaje para intentar sumar fuerzas contra el fascismo que se estaba entrenando en la guerra de España. Bien sabido es que el mural acabó en Nueva York, en el MOMA. Allí lo iban a ver, cada día, los pintores jóvenes de la ciudad, entre ellos un Jackson Pollock que quedó completamente impactado por la obra y por Picasso, hasta el punto de que sus grandes telas y el estilo que acabó definiendo su forma de pintar no habrían probablemente existido sin el cara a cara que Pollock mantuvo con el Guernica durante semanas y meses.
Al ver algunas de las obras reunidas desde esta semana por la Fundació Miró y el BBVA bajo el título ¡Explosión! El legado de Pollock pienso en ello, en los hijos del Guernica. Es frecuente pensar que Picasso es un padre sin descendencia. En el arte la filiación es más subterránea que en la vida. Uno puede creer que no es posible ser padre o madre si no se tienen hijos, pero en arte esta posibilidad cabe. Picasso es padre porque tantos estilos y artistas vieron sus puertas abiertas gracias al cubismo, a aquel primer gran cuadro, Las señoritas de la calle Aviñón, de 1907, que provocó el desconcierto entre sus colegas, marchantes y amigos cuando lo enseñó en su taller. “Es como beber gasolina”, dijo alguien, me parece que fue Matisse o tal vez Braque. Y en el taller se quedaron las picassianas chicas del burdel barcelonés de la calle de Avinyó, hasta que el cuadro fue vendido en los años veinte a un coleccionista y luego lo compró el MOMA de Nueva York, precisamente en 1937, año del Guernica.
Al los pocos meses, en 1939, victorioso Franco, Picasso pidió al museo que se hiciera cargo de su gran mural hasta que las cosas cambiaran en Europa. El museo organizó entonces una exposición y reunió los dos cuadros, causando un efecto superlativo entre sus visitantes y a partir de ahí el Guernica se quedó en Nueva York hasta que en 1981 fue trasladado a Madrid. Nunca más volverán a verse juntos, ni Las señoritas ni el Guernica salen de las salas que los acogen. Son frágiles de mover, demasiado caros de mover.
Quienes prefieren pensar en Picasso como un padre sin hijos artísticos son el mercado y la historiografía rosa. Pero ha tenido muchos. Pollock es probablemente el más directo. El psicoanalista Joseph Henderson ha dejado testimonio de la dependencia visual del Guernica que manifiestan los 83 dibujos realizados por Pollock en dos años como terapia para aceptar el legado de Picasso y encontrar su propio camino, para “matar al padre”. Como corroboración y justicia poética de esta filiación, desde que el Guernica fue trasladado a Madrid, el hueco dejado en el museo neoyorquino lo ocupa un Pollock de las mismas medidas, One, de 1950.
Lo interesante en realidad es qué encontraron Pollock y sus compañeros de generación, entre ellos Lee Krasner y Rothko, en las grandes dimensiones del Guernica, en sus hipnóticas cualidades de dibujo sin color y de alegoría de la destrucción que despliega Picasso en tantas direcciones de interpretación abierta. Encontraron la manera de ponerse a la hora de lo que la historiadora francesa Laurence Bertrand Dorléac ha denominado “el orden salvaje” del arte de la posguerra, surgido en los países que conocieron el fascismo. Un arte basado en la violencia y la acción, el desgaste del cuerpo mismo del artista y la relación con lo sagrado que empieza tras la bomba atómica en Japón y la apertura de los campos nazis en Europa, ese final de la guerra.
No es que los Gutai japoneses, que se negaron a seguir pintando tras la bomba, o la atrevida Niki de Saint-Phalle en Francia, disparando una escopeta a la pintura escondida en el lienzo, salgan de Pollock: son paralelos a su manera de asumir el legado del Guernica por el sistema de no pintar ante el cuadro sino de comprometer su propio cuerpo en el acto de crear de una forma inédita hasta entonces. Algo muy profundo cambió, en efecto, cuando Picasso aceptó pintar el Guernica. Aunque sea un icono histórico que parece remitir únicamente a un momento muy preciso de la historia, ese cuadro tiene más hijos de lo que parece. Algunos están ahora en Montjuïc bajo el manto de Pollock.
Mercè Ibarz es escritora
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