El historiador José Antonio Vidal Castaño es el autor de La España del maquis (1936-1965), una obra que explica lo que fue la resistencia armada contra el régimen franquista durante la Guerra Civil y las primeras décadas de la postguerra, una síntesis que analiza los mitos y los momentos de humanidad e inhumanidad a que se vio sometida tanto la vida de “huidos” y resistentes espontáneos como la de los maquis organizados que obedecían consignas partidarias y se atenían a una disciplina militar.
Anatomía de la Historia reproduce en su totalidad a continuación el capítulo 4 de dicho libro.
La operación “Reconquista de España”
“Es Monzón quién fuerza (…) la ocupación del Valle de Arán,y será Monzón el que pague los platos rotos…”
Manuel Vázquez Montalbán: Pasionaria y los siete enanitos.
En octubre de 1944, prácticamente en solitario −pese a los esfuerzos realizados a través de la Unión Nacional Española (UNE o UN) para contar con el apoyo efectivo de otras fuerzas de izquierda, de republicanos y nacionalistas vascos y catalanes, e incluso de disidentes y sectores marginados del franquismo o monárquicos desencantados−, el PCE activó la idea −propagada a través de su hoja informativa Reconquista de España, de la radio Pirenaica, temporalmente ubicada en Moscú, y del llamamiento realizado por la propia Dolores Ibárruri− de invadir y ocupar los valles de Arán y del Roncal (una franja de terreno de unos treinta kilómetros de longitud por unos treinta de anchura, aproximadamente, entre Andorra y la comarca ilerdense-pirenaica de Val d’Aran en Lleida) por un ejército guerrillero compuesto por varios miles de voluntarios en una acción “masiva” de carácter político-militar, bautizada asimismo como operación “Reconquista de España”.
Aunque en la concepción original de esta “operación” político-militar, y en la gestión de la misma, estuvieron al frente el comunista navarro Jesús Monzón Reparaz y Gabriel León Trilla, ex fundador del partido, los fundamentos políticos caían dentro de la línea de distensión alentada por la Internacional Comunista, con el búlgaro Georgi Dimitrov al frente y, por ende, a la línea política de la Unión Soviética de Stalin. El dictador soviético, en 1941, se declaró a favor de una coalición de fuerzas republicanas en España, a la que correspondió Dolores Ibárruri lanzando el Manifiesto de la Unión Nacional (16 de septiembre de 1944), que adaptaba estos principios generales a las necesidades de España y la lucha contra la dictadura de Franco, según confirma Paul Preston en El zorro rojo. La vida de Santiago Carrillo.
La Unión Nacional y las “peripecias” de una invasión fallida
La política concreta de la Unión Nacional (UN) fue elaborada por Jesús Monzón a través de sus artículos, publicados enReconquista de España. En cierto modo, se adelantaba su autor en ellos a la política de “Reconciliación Nacional” preconizada por el PCE años más tarde, y eran, a su vez, una continuación de los 13 puntos de Negrín. Si en 1939 estos últimos no fueron suficientes para parar una guerra, tampoco en los años 40 la política de UN logró la atención suficiente para avanzar hacia un consenso democrático en torno al rechazo de la dictadura de Franco. El problema es que trató de aplicarse, según Preston, de una manera “brusca e irreflexiva”, lo que llevó más bien a desacreditar al partido que la proponía. Faltaban años de madurez y el que se dieran circunstancias más favorables. Según el mismo autor: “Su inevitable fracaso a corto plazo fue añadido a la lista de ‘crímenes’ achacados a Monzón”, y, añadimos, a sus colaboradores más inmediatos y directos como Gabriel León Trilla y otros.
Según Hartmut Heine en La oposición política al franquismo, en el caso de la operación que nos ocupa, más que de una invasión habría que hablar de invasiones o, al menos, de “penetraciones previas”, anteriores a “la invasión del Valle de Arán”. Durante los meses de agosto y, sobre todo, finales de septiembre de 1944 fueron concentrándose grupos y partidas armadas a lo largo de los Pirineos. Los movimientos y despliegues de guerrilleros que se realizaban a plena luz del día y, en ocasiones, hasta con cierta euforia, atrajeron la atención de espías y servicios de información franquistas, en alerta desde el siete de junio, el día después del desembarco anglo-americano en Normandía. Franco llegó a temer la posibilidad de una invasión aliada y había ordenado la construcción de una línea defensiva (la “Gutiérrez”, con búnkeres, túneles, casamatas…) a lo largo de la frontera pirenaica, así como la máxima disponibilidad de tropas (dos divisiones) al mando, entre otros, de los generales Rafael García Valiño, José Monasterio y José Moscardó; fuerzas preparadas para una intervención inmediata. Varias compañías de Policía Armada a caballo fueron trasladadas para reforzar las dotaciones existentes de la Guardia Civil y los Carabineros (ya de por sí bien pertrechadas) en los puestos fronterizos. No eran tan solo los movimientos de los maquis de la AGE (“brazo armado de la Unión Nacional”) los que despertaban los temores del dictador sino la posibilidad de que esos destacamentos irregulares contasen con apoyo logístico de los “aliados”.
Pese a las precauciones franquistas, esas medidas no pudieron anticiparse a ciertas acciones guerrilleras, propias del espíritu combativo de estas unidades republicanas. Un grupo de unos cuarenta maquis, y seguimos aquí lo escrito por Hartmut Heine, entraron en territorio español, y tras desarmar a un destacamento de soldados se internaron hasta las sierras de Tarragona, el Maestrazgo y Teruel, para tratar de consolidar algún foco de insurgencia. Entre los días 3 y 7 de octubre, unos doscientos cincuenta guerrilleros que formaban la 54ª brigada y los cerca de cuatrocientos que componían la 153ª brigada penetraron en el valle de Roncal y Roncesvalles, según Daniel Arasa en La invasión de los maquis, pero tuvieron que retirarse con prontitud al encontrar a la población navarra, de tendencia carlista en su mayoría, nada receptiva a las propuestas de unirse contra Franco y enfrentarse a la dictadura. Mediado octubre, las brigadas 10ª, 27ª y 35ª entraron en el País Vasco entre Hendaya y Saint-Jean-Pied-de-Port, y aunque contaron con algo más de apoyo, pronto se vieron enfrentados a un enemigo que les superaba ampliamente en número y calidad de su armamento. Las dos primeras unidades lograron mantenerse diez días sobre el terreno combatiendo en inferioridad. Victorino Vicuña, alias “Orio”, capitán de la 10ª, reconoció veintiún muertos, cinco de los cuales se ahogaron en el Bidasoa.
El “gran ataque” (la “invasión” propiamente dicha) se producirá (según versiones) el 18 o 19 de octubre. Esta operación referenciada con el ampuloso nombre de “Reconquista de España”, se realizó más o menos como estaba prevista, según escuché de los propios labios del coronel Vicente López Tovar, comandante en jefe de la misma. En su versión, escueta y nada triunfalista, fue una acción militar “de ida y vuelta”, es decir, una penetración más profunda que las anteriores en territorio “enemigo” para tomar algunos pueblos, distribuir propaganda de Unión Nacional, exhibir banderas republicanas y retirarse ordenadamente con las menores bajas posibles, mostrando así la pervivencia de la resistencia. En una palabra, decir “aquí estamos de nuevo” y con todo ello tratar de propagar, de “llamar” a los españoles a retomar la lucha contra la dictadura y de la necesidad de apoyar a la guerrilla antifranquista para reconquistar la democracia republicana. Pero, como sabemos, había algo más en los planes elaborados por Jesús Monzón y sus adjuntos; planes que incluían la toma de Viella (Vielha), capital del Valle de Arán, estableciendo allí un gobierno provisional que llamase la atención de los “aliados” para acabar con la dictadura del general Franco y su régimen filo-fascista.
La ocupación de Viella, la mayor ciudad del territorio, era también un objetivo militar, pero como López Tovar suponía todo quedó en una quimera, al no disponer su pequeño ejército de artillería pesada y vehículos blindados para intentar el asalto de una ciudad fortificada. Unos cuantos morteros y un cañón antiaéreo era todo el material artillero disponible. Pese a todo, Tovar preparó meticulosamente la operación Valle de Arán junto a Juan Blázquez Arroyo, alias “general César”, Luis Fernández, alias “general Luis”, Cristino García Granda y José Vitini Flórez, entre otros jefes militares. Con unos 4.000 hombres encuadrados en doce unidades, se inició exitosamente el avance cruzando el Garona a las seis de la mañana, dejando preparado el paso de Pont de Rey, para una posible retirada. El 27 de octubre, tras librar varias escaramuzas y, en ocasiones, sangrientos combates, los informes recogidos por la vanguardia de sus fuerzas confirmaban a López Tovar no sólo la imposibilidad de tomar Viella, sino, sobre todo, la abrumadora superioridad del enemigo y la falta de colaboración de los araneses, que se expresaban en un idioma propio, extraño para la mayoría de los guerrilleros, entre los que además había también extranjeros que tampoco conocían el catalán. Tras reagrupar las fuerzas y hacer recuento provisional de bajas y unidades perdidas (desorientadas, sin duda, por el desconocimiento de un terreno muy abrupto), Tovar ordenó la retirada, llevando consigo cerca de trescientos prisioneros, que fueron devueltos a España por las autoridades francesas, según Manuel Tuñón de Lara en “El poder y la oposición”, segunda parte del tomo X de la Historia de España, que el autor dirigió junto a José Antonio Biescas (Labor, 1980).
Hubo una reunión, poco después, en el puesto de mando con Santiago Carrillo, recién llegado del norte de África (donde, a su vez, estaba preparando otra delirante intervención guerrillera), quién se presentó, acompañado de Manuel Azcárate, Luis Fernández y otros, como enviado de la dirección del Partido. En ella se dispuso o confirmó, según versiones, la retirada definitiva de todas las fuerzas de la AGE que habían penetrado en territorio español, y su vuelta a territorio francés.
No hay datos oficiales dignos de crédito sobre las bajas. Las fuentes de la Guardia Civil estiman que las fuerzas franquistas contaron 32 muertos y que se “aniquiló” a 129 guerrilleros y capturó a 218. Hubo, al parecer, muchos más prisioneros que fueron a parar a las cárceles de Zaragoza, San Sebastián y Ondarreta (unos 400, entre los que habían unos 30 de diversas nacionalidades europeas). Unos 200 maquis se extraviaron en el combate y “acabaron siendo diezmados por las unidades franquistas, o presos y ejecutados” más tarde, como ocurrió con los “16 terroristas comunistas” fusilados en Madrid, según el autor citado anteriormente. Para muchos araneses hablar de lo que ocurrió en su valle, incluso hoy, sigue siendo un tanto complicado, pese a la existencia de algún cementerio y varias placas conmemorativas que recuerdan los choques entre guerrilleros y guardias civiles o soldados, en pueblos como Bossòst, Les, Bordes, Canejan, Esterri d’Àneu o Pont d’Arrós. Pervive, por ejemplo, el recuerdo del “general César” nacido en Bossòst y que mandaba la tropa que entró en su pueblo como general del ejército francés y donde le reconocieron por haber sido su antiguo alcalde en 1936 y faltarle un dedo.
La realidad y el deseo
La operación fue, sin duda, un fracaso político y militar sin paliativos, pero también una muestra de valor y entrega generosa a la causa de la lucha antifranquista en tiempos difíciles para el comunismo, muy desprestigiado en Francia a raíz de la firma del Pacto Germano-soviético. Un prestigio recobrado en buena parte por la entrega de los maquis españoles a la causa de la resistencia antinazi, a partir de la invasión de la Unión Soviética. Eran tiempos para los comunistas españoles, e incluso franceses, de fidelidad casi absoluta a la política de Stalin a través de sus máximos dirigentes. En el caso del PCE, el problema revestía mayor gravedad con una dirección política dispersa entre Moscú, Buenos Aires y México. No existían ni una estructura organizativa coherente, ni una política común (una línea) para cuadros y militantes dispersos en los primeros tiempos de posguerra española.
Pensar y actuar, pues, con iniciativa propia para remontar la organización y dotarle de nuevos objetivos y tareas, amén de establecer una mínima política de alianzas requería frialdad y valor y, a la vez, podía ser muy arriesgado. Tal vez por todo ello, la operación “Reconquista de España”, tanto su gestación como su desarrollo y las consecuencias posteriores de la misma, quedó rodeada de un espeso silencio. Puede decirse que ¾durante años— fue la operación guerrillera que nunca existió. El fotógrafo José López acompañó la expedición con el encargo de disponer de un extenso reportaje con el que darle publicidad y, sin embargo, sólo años más tarde pudieron verse algunas fotos como ilustraciones de algún artículo sobre la invasión o en la portada de algún libro sobre los maquis. A J. López, que no era desde luego un Capa o un Centelles, no le fue aplicada una censura artística, sino ideológica.
Santiago Carrillo, quién no había manifestado públicamente objeción alguna, la consideró, a toro pasado, como una “aventura”, pero la cosa no fue a mayores y las responsabilidades políticas quedaron momentáneamente diluidas… La caja de los truenos estaba, no obstante, abierta, y no se cerraría definitivamente hasta el Informe al V Congreso del PCE que tuvo lugar en Praga en 1954. Sin hacer alardes, la dirección del partido fue urdiendo, a partir de 1945, una trama para criminalizar a los responsables de aquel fracaso, utilizando a algunos de sus protagonistas contra sus propios compañeros. A esto siguió la implacable “lógica” de las “depuraciones” que, acto seguido, se llevaron a efecto, para ser “justificadas” más tarde en otro contexto.
Pero retrocedamos un paso atrás. En las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, las cancillerías europeas se inclinaron por mirar hacia otro lado en cuanto a la persistencia de la dictadura en España, en estos tiempos de mayor desprestigio del comunismo. Este capítulo de la historia partidaria y de la resistencia, lo ocurrido con la invasiones pirenaicas, quedó envuelto con un cierto halo de misterio, donde se mezclaban componentes tan contradictorios como el orgullo épico por el valor desplegado de los que tomaron parte en los acontecimientos, así como la condena oficial, compañera de la vergüenza y la culpa, para quienes habían superpuesto sus intereses personales (¿?) a los del partido, principio y medida de todas las cosas, según la doctrina de los dirigentes. Pero, ¿quién o quiénes eran los indignos? ¿Quiénes representaban la “dignidad” del partido? Misterios que comenzaron a develarse cuando la moderna historiografía, desde los archivos, y algunos protagonistas significados, desde su desencanto, han tirado de la historia y la memoria… Se trata de ir poniendo algunas cosas en su lugar. La lúcida experiencia que Manuel Azcárate Diz nos ha dejado en Derrotas y esperanzas (1994), es una contribución de primera mano para ello. Numerosos historiadores han escrito sobre este capítulo. Valga esta relación (sin orden de preferencia, en la que siempre faltará alguno): Gregorio Morán, Daniel Arasa, Hartmut Heine, Manuel Tuñón de Lara, Mercedes Yusta, Jorge Semprún, Paul Preston, Francisco Moreno Gómez, Joan Estruch, Josep Sánchez Cervelló, etc., algunos ya citados, sin olvidar las aportaciones del teniente coronel Martínez de Baños o del “escritor político” y ex general de la Guardia Civil, Ángel Ruiz Ayúcar. En cuanto a las referencias literarias no deben pasarse por alto aportaciones como Pasionaria y los siete enanitos de Manuel Vázquez Montalbán o Inés y la alegría de Almudena Grandes.
Jesús Monzón o la forja de un líder
Para seguir hablando de políticos y guerrilleros en el Valle de Arán, daremos algunos datos sobre el jefe militar de esta fallida campaña. Vicente López Tovar, nacido en Madrid en 1909, se educó y vivió en Valencia, Buenos Aires y Barcelona, donde se ganó la vida como fotógrafo ambulante. Se negó a hacer el servicio militar, por lo que fue declarado prófugo por el ejército español, haciéndose militar en las filas del Quinto Regimiento del PCE, a lo largo de la Guerra Civil, en la que llegó a alcanzar el grado de coronel. Tras exiliarse a Francia, volvió al frente de Madrid para luchar en defensa del gobierno Negrín frente a las tropas sublevadas del coronel Casado. De nuevo en Francia en 1939 se convirtió en uno de los ejes sobre los que giró la AGE y su conexión con la Résistance. El ejército francés, a través de las FFI, homologó su grado de teniente coronel, le concedió la Legión de Honor y otras condecoraciones. Tovar, que se convertiría ¾más tarde— en un disidente anticarrillista, señaló las incongruencias militares de la operación, pero estando de acuerdo con sus objetivos políticos, cumplió de forma disciplinada las instrucciones recibidas.
En todo lo concerniente a las decisiones políticas y estratégicas que afectaron a las también llamadas “invasiones pirenaicas”, destaca la figura de Jesús Monzón Reparaz, líder e impulsor del comunismo en Navarra, que emergerá ya con fuerza en los últimos momentos de la Guerra Civil (acompañó a “Pasionaria” y otros dirigentes en su salida de España al exilio) y marcará con su impronta los años más duros de la posguerra española entre 1940 y 1945, tal vez los años más agrios de la historia del PCE. ¿Pero quién era este dirigente surgido casi de la nada, de una de las regiones de talante político más conservador, fieramente católica y de arraigadas tradiciones carlistas? “Sito”, como se le conocía entre sus amigos (amén de otros nombres “de guerra” como “Richard” en Francia y “David” en España), era un sujeto singular, que no habría desentonado como personaje barojiano, ni como héroe o loser en las novelas de Dashiell Hammett o las películas de John Huston. Un personaje poliédrico de perfiles contradictorios e imponente presencia física, como apreciamos contemplando las fotos de su vida, una vida transformada en biografía por Manuel Martorell en Jesús Monzón, el líder comunista olvidado por la historia (Pamiela, 2000). Alto, elegante, bien parecido; seductor en opinión de no pocas mujeres, poseía una fuerte personalidad llena de energía, dotes de mando y carisma, Jesús Monzón, en una palabra, era un rojo que usaba sombrero, corbata, gabardina e incluso automóvil, contradiciendo los tópicos publicitarios de posguerra popularizados por el periodista Julio Camba sobre el uso de esta prenda; un comunista, en suma, capaz de generar empatía incluso entre sus oponentes. Un nuevo tipo de político bastante alejado del perfil exigido al comunista clásico, imbuido del “temple bolchevique” y el desaliño indumentario (“proletario”) habituales.
Una “extraña pareja” en apuros
Manuel Azcárate, hechizado también por la imagen y el verbo de Jesús Monzón, escribe sobre éste (quien le fue presentado por Carmen de Pedro, encargada de representar al PCE en Francia y España): “Se nota enseguida que es una persona inteligente dotada de una cultura sólida (…) sabe escuchar y tiene una forma de razonar que me encanta”. Sus razones estaban “basadas en el sentido común” y exentas de los “comodines ideológicos” tan utilizados en la jerga partidaria. Azcárate, que descubre de inmediato que Carmen y Jesús están “liados”, percibe que se esfuerzan en disimularlo en las reuniones de partido y supone que ello se debe a que el Buró Político tiene una “opinión negativa de Monzón: demasiado señorito…”, pero ello no es óbice para que en la pareja, “aunque sea ella la que tiene la investidura, sea él quien tiene el talento”. La capacidad política de Monzón, dice, “es mil veces superior a la de De Pedro.” Son ellos, más bien Monzón, quienes deciden en Francia, y serán ellos quienes le comunican su misión y destino en París como enlace con la Resistencia y con el PCF. Monzón le insiste en que piense en la necesidad de atentar contra las tropas alemanas de ocupación. Una “necesidad militar” que, tras varios intentos fallidos, logró resultado positivo y se convirtió en el revulsivo para pasar a la acción. Azcárate confiesa ¾siguiendo su libro¾ que personalmente no estaba de acuerdo con aquella directriz, pero que la veía necesaria en un contexto de guerra y para demostrar que la España republicana no se había rendido.
Para los dirigentes del PCE, sobre todo en Francia, tanto la Unión Nacional como la operación “Reconquista de España” eran respuestas adecuadas para salir del impasse. Se trataba de aprovechar la esperanza generada por las victorias aliadas en la Segunda Guerra Mundial; por la victoria, que ya se cantaba, de la Unión Soviética y las potencias democráticas sobre el Eje, con el propósito de interesarles en las labores de acoso y derribo de la dictadura de Franco en España. Estas legítimas esperanzas carecían, sin embargo, de una puesta a punto desde la perspectiva de las “fuentes bien informadas”. Dos posibilidades. O la información reunida era tan escasa y de baja calidad que no permitía un adecuado análisis del contexto, que hubiese desaconsejado el lanzamiento de la “operación” o, conociendo esa realidad, se trataba de provocar una reacción del pueblo español que desde luego no se produjo, en modo alguno. Habría que colocar probablemente en un punto intermedio la decisión de poner en marcha estas políticas. Las cuestiones que a continuación se comentan formaban, entre otras, parte de ese contexto.
Acuerdos y desavenencias
En el campo aliado, por ejemplo, se producía una rivalidad y patente animadversión entre la URSS y Estados Unidos que no podían ayudar a restañar Gran Bretaña o Francia, reducidas ya a potencias secundarias que, en las postrimerías de 1944, estaban más interesadas en el reparto de influencias políticas que en ayudar a sostener una hipotética lucha de guerrillas, de incierto resultado, en territorio español. El régimen de Franco había sido ya prematuramente reconocido por Gran Bretaña, antes de acabar la guerra, y España tenía ya asignado su papel geoestratégico en el futuro orden europeo y mundial; nada iba a cambiar ese papel, estuviera o no gobernada por los despóticos vencedores de la semiolvidada ¾para europeos y americanos¾ Guerra Civil española.
Los dirigentes del PCE, en su afán de justificar la incursión de un ejército guerrillero español en paro ¾y, por ende, “peligroso” para la “seguridad interna” de Francia y sus aliados¾, no se detuvieron a considerar seriamente las circunstancias apuntadas en el párrafo anterior, que contravenían los legítimos deseos de devolver la democracia a España. Estos sucesos estaban cambiando notablemente las condiciones para la acción política. En el caso concreto de Francia se pensaba, por las nuevas autoridades ¾entre las que ejercía un liderazgo absoluto el general Charles de Gaulle, otra personalidad singular¾, más que nada en restaurar su menoscabado prestigio internacional; en restañar la maltrecha unidad de la República Francesa; en la reconstrucción de su capacidad de producción industrial, en el remonte de una agricultura en decadencia; en la sutura de una moral social resquebrajada; en disponer de suficiente presencia en el nuevo reparto del poder político en el escenario europeo.
Para la Francia que representaba De Gaulle, el dictador Franco y su régimen, la restauración de la democracia y de las libertades en España, etc. no eran más que asuntos relativamente secundarios o fuera de su competencia. La revista Mundo, que se publicaba en la España franquista, en su número 235 del 8 de noviembre de 1944, decía:
“En orden a las incursiones realizadas en territorio español por el “maquis” rojo, integrada por unos cincuenta mil hombres [¡qué sufridas son las cifras!] que atravesaron los Pirineos al ser derrotados en 1939 (…), la agencia Reuter escribió el día 27: “La actitud del gobierno provisional francés con respecto a los incidentes registrados en la frontera francoespañola ha sido claramente definida por Radio París. La radio indicó que, aunque muchos periódicos franceses han atacado a España esto no afectará a la política internacional francesa (…)”. Radio París agregó a continuación que la situación actual en España es una cuestión que incumbe solamente a los españoles.” (La cursiva es mía.)
Un equipo compacto y eficaz
Jesús Monzón, gracias a su carisma, a sus conocimientos (era abogado) y a sus dotes de organizador consiguió, con ayuda de su segundo, el vallisoletano Gabriel León Trilla (uno de los fundadores del PCE junto a Bullejos, Mijé, Vega o Adame), algo difícil: organizar los primeros comités clandestinos y unificar los núcleos dispersos de comunistas en el interior de España. Todo ello, tras ganarse la confianza y algo más de Carmen de Pedro, lo que le permitió realizar una labor similar entre los comunistas españoles en Francia. Es interesante detenernos en la figura de Carmen de Pedro, una secundaria forzada a desempeñar un papel clave (más allá de sus propios deseos) en este proceso. Ella recibió el encargo de Dolores Ibárruri, “Pasionaria”, de mantener contacto en Francia con algunos de sus camaradas, ayudar a los refugiados, preferentemente a Francisco Antón, preso en el campo del Vernet, y de éste recibió a su vez la orden de permanecer en Francia con funciones de delegada del PCE… Un encargo inimaginable, casi surreal (dada la escasa o nula experiencia de nuestra heroína para gestionar tan alta responsabilidad; a no ser que se apostara (¿?) por desactivar o al menos ralentizar las actividades del PCE en Francia en tiempos del Pacto Germano-soviético.
De alguna manera, la ex mecanógrafa del Comité Central en Madrid y Barcelona y ex secretaria de Palmiro Togliatti, durante la guerra, quedó al frente del PCE, en Francia, una organización inexistente como tal de la que dependían también muchos contactos con el interior de España; una chica muy joven, poco agraciada y con escasa presencia, según la mayoría de descripciones y las fotos disponibles, controlaba, sin embargo, los enlaces y contactos. Así que las mejores dotes de su compañero sentimental Jesús Monzón hicieron inevitable que fuese este quien actuase —apunta Daniel Arasa— como “verdadero cerebro del PCE en los años de la Segunda Guerra Mundial.”
La historia política e incluso sentimental entre Jesús Monzón y Carmen de Pedro ocupa los inicios de la novela de Almudena Grandes, Inés y la alegría (2010). La autora narra cómo se conocieron y cómo intentaron reconstruir el PCE al imponer Monzón su liderazgo rompiendo esquemas tradicionales, hasta que la dirección del partido, “sospechando” del buen funcionamiento de las organizaciones de Francia y el interior, intervino para acomodar lo existente a sus deseos y objetivos.
Monzón disponía —al menos de eso hacía gala— de militantes, cuadros, enlaces y experiencia organizativa; estimulando el reclutamiento de guerrilleros y trazando una estructura que sería el embrión de las fuerzas partisanas que pensaba introducir en España desde Francia. Su influencia en el PCE, tras haber sido gobernador civil de Alicante y Cuenca durante la Guerra Civil, se había debilitado hasta que su amistad con De Pedro le valió ejercer el poder en la sombra, desde la Delegación del Comité Central del PCE en Francia. Se vio acompañado por los jóvenes Manuel Azcárate y Manuel Gimeno (joven sastre valenciano, responsable de las Juventudes Socialistas Unificadas, JSU, en Francia), bajo su influencia, dada su mayor veteranía y experiencia. Monzón y De Pedro movieron los hilos desde Aix-en-Provence y Marsella. Luego todo se trasladaría a Toulouse. Sin embargo, y en teoría, carecían de capacidad de decisión política porque los criterios de actuación los establecía el Buró Político, disperso, según hemos visto. El pez que se muerde la cola…
Almudena Grandes interpreta así la convivencia de esta extraña pareja: “Carmen cree que los dos forman un equipo en el que él manda y ella se ocupa de ponerse guapa sin preocuparse de nada…”. La crisis no tardaría en producirse. “Jesús Monzón está seguro de que Hitler va a perder la guerra, pero incluso si el conflicto se alarga (…) la Unión Nacional es una idea excelente, como demostrarán todas las fuerzas democráticas españolas más de veinte años después, poniendo en pie plataformas semejantes”.
Lo cierto es que la UN fue una buena idea absolutamente desaprovechada y concebida fuera de tiempo. Ferrán Sánchez Agustí, que ya desgranó el contenido de esta “operación” en su libro Maquis a Catalunya. De la invasió de la vall d’Aran a la mort de Caracremada, en su nueva aportación Maquis y Pirineos (1944-1945) incluye unas páginas con listados minuciosos de adhesiones a la UN de escritores, artistas e instituciones culturales de donde deducir una “pluralidad ideológica” que en la práctica se redujo a un apoyo moral a las invasiones. Entre los firmantes, el ex ministro y miembro del Gobierno Republicano en el exilio José Giral o el socialista Julio Álvarez del Vayo, ex ministro de Estado y colaborador de Negrín, defensor a ultranza de la República y la necesidad de resistencia. Entre los militares, podemos destacar al general republicano, en posesión de la Legión de Honor, José Riquelme.
El hundimiento
En algún momento de este mismo año 1944, y tras hacer recuento de las fuerzas disponibles, Jesús Monzón, sin contar con Carmen de Pedro, decide su marcha a Madrid y convence a Carmen para que se vaya a Suiza con Manuel Azcárate. Esto es una decepción para ella, que no tuvo más remedio que aceptar al convencerla Monzón de que siendo la cabeza del partido necesitaba encontrarse a salvo y debía recaudar fondos para la organización de las acciones previstas. Monzón se establecerá en una casa-chalé en Ciudad Lineal (Madrid), desde donde creía tener el control de la situación política.
No podemos leer sin esbozar una cierta sonrisa la interpretación que la novelista Grandes hace de los pensamientos de Monzón:
“—Ríete de mí ahora, Dolores —murmuraría Jesús Monzón en su confortable casa de Madrid, tan lejos de la Plaza Roja, tan cerca de la Puerta del Sol—. Ríete ahora, anda y ya veremos quién se ríe el último…”
Sabemos que fue “Pasionaria” quien rio la última. Pero en aquellos tiempos Monzón, convencido de sus razones, ordenó a su pequeño ejército guerrillero que cruzara los Pirineos. Radio España Independiente, la emisora clandestina del PCE, informó de que la operación “Reconquista de España” se había puesto en marcha. De lo que no informó la “Pirenaica” fue de las controversias políticas que se desataron en la cúpula del comunismo español ante esta realidad consumada, que terminó con un fracaso militar y decisiones políticas muy perjudiciales para Jesús Monzón y quienes le apoyaron.
Por otra parte, las tropas y guerrilleros españoles que habían participado de los movimientos de resistencia y contribuido a derrotar al invasor nazi en Francia, a partir del verano de 1944, tenían dos misiones. Continuar persiguiendo al ejército alemán en retirada, la primera, y hacer acopio de fuerzas propias y pertrechos militares para intentar derrocar al régimen franquista, la segunda, que acabó por ser la preferente. Este ejército, que llegó a tener organizados de diez a doce mil hombres, concentrado en su mayor parte en las zonas pirenaicas, el Ariège y otros departamentos colindantes, preocupaba tanto a sus propios dirigentes como a las tropas francesas del general De Gaulle, quien rechazó de plano, a través de sus intermediarios, la cesión de artillería pesada y vehículos blindados de cualquier tipo para una hipotética invasión de España, como ya hizo público en su momento Radio París.
Lo cierto es que el general De Gaulle desconfiaba de los maquis y de la Resistencia en general. Sus representantes se enfrentaron duramente con algunos dirigentes guerrilleros, en particular con el temido Serge Ravanel. Ante la demanda de éstos de su reconocimiento como fuerza militar eficaz en la lucha contra los invasores nazis, el general pactó con una comisión la concesión de varios centenares de condecoraciones, algunas de máximo nivel, para los combatientes más destacados. Doscientas de ellas fueron entregadas a componentes y jefes de la AGE, distinguidos con la Legión de Honor. Por otro lado, la comisión gaullista denegó la entrega para la proyectada invasión pirenaica de armamento pesado, aunque prometió ayuda para el armamento ligero, víveres y municiones. Fue uno de tantos incumplimientos. Para De Gaulle y su Gobierno lo incomprensible era cómo los maquis españoles no entregaban su armamento si no pensaban seguir empeñados en la liberación de Francia y la derrota germana. Así pues, la mayor parte de las armas empleadas en esta “operación” procedían de “viveros” propios.
Francia no era partidaria en aquellos momentos de una acción militar de cierta envergadura contra el régimen de Franco. Para los políticos franceses (incluidos los dirigentes del PCF como Marty o Thorez) encelados en terminar la guerra, su deber era contribuir a la reconstrucción de la capacidad productiva nacional, e insistían en la necesidad de no plantear problemas a Estados Unidos, que desde aquellos momentos pasaba a ser su mejor aliado. Respecto al resto de los aliados, cada uno miraba por sus intereses inmediatos.
Así pues, la operación “Reconquista de España” nació ya cercenada desde sus inicios, tanto por la falta de las ayudas materiales necesarias como de los apoyos internacionales que hubieran avalado sus demandas y aspiraciones políticas.
No obstante, la dirección política de la Unión Nacional (en realidad los dirigentes del PCE) y los jefes militares de la AGE fueron partidarios de dar ocupación y salida a aquellos guerrilleros que, en posesión de armamento convencional y ganas de luchar, trataron de ocupar momentáneamente los valles de Arán y del Roncal, para despertar la capacidad de resistencia y apoyo de los españoles, cosa en la que se equivocaron totalmente. Podemos considerar con ello que toda la dosis de nostalgia que puso en marcha para quienes intervinieron y creyeron en la victoria fue tan grande como la decepción posterior. El imaginario al que convocaba Arán era algo así como un “tres en uno”. La invasión… era al tiempo una batalla librada y perdida de la Segunda Guerra Mundial, un rescoldo de la Guerra Civil y un anticipo de lo que sería el movimiento guerrillero antifranquista en la España de Franco.
El campo de las calaveras
“No pudiendo imponerse por convicción,las religiones políticas recurren a la violencia”.
Antoine de Saint-Exupéry, Carta a un rehén.
Las relaciones entre Jesús Monzón y el tándem político que formaban en la cúpula del partido Dolores Ibárruri y Santiago Carrillo habían sido hasta el fracaso cosechado en el Valle de Arán buenas, incluso cordiales. Monzón contaba desde los tiempos de la Guerra Civil con la confianza absoluta de Dolores Ibárruri y, al menos en apariencia, con la de “Santi” (así es como el navarro llamaba, a veces, a Carrillo Solares) con quién —tanto Pilar Soler, alias “Anita”, como él— intercambiaron pequeños regalos, según consta en las Memorias de Azcárate.
Por mucho que Carrillo cargara las tintas sobre el fracaso de Monzón y Trilla en lo del Valle de Arán, haciendo pasar sus decisiones como “aventurerismo” e insinuando que Monzón era continuador de la traición “quiñonista” (Quiñones, recordemos, fue un exdirigente torturado y fusilado en Madrid que fue considerado por la dirección del PCE como un traidor y rehabilitado posteriormente) lo que realmente se ventilaba ¾según Joan Estruch¾ era el control (poder) del PCE en Francia y España. Carrillo envidiaba la capacidad de liderazgo de Monzón y también el hecho de que hubiese llevado adelante el primer proyecto de reconciliación con otras fuerzas, el intento de aislar al franquismo haciendo política, al tiempo que movilizaba a las guerrillas para conseguir —como diríamos hoy— mayor audiencia. No se ventilaba, pues, la lucha entre dos líneas o concepciones distintas, sino sobre el ejercicio del poder. No es el único que lo ve.
Para Gregorio Morán hay una intención oculta en el proceder de Santiago Carrillo contra Monzón, y es la de reafirmar su propio papel como dirigente vigilante y guardián de las esencias. Por ello, Carrillo, crea un nuevo enemigo imaginario instigando una conspiración contra el “monzonismo”, heredero del “quiñonismo”. Dos “ismos” políticos que nunca existieron como tales. Aunque no será hasta el V Congreso (Praga, 1954) cuando se establezca la condena formal (desaparecidos los protagonistas), ya sin eco ni respuesta posible. Lo primero que hizo Carrillo, anticipándose a la historia, fue tomar medidas drásticas. Recurro a un párrafo perdido entre sus extensísimas y poco informativas Memorias (última revisión de 2006) para explicar el sentido de esa aceleración en el ejercicio de la justicia partidaria. Se muestra Carrillo en ellas a favor de
“diferenciar entre donde está la provocación y dónde la inconsciencia. [Pero…] Mientras tanto el enemigo (¿?) detiene, tortura y fusila (…) No queda otro camino (¿?) que cortar por lo sano, drásticamente, corriendo el peligro de punir con los auténticos culpables, algún inocente (…) Es terrible, crea tremendos problemas de conciencia (…) objetivamente el inocente está participando en la provocación [los interrogantes y frases en cursiva son del autor].
Aprovechando la debilidad sentimental de Carmen de Pedro y el que Monzón continuase en Madrid viviendo con Pilar Soler ¾una guapa militante valenciana, hija no reconocida del famoso periodista Félix Azzati¾, Carrillo predispuso a la primera en contra del navarro. Envió a Madrid a Agustín Zoroa (que más tarde se casó con la despechada Carmen de Pedro) para hacerse cargo de las guerrillas del interior y separarlas de las organizaciones sindicales y del partido. Se entrevistó con Monzón y logró en poco tiempo resultados positivos en su misión. De Pedro sucumbió a los interrogatorios y acabó denunciando a Monzón.
Entre tanto, la discusión sobre las invasiones y acciones guerrilleras masivas continuaba. Debe quedar claro que no formaban parte de un plan alocado e irreflexivo sino que eran un intento de aplicación —escasamente madurado, pero ya sostenido por todo el Buró Político en principio— en España del modelo insurreccional que había triunfado en Francia ¾según Estruch¾, debido a la conjunción de un ejército invasor (los aliados en Francia; los guerrilleros de la AGE en España), una guerrilla rural de retaguardia (el maquis, fuerte en Francia pero falto de articulación y dirección en España) y la guerrilla urbana (la Resistencia en Francia, y con muy escasa presencia en España). La diferencia esencial entre Carrillo y Monzón era metodológica; para el primero, había que actuar con pequeños grupos. Admitió pues, al llegar a Francia, que conocía el proyecto Monzón y que intentó oponerse en una carta que no llegó a los responsables políticos ni jefes militares, que sí recibieron, por contra, la de Monzón conteniendo la orden de ponerse en marcha para atravesar los Pirineos.
Las cosas se precipitaron. “Invitamos −dice Carrillo, en sus Memorias− a Pilar Soler, a Monzón y a Trilla a venir a discutir en Francia”. Una vez allí, Pilar Soler, que se trasladó con su hija, fue sometida a duros interrogatorios, presiones continuas y a permanecer en Francia trabajando para el partido. Monzón trató de evitar los lugares controlados por los “pasadores” habituales del PCE para acudir a la cita, pues tenía fundadas sospechas de que intentarían asesinarlo, pero fue apresado, casualmente, en casa de Jaume Serra, un amigo al que buscaba también la policía. Fue, casi de inmediato, procesado por un tribunal franquista y condenado a muerte. Al parecer, la intercesión de sus viejos amigos carlistas de Navarra ¾entre los que estaba Tomás Garicano Goñi, que desde 1941 era secretario general de Justicia y Derecho del gobierno de Franco¾ le salvó la vida y su sentencia fue conmutada por la de 20 años de cárcel, de los que cumplió once en el penal de El Dueso en Cantabria.
Gabriel León Trilla, alias “Julio Torres”, ex editor clandestino de Mundo Obrero, y su estrecho colaborador Alberto Pérez Ayala no tuvieron tanta suerte y fueron asesinados con premeditación y alevosía, por orden del partido, en Madrid. Se les apuñaló (para simular una reyerta) en un descampado, conocido como Campo de las Calaveras por haber albergado un cementerio abandonado. Estos viles asesinatos de “comunistas, muertos por otros comunistas” (como recordará amargamente Jorge Semprún en su necrológica sobre Trilla publicada en El País en abril de 1980) le fueron encargados por Carrillo a Cristino García Granda, héroe como sabemos de la Resistencia en Francia, que fue “vergonzosamente enviado a España, para cumplir como tarea fundamental” la de ordenar estas muertes, pero que se negó a hacerlo personalmente, y fueron dos de sus hombres los que “ejecutaron” la orden. La policía de la dictadura no tardó en detener a los ejecutores, que fueron, no mucho después, pasados por las armas.
Un balance desolador y trágico: cuatro muertos, y varios militantes incapacitados, apartados de sus tareas y condenados a la muerte social. Pero no todo acabó ahí. El V Congreso del PCE en su Informe oficial, entre otras muchas barbaridades sin demostrar, estableció que:
“Monzón y Trilla fueron a España no por mandato del partido, sino respondiendo a intereses ajenos al partido (…) protegidos por amigos carlistas de Monzón, a quien este, a espaldas del partido, había salvado en el período de nuestra guerra.(…) Como un viejo y experimentado provocador, Trilla entregó a la policía la organización del partido y de guerrilleros que había sido reconstruida después del golpe de Quiñones y realizó un trabajo de confusionismo político entre los camaradas que trabajaban cerca de él.(…) Habiendo actuado en Francia en el período de la ocupación alemana, Monzón y Trilla estuvieron ligados con el policía norteamericano Field, dándole la posibilidad de reclutar para su trabajo a elementos vacilantes, aventureros y arribistas…”
No gastaré mucho espacio en rebatir los despropósitos que se establecen como verdades oficiales en estos párrafos, pero sí añadiré algún comentario. Monzón y Trilla actuaron en todo momento durante su estancia en Francia bajo el control del partido, aunque se pusieron en riesgo al dar cabida y utilizar iniciativas personales a falta de instrucciones precisas, que no llegaban desde una dirección política situada a miles de kilómetros de distancia. Su labor, en este sentido, más que censurable, es encomiable.
Trilla, el gran sacrificado de esta historia, atraído con engaños a un siniestro lugar para ser asesinado, fue durante toda su vida un militante ejemplar, que si bien por sus contradicciones con la política de la Internacional fue expulsado temporalmente, luego fue readmitido, siendo, sin duda, la mano derecha de Monzón a la vez que su mejor consejero en los temas de reorganizar el partido y el maquis en Francia y en España en tiempos verdaderamente difíciles.
Recurriremos a las memorias de Manuel Azcárate para aclarar lo ocurrido con el policía norteamericano Noel Field, aspecto fuerte en el que se basaba la acusación contra Monzón y Trilla, en plena fiebre estalinista por la persecución de los “traidores”, que se suponía debían existir en todos los partidos. Había que descubrirlos y liquidarlos según la doctrina comunista vigente del momento. Field, como argumenta Paul Preston en la nueva edición actualizada de El zorro rojo (2015), era “un antifascista a ultranza (…) que respaldó al bando republicano en la Guerra Civil española”, pero era judío y, por ese motivo, aunque no se diesen explicaciones oficiales, se le consideraba sospechoso de actividades antisoviéticas; sin embargo, era un contacto seguro a la hora de recaudar fondos por su estrecha amistad con simpatizantes de la causa aliada en Suiza y otros países. Esto hizo que Manuel Azcárate tomase contacto con él y que, a su vez, se lo presentase a Jesús Monzón. La nota que envió Azcárate a Carrillo fue contestada con la orden de que cesara su trabajo y esperara a ser convocado. “Enseguida me doy cuenta de que lo que de verdad le interesaba a Carrillo no es mi caso, sino acumular combustible para lanzar el ataque contra Monzón (…) Si no con pruebas, al menos con insinuaciones…”
Guardaré para el final, recurriendo una vez más a la sexta revisión de las Memorias de Santiago Carrillo, una de sus frases, tan anodinas como sustanciales para interpretar su laberíntico pensamiento político:
“Hubo en ‘esos años’ dos momentos en los que [predominó] la psicosis de la provocación y la traición (entre 1945 y 1946, y entre 1949 y 1950). Un período siniestro [en el que] alguien en la URSS, presentó una denuncia contra mí”.
Claro que Carrillo, con sus habituales misterios, no nos dice ni quién fue el denunciante, ni cuál fue el contenido de la denuncia.
Las invasiones y el maquis en España
Ya hicimos referencia en su momento a los núcleos de “huidos” que quedaron en el interior de España cuando se produjo la derrota de la Guerra Civil y la “retirada” del grueso del EPR que se exilió más allá de la frontera francesa en 1939. Retomamos, ahora, ese tema. Estos núcleos continuaron dispersos y sin lugar estable desde donde presentar resistencia al franquismo. Sin estructura definida ni objetivos estratégicos claros, acosaron al enemigo, buscando refugio en las sierras y zonas de difícil acceso en diversos lugares y regiones repartidos por la geografía peninsular. Pasaron a ser maquis en el sentido puro y lato de la palabra; es decir, ligados al monte y al mundo rural. La relación de las partidas del maquis con las ciudades sólo se producía de tarde en tarde, y se limitaban a los contactos realizados con miembros del único partido político interesado en la resistencia armada contra Franco, que era el PCE. Algunos estuvieron ligados al XIV Cuerpo de Guerrilleros, creado en 1938; otros aprendieron el oficio tras echarse al monte para evitar la represión del ejército de ocupación franquista.
En bastantes ocasiones, la existencia de estos núcleos o partidas aislados en la difícil orografía hispánica, estaba ligada a sendos intentos de reconstrucción del PCE en diversas ciudades. Si se producían detenciones (“caídas”) de algunos de sus contactos, el peligro acababa afectando a los resistentes que operaban en el mundo rural. Entre 1941 y 1943 se produjeron diversos intentos de relación con los núcleos del interior por parte del PCE que sólo en contados casos y con graves dificultades fructificaron. Los intentos se llevaron a efecto en varios puntos de Andalucía, el centro peninsular, la cornisa norte, los montes galaicos y algunos lugares de Aragón. En realidad estos contactos venían a ser efectos colaterales de suma importancia de la operación “Reconquista de España” que quedaron en plano secundario, tapados por el oropel y el brillo “internacionales” de las invasiones pirenaicas. El PCE estableció en una carta abierta publicada en Nuestra Bandera en enero de 1945 que, en materia de resistencia antifranquista, se trataba de
“… crear hechos consumados para que las potencias democráticas se vean obligadas a ocuparse del ‘caso español’. No son las unidades guerrilleras las que van a resolver la situación (…) Lo decisivo y fundamental son las luchas de masas mismas, que hay que combinar con la acción guerrillera”.
Unas afirmaciones muy generales y un tanto ambiguas, poco contrastadas con la realidad por la que atravesaba España bajo la bota de la dictadura franquista.
Los núcleos de huidos estuvieron, tras la Guerra Civil, relativamente bien implantados en Galicia, Asturias, Cantabria, Granada, Málaga, Córdoba, Jaén, Extremadura y algunos puntos del Maestrazgo turolense. Núcleos con jefes naturales y militancia intermitente de las diversas ideologías del campo republicano, con predominancia comunista. En 1942, el PCE, según Gregorio Morán, envió a España a Jesús Carreras para contactar con la organización de Madrid de Heriberto Quiñones. Al caer este en manos de la policía, envió a Manuel Gimeno para que tomara contacto con Carreras, pero tuvo que sustituirlo y se libró, él mismo, de la detención por los pelos. Gimeno volvió a Francia a mediados del 43. Al parecer, las actividades guerrilleras de las partidas “se reducían entonces a acciones de terrorismo individual, a lo que los españoles fueron muy dados.”
Los jefes de estos grupos irregulares tomaban sus propias decisiones. Tan sólo a partir de 1943 gozaron de cierta organización como producto de contactos con el exterior. Un ejemplo de ello serían los grupos gallegos y leoneses que trataron de ser organizados por Gómez Gayoso y Antonio Seoane, enviados desde México por la organización del PCE. Junto a ellos operaban dos partidas libertarias e incluso una galleguista (nacionalista), aunque toda la historia y desarrollo de las guerrillas en León-Galicia se mantiene alrededor de su personaje más mediático, que fue el guerrillero más odiado, perseguido y, finalmente, abatido, Manuel Girón Bazán, alias “Girón”, al que volveremos a encontrar. Las partidas asturianas estaban formadas en grupos de a diez, y eran mayormente de ideología socialista, aunque no recibían instrucciones de la dirección del PSOE en Francia, muy alejada de la estrategia por la lucha armada.
El maquis cántabro tuvo un jefe carismático, de origen humilde y popular, y ya por estos años, famoso. Se trataba de Juan Fernández Ayala, alias “Juanín”, nacido en la entonces localidad santanderina de Potes en 1917, y que operó principalmente en el valle de Liébana. Se decía que estableció su puesto de mando en una cueva de los Picos de Europa, donde exhibía en un pequeño museo 28 tricornios de otros tantos guardias civiles abatidos por él, según Tuñón de Lara, aunque nadie en la actualidad de cuantos conocen la verdadera trayectoria del personaje da crédito a semejante bravata. Me remito, en lo que sigue, a las notas que he tomado de El canto del búho. La vida en el monte de los guerrilleros antifranquistas, de Alfonso Domingo.
Victorio Vicuña, exjefe de la 10ª brigada de la UN, entre otros rasgos, destaca que Juanín “era toda una leyenda. Andaba por su cuenta (…). La Guardia Civil le tenía pánico porque era un tío audaz y fallaba pocos tiros.” Por contra, el guerrillero Jesús de Cos, alias “comandante Pablo”, tiene otra opinión en la que resalta que no era ladrón ni asesino como otros decían de él. La prensa de la época lo trataba de bandolero, cruel y sanguinario. Pese a ello, existía admiración popular por el guerrillero, una admiración que compartían algunos de sus perseguidores. Isidro Cicero cuenta en su Los que se echaron al monte cómo un guardia civil que había intervenido en la muerte de Juanín confesaba respeto hacia el guerrillero: “Si se supiera su historia y su genialidad, todo el mundo lo respetaría. Me tuvo a tiro varias veces, pudo haberme matado y no lo hizo (…). Las circunstancias le obligaron a ser lo que fue…”. Personaje mítico del que volveremos a hablar más adelante y cuyos contactos con la parte organizada del movimiento guerrillero llegaron en 1944 a través de antiguos maquis que estuvieron en Francia, enviados más tarde al País Vasco.
También era muy importante, en Asturias, la partida de Arístides Llaneza, alias “Zola”, que aunque de ideología socialista estuvo encuadrada en la organización guerrillera del PCE.
Una guerrilla urbana similar a la “Resistencia” francesa no existió nunca como tal; hubo intentos del PCE en Madrid y un amago en Valencia que fracasaron por falta de condiciones y preparación como veremos. Guerrilleros anarquistas (de los que contaremos su historia) lograron establecerse por un tiempo en Barcelona…
Trataremos en los próximos capítulos de contar las vicisitudes de estas “guerrillas” y sus figuras y personajes más importantes, a partir de 1944. La operación “Reconquista de España”, entre otros efectos, “estimuló la hasta entonces débil actividad de las partidas y la relativa calma se vio de repente turbada por comentarios que hablaban de una feroz campaña propagandística de los maquis contra el régimen de Franco (…)”, según el historiador Miguel López Corral. El PCE trató de encuadrar en una estructura militar, con cadena de mando, esta tremenda dispersión y dotarla de coherencia política, bajo el nombre deAgrupaciones Guerrilleras, que formaban parte de lo que llamaremos movimiento guerrillero antifranquista. Este movimiento, que llegó a disponer entre sus filas de varios miles de combatientes, atravesó por dos grandes etapas, la primera de las cuales hemos dejado atrás, para entrar, a partir de 1945 y hasta 1952, en la segunda etapa que, a su vez, dividimos en dos grandes fases. La primera, de consolidación y expansión que se extiende, más o menos, hasta 1948. Y la segunda, de lenta agonía y desaparición, que abarcaría desde esta fecha hasta 1952.
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