dijous, 6 de juny del 2024

Españoles en la liberación de Francia: 1939-1945 . Félix Santos

 

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ArribaAbajoIntroducción


Hombre de España, ni el pasado ha muerto,
ni está el mañana -ni el ayer- escrito.


ANTONIO MACHADO               



Hace cincuenta años Europa ponía fin a la pesadilla nazi. A primeros de mayo de 1945, con la capitulación de Alemania, terminaba en este Viejo Continente la guerra más cruel de su historia.

Una guerra que ocasionó desplazamientos de poblaciones sin precedentes. El primero de todos fue el éxodo de medio millón de españoles que huyendo de las tropas de Franco en el invierno de 1939, a través de los Pirineos, buscaron refugio en Francia.

Ha sido el mayor éxodo de la historia de España1 y el primero que provocó la Guerra Mundial, dando por sentado que la guerra civil española fue el primer episodio de la mundial. Después vendrían las deportaciones de millones de judíos enviados a los campos de exterminio, los millones de trabajadores llevados a Alemania a trabajar, la huida de millones de polacos, la desbandada de los rusos ante el avance alemán en su territorio o la desbandada de diez millones de alemanes en las últimas fases de la guerra, ante el avance soviético.

El final de la guerra puso punto final a la mayor sangría humana de la historia. Según las estimaciones más prudentes, hubo 20 millones de muertos soviéticos; de 5 a 7 millones de alemanes; 6 millones de polacos; 600000 franceses; más de 400000 británicos y unos 300000 norteamericanos.

¿Cuántos españoles murieron en la guerra mundial?

Si limitamos el cómputo a quienes murieron combatiendo en suelo europeo a partir de 1939, a pesar de que las cifras manejadas son objeto de polémica2 pueden darse como indiscutidas las siguientes: más de 6000 españoles murieron en el campo nazi de Mauthausen, la mayor parte de ellos asesinados por los SS; de los más de 15000 refugiados españoles incorporados al Ejército francés, unos 6000 perdieron la vida en combates regulares contra las fuerzas alemanas e italianas; se desconoce el número de bajas que hubo entre los 10000 guerrilleros incorporados a las Forces Françaises de l'intérieur de De Gaulle cuyas actuaciones fueron decisivas para la liberación del sur de Francia. De los 700 españoles combatientes contra el Ejército alemán en el seno de las fuerzas soviéticas, perdieron la vida en torno a 300.

(Digamos entre paréntesis que, en el otro lado, de los 47000 españoles que integraron la División Azul para combatir en el frente oriental, unos 5000 perdieron la vida en combate).

Pérdidas de vidas humanas, ciudades y países arrasados. Esta vez los horrores de la guerra alcanzaban cimas inimaginables. Pero, a pesar de las tragedias humanas sumadas, el mes de mayo de 1945 resplandecía lleno de esperanzas. Europa se veía libre de uno de los yugos más siniestros jamás padecido por las naciones del Viejo Continente.

A esa liberación habían cooperado de manera relevante varias decenas de miles de españoles. Sus trabajos, sus sufrimientos, sus luchas, su valor, reconocidos en un primer momento por los Aliados, especialmente por los franceses, han tendido posteriormente a desvanecerse. Faltos de un Estado que respaldara y reivindicara el reconocimiento de sus acciones, aquellos españoles vieron, decepcionados, cómo después de haber sido perseguidos, humillados, y no obstante, haber   —6→   defendido con generosidad y valentía la libertad frente a la ocupación alemana, pasaban a ser progresivamente olvidados e ignorados.

En la bibliografía francesa sobre la Resistencia y sobre las batallas por la liberación de Francia es raro encontrar una sola línea que aluda a la participación de los españoles3.

Desde luego, la opinión pública española, durante décadas ayuna de noticias acerca del destino de los exiliados republicanos, conoce poco y mal las vicisitudes de esos compatriotas, a pesar de que con su contribución en uno de los momentos más terribles de la historia europea, escribieron una de las páginas de la historia de los españoles de la que podemos sentirnos más orgullosos.

La presente monografía es una crónica contra el olvido. Una crónica que pretende ofrecer al lector materia les esenciales para recuperar la memoria colectiva sobre el destino, dramático, con frecuencia heroico, a veces trágico, de las decenas de miles de españoles que desde los inicios de la guerra mundial participaron muy activamente en los combates por la liberación de Europa.

Esos españoles estuvieron presentes en los episodios más significativos de la guerra: en Narvirk, en Dunquerque, en la Batalla de Francia, en la Resistencia, en el maquis, en Stalingrado, en Moscú, en el Plateau de Glières, en el desembarco de Normandía, en la liberación de París y de Estrasburgo, en la liberación de Lyon; fueron guerrilleros españoles los que liberaron Foix y otras localidades del sur de Francia. «No hay región francesa que no esté regada con sangre española», en palabras de uno de los guerrilleros superviviente.

Y en los campos de exterminio alemanes de más siniestra resonancia hubo españoles: en Mauthausen, en Dachau, en Auschwitz, en Buchenwald, en Orianemburg... La mayoría de los que por ellos pasaron dejaron allí su vida. También hubo supervivientes. El testimonio de algunos de ellos se recoge en esta crónica.

A lo largo de 1995 en que en toda Europa se ha conmemorado profusamente el fin de la Segunda Guerra mundial en suelo europeo, en España tampoco han faltado actos oficiales de recuerdo, reconocimiento y homenaje a los españoles que en ella combatieron. El 4 de abril de 1995 el Congreso de los Diputados aprobaba por unanimidad, en una sesión plenaria, la propuesta de organizar actos de homenaje a los españoles que participaron en la Segunda Guerra Mundial. Tal vez lo más significativo de este gesto de reconciliación con el pasado fueron el tono y el contenido de los discursos de los portavoces de los Grupos Parlamentarios, tanto de izquierdas como de derechas.

El 20 de mayo de 1995, el ministro de Defensa, Julián García Vargas, inauguraba en el madrileño cementerio de Fuencarral un monumento dedicado a los españoles que combatieron por la libertad de Europa entre 1939 y 1945.

Meses antes, el 21 de octubre de 1994, el presidente del Gobierno español, Felipe González, y el presidente de la República Francesa, François Mitterrand, habían rendido público homenaje, en Prayols, ante el monumento allí levantado, «a los guerrilleros españoles muertos por Francia y por la libertad».

Esta crónica, inevitablemente somera, pretende ser una ventana abierta al conocimiento de las odiseas de esos miles de españoles que, en tan dramáticas circunstancias, preservaron la dignidad del nombre de España y de los españoles.

No pocos de aquellos españoles viven todavía. Todos ellos superan los 70 años de edad. Algunos, pocos, han regresado a España. La mayoría se quedaron a residir en Francia donde crearon sus familias. En busca de su testimonio, el autor se ha desplazado a la Alta Saboya y a Toulouse donde ha podido conversar con ellos. Quede constancia de su agradecimiento a todos ellos por la aportación inestimable de la memoria viva de los hechos y por las viejas fotografías y documentos facilitados. El autor agradece también a José Martínez Cobo, médico e historiador residente en Toulouse, su ayuda para contactarlos y sus atinadas observaciones al texto que le han permitido mejorarlo y evitar algunos errores. Agradece también a José Castro, igualmente residente en Toulouse, el haberle guiado y acompañado en esos encuentros.





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ArribaAbajoCapítulo I

Medio millón de españoles se refugian en Francia


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Una larguísima fila de soldados harapientos, de mujeres desoladas, de ancianos taciturnos, de niños abatidos por la fatiga, avanzan siguiendo la cinta de la carretera hacia la frontera francesa. Caminan lentamente. Llevan consigo en modestas maletas y en sacos o fardos lo que han podido salvar precipitadamente de sus hogares abandonados. La mayoría van envueltos en mantas para protegerse del frío. Numerosas mujeres llevan en brazos a sus hijos o arrastran detrás de ellas niños extenuados.

Entre La Junquera y Le Perthus los millares de coches, camiones, carretas, tartanas, bicicletas, ambulancias, caballos, que se abren paso dificultosamente entre la muchedumbre extenuada, provocan un descomunal embotellamiento.

El mismo espectáculo desolador puede verse en todas las carreteras que se adentran en los Pirineos.

La fila de fugitivos cubre kilómetros y kilómetros. La tétrica imagen que componen refleja la mayor hecatombe de la historia española contemporánea. Son los republicanos derrotados en la guerra civil que huyen a Francia tras la caída de Catalunya en el invierno de 1939.

La marea humana que se dirige a la frontera francesa tiene dimensiones de éxodo bíblico. Reina un grave silencio, roto únicamente por el ruido de los aviones «nacionales», (alemanes, italianos), que se acercan, y por la alborotada búsqueda de un refugio protector. Los aviones bombardean y ametrallan a la muchedumbre de refugiados hasta la misma frontera, bajando a veces a poca altura para ajustar mejor el tiro4.

La toma de Barcelona por las tropas de Franco ha provocado pánico en las poblaciones que huyen en desbandada. Las atrocidades cometidas por los vencedores circulan de grupo en grupo. Llegan noticias del «matadero del Llobregat» donde la División mandada por el general Yagüe ha ametrallado a 500 civiles.


Con Antonio Machado y su madre en Banyuls

Entre los fugitivos va un muchacho de 19 años, de Santander, oficial del Ejército derrotado. Se llama Eulalio Ferrer. Casi 50 años después, en 1988, se decidió a publicar el diario que escribió al filo de aquellos días5. Este es su testimonio:

Nuestra retirada, desde Figueras, nos había conducido a Port-Bou el 5 de febrero de 1939. La evacuación a Francia ya estaba iniciada. Se asaltaban los camiones y los depósitos de víveres. Millares y millares de gentes en fuga. La ira y el pavor se confundían en los rostros. Jefes y soldados, mujeres y niños. Caravanas interminables de coches. Armas por doquier, cañones, ametralladoras, fusiles, tanques dinamitados. El túnel fronterizo fue el refugio general. Alcanzamos un vagón para dormir y esperar nuestro turno de salida.

Me he hermanado con Luis Cillán, compañero de guardia en el castillo de Figueras. También es capitán y socialista. Madrileño de pura cepa. Es seis años mayor que yo y yo le veo con cierto respeto. Atesora una experiencia que a mí me falta. Me atrae su vida aventurera y su confianza en el futuro, liberados por completo de la guerra. He conseguido provisiones para el viaje: galletas y carne enlatada. Andamos lenta e incansablemente. A primeras horas del 7 de febrero pisamos tierra francesa. Entregamos nuestras pistolas que hacen pirámide con   —10→   otras. Tropas francesas distribuidas a todo lo largo de la cordillera divisoria. Junto a la bandera gala, la republicana. Muchos se cuadran ante ellas. Otros, lloramos por dentro en el choque silencioso de las miradas. Una idea nos obsesiona y puede más que las demás: ¡la guerra ha terminado! Pero sus canciones nos siguen cargadas de ecos melancólicos. Suenan a despedida. Pasamos Cerbère y acampamos en Banyuls. En la placita del pueblo, sentados en un banco, Luis descubre a Antonio Machado y a su madre. Nos miran con gratitud cuando les hablamos. Nos han prometido que vendrán a recogernos, dice don Antonio. Pero nadie sabe nada de nada. Observa mi capote militar y se lo entrego impulsivamente, como si así quisiera rendir homenaje a este gran poeta que tanto admiro. Lo junta a la manta que cubre los dos cuerpos, necesitados de más abrigo. Alguna palabra musitan, pero solo percibimos la luz que pasa de unos ojos a otros, patéticamente tristes, buscando la tranquilidad de la despedida. Andando sobre la carretera llegamos a Port-Vendres. El éxodo congestiona el lugar.

Me impresiona el cuadro de unos mutilados de guerra que piden angustiosamente espacio en un camión. Se acerca uno de los carabineros españoles mezclados con pilotos de aviación y los recogen. En otro nos hacen sitio a nosotros y seguimos adelante. ¿Adónde? A este campo de Argelès-sur-Mer. Luis Cillán se niega a entrar y huye. Yo no puedo seguirle porque me atrapan los gendarmes franceses y quedo dentro de un círculo de cientos más. Se nos conduce al otro lado de las alambradas. Allí nos esperan soldados senegaleses con bayoneta calada y gesto feroz, gritándonos: allez... allez... allez! Con nuestros macutos al hombro, nos formamos en grupos de ocho a diez. Trato de escaparme, pero fracaso una y otra vez. Hay alambradas por doquier. Nos llaman con silbatos y se forman filas para recibir pan. Largas filas que se dispersan y amontonan, según se reparten porciones de pan que no llegan a todos.

Al cambiar de fila me encuentro con el paisano Alfonso Orallo y le pregunto por mi padre. Me lleva a otro grupo cercano y allí lo abrazo. Está desde el día anterior en el campo y le siento muy decaído, sin saber nada de mi madre y hermanas. Le beso con cariño estrechándolo fuertemente. Para un hombre de su sensibilidad, forjado en el idealismo, el espectáculo que nos rodea tiene que sobrecogerle. Los pedazos de pan se lanzan desde los camiones de reparto y se disputan por la ley de la fuerza y de la habilidad, que no reconoce escrúpulos morales. Animo a mi padre y le prometo no separarme de él, lo que le tranquiliza. Estar juntos, compartiendo y desafiando los momentos más sombríos de nuestra vida, ha sido no sólo un bien para los dos, sino una satisfacción para mí en el cumplimiento de las obligaciones filiales.



también va entre los huidos un joven catalán, Esteban Pamies Raventós, que ha dejado también escrito su testimonio de aquellas jornadas6:

Al llegar a la provincia de Gerona, los aviones enemigos se acostumbraron a barrer o ametrallar los convoys que desfilaban por las carreteras. Esteve recuerda la ciudad de Figueras como la última etapa de su peregrinación sobre asfalto. Allí perdió su maleta entre carretas, autocares y bicicletas, y muertos que yacían a su alrededor.

Al renacer la calma se escuchaban gritos de dolor y de espanto que surgían del fondo de unas cunetas repletas de heridos y mutilados indefensos. En los momentos cruciales de una retirada global y desorganizada, no hay médicos ni ambulancias que se presten para auxiliar a los desvalidos.

El temor a caer prisionero, el miedo de ser rechazado en la frontera, el egoísmo que se respira entre miles de fugitivos que parecen competir a quien llega primero, todo influye en la ansiedad del que escapa sin mirar para atrás. (...)

Entre resbalón y caídas, aquella muchedumbre seguía penosamente su único itinerario anhelado por todos. Unos vestidos con uniformes andrajosos. Otros, con sus ropas habituales de paisano, campesino, citadino o aldeano, se movían como una avalancha desorientada por carreteras, caminos, trillos y también escalando montañas o bordeando lagos y ríos. Había niños, ancianos, mujeres embarazadas, heridos malcurados, mutilados de guerra y moribundos desatendidos. (...)

Antes de alcanzar la cordillera pirenaica, Esteve se había unido a un grupo de pilotos que optaron por escalar montañas en lugar de arriesgarse cándidamente entre el «rebaño» de peatones que persistía en seguir por la carretera central hasta la frontera.

Al llegar a 2000 metros de altitud, se encontraron con un pastor que custodiaba un centenar de ovejas con la ayuda de tres fieles perros amaestrados para esa labor. Uno de los aviadores sin avión, preguntó al buen guardián de venderle un cordero para asarlo allí mismo. El pastorcillo calculó el precio del animal y recibió el doble de lo que pedía.

Juntándose con ellos, el pastor cooperó en la preparación y horneada del borrego, que supo riquísimo a todos los comensales famélicos y friolentos. La temperatura había bajado a 15 grados bajo cero al caer el sol por el horizonte lejano. La nieve de enero se había congelado y los pocos árboles existentes, lucían fantasmagóricos revestidos de estalactitas que colgaban de sus ramas desnudas.

Aquella noche sería la última estadía en España para aquellos jóvenes oficiales de corta edad. El más viejo   —11→   contaría con 26 años. Esteve no había cumplido los 20 todavía. Con la barriga contenta, la alegría regresó a las caras de aquellos alpinistas improvisados. Alguien ofreció su bota de vino para regar aquel banquete sin pan ni alioli. Otro sacó una cajetilla de cigarrillos para invitar a los fumadores, y hasta hubo uno que se puso a entonar una bella canción acompañada por su armónica de bolsillo. Hacia las 9 de la noche, todos aquellos aventureros dormían dentro de una manta individual que les tapaba de pies a cabeza. Colocados en círculo alrededor de una pequeña fogata moribunda, los futuros refugiados ilegales roncaban y soñaban cerca de los perros y de la cabaña pastoril. (...)

El día 29 de enero de 1939, Esteve entraba en territorio francés. La borrasca ayudaba a los intrusos, que bajaron hasta el llano sin mayores inconvenientes. Nadie del grupo iba preparado para traspasar una aduana legalmente. (...) Cuando más confiados estaban aquellos catalanes, aparecieron tres gendarmes armados hasta los dientes y estaban apuntando directamente al grupito, gritando que se rindieran entregando las armas. Allí mismo se terminaba la peregrinación ilegal de aquellos atrevidos saltamontes o cruzafronteras.



Nunca en la historia de España se había producido un éxodo de tales dimensiones. Durante los meses de enero y febrero de 1939 cruzaron la frontera pirenaica por Cataluña en torno al medio millón de personas7.

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Militares republicanos españoles velan el cuerpo de Antonio Machado en Collioure.




Brutalmente desengañados por la acogida francesa

Aturdidos, desconocedores de la situación política que atraviesa Francia, los refugiados españoles cruzan la frontera con la esperanza de encontrar en el país vecino una tierra de asilo, paz, seguridad y ayuda. Pronto quedarían brutalmente desengañados.

En las fuerzas francesas del Frente Popular, ganador de las elecciones de 1936, se había producido una ruptura. En abril de 1938, los socialistas quedaron fuera del Gabinete presidido por el radical-socialista Edouard Daladier. Los comunistas habían sido excluidos de la alianza que apoyaba al Gobierno. En el Gobierno francés no quedaba ni rastro de simpatía hacia la República Española, ni la más mínima solidaridad con los republicanos derrotados. Al contrario: lo ocurrido les parecía «un ejemplo funesto de los errores que urgía evitar: la amenaza de la paz social por las exigencias de un proletariado levantisco, la carencia de autoridad estatal, la hegemonía creciente del aparato comunista en la Administración y el Ejército»8.

Así las cosas, la llegada de cerca de medio millón de refugiados españoles, presentados por los medios de comunicación como rojos e indeseables, apareció ante amplios sectores de la opinión pública francesa como un peligro. Ante la actitud inicial del Gobierno radical socialista de Daladier de cerrar la frontera, un grupo de   —12→   personalidades francesas había lanzado un llamamiento en el que argumentaban que «Francia debe aceptar el honor de aliviar la espantosa miseria de los españoles que se dirigen hacia sus fronteras». Firmaban el documento el cardenal Verdier, arzobispo de París; Jacques Maritain, del Instituto Católico; el filósofo Bergson, premio Nobel; el marqués de Lilliers, presidente de la Cruz Roja francesa; León Jouhaux, secretario de la CGT; François Mauriac, de la Academia Francesa; el escritor André Gide; el poeta Paul Valéry y Henry Pichot, presidente de la Unión Federal de Ex combatientes. Contrastaba con la noble actitud de los firmantes del llamamiento, la de algún periódico, como el parisino Le Matin que propugnaba con vergonzosa sorna: «¿Por qué no enviar los refugiados a Rusia? La gente es allí muy amable y la tierra excelente... Francia puede encargarse de la organización, los Estados Unidos del dinero, Gran Bretaña de los barcos, Rusia de la hospitalidad y Ginebra de los discursos»9.

El Gobierno francés se vio desbordado por el río humano que cruzaba la frontera. Tenía preparados algunos campos con barracas para cinco o seis mil personas. Su desconocimiento de la verdadera situación española le condujo a adoptar la decisión de no dejar libres a los refugiados, a encerrarles como si se tratara realmente de seres peligrosos y no de refugiados, militares, y también, muchos, civiles, ancianos, mujeres y niños, que simplemente huían de la guerra y de la represión de las tropas de Franco.

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Columnas de vehículos militares embotellan las carreteras que conducen a Francia.

En playas del Mediterráneo, próximas a la frontera, se instalaron los primeros campos. Todos ellos de pésimas condiciones. La vida en ellos era deplorable. Cercados por alambradas de espino, con separación de sexos, y por lo tanto, de las familias, con vigilancia militar ejercida con desprecio y brutalidad. Sin agua, sin condiciones higiénicas, sin asistencia sanitaria, sin alojamientos. No pocos morirían en esos campos.

El desengaño de los refugiados españoles fue tan fuerte que quedaría grabado en sus almas. Todavía hoy, tantos años después, algún superviviente de aquellos padecimientos se desahoga y expresa, incluso de manera brutal, sentimientos vindicativos provocados por la inesperada acogida de las autoridades francesas cuando, precisamente, más necesitados estaban de ayuda y solidaridad10.

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Miles de refugiados españoles cruzan los pueblos del sur de Francia camino de los campos.

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Sin agua, sin condiciones higiénicas, los refugiados españoles recluidos en los campos se lavan con el agua del mar.




Franco rechaza la posibilidad de amnistiar a los refugiados en Francia

Manuel Azcárate en su libro de memorias Derrotas y esperanzas11 desvela un episodio casi desconocido, reflejado en los diarios de su padre Pablo Azcárate: en el otoño de 1939, algunas semanas después de entrar Francia e Inglaterra en la guerra, Negrín ofreció a Franco, a través del embajador franquista en Londres, Lequerica, una considerable cantidad de bienes de los que aún disponía el Gobierno republicano -dinero en México y Londres, material de guerra, barcos y aviones- a cambio de que Franco decidiera una amnistía que permitiera volver a los españoles que estaban en Francia en unas condiciones terribles y con el destino incierto que les deparara el estallido de la guerra. Franco rechazó el ofrecimiento, gesto que revelaba -concluye Azcárate- su implacable inhumanidad «en esos momentos tan dramáticos para cientos de miles de españoles, que estaban ya derrotados, pero a los que se niega a dar la posibilidad de volver a vivir a su patria».

Las autoridades francesas ejercieron fuertes presiones sobre los españoles, a lo largo de la primavera y el verano de 1939, para que regresaran a España. Consiguieron persuadir a cerca de 200000. A los españoles que permanecieron en Francia el Gobierno francés decidió utilizarles como mano de obra para fines militares o económicos, para lo que promulgó el decreto-ley de 12 de abril de 1939 por el que dispuso la creación de compañías de prestatarios extranjeros, o CTE.





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ArribaAbajoCapítulo II

Comienza la Segunda Guerra Mundial: el destino de los republicanos españoles


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La primavera y el verano de 1939 fueron vividos por los franceses con una gran inconsciencia. La guerra estaba a un paso pero pocos parecían advertirlo. Manuel Azcárate, que entonces tenía 23 años y tuvo el privilegio de poder vivir en libertad con sus padres en París, ha escrito en su citado libro de memorias un testimonio elocuente y estremecedor:

Pasar de un país en guerra (España) al París de la primavera de 1939 era como saltar a otro planeta (...) Aquel era el París de Maurice Chevalier y de una Mistinguett, que se resistía a ceder el paso. Se vivía algo inconscientemente sobre un volcán, la guerra estaba a dos pasos, pero nadie lo notaba. A lo sumo era tema de los chansonniers que cada noche hacían alarde de ingenio para ridiculizar a los ministros y otras eminencias.



Durante aquellos meses, los exiliados españoles permanecieron encerrados en los campos de refugiados en las condiciones lamentables ya descritas.

En ese momento -prosigue Manuel Azcárate en su citado libro- había unos 300000 o 400000 refugiados españoles, encerrados en verdaderos campos de concentración, sometidos por los franceses a un trato inhumano, mal alimentados, en barracones insalubres, rodeados de alambradas. Así estaba el ejército republicano que había pasado la frontera una vez perdida Cataluña. Las mujeres y los niños se alojaban en refugios repartidos por toda la geografía francesa, en condiciones difíciles pero que variaban según la mentalidad del municipio de cada lugar. (...)

Mis padres habían decidido instalarse en Inglaterra: era un país en el que se sentían muy a gusto, tenían buenos amigos en el mundo oficial y en los medios intelectuales, mi padre había organizado el Instituto Español, un centro cultural prestigioso, que funcionaba totalmente desligado de la Embajada en la que el duque de Alba se había instalado como enviado de Franco. Pero esos planes se frustraron cuando Negrín le pidió a mi padre que asumiese la presidencia del Servicio de Emigración de los Refugiados Españoles (SERE), creado para organizar el envío a varios países latinoamericanos sobre todo México, Chile y Santo Domingo, de las expediciones de refugiados españoles. Además de tener buenas relaciones en la Administración francesa y las embajadas, mi padre ofrecía la ventaja de no ser un «hombre de partido»; y ello le permitía presidir la junta del SERE en la que los representantes de cada partido presentaban y defendían sus listas de candidatos que debían ser embarcados en las sucesivas expediciones.

Era una labor penosísima porque admitir a uno era excluir a otro; las plazas estaban contadas. Mi padre aceptó el cargo con la aprobación decisiva de mi madre, no por gusto, sino porque sabía que podía ser eficaz para socorrer a muchos españoles caídos en la desgracia, por ese sentido del deber y de la solidaridad aprendido en la Institución Libre de Enseñanza, que fue norma de su vida.

Mis padres se instalaron en un holgado piso de un barrio elegante de París, en la Avenue de la Bourdonnais, cerca de la Torre Eiffel. Allí tenía yo una habitación, y vivían con nosotros tío Pachi y tía Cruz, en espera de poder embarcar para México. Las oficinas del SERE estaban en la rue Touchet, detrás de la iglesia de La Madeleine, y allí iba a ver a mi padre con cierta frecuencia. El SERE también se ocupaba, a pesar de las muchas trabas que ponían los franceses, de prestar alguna ayuda a los prisioneros de los campos de refugiados.

En una ocasión acompañé a mi padre en una visita al campo de Argelès: fue horrible en todos los sentidos. El espectáculo de esa masa de españoles silenciosos, con una mirada triste y despreciativa, era estremecedor. Además, en las visitas que hicimos a algunas barracas, íbamos acompañados de un coronel, jefe del campo, y otros oficiales, y yo sentía una vergüenza terrible al imaginar lo que pensarían los españoles al vernos acompañados por sus guardianes. No quise ir en otros   —18→   viajes, a pesar de que ello me diera una oportunidad excepcional de transmitir a escondidas un mensaje a la organización de la JSU en el campo visitado.



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A los campos de refugiados fueron conducidos entre 300000 y 400000 españoles.

Pero una cosa era el trato desdeñoso y cruel de las autoridades francesas y de algunos sectores de opinión, y otra el comportamiento solidario y humano de determinadas capas sociales del pueblo francés. Y ello a pesar de que las autoridades francesas, desde febrero de 1939, habían hecho públicas advertencias bien precisas: «Creemos útil poner en guardia a nuestros conciudadanos a propósito del hecho de que retener en sus casas a sujetos extranjeros no declarados les expone a persecuciones judiciales»12. Esos contrastes quedan bien reflejados en el testimonio de Leonor Sarmiento que ha dejado escritas las vicisitudes que pasó con su familia tras cruzar a Francia por Puigcerdà el 7 de febrero de 193913.

En la Tour de Carol nos bajaron para subir a un tren de pasajeros. En el trayecto perdimos una maleta. Cuando se tiene poco, un poco menos ya qué importa. Lo importante era que estábamos a salvo y deseábamos que papá también pudiese salir pronto (de España).

No sabíamos hacia dónde nos llevaban. Pasamos por Carcassone, Nîmes, Avignon, Lyon... En la estación había gente saludándonos y dándonos comida por las ventanillas. El problema era que no nos daban leche y Marichu (bebé de ocho meses) lloraba de hambre con desesperación. En una estación nos llegó una lata de leche condensada «La lechera» y, como no teníamos agua potable, no nos sirvió, hasta que mamá, cansada y angustiada de oír el llanto de Marichu dijo que si tenía que morir, mejor que se muriese harta de comida y no de hambre; así que alguien que traía un abrelatas se lo prestó, y le dimos a Marichu la leche condensada sin diluir. Todos estábamos con gran expectación a ver qué pasaba y lo que pasó fue que Marichu se durmió plácidamente y varias horas después se despertó tan campante, como si hubiera sido el alimento ideal para un bebé.

Por fin nos paramos en Chalons-sur-Saône. Al bajar del tren mamá iba en tan pésimas condiciones que la comisión de recepción decidió que tenía que ir directamente al hospital y con ella Marichu.

A mis hermanos y a mí nos llevaron, con el resto de los refugiados, a un antiguo cuartel bastante destartalado; nos dieron de comer y nos instalaron en unos cuartos donde en el piso había paja sobre ladrillos, y mantas. Hacía un frío espantoso: amontonamos toda la paja que nos correspondía en una esquina y nos acostamos los cuatro, bien acurrucados, para darnos calor, consolándonos saber que mamá y Marichu no pasarían frío.

Un día nos llevaron al hospital a ver a mamá, que ya estaba mejor, igual que Marichu, pero muy angustiada pues no sabíamos nada de papá. Las monjas trataron muy bien a mamá y a Marichu. Al salir de España, mamá nos había colgado al cuello cadenas y medallas que traía, para que no se perdiesen y para, si era necesario, venderlas para sobrevivir. El buen trato que les daban a ellas, contrastaba con la poca atención que recibían otras compatriotas en el hospital, lo que hizo que mamá se enfrentara con las monjas reprochándoles su falta de caridad cristiana. Al día siguiente la devolvieron al refugio. A pesar de estar ya a mediados de febrero el frío era horrible y los sabañones en los pies, las manos y las rodillas, estaban a la orden del día.

A los dos días nos llevaron a un pueblecito cercano   —19→   llamado Saint Verain-sous-Souvigny. Allí también hacía mucho frío. Nos alojaron a varias familias en una casa grande. Cada familia tenía una habitación y la cocina era en común. Aparte del frío la gran angustia era la falta de noticias de los hombres. ¿Habrían logrado pasar a Francia?

En ese pueblo sus habitantes, gente sencilla, obreros la mayor parte y socialistas, nos trataron como hermanos en desgracia. En el Ayuntamiento nos daban, cada semana, unos francos por familia para poder comer; y la gente del pueblo a diario nos llevaba cosas: quien unas docenas de huevos, quien un pollo, una col. Hoy, después de cincuenta años, se me saltan las lágrimas al recordar aquellas muestras de solidaridad.




Españoles en el Ejército francés

A primeros de junio de 1939 la Confederación Nacional de Ayuda a los Refugiados Españoles pidió la supresión de los campos y que los refugiados se integraran en la vida civil francesa. Pero esta petición fue desoída. Por el contrario, el Gobierno francés buscaba fórmulas para aliviar los costos administrativos y financieros que les suponían aquellos centenares de miles de españoles y aprovechar su presencia a favor de los intereses franceses. A partir del mes de marzo iniciaron acciones de propaganda en los campos para reclutar voluntarios para la Legión. Los pocos que eligieron ese camino fueron destinados al norte de África. Alberto Fernández en Españoles en la Resistencia14 da la cifra de 5000 españoles alistados en la Legión, el 75 por 100 de los cuales perdieron la vida durante la Batalla de Francia en 1940.

Mayor éxito tuvieron entre los exiliados españoles los Batallones de Marcha y las Compañías de Trabajo. Fueron los cauces más importantes para la militarización de los refugiados.

Los Batallones de Marcha eran unidades militares enteramente compuestas por españoles, pero con mandos franceses y una organización similar a la del Ejército francés. El contrato de alistamiento era por el tiempo que durase la guerra. Manuel Tuñón de Lara considera15 que la cifra de 50000 alistados dada por algunos tal vez sea exagerada, estimando más acertada la cifra de 30000 que aparece en la documentación de la FEDIP (Federation Espagnole de Deportés et Internes Politiques).

Los primeros batallones de Marcha se crearon en el Campo de Barcarès. Mediada la primavera del 39 se crearían también unidades en los Campos de Saint Cyprien, de Argelès-sur-mer y Septfonds, cerca de Montauban. La mayoría de quienes se enrolaban lo hacían voluntariamente, por el deseo de salir del campo de internamiento, o por proseguir la lucha contra el fascismo iniciada en suelo español. En otros casos fue la amenaza de dispersión familiar la que forzaba el enrolamiento.

Ese fue el caso de Eduardo Pons Prades16 «De no firmar -le dijo el teniente de alcalde- a su madre la enviaremos a un campo de mujeres, sus hermanos irán a parar a un refugio y a usted le meteremos en un campo de castigo. (...) Esto ocurría el 20 de septiembre de 1939. Desde entonces ironiza Pons Prades- obra en mi poder un certificado que reza así: He aceptado voluntariamente las leyes militares francesas firmando los cinco impresos de color rosa de la fórmula A...».

La Legión, los Batallones de Marcha, las Compañías de Trabajo, fueron las fórmulas sucesivas ideadas por las autoridades francesas para encuadrar militarmente a la masa de refugiados españoles, especialmente a los más jóvenes. Cuando comprobaron que los alistamientos a la Legión se hacían con cuentagotas, decidieron la creación de los Batallones de Marcha dirigidos por oficiales franceses. Tampoco estos tuvieron demasiado éxito, según el testimonio de Pons Prades, por que esos batallones parecían una copia de la Legión. Como último recurso crearon las Compañías de Trabajo que incorporaron a ex oficiales españoles como auxiliares de los franceses.

Las secciones -escribe Pons Prades17- solían mandarlas ex oficiales del Ejército republicano español. Uno de los cuales, elegido por sus compañeros, asesoraba directamente al jefe francés de la unidad. En algunos casos, a la larga, esto daría pie a que los españoles se impusieran -especialmente por conocer mejor al personal y por su experiencia militar-, y que, en trances cruciales, se pudieran tomar decisiones que "permitirán poner a salvo a no pocos combatientes españoles".



Estas Compañías de Trabajadores o de Prestatarios quedaban a disposición de los generales jefes de las regiones militares y se les encomendó labores de defensa, construcción de fábricas de armamento y sobre todo la construcción de fortificaciones en el Atlántico, y en las fronteras con Alemania e Italia.

¿Cuántos españoles se incorporaron a las Compañías de Trabajo?

Eduardo Pons Prades calcula que de abril de 1939 a marzo de 1940 los alistados, voluntarios o forzosos, alcanzaron los 75000 hombres, a los que hay que sumar los que se integraron en unidades del Ejército francés, que fueron unos 35000, de los que unos 10000 se alistaron en la Legión Extranjera.



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Francia y Gran Bretaña declaran la guerra a Alemania

Cuando el 3 de septiembre de 1939 Francia y Gran Bretaña declaran la guerra a Alemania una vez concluido el ultimátum que habían dado a esta para que retirara las tropas que habían invadido Polonia, la noticia no es algo inesperado. Ese día y los sucesivos los parisinos miran mucho al cielo. Temen un ataque de la aviación alemana. Temen especialmente a los gases.

«La propia policía ha distribuido a todos los franceses -escribe Manuel Azcárate en sus citadas memorias- y a los extranjeros con permiso de largo plazo, una máscara de gas metida en un estuche, una especie de tubo metálico de unos treinta centímetros de largo. Los parisienses van a todos lados, al trabajo, de compras, de paseo, con el tubo de marras. Lo cual agrega una nota extraña, no muy heroica, más bien ridícula, al paisaje de la ciudad. A mí no me han dado máscara porque mi permiso es provisional. Y tampoco la tienen los otros compañeros de las JSU que están en situación ilegal. Tenemos que pedir prestados a nuestros amigos franceses algunos tubos vacíos para circular por las calles sin llamar la atención. El que va sin tubo es sospechoso y está amenazado de que la policía le interrogue». Esos temores a un ataque alemán con gases desaparecerán a los pocos días.

En París y en otras grandes ciudades francesas se realizaron en esos primeros días de guerra redadas en las que detuvieron a individuos sospechosos. Miles de ellos fueron amontonados en el estadio Roland Garrós, de París. Entre ellos había numerosos españoles.

Con el país en guerra, los franceses empezaron a buscar y apreciar la mano de obra española. Los españoles aceptaban cualquier trabajo con tal de salir de los Campos. «Me presenté como agricultor, sin saber si las patatas salían de la tierra o de un árbol», ha testimoniado uno de ellos18.

En el mes de octubre de 1939, el ministro del Interior francés, señor Pomaret, declaraba que 50.000 refugiados españoles trabajaban en las industrias de guerra francesas, cifra que a Tuñón de Lara le parece algo exagerada.

Los Batallones de Marcha, las Compañías de Trabajo y el trabajo individual en la agricultura, la industria o en las minas dejaron casi vacíos los Campos de Refugiados. En los primeros meses de 1940 sólo quedaban unos pocos millares en Argelès, algunos en Gurs y unos 3000 en el Campo de castigo de Vernet19.




En la resistencia y en el maquis

La Resistencia francesa brota a partir del verano de 1940. En torno a figuras de prestigio se forman pequeños grupos que progresivamente irán incrementándose. Es un «ejército de civiles» que surge para contribuir a ganar una guerra que los ejércitos de militares han perdido. La Resistencia ayudará a Francia a recuperar el prestigio y el lugar entre las grandes potencias, muy deteriorados por la rapidez y la escasa gloria con que su Ejército regular se hunde en 1940 frente al embate alemán.

En el sur, el primer movimiento organizado es Combat, creado por el capitán Henri Frenay. Está dirigido por un Comité de siete miembros, entre los que se encuentra Georges Bidault, más tarde presidente del Comité Nacional de la Resistencia y Ministro de Negocios Extranjeros. Operan en la región de Lyon.

Otro grupo es Libération, fundado por E. d'Astier de la Vigerie e influido por el dirigente sindicalista Léon Jouhaux.

Van surgiendo otros muchos movimientos de resistencia: Franc-Tireur que en 1943 se fusiona con Combat y Libération; France d'abord, Le Coq Enchainé, Témoignage Chrétien, Libérer et Fédérer, France au combat, creado por socialistas de Marsella.

En la zona norte el iniciador de la Resistencia es el Comité National de Salut Public, fundado en el Museo del Hombre de París por un grupo de intelectuales. Agrupa a profesores, escritores, abogados, etc. Otros movimientos de resistencia en la zona norte fueron: Défense de la France, creado por jóvenes estudiantes, Front National, Ceux de la Résistence, Défense de la Patrie, Socialisme et Libérté, fundado por Sartre, Jeune Republique, Combat.

No hay ciudad importante en que no se organice un grupo de Resistencia. Su actividad abarca varios frentes: servicios de información, acciones de sabotaje, progresivamente coordinadas bajo las órdenes del Alto Mando interaliado; ejércitos secretos que apoyarán en su momento a las tropas de desembarco; difusión masiva de prensa clandestina, (en 1944 hay más de un millar de publicaciones que en conjunto difunden dos millones de ejemplares). Uno de los periódicos clandestinos más conocidos es Combat, dirigido por Albert Camus y Henri Frenay. Défense de la France llega a lanzar 400000 ejemplares en 1944. Junto a los periódicos y hojas también se difunde literatura clandestina de gran calidad, gracias a las Éditions de Minuit20.

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Ante una barraca del Campo de Argelès.

La Resistencia francesa lucha simultáneamente contra alemanes y contra los hombres de Vichy. El régimen de Pétain organiza fuerzas paramilitares, la Milicia, de triste memoria, para luchar contra la Resistencia y el maquis. Francia vive episodios de auténtica guerra civil.

La figura primordial de la Resistencia francesa es Jean Moulin, socialista, ex prefecto de Chartres, hombre de gran capacidad organizativa, de inteligencia superior, idealista y a la vez realista y pragmático. Enviado personalmente por el General De Gaulle desde Londres es lanzado en paracaídas en el sur de Francia la noche del 1 al 2 de enero de 1941. En poco tiempo consigue unificar los múltiples movimientos de Resistencia, organizar servicios comunes a todas las redes clandestinas y convertirla en un movimiento totalmente gaulista.

Por su enorme prestigio Jean Moulin fue elegido el primer presidente del Consejo Nacional de la Resistencia. Desgraciadamente, en junio de 1943, esta figura mítica es detenido por la policía alemana y muere torturado cuando le conducían en un tren hacia Alemania. Muere heroicamente sin haber dado ni un solo nombre, aunque conocía a todos los jefes de la Resistencia ya que todos los hilos de la compleja organización pasaban por sus manos. Su muerte no es seguida por detención alguna. Un ejemplo de integridad y de valor extraordinarios. Le sucede al frente del Consejo Nacional de la Resistencia Georges Bidault.

¿Cómo se produjo la incorporación de los españoles a la Resistencia?

Los españoles integrados en las Compañías de Trabajadores Extranjeros comenzaron a agruparse entre ellos en los lugares de trabajo según su ideología. Les era imposible localizar a sus dirigentes políticos y sindicales ya que algunos habían salido hacia Méjico y la URSS, otros habían muerto, y el contacto con los que continuaban en Francia estaba plagado de dificultades y de peligros21. Estos grupos organizados espontáneamente en los lugares de trabajo se limitaron durante 1940, 1941 y casi todo 1942 a acoger y ayudar a esconderse a los compatriotas que llegaban huidos de la zona de ocupación alemana.

El núcleo principal de esta actividad22 estuvo integrado por los 600 trabajadores españoles que trabajaban en las presas de L'Aigle y Bort-les-Orgues donde José Germán González, veterano sindicalista, era quien avalaba a los que llegaban sin documentación y, de acuerdo con los ingenieros franceses André Decelle y André Cogne, ambos de la Resistencia francesa, les procuraban ocupación y documentación para poder viajar.

A finales de 1942 y principios de 1943 la organización de L'Aigle se extiende a todos los Departamentos del Macizo Central y a fines de 1943 y principios de 1944 la organización española celebra reuniones con la Resistencia francesa a escala departamental e incluso nacional. Contactos similares con la Resistencia francesa hubo también en otras regiones, como la Alta Saboya y la Dordogne.

El trabajo de estos grupos ya no se limitó a esconder y proteger a los huidos de la zona ocupada o de la represión vichysta. Participaron también en operaciones conjuntas con los resistentes franceses. Los españoles intervienen en operaciones arriesgadísimas   —22→   y muchos pierden la vida en ellas.

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Españoles en una Compañía de trabajo en Mulhouse.

Pero fue en el maquis donde la actuación de los españoles resultó decisiva en muchos momentos.

Desde 1941 los alemanes buscaban trabajadores voluntarios para llevarles a Alemania. Ante el desdén con que la población obrera francesa acogía sus ofertas idearon el STO (Servicio de Trabajo Obligatorio) por ley de 16 de febrero de 1943.

Las autoridades policiales alemanas y francesas se movilizaban para reclutar el número de trabajadores solicitados que eran conducidos a Alemania o a las obras de fortificación del muro del Atlántico por donde temían un desembarco aliado.

Muchos, antes de enrolarse en el trabajo forzado alemán, huían a esconderse en las montañas y los bosques. Así nació el maquis. Se albergaban en granjas, o en plena naturaleza. Pronto constituyeron grupos de cientos y miles de hombres. Los problemas de alimentación, alojamiento y vestido empezaron a agudizarse a pesar de la ayuda de las poblaciones rurales.

En el invierno de 1942-1943 la Resistencia empezó a organizarles como grupos de combate dotándoles de alimentos y armas. Las relaciones Resistencia-maquis se fueron estrechando con la finalidad de luchar contra los ocupantes.

Los maquisards venían a ser una copia de la «guerrilla» popular inventada por los españoles en 1808 para luchar contra Napoleón tras haber quedado derrotado el Ejército español. Los maquisards actuaban como combatientes militares sin uniforme, organizados con un jefe y sometidos a estricta disciplina.

Había en Francia tres grandes zonas de maquis: el reducto de los Alpes, el Macizo Central y a lo largo de los Pirineos. En las tres actuaron los españoles. Su participación fue cuantitativamente relevante y decisiva en múltiples acciones de sabotaje, atentados, evasiones, asaltos y combates. Según Antonio Vilanova23 «antes de la invasión aliada de Francia se registraba el hecho impresionante de que en las filas de los maquis militaron 14000 españoles». Y concluye: «los españoles tuvieron sus actividades más destacadas en el maquis».

El maquis traía en jaque a los alemanes y a sus colaboradores. Los españoles estuvieron entre los primeros componentes de esta fuerza de resistencia y combate, que el general Eisenhower consideraba equivalente en hombres a 15 Divisiones. «Gracias a su ayuda -declaró Eisenhower- la rapidez de nuestro avance a través de Francia se facilitó enormemente».

La primera operación de maquisards españoles tuvo lugar en la Alta Saboya el 1 de junio de 1942 y el primer maquis totalmente constituido por españoles fue establecido el 1 de abril de 1943.

Otra importante contribución de los exiliados españoles en la larga y compleja lucha contra la ocupación nazi fue su eficaz papel en las redes de evasión de Francia, vía Andorra, España y Portugal, con destino a Gran Bretaña. Miles de perseguidos, de todas las nacionalidades, judíos, diplomáticos, evadidos de los campos de concentración, paracaidistas anglo-norteamericanos, militares franceses que querían unirse a las fuerzas del general De Gaulle, utilizaron estas redes de evasión organizadas meticulosamente por el Intelligence Service británico. En ellas cooperaron de manera destacada exiliados españoles.

El catalán Francisco Viadiu Vendrell, «Alexis», capitaneó una de esas redes clandestinas, por lo que el Mando Aliado le concedió la Medalla de la Libertad. Francesc Viadiu Vendrell ha dejado escritas las memorias de esa arriesgada experiencia en el libro Andorra: cadena de evasión24.

La actuación heroica de tantos españoles en las luchas por la liberación de Francia no ha merecido en la abundantísima bibliografía francesa atención alguna. A lo más, y de pasada, mencionan que en tal o cual operación participaban algunos españoles. Algunos trabajos recientes rectifican esa tendencia: por ejemplo el clarificador texto de Émile Temime «Les Espagnols dans la Résistance. Revenir aux réalités?» incluido en la ya citada obra Mémoire et Histoire: la Résistance que describe convincentemente las razones de ese olvido; y el trabajo «Les Espagnols dans la Résistance: incertitudes et spécificités» de Geneviève Dreyfus-Armand incluido también en dicha obra, que aporta datos igualmente esclarecedores. Han sido libros españoles, pocos, los que han tratado de llenar este vacío histórico recogiendo testimonios y documentación con los que rescatar del olvido esta importante página de la historia española y europea.




La odisea de Cristino García Grandas

Reproducimos uno de los relatos recogido en la obra de Antonio Vilanova, indispensable para conocer lo que fue la odisea de los refugiados españoles y su combatividad durante la segunda guerra mundial, referido a las vicisitudes de uno de los guerrilleros españoles más destacados: Cristino García Grandas.

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Cristino García Grandas nació en Sama de Langreo (Asturias) en 1914. Se incorporó a las milicias republicanas en España desde el primer día de la guerra civil cumpliendo audaces incursiones en la zona fascista como dinamitero. Cuando la República perdió el norte de la península, Cristino continuó sus actividades en el XIV Cuerpo de Ejército cuyos componentes actuaban detrás de las líneas enemigas como guerrilleros efectuando sabotajes, trabajos de información y también como vanguardia en los combates nocturnos, como tropas de choque en situaciones difíciles, etc. Constituían una fuerza de élite para cuyas misiones se requerían cualidades excepcionales de valor, audacia y serenidad. Cristino obtuvo en ella el grado de teniente.

Cuando pasó a Francia y se firmó el armisticio, Cristino García comenzó a actuar en la resistencia y en el maquis, en lo que para él no era más que la continuación de sus actividades en España.

Su zona de acción fueron los departamentos de Gard, Lozère, Ardèche y Vaucluse, especialmente en los tres primeros y a través de sus hazañas se convirtió en un héroe legendario.

El origen de sus actividades fue un grupo deportivo que había formado. Los responsables regionales de la Resistencia le propusieron transformar el «Grupo Deportivo Español» en «Grupo de Guerrilleros» y Cristino García aceptó inmediatamente y con él la casi totalidad del grupo.

Y así nació el «Grupo de Guerrilleros de la Lozère» que, en 1942, en unión de los del Gard y del Ardèche constituyeron la 3.ª División del FFI bajo su propio mando.

Su gran experiencia de guerrillero, su firmeza y su capacidad, hicieron de él un jefe prestigioso y respetado. Impulsó los medios de reclutamiento, organizó el entrenamiento de sus hombres, planeó operaciones e intervino activamente en todas ellas.

Como las armas y los pertrechos escaseaban, el maquis las buscaba en los cuartelillos de policía, en los destacamentos alemanes atacados, y para ello comenzaron sus golpes de mano que cada vez fueron adquiriendo mayor importancia. Al propio tiempo intensificaron sus trabajos de sabotaje a todo lo que significara ayuda al esfuerzo de guerra alemán.

Al principio él y sus compañeros se dedicaron a hacer trabajos de sabotaje: derribar postes de conducción de energía eléctrica, descarrilamientos, destrucción de pozos de minas, etc. Sus repetidos ataques hicieron bajar la producción minera de la zona en un 60 por 100. (...)

Cristino organizó muchos ataques a las fuerzas de ocupación y a sus colaboradores, tales como la emboscada en que cayó, el 13 de julio de 1944, una caravana de tropas alemanas que marchaba entre Priveas y Aulenas.

Con un grupo de 19 guerrilleros españoles, se emboscó en las inmediaciones del Col-de-Eterine tras haber puesto en diferentes puntos de la carretera diversas cargas de explosivo.

Cuando apareció la columna de sesenta camiones cargados de tropas, los guerrilleros, con perfecta disciplina, los dejaron pasar en espera de la señal de Cristino.

Este había dispuesto las cargas separadas unas de otras de forma que, cuando explotaran, alcanzaran la cabeza, el centro y la cola de la columna. Cuando ésta ya había avanzado por el terreno minado, la señal de Cristino con un disparo provocó la explosión simultánea de las tres cargas sembrando la muerte y la confusión a todo lo largo de la columna alemana, contribuyendo a aumentar el desbarajuste las continuas descargas que los españoles tiraban desde sus escondites a ambos lados de la carretera.

A pesar de su inferioridad numérica, los guerrilleros despegaron de sus posiciones sin haber sufrido una sola baja: los alemanes tuvieron 70 muertos e innumerables heridos. (...)

La empresa mayor que acometió Cristino García y que ha llegado a ser legendaria en los anales de las acciones de las FFI fue la batalla de La Madeleine, el 25 de agosto de 1944. (...) En aquellos días de mediados de 1944, la consigna era no dejar circular a los alemanes. Había que aislarlos, cercarlos y combatirlos hasta donde los medios de ataque lo permitieran; pero sobre todo impedirles sus movimientos a fin de evitar que las fuerzas nazis acudieran al norte a reforzar las defensas alemanas de Normandía donde desde el 6 de junio se   —24→   libraban las primeras y decisivas batallas de la invasión. Además, desde agosto, el primer ejército francés desembarcado en Provenza, progresaba hacia Lyon y los Vosgos.

Cristino García decidió dominar la red de comunicaciones del departamento de Gard a fin de taponar esa posible vía de traslado de las fuerzas alemanas y el 22 de agosto de 1944, con otros 31 españoles, formó un grupo al que se unieron otros 4 franceses. Con estos 35 hombres se dirigió a la encrucijada de La Madeleine en pleno corazón de las Cevennes. El plan era suprimir la amenaza que para las comunicaciones del primer ejército francés representaba una columna alemana estacionada en la zona de Anduze, 17 kilómetros al suroeste de Ales.

La lucha comenzó cuando Cristino y sus hombres tuvieron conocimiento de que una columna del ejército alemán procedente de Toulouse remontaba hacia París. Había pasado por Albi y Béziers y por doquier iba sembrando el terror. Su misión: impedir que llegasen a Ales donde la población amedrentada temía la represión.

Al amanecer del día 25 fueron detenidos en la carretera cinco vehículos que tras corta lucha dejaron varios muertos y algunos prisioneros. A mediodía, Cristino hizo saltar el puente sobre ferrocarril de la línea Lézan-Anduze por donde forzosamente tenían que pasar las fuerzas de la Wehrmacht y situó sus fuerzas emboscadas ambos lados de la carretera antes del puente. El lugar ha sido elegido magistralmente y el plan es sencillo y genial. Al entrar las tropas alemanas en la carretera que caracolea entre el bosque y llegar al puente destruido será imposible para ellas seguir avanzando; pero el retroceso será impedido por los guerrilleros emboscados a ambos lados de la carretera a todo lo largo de la columna enemiga.

El sitio es espléndido, maravilloso, la naturaleza lo ha hecho propicio para la emboscada. Cristino se revela, una vez más, estratega consumado. Su dispositivo de fuego es perfecto, barre todos los ángulos. Cristino en persona pone la primera mina. Cada diez metros hay una; una red de cables las une y éstos están dispuestos en tal forma que al estallar las de la cabeza, unas tras otras lo harán las del centro y la retaguardia. Con este dispositivo todo el convoy será destrozado.

El pueblo cercano de Jornac ha sido previamente ocupado y en las copas de los castaños, dominando el paisaje, los vigías observan el movimiento de la columna.

A las dos de la tarde se señalan movimientos de tropas nazis; los guerrilleros emboscados, silenciosos, dejan pasar la caravana de camiones; se trata de sesenta camiones, tres cañones y cinco blindados ligeros: las fuerzas se calculan entre 1200 a 1500 hombres. La columna que viene de Saint-Hyppolite se dirige hacia Anduze o Nîmes.

Los guerrilleros son ¡36! 36 hombres con armamento ligero contra 1500 hombres provistos de cañones y blindados.

De repente, el avance de las tropas alemanas se detiene brutalmente. El puente del ferrocarril por donde tienen que pasar está destruido. A la hora precisa, de vanguardia a retaguardia, las explosiones de las minas se suceden; inmediatamente Cristino da la orden de fuego y las armas de los guerrilleros barren la carretera y los alemanes, sorprendidos, no aciertan a tomar posiciones y a responder a las balas que les caen del monte, sin que sepan de dónde, porque los guerrilleros después de cada ráfaga de metralleta se desplazan continuamente dando al enemigo la sensación de ser un nutrido ejército.

Cuando mayor es el desconcierto de los soldados alemanes, un guerrillero se encarama sobre el terraplén de la vía y a voz en grito les invita a rendirse. «Estáis cercados por fuerzas muy superiores en número a las vuestras, ¡rendíos!».

Su silueta se destaca netamente en plena luz. Ante tanta audacia los alemanes permanecen un instante mudos de estupor. «Hacedle prisionero», grita el oficial alemán.

Un puñado de nazis se dirige hacia el arriesgado español disponiéndose a cogerle, muerto o vivo; las balas silbaban en torno suyo, pero éste no pensó siquiera en hurtarles el cuerpo. Aprovechándose de su situación elevada, coge entre sus manos firmes la metralleta y dispara con furia, haciendo una verdadera carnicería entre los que se adelantaban para capturarle.

La batalla continúa. Son las siete de la tarde. El desconcierto de los alemanes es total. La caravana cogida en la trampa es incapaz de maniobrar y el suelo está sembrado de muertos y heridos con uniforme verdegrís. Los jefes alemanes se deciden por fin a parlamentar.

Cristino ordena alto el fuego y se recibe a varios oficiales alemanes como parlamentarios, quienes al conocer la clase de fuerzas a las que se han estado enfrentando se encolerizan y dicen con altivez «Nos negamos a rendirnos a "terroristas"; solamente nos rendiremos ante oficiales del ejército regular». Finalmente se llega a un acuerdo. Se decreta por ambas partes una tregua de dos horas y dos oficiales alemanes son conducidos hasta Anduze para negociar con los jefes españoles en presencia del jefe de la gendarmería del lugar, única fuerza regular existente en los alrededores. Los alemanes se comprometen durante ese tiempo a no entablar ninguna acción contra los guerrilleros.

En Anduze la discusión se agria. La posición de los guerrilleros españoles es neta: los alemanes deben rendirse sin condiciones. El jefe de la gendarmería aprueba la proposición pero los alemanes se resisten a aceptar tan estrepitosa derrota. Antes de terminar las discusiones y faltando a su palabra las fuerzas de la Wehrmacht rompen la tregua abriendo fuego con sus   —25→   armas automáticas, morteros y antitanques.

Mientras tanto el mando general del departamento había sido prevenido y envió 70 combatientes franceses de las FTPF como refuerzos. Además, dos avionetas al servicio de la Resistencia bombardearon con proyectiles ligeros los camiones, incendiaron varios y consiguieron poner una "oruga" fuera de servicio.

A las siete y media los alemanes intentaron salir del cerco guerrillero, pero vieron rechazados todos sus ataques para salir de aquella trampa en que estaban metidos. A las ocho menos diez, las fuerzas de la Wehrmacht enarbolan la bandera blanca. Suprema mezquindad: aprovechando la suspensión del fuego intentaron traicioneramente otro ataque. Esta actitud colmó la indignación de los guerrilleros e inmediatamente respondieron al fuego sembrando la desmoralización total de las fuerzas alemanas.

A las ocho de la noche algunos nazis solamente continúan la batalla; la mayor parte levantan trapos blancos, pañuelos, banderas de rendición. La orgullosa Wehrmacht se rinde. A las ocho y diez minutos la batalla ha terminado.

El balance es extraordinario y dramático. Los alemanes han tenido más de cien muertos, innumerables heridos y se les hace mil cien prisioneros. Y su jefe el teniente general Konrad Nietzsche, que mandaba la columna, se suicida desesperado por no soportar la idea de ver capitular a 1500 soldados alemanes ante un puñado minúsculo de guerrilleros.

El combate es un florón de gloria para Cristino García y sus hombres pero, desgraciadamente, ellos también pagan un precio por su valentía y su arrojo. Cuando se visita el cementerio de La Madeleine, en Albi, se ven en un rincón 34 tumbas uniformes donde reposan guerrilleros caídos en la célebre batalla. Y junto a las lápidas con nombres franceses hay otras muchas con castizos nombres españoles: Agustín García, sargento José Fernández, sargento Francisco Perera, sargento Ramón Porta, Martínez y tantos otros.

Y en el pueblo de La Madeleine, en septiembre de 1946, se pusieron dos placas de mármol. En una dice «Honneur à Cristino García, chef de maquis». Y en la otra: «Batalla de La Madeleine. 25 de agosto de 1944. Aquí los FFI del Gard, uno contra ciento, hicieron capitular a una fuerte columna alemana».



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Referencia a Cristino García en una vieja publicación sobre la Resistencia.

Terminada la guerra en Francia, Cristino García declinó los ofrecimientos franceses de nacionalidad, reconocimiento de grado, medallas y honores. Liberada Francia de los alemanes, su objetivo era liberar a España de Franco. Se integró en las unidades que invadieron el Valle de Arán. Combatió en las montañas contra las Divisiones del general Yagüe, pero en el curso de una operación cayó en manos de la policía con algunos de sus compañeros. El 22 de febrero de 1946 Cristino García Grandas y sus compañeros fueron juzgados por un consejo de guerra, condenados y ejecutados   —26→   en la prisión madrileña de Carabanchel. De nada sirvió que la Asamblea Francesa y el Gobierno francés protestaran oficialmente y pidieran el indulto al dictador español. Trágico final para estos héroes de la Resistencia francesa contra el nazismo.

Aquel mismo año 1946, el 25 de octubre, la IX Región militar francesa, expedía la Orden general número 25 que dice: Estado mayor. El general de la División Olleris, comandante de la IX Región Militar cita a título póstumo:

A la Orden de Ejército.

Cristino García, teniente coronel.

Resistente desde la primera hora, dotado de un alto espíritu de organización y de combate. Ha tenido bajo su mando las brigadas españolas de los departamentos de Lozère, Ardèche y Gard. Por sus repetidos ataques en la zona minera ha impedido el trabajo durante varios meses. Organizador del asalto a la cárcel de Nîmes que liberó los presos políticos. Bajo sus órdenes se ha librado combate al enemigo en La Madeleine (Gard) y en Pescrimet, haciendo en conjunto, a pesar de la desproporción de fuerzas y de material, 1300 prisioneros a los alemanes y 600 muertos en el curso de los encuentros ordenados y dirigidos por este jefe de élite.

Esta citación lleva el distintivo de la atribución de la Cruz de Guerra con estrella de plata dorada.

Marsella, 25 de octubre de 1946.



En agosto de 1946 fue puesto a una calle de Saint Denis (París) el nombre de Cristino García. Y el 15 de marzo de 1947, en el Velódromo de Invierno de París, el ministro francés de la Guerra otorgó al teniente coronel Cristino García Grandas a título póstumo la más alta condecoración francesa.




Plateau de Glières

A finales de enero de 1944 algunos jefes de los maquisards de Alta Saboya probablemente siguiendo instrucciones de Londres decidieron concentrarse en una meseta de los Alpes, a 20 km de Annecy, de 1800 metros sobre el nivel del mar, con el fin de atrincherarse y crear un núcleo de territorio liberado. Así nació Glières el 31 de enero de 1944. La BBC, desde Londres, proclamaba: «Tres países resisten en Europa: Grecia, Yugoslavia y Alta Saboya».

Era una zona montañosa poblada de chalets. Allí se concentraron 465 combatientes. De ellos, 56 eran jóvenes guerrilleros españoles que formaron la sección Ebro, en recuerdo de la batalla de este nombre en la guerra civil española, bajo el mando de Antonio Vilches.

Las autoridades francesas de Vichy ordenaron desalojar ese reducto. A mediados de febrero un destacamento de la Milicia inició los combates. Pero fueron derrotados por los guerrilleros que hicieron no pocos prisioneros.

Ante lo ocurrido, decidieron intervenir los alemanes. El 23 de marzo llegaban a la zona 8000 alemanes con morteros, artillería y aviación, que unidos a varios centenares de la Milicia francesa y de la policía prepararon el ataque. En total, más de 9000 hombres se disponían a lanzarse contra los 465 guerrilleros.

Antonio Vilanova25 describe como sigue la desigual batalla: «El ataque se desencadenó el domingo 26 de marzo de 1944. Comenzó por el norte contra la sección Liberté-Chérie como distracción del ataque principal que fue contra las dos secciones españolas Ebro y las de Alloobroges, Bayard, Savoie-Lorraine, Jean Carrier, Saint Hubert y Leclerc.

Los maquisards se comportaron heroicamente, pero les era imposible sostener la mayor potencia de fuego de los asaltantes, los continuos bombardeos y la superioridad numérica. Los resistentes carecían además de reservas y tuvieron que retroceder por precipicios y entre la nieve. Así y todo, aguantaron el ataque durante cuatro horas y las últimas oleadas alemanas las contuvieron con granadas de mano: muchas armas no servían ya.

Hubo algunos prodigios de heroísmo, como el de Antonio Vilches que merced a un enorme salto dado en un terreno peligroso y batido, consiguió un emplazamiento para su ametralladora desde el cual pudo proteger la retirada de sus hombres. Aunque cosida su ropa a balazos pudo escapar indemne.

Peor suerte tuvo el también español García cuando, en unión del francés Credoz, emplazaba un fusil ametrallador frente a Sappey para contener a una numerosa patrulla de milicianos. Después de disparar diez cargadores, consiguieron hacer huir a los vichystas, pero Credoz recibió un balazo que le abrió la cabeza y García otro que le atravesó un pulmón.

Ante la imposibilidad de resistir la presión de tanto hombre y tanto armamento, se dio la orden de retirada   —27→   a fin de que cada uno pudiera escapar del cerco al estilo guerrillero, o sea en pequeños grupos y por diferentes lugares.

La última resistencia, el despegue y la persecución final ocasionaron muertes, detenciones, torturas y fusilamientos.

La batalla ocasionó la muerte de 155 maquisards, de ellos cinco españoles. Otros 175 resistentes quedaron prisioneros, de ellos seis españoles.

La barbarie nazi asesinó, después de torturarlos, a casi todos los prisioneros. De los seis españoles, solamente se salvó de la muerte uno.

Los españoles que consiguieron escapar a la persecución: J. Barba, Manuel Joya, Miguel Vera, etc., combatieron en el maquis hasta el final de la guerra y fueron autores de la liberación de Annecy, capital del departamento de Alta Saboya26.

En Glières dieron su vida por la libertad de Francia: Félix Belloso Colmenar, Patricio Roda, Gabriel Reines o Gaby, Victoriano Ursua, Pablo Fernández, Avelino Escudero, Paulino Fontava, Florián Andújar y Manuel Corps Moraleda.




La liberación de París

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El general Leclerc, jefe de la Segunda División que liberó París, con su Estado Mayor

El corresponsal de guerra norteamericano del New York Times en Francia, Charles Christian Wertenbaker, publicó el 23 de agosto de 1944 en su periódico una crónica a la que corresponden los siguientes párrafos:

A las seis de la mañana emprendimos la marcha hacia París, llegando hasta la población de Antony, donde fuimos detenidos por un escuadrón de republicanos españoles. La lucha en aquel sector se había recrudecido y aquellos bravos muchachos de la República española consideraban peligroso nuestro avance. Aproveché la oportunidad para establecer conversación con ellos y confieso que me cautivó su entusiasmo y su valor. Muchos llevan ya años luchando al lado de los franceses libres, otros pertenecían a los guerrilleros y algunos también eran escapados de las cuadrillas de trabajadores forzados de las defensas de Cherburgo. Todos son expertos   —28→   de las fuerzas mecanizadas y de un valor extraordinario según me afirmó su comandante. Sus tanques y carros blindados llevan pintadas en sus costados los colores de la bandera republicana y nombres tan sugestivos como estos: Belchite, Ebro, Guadalajara. Poco después de las 9, recibieron órdenes de proseguir la marcha y antes del mediodía entrábamos en los arrabales de París precedidos por los republicanos españoles que eran aclamados delirantemente por la población civil.



Según el testimonio de Ch. Tillon, jefe de los FTPF, citado por Tuñón de Lara27 más de 4000 españoles participaron en los combates por la liberación de París dentro de los diferentes grupos y unidades francesas. Con ellos toman las alcaldías de Montreuil, de los distritos 19 y 10, puntos de apoyo para nuevos avances. En la plaza de la Concordia morirá José Barón, jefe guerrillero de la zona Norte de Francia, cuando atacaba al frente de un grupo de españoles las posiciones alemanas.

Ramón Luis Acuña en su libro Como los dientes de una sierra recoge el dato de «más de un 20 por 100 de los 16000 soldados de la Segunda División Blindada del general Ph. Leclerc eran españoles», además de los «4000 que intervienen exactamente en el movimiento de sublevación de París que precede a la entrada de las tropas»28.

Lapierre y Collins en su obra Paris brûle-t-il?29 cuentan que cuando los blindados de la 2.ª DB entraban en París, un abogado de origen norteamericano, llamado Robert Miller, corrió hacia el primer blindado que pasó ante su domicilio de La Muette, dio a los soldados la bienvenida en inglés; después, al no obtener respuesta, en francés; pero con el mismo éxito. Estupefacto, Miller se preguntaba si eran sordomudos. De repente descubrió que eran voluntarios españoles.

La toma del Ayuntamiento de París la describe Tuñón de Lara de la siguiente manera30:

Avanza la tarde y el Mando insiste en liquidar la resistencia alemana, que es muy fuerte en Fresnes, lo que va a conseguir el teniente Moreno. ¡Pero ya son las siete de la tarde! y se pasa el tiempo en liquidar resistencias locales, mientras está abierta la empedrada carretera-calle que conduce hacia París. Leclerc se enfada por esas lentitudes y ordena a Dronne que se ha anexionado para la operación una sección de tanques medios y otras de ingenieros.

Los oficiales de Dronne que entran los primeros en París son los españoles Moreno, Elías, Bernal, Campos y Montoya mandando las fuerzas; Granell como oficial de enlace y Bomba de municionamiento. Son las nueve menos cuarto, ya anocheciendo, cuando Dronne y sus hombres entran en París por la Porte d'Italie entre las aclamaciones, los abrazos, los besos, de una multitud delirante. Y, sin embargo, se está luchando en el centro de la ciudad; pero a las 21.22 horas están en el Ayuntamiento, en el histórico Hôtel de Ville que conoció las proclamaciones de la República en 1848 y 1870, la de la Commune en marzo de 1871... En la plaza hay un total de 120 hombres y 22 vehículos, entre ellos los carros blindados, de que tanto se ha hablado, con los nombres de "Madrid", "Guernica", "Don Quijote", etc.

En el Hôtel de Ville está el Consejo Nacional de la Resistencia, presidido por Georges Bidault, con él Daniel Mayer, Georges Marrane, Leo Hammon, Laniel... También el coronel Rol Tanguy. Dronne es llamado a la Prefectura, donde está el coronel Chaban Delmás y el señor Luizet, prefecto nombrado por la Resistencia. El teniente Granell queda en el Ayuntamiento al mando de los hombres. Aquellos hombres, en su mayoría españoles, eran la vanguardia de las fuerzas de Leclerc que entró en París al anochecer del 24 de agosto de 1944.



En el comunicado de guerra número 3 de las «Milicias Patrióticas de Paris-Ville» correspondiente al 25 de agosto se decía: «Durante todo el día nuestros guerrilleros han intervenido activamente en las operaciones de limpieza en colaboración con las fuerzas blindadas aliadas y particularmente con las unidades francoespañolas».

En el sector de la plaza de la Concordia y Asamblea Nacional -prosigue Tuñón de Lara-, en los combates de la plaza de L'Étoîle, en el ataque al nido de la Gestapo, el Hotel Majestic, los españoles tuvieron una importante participación. Fue un español llamado Pacheco, quien ocupó en vanguardia el Majestic, haciendo él mismo doce prisioneros alemanes. Otro español, Serrano, mandaba la sección del Regimiento del Tchad que se apoderó del Ministerio de Marina. El grueso de la 2.ª División Blindada entraba en París en la mañana del 25, librándose todavía duros combates en la plaza de Saint-Michel, en la Concordia y en L'Etoile. También en el tapón que tenían los alemanes en torno a la Plaza de la República. En el duro combate por apoderarse de la central telefónica Archives, en la mañana del 25, fue gravemente herido el subteniente español Elías.

Von Choltitz se niega todavía a rendirse. A la una y cuarto de la tarde empieza el asalto a su puesto de mando (en el hotel Continental, rue de Rivoli), realizado por los soldados del comandante La Horie, entre los cuales iban varios españoles, hasta el punto de que parece ser cierto que fue el extremeño Antonio González el primero que entró en el despacho del general y a quien éste entregó su pistola. Poco después, el jefe del «gran París» firma la capitulación ante Leclerc y Rol-Tanguy. París estaba liberado; De Gaulle llegó. El 18   —29→   sábado 26 cuando Charles De Gaulle y los miembros del Comité Nacional de Liberación descienden por los Campos Elíseos hacia Nôtre-Dame, van escoltados por cuatro carros blindados de Leclerc, de la 9.ª Compañía; en el de la derecha, el de mando, va el capitán Dronne; en los otros tres, casi todos son españoles.



Tras la liberación de París prosiguieron las batallas por la liberación de Francia entera. En muchas de ellas hubo combatientes españoles. En la liberación de Angulema participaron 230 españoles. Un batallón de la 42 Brigada española participó en la liberación de Poitiers. La 32 Brigada española, también de la 24 División, tomó parte en la liberación de Burdeos, siendo españoles quienes tomaron el puente de la Bastida, rompiendo las líneas alemanas para que los FFI penetrasen en la ciudad. En los Bajos Pirineos eran los españoles de la 102 Brigada quienes llevaban el peso de la acción. Fueron condecorados con la Cruz de Guerra por la liberación de varias localidades del Béarn 27 españoles, entre ellos dos mujeres31.

La 11 Brigada española, de la 4.ª División, desempeñó un papel primordial en la liberación de Montpellier. A lo largo del Ródano se desplomó el dispositivo alemán entre Montélimar y Valence bajo los golpes de las FFI en las que estaba integrada la compañía de 150 españoles mandados por un estudiante, el capitán Carrasco. Y Avignon fue liberada por un destacamento de 100 hombres que mandaba José Vicente Ondarza.

En la Alta Saboya, el comandante Miguel Vera, superviviente de Glières, participó activamente con un grupo de españoles en la liberación de Annecy. Miguel Vera fue el primer comandante militar de la ciudad de Annecy después de su liberación.

En la Borgoña, a orillas del Mosela, y para desalojar a los alemanes que se habían hecho fuertes en varias ciudades de la costa Atlántica: La Rochèle, Le Verdon, Royan, Saint Nazaire, Lorient, las batallas se prolongaron a lo largo del invierno 1944-1945 participando en ellas los numerosos españoles integrados en las FFI. También participaron en aquellos combates el Batallón «Guernica», organizado por los vascos, mandado por Pedro Ordoki, y el batallón «Libertad» en el que predominaban los anarquistas. Ambos fueron integrados en las fuerzas mandadas por el coronel Millet, jefe de las FFI. El Batallón vasco se distinguió en varios ataques a la Punta de Grave, liberada el 18 de abril de 1945. Tuvo numerosos muertos y heridos. Constaba de unos 200 hombres. Sobre el «Batallón Guernica» ha sido publicado en marzo de 1995, en Bayona (Francia), un libro muy documentado titulado «Le Bataillon Guernika» que describe pormenorizadamente las actuaciones de los vascos en la Resistencia francesa y, en general, con los Aliados32. Esta obra da referencias precisas, por ejemplo, sobre el servicio de información, muy sofisticado, al servicio de los Aliados, organizado por el PNV.

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Kepa Ordoki.

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Carta de identidad de un miembro del Batallón Vasco.

Según Tuñón de Lara33 en los combates de la liberación, a finales del verano de 1944, participaron 10231 españoles a los que hay que añadir los que estaban encuadrados en unidades francesas y aquellos resistentes que tomaron ocasionalmente las armas.





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ArribaAbajoCapítulo III

Españoles en los campos de concentración alemanes


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En mayo, de 1940 la vanguardia del Ejército alemán, en una nueva muestra de guerra relámpago, se lanza a través de Bélgica, invade Holanda, rompe el frente francés sobre el Meuse y cae sobre Dunquerque donde, bajo el mando de Rommel, cerca a unos 400000 soldados aliados. La mayoría conseguirán escapar a Inglaterra, pero muchos serán hechos prisioneros, entre ellos bastantes españoles.

En Dunquerque combatieron 15 Compañías de españoles, agregadas a la 60.ª División. Fueron cercadas por la ofensiva alemana y los pocos que escaparon a la muerte o bien fueron hechos prisioneros o - 250- consiguieron embarcarse con las tropas aliadas hacia Inglaterra donde fueron encarcelados34.

«La llegada a Inglaterra de esos 250 españoles -refiere Antonio Vilanova35- no mejoró mucho su suerte. En primer lugar, a casi ningún español se le dejó tomar tierra hasta que todas las demás fuerzas lo hubieran hecho y, cuando les permitieron hacerlo, fue para pasar ante una especie de tribunal que les preguntaba: ¿quiénes son ustedes? Al conocer que eran españoles, trabajadores civiles, auxiliares del cuerpo de zapadores francés, preguntaban estúpidamente: ¿qué han venido a hacer en Inglaterra?... Todos fueron a dar con sus huesos en la cárcel. Descubiertos días más tarde -estos 250 españoles- por las autoridades francesas... fueron embarcados en un pequeño carguero rumbo a Francia». Otros, fueron alistados en el ejército británico donde combatieron durante toda la guerra.

Los Regimientos de Marcha en que estaban los españoles aguantaron la ofensiva alemana durante dos semanas en el sector del Meuse. Otros protegieron la retirada de Soissons en la primera semana de junio (eran los 11 y 12 Regimientos de Extranjeros, traídos de África). Los otros Regimientos de Marcha, procedentes de Perpignán y Barcarès, mal equipados y municionados, fueron literalmente aplastados por los stukas y por los tanques alemanes.

Los aproximadamente cien mil españoles integrados en unidades militares francesas o militarizadas, estuvieron entre los primeros que soportaron el embate alemán. Las bajas españolas ascendieron a millares. Los españoles que fueron hechos prisioneros, unos diez o doce mil, fueron trasladados a Alemania como prisioneros de guerra. Pero al negarse el Gobierno de Vichy a reconocerles como prisioneros de guerra franceses, y negarse ellos a trabajar voluntariamente para los alemanes, fueron enviados a los «campos de la muerte»36

Mientras tanto, en París se produce la desbandada. A pie, en bicicleta, en viejos coches, en autobuses urbanos, los parisinos huyen hacia el sur.

El día 14 de junio el ejército alemán desfila por las calles de París.

Antes de iniciarse la guerra mundial Alemania ya había abierto en su territorio campos de concentración sólo para alemanes. En uno de ellos estuvo encerrado diez años el carismático líder socialista Schumacher. Iniciada la guerra esos campos irían en aumento. Algunos de ellos fueron transformados en campos de exterminio para determinadas personas de los países ocupados: resistentes, judíos, gitanos, homosexuales, enemigos políticos, prisioneros de guerra.

La mayoría de los españoles prisioneros de los alemanes fueron internados en Mauthausen, Buchenwald y Dachau. También hubo españoles en Auschwitz. En el campo de Oraniembourg fue internado el ex presidente del Gobierno republicano de España, Francisco Largo Caballero, que había sido entregado a los alemanes por la policía francesa de Vichy en París. Fue liberado por el Ejército soviético   —34→   el 24 de abril de 1945 teniendo ya 76 años.

Al llegar al campo de exterminio, a los españoles les entregaban el triángulo azul de apátrida y la S de España (Spanien) en blanco. El triángulo rojo era el de los presos políticos; el verde el de los ladrones criminales; el marrón, de los gitanos y vagos; el rosa, de los homosexuales; el negro, para los criminales asociales; el violeta, para sacerdotes y objetores; el amarillo con la estrella de David identificaba a los judíos.


Nadie saldrá vivo de aquí

Uno de los supervivientes de Mauthausen, donde pasó los cinco años que duró la Guerra Mundial, Antonio García Barón, ha contado su llegada al campo en los siguientes términos37:

En el primer discurso nada más llegar al campo de exterminio nos dijeron más o menos lo siguiente:

«España no os quiere; os ha arrebatado la nacionalidad, la razón de ser. Nadie saldrá vivo de aquí; estáis condenados a muerte sin juicio previo. La primera que os ha condenado es España». Hileras de SS formaban con sus perros lobos, como una doble jauría dispuesta a tirarse sobre los presos. Nuestra patria sería a partir de entonces aquel campo situado en Austria.

«... Entraréis por la puerta: saldréis por la chimenea». El campo tenía a la entrada un portón con un águila prusiana de cobre verde, puesto de ametrallador cada doce metros, alambradas electrificadas, guardias, torres de vigilancia y barracas en forma de rectángulo, de cinco en cinco. Era una fortaleza medieval levantada con el sudor de los deportados, con piedras de la cantera, la Wiener-Graben. La muralla de circunvalación no se terminó nunca. A lo largo de hectárea y media, calculo yo, se extendían la cocina, la enfermería, el Revier, las cámaras de gas, el crematorio, las oficinas y la lavandería.

Desde Nuremberg nos habían trasladado en vagones -ocho caballos, cuarenta hombres- hacinados en el convoy de la muerte, sin nada para comer, sin agua y con las puertas precintadas. El aprendizaje del terror: los SS nos sacaron de allí a culatazos, entre blasfemias y gritos que sonaban como descargas de fusilería. Desde la estación nos llevaron andando hasta el campo. En las casas del pueblo nadie se asomó para vernos pasar. Yo vestía de azul oscuro, ropa militar francesa. Al llegar me desnudaron, me arrebataron todo lo que llevaba conmigo -pocas cosas, unos recuerdos, unas fotos familiares-, me vistieron de presidiario -un uniforme de rayas verticales azules, blancas y grises, un casquete- y me pelaron todo el cuerpo con la máquina de cuatro ceros. Me cosieron el triángulo azul y puntapié en el culo. Tomaron unas notas para mi ficha. Nos hicieron formar desnudos y nos enviaron a la ducha, que por cierto era elegantísima. Nosotros recibimos agua. Otros gas letal. Así empezó la cuarentena que duró unos días.

Cuando llegamos el 10 de agosto de 1940 -prosigue Antonio García Barón- quedaban tan solo cinco españoles supervivientes del primer grupo, con remiendos en sus harapos, maltrechos, tocados por la muerte, escuálidos por la disentería, demacrados, con los hígados desechos, los pulmones averiados, el corazón debilitado y los ojos vidriosos.



Los alemanes necesitaban mano de obra que con los deportados obtenían gratis. Los campos eran canteras de trabajo en los que fabricaban bloques de piedra y ladrillos para la construcción, para autopistas, para sus grandiosos proyectos.

A Mauthausen llegaron el 10 de agosto de 1940, 392 españoles, según el testimonio de Antonio García Barón. «En 1942 éramos por lo menos 7800, quizás 10000, tan solo sobrevivimos 1600», dice.

M. Razola y M. Constante, en su obra Triangle bleu. Les républicains espagnols à Mauthausen. 1940-194538 reproducen las siguientes cifras oficiales tomadas de los ficheros de Mauthausen rescatados: pasaron por aquel campo 9067 españoles; de ellos, 4000 fueron exterminados en Gusen y 2584 en Mauthausen y en los comandos. En total, 6784 españoles fueron exterminados, es decir el 70 por 100 de ellos.

Mariano Constante, también superviviente de Mauthausen, ha narrado sus primeras impresiones del «campo de la muerte» en términos parecidos a los de García Barón39:

Al bajar del tren, mi primera visión a través de la penumbra y de la neblina matinal fue una fila de soldados, con el casco de acero, y en la mano el fusil con la bayoneta calada.

Al ver aquella estación; parduzca, desierta, me invadió enseguida un sentimiento de miedo y tristeza. Los SS nos estaban esperando. Aquellos SS de los cuales habíamos oído hablar tanto, con la insignia tan conocida: la calavera en el casco y también en el cuello de la guerrera. Todos eran jóvenes de 18 a 24 años. Algunos llevaban una cinta negra en la parte inferior de la manga, sobre la cual había escrito, en letras blancas, toten-kopf (cabeza de muerto, o calavera).

De repente, tras una orden gritada en alemán, la jauría se desencadenó. Gritos, empujones, palos, culatazos, para formarnos de tres en tres. ¡Y desgraciados   —35→   los que no obedecían enseguida! Escoltados por unos 150 SS, atravesamos el pueblo de Mauthausen. Ni un solo ser viviente en la calle principal. Las casas estaban cerradas. Ni siquiera se oía el ladrido de un perro al pasar nosotros, como si al paso de las hordas hitlerianas llevando su rebaño al matadero, todo ser viviente, hombres y animales, hubieran quedado petrificados. Una vez cruzado el pueblo, comenzó la subida hacia el campo, por un camino estrecho, resbaladizo, donde era difícil avanzar en filas de tres. Había que marchar rápidamente bajo la lluvia de golpes. Antes de llegar al campo varios compatriotas cayeron al suelo, extenuados, siendo pisoteados por sus verdugos. Pudimos recogerlos y arrastrar a varios hasta el campo, al que llegamos después de media hora de marcha, siempre cuesta arriba.

Mi impresión fue la de encontrarme ante una inmensa obra de construcción, ya que había muchos hombres empleados en trabajos de excavación. Pasamos el primer control y entramos en el recinto o perímetro exterior, donde me apercibí de las torretas de vigilancia, en las cuales montaba guardia un centinela con ametralladora. Sobre un muro en construcción, un águila inmensa, en cobre verde, dominaba la entrada de la plaza donde estaban los garajes de los SS. No tuve la menor duda: estábamos en uno de aquellos campos de los cuales tanto habíamos oído hablar. Aún tuvimos que subir por unas escaleras de granito y nos encontramos ante las dos torres que debían sostener, más tarde, la puerta de entrada. Digo más tarde, porque en aquella época la fortaleza no estaba terminada. Había veinte barracas, y las alambradas estaban colocadas apenas a dos metros de las barracas 1, 6, 11 y 16. Las alambradas estaban sostenidas con postes de madera y enganchadas en aisladores de porcelana. En el primer poste una placa metálica con esta inscripción: Vorsicht! Lebensgefär (atención, peligro de muerte). Yo no conocía todavía el alemán, pero un relámpago rojo, dibujado junto a la inscripción, me hizo comprender que se trataba de alambradas con corriente eléctrica de alta tensión.

¡Una verdadera visión de pesadilla!

Miré en torno nuestro y vi a los SS con los látigos de nervios de buey, rodeados de varios colosos (capos), vestidos con trajes de presidiarios, que vociferaban y amenazaban a otros presos que trabajaban. Las alambradas de alta tensión, el humo negro y el olor a carne quemada que venía de una gran chimenea situada al fondo de la plazoleta donde nos encontrábamos, el aspecto siniestro de las barracas, todo ello parecía un cuadro dantesco. Sentí una opresión inmensa, atenazadora, que me hacía un nudo en la garganta, de donde no podía salir una sola palabra. Aquella imagen era la que yo me hacía del infierno. Pero, franqueado el umbral de las dos torres, no quedaba ya lugar ni para comparaciones, ni para recuerdos de ninguna clase.

Esperando nuestro turno para entrar en las duchas y desinfección, vi pasar cuatro presidiarios cargados con piedras, y me quedé estupefacto al oírles hablar español. Les pregunté:

-¿Sois españoles?

-Sí, pero no nos hables, porque los SS y los kapos te molerían a palos si ven que lo haces. Espera, vendremos a vuestro lado a cargar piedras. Si tenéis cigarrillos y comida tiradlos al suelo, pues os lo quitarán todo.

Unos minutos más tarde vinieron a cargar algunas piedras cerca de nosotros. Quedé sorprendido de la delgadez de sus cuerpos. Eran auténticos esqueletos.

-¿Qué es este campo? ¿Hace tiempo que estáis aquí?

Uno de ellos se acercó un poco y me dijo:

-Sí, amigo. Yo llegué aquí el 10 de agosto de 1940. Me trajeron directamente de Francia. Este es un campo de exterminio, y los alemanes nos han dicho que nadie saldrá vivo de aquí. Tened cuidado. Obedeced enseguida sus órdenes para evitar que os «liquiden» a golpes.

Cargó una piedra sobre sus hombros y se alejó. La forma de sus huesos se marcaba sobre su uniforme. ¡En aquel infierno había españoles desde ocho meses antes!



En Dachau los españoles ocupaban dos barracas conocidas como las de los Spanische Kämpfer (combatientes españoles). Dachau fue el último Campo liberado, el 19 de abril de 1945, por las fuerzas del Ejército norteamericano. Sólo 260 supervivientes españoles pudieron contarlo40.

Buchenwald se alzaba en una colina a 9 km de Weimar. De los 240000 prisioneros que pasaron por este Campo, perecieron 56000, unos asesinados, otros a consecuencia del hambre, del frío o de las torturas. Varios miles de españoles pasaron por Buchenwald. Entre ellos Jorge Semprún quien, detenido en septiembre de 1943 por la Gestapo, fue enviado a este Campo en un angosto vagón precintado41. La mayoría de los españoles internados en Buchenwald murieron en la cantera, en la enfermería o en Dora (fábrica subterránea anexa donde a partir de 1943 se fabricaban los V1 y V2 que lanzaban sobre Londres). Más de 10000 muertos costó la construcción de los túneles y la instalación de aquella fábrica42. Muchos de ellos eran españoles.



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Morir cuando el campo ya ha sido liberado

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Prisioneros de Buchenwald.

Jorge Semprún, uno de los supervivientes, -tenía 22 años cuando Buchenwald fue liberado en un domingo de abril de 1945- ha escrito uno de los testimonios literarios más estremecedores sobre aquel campo de exterminio, la novela La escritura o la vida43. De ella reproduzco el desgarrador pasaje en que narra la muerte del español Diego Morales días después de haber sido liberado el campo por los americanos:

-No hay derecho... -acaba de susurrar Morales, vuelto hacia mí.

Tiene razón: no hay derecho.

Diego Morales llegó al campo hacia finales del verano de 1944, tras una breve estancia en Auschwitz. Suficientemente larga, no obstante, para poder captar lo esencial de los mecanismos de selección específicos del complejo de exterminación masiva de Auschwitz-Birkenau. Antes incluso del testimonio del superviviente del Sonderkommando, por medio de Morales tuve una primera idea del horror absoluto que era la vida en Auschwitz.

Entre nosotros, Morales encontró de inmediato un puesto de trabajo como obrero cualificado en la fábrica de Gustloff: era un ajustador -o fresador: no soy ninguna autoridad en materia de nomenclatura metalúrgica- realmente fuera de lo común. Tan hábil y preciso que la organización clandestina acabó confiándole un puesto clave en la cadena de montaje de los fusiles automáticos: aquel, al final de la cadena, en el que había que sabotear inteligentemente una pieza decisiva del mecanismo con el fin de conseguir que el arma se volviera inutilizable.

Instalado en el bloque 40, en el mismo dormitorio que yo, después del periodo de cuarentena, Morales me había deslumbrado por su facundia de narrador. No me cansaba de escucharle. Hay que reconocer que su historia era de lo más novelesco.

Solía decir que un libro era el responsable del carácter aventurero de su existencia. «Un jodido librito»; decía riendo. Un libro cuya lectura había trastornado su vida, proyectándola de cabeza -nunca mejor dicho- al torbellino de las batallas políticas. A los dieciséis años, en efecto, había leído el Manifiesto Comunista, y su vida había quedado transformada. Todavía se refería a ello, en Buchenwald, con una emoción existencial. Como hay quien habla de los Cantos de Maldoror o de Una temporada en el infierno.

A los diecinueve años, Morales había participado en la Guerra Civil española en una unidad de guerrilla que operaba más allá de las líneas del frente, en territorio enemigo. Después de la derrota de la República Española, en Prades, experimentó su segundo choque literario. Lo había recogido y lo ocultaba una familia francesa, después de su evasión del campo de refugiados de Argelès. Allí había leído El rojo y el negro. Por descontado, el hecho de que el libro le hubiera sido aconsejado por una muchacha cuyo recuerdo todavía conservaba, carnal y sublimado a la vez, no parecía ser ajeno a la fascinación suscitada. Cualquiera que fuera, no obstante, la parte del ardor de la llama amorosa de antaño, a la novela de Stendhal se le atribuían en su relato unos efectos comparables a los del panfleto de Marx en un ámbito diferente. Si el Manifiesto le había introducido en la comprensión de los grandes movimientos masivos e ineluctables de la Historia, El rojo y el negro le había iniciado en los misterios del alma humana: hablaba de ello con una precisión emocionada y matizada, inagotable en cuanto se le orientaba hacia este tema, y yo no me privaba del placer de hacerlo.

-No hay derecho -acaba de susurrar Morales, apenas me he sentado junto a la cabecera de su litera, apenas he cogido su mano entre las mías.

Tiene razón, no hay derecho, morir ahora.

Morales ha sobrevivido a la Guerra Civil española, a los combates en la meseta de Glières -es su recuerdo   —37→   más terrible, según me explicaba: el largo caminar por la nieve profunda, bajo el fuego cruzado de las ametralladoras, para escapar del cerco de las tropas alemanas y de los destacamentos de la gendarmería y de la milicia francesas-. Ha sobrevivido a Auschwitz. Y a Buchenwald, al peligro diario de ser sorprendido por un meister civil o un Sturmführer SS, en delito flagrante de sabotaje en la cadena de la Gustloff, lo que le habría llevado directamente al cadalso. Ha sobrevivido a mil peligros más, para acabar así, estúpidamente.

-Morirse así, de cagalera, no hay derecho... -me susurra al oído.

Me he arrodillado junto a su litera, para que no tenga que esforzarse cuando me habla.

Tiene razón: no hay derecho, morirse tontamente de cagalera, tras tantas ocasiones de morir empuñando las armas. Después de la liberación del campo, por añadidura, cuando lo esencial ya parecía haber sido alcanzado, la libertad recobrada. Cuando se le ofrecía otra vez la ocasión de morir empuñando las armas, en la guerrilla antifranquista, en España, como testimonio de libertad, precisamente, era estúpido morir de una disentería fulminante provocada por una alimentación que de repente se había vuelto demasiado abundante para su organismo debilitado.

No le dije que la muerte es estúpida por definición. Tan estúpida como el nacer, por lo menos. Tan pasmosa, igualmente. No le iba a servir de consuelo. No hay ninguna razón, además, para valorar en momentos así las consideraciones metafísicas y desengañadas.

Le aprieto la mano en silencio. Pienso que ya he estrechado entre mis brazos el cuerpo agonizante de Maurice Halbwachs. Idéntica descomposición, idéntica pestilencia, idéntico naufragio visceral, que dejaban desamparada un alma desasosegada pero lúcida hasta el último segundo: llamita vacilante a la que el cuerpo ya no suministraba su oxígeno vital.

Ô mort, vieux capitaine, il est temps levons 1'ancre...



A modo de oración para los agonizantes le había susurrado a Halbwachs unos versos de Baudelaire. Me había oído, me había comprendido: su mirada había brillado con un orgullo terrible.

¿Pero qué podía decirle a Diego Morales? ¿Qué palabras susurrarle que fueran un consuelo? ¿Podía consolarle, por cierto? ¿No valdría más hablar de compasión?

¡Tampoco iba a recitarle el Manifiesto de Marx! No, sólo se me ocurría un texto que podría recitarle. Un poema de César Vallejo. Uno de los más hermosos de la lengua española. Uno de los poemas de su libro sobre la Guerra Civil, «España, aparta de mí este cáliz».

Al fin de la batalla, y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre y le dijo: «¡No mueras, te amo tanto!». Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo...

No tengo tiempo de susurrar el principio de este poema desgarrador. Un sobresalto convulsivo agita a Morales, una especie de explosión pestilente. Se vacía, literalmente, manchando la sábana que le envuelve. Se aferra a mi mano, con todas sus fuerzas reunidas en un postrer esfuerzo. Su mirada expresa el desamparo más abominable. Unas lágrimas fluyen por su máscara de guerrero.

Qué vergüenza -dice con el último aliento.

¿Oigo acaso ese susurro? ¿Acaso adivino sobre sus labios las palabras que expresan su vergüenza?

Se le ponen los ojos en blanco: ha muerto.

(...) Cierro los ojos de Morales.

Se trata de un gesto que nunca había visto hacer, que nadie me había enseñado. Un gesto natural, como son los gestos del amor. Gestos, en ambos casos, que se ocurren a uno naturalmente, desde el fondo de la más antigua sabiduría. Del más remoto conocimiento.

Me levanto, me doy la vuelta. Los compañeros están ahí: Nieto, Lucas, Lacalle, Palomares... Ellos también han vivido la muerte de Morales.







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ArribaAbajoCapítulo IV

La memoria de los supervivientes


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Cuando se ha vivido una larga guerra, o, para ser más precisos, cuando se han vivido dos guerras consecutivas -la Civil española y la Guerra Mundial, aunque pueden ser consideradas dos fases de una misma guerra- las situaciones-límite por las que se ha pasado difícilmente pueden olvidarse.

Cincuenta años después de los acontecimientos, cuando sus protagonistas han sobrepasado los 70 años de edad, su memoria sigue, vigorosa, nutriendo hechos, sensaciones, estados anímicos. A veces, estos supervivientes recuerdan con pelos y señales detalles que pueden parecer irrelevantes pero que reflejan cómo en la mente humana, incluso en las circunstancias más dramáticas, quedan grabadas cosas nimias o chuscas.

Los testimonios que a continuación reproduzco tienen el incalculable valor de provenir de personas que presenciaron o protagonizaron los hechos que narran. Todos ellos son exiliados españoles refugiados en Francia que, una vez terminada la Guerra Mundial, se quedaron a vivir en el país vecino -en la Alta Saboya, en Toulouse, en Burdeos- donde crearon sus familias44.

Es cierto que 50 años después de terminada la Guerra Mundial, por los caminos de la memoria, siempre selectiva, ha podido cruzarse o superponerse lo posteriormente escuchado, comentado o leído, o han podido entreverarse las vanidades o el regusto por redondear o adornar, incluso inconscientemente, los episodios vividos. Todo ello, que sin duda el lector avisado sabe tener en cuenta, no oscurece, sin embargo, el valor testimonial de estas narraciones perfectamente cotejables con los hechos registrados por los historiadores más rigurosos.

En la transcripción de estos testimonios he respetado las peculiaridades de su habla, plagada de galicismos y de distorsiones lingüísticas, inevitables secuelas de su larga permanencia en Francia.


Testimonio de José Artime, prisionero en Dachau

Natural de Luanco (Asturias), nacido el 11 de noviembre de 1911 y Presidente de la Liga de Mutilados de la Guerra Civil Española. Reside en Toulouse (Francia).

Pasé la frontera pirenaica por Puigcerdà el 27 de febrero de 1939. Era soldado del Ejército republicano. Iba ya mutilado, me faltaba el brazo izquierdo. Me llevaron al campo de refugiados de Septfonds. Allí no había barracas, tuvimos que hacerlas. En mayo de 1940 fui liberado del campo y conducido a una residencia de mutilados en Montauban. En esa Residencia hice varios oficios: era el que hacía las compras, el que llevaba los papeles a la Prefectura, hacía de intérprete. Y ahí empezamos enseguida a tener contactos con «Pichón» a quien yo ya conocía de las Juventudes Socialistas Unificadas. «Pichón» fue quien creó el primer grupo de resistentes de Montauban, pero que no había guerrilleros, quiero que quede claro que yo nunca fui guerrillero, sí miembro de la Resistencia.

Teníamos contacto con un grupo de franceses que habían hecho la guerra de España. Y hubo una denuncia de que escuchábamos la radio de Londres. El 17 de julio de 1941, a las cuatro de la mañana, se presentó en la Residencia de Mutilados una compañía de gendarmes, la Milicia de Pétain. No se salvó más que uno que fue a advertir a «Pichón». Los interrogatorios fueron muy duros. Yo era un poco cabecilla. Les había advertido a los compañeros: «si habláis, vos pegan; si no habláis, vos pegan; comportaos como os parezca, yo sé lo que tengo que hacer». Hubo proceso y algunos fueron   —42→   condenados a trabajos forzados y enviados a la fortaleza de Septfonds. Yo fui condenado como jefe sindicalista y terrorista. Me llevaron con seis gendarmes al campo de castigo de Vernet, en el Ariège, el 27 de septiembre de 1941.

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José Artime.

En el campo de Vernet había un grupo de resistentes que me esperaban. Sabían que llegábamos dos. En ese campo pasé 33 meses, hasta el 28 de junio de 1944. Soy, según Menéndez, el superviviente más viejo de ese campo.

Preparamos un plan, enviado al exterior, para que liberaran el campo los que estaban fuera. Pero ese plan llegó a manos de la policía, entregado por la mujer del matrimonio francés que lo había recibido para pasarlo al maquis. Informados los alemanes, cercaron el campo de Vernet con las fuerzas de la Gestapo y la Wehrmacht. Esto fue a principios de junio de 1944. Entonces fue cuando los alemanes decidieron llevarnos al campo de la muerte de Dachau (Alemania).

Trajeron a Vernet a los resistentes que estaban en la cárcel de Foix y en el campo de Noé, para embarcarlos con nosotros en camiones el 28 de junio de 1944, y llevarnos a la caserna (cuartel) militar de aquí, de Toulouse, que se llamaba la caserna Cafarelli. Ahí quedamos 5 o 6 días, al cabo de los cuales nos embarcaron en un tren, que llaman el tren fantôme (fantasma), que era un tren de vagones para caballos. Nos metieron a 70 u 80 por vagón, y estuvimos dando vueltas por toda Francia. La gente moría de sed y de hambre. Pasamos por Burdeos, Angoulême... Estuvimos dando vueltas por toda Francia hasta que nos devolvieron a la prisión de Burdeos porque los guerrilleros franceses o españoles intentaron impedir que ese tren pasara la frontera alemana porque sabían que en ese tren íbamos muchos de la Resistencia. Venía en el tren, entre otros, el director de la Banca de Francia, que había sido detenido por «actividad antialemana». Y hubo muchos muertos porque los Aliados intentaron, bombardeando con la aviación, cortar las líneas férreas. A veces las bombas alcanzaban a los vagones. En el vagón en que yo iba hubo dos muertos y tres heridos por esa causa. Pasamos 58 días en ese tren. Tras haber habido muchos muertos en el camino, llegamos a Dachau el 26 de septiembre de 1944.

Verás lo que nos pasó: en el camino, los carros de Leclerc, que había mucho español en la División Leclerc, recibieron la orden de rastrear las vías por si daban con nosotros. Estábamos detenidos en una estación que llaman Dijon. Y no nos encontraron. Llegaron hasta dos kilómetros antes de donde estaba el tren. Volvieron con el resto de la División y dijeron, no hay nada, y se dirigieron a otro lugar. En ese momento pasó el tren hacia Alemania, La Gestapo tenía sus informadores.

Hubo en el camino algunos intentos de fuga. Entre ellos un anarquista español que era un trozo de pan pero que no tenía mucha cultura. Los amigos le llamábamos «Colilla» porque fumaba mucho, siempre estaba con una colilla en la boca y pedía las colillas a todos. En la estación de Orange se empezó a afeitar en el tren. Le digo, por qué te afeitas. Me dice, dame un sitio donde pueda llegar. Le digo, no te puedo dar esto porque si te cogen ya sé lo que vas a hacer y si te cogen ya sé lo que me va a tocar. No te preocupes, que a mí me fusilarán, pero tú no te preocupes. Y le di un sitio. Y se escapó. Al parar en una estación, bajó del tren y se puso a mirar los vagones como si fuera un civil que miraba y un centinela alemán se acercó a decirle que se fuera. Logró escaparse. Y cuando vino aquí a Toulouse, vino a verme al hospital, y me abrazaba y lloraba como un chiquillo.

Hubo también otros que escaparon: un comandante húngaro, de las brigadas internacionales, que Stalin le había enviado a España. Tenía el nombre de De Pablo. Como todos los de las brigadas, un nombre español. Pero yo supe después que fue el que aplastó la sublevación húngara, porque marchó a Hungría al terminar la guerra. Se llamaba Hans. Ya murió. Y escapó con el que fue coronel Francesco Nitti que era un camarada socialista,   —43→   muy majo, muy inteligente, que escribió un libro en el que habla de mí. Levantaron una plancha en el vagón por la noche y se dejaron caer. Y hubo un diputado campesino polaco que también escapó con ellos, pero en el vagón hay una bola de hierro, los otros lo sabían y ponían la mano sujetando, pero éste no lo sabía y se golpeó y lo encontraron muerto. Muy pocos hubo que se escaparan. Escapó un madrileño, cómo se llamaba..., teníamos los nombres falsos por lo general..., no lo recuerdo.

Hay una película hecha sobre este episodio. Se llama El tren fantasma; de un francés. Y hay ese libro de Nitti que si lo encuentro te lo mandaré45.

En ese tren venían cuatro coroneles del Ejército de la República, profesionales, de los que se mantuvieron fieles a la República, entre ellos estaba el profesor Velasco que fue profesor de Franco en la Academia Militar; el coronel Díaz Tendero, el coronel Redondo, y el coronel Blasco. Y estos llegaron a Dachau conmigo46.

En Dachau, pasados unos seis meses, ya había perdido yo unos 20 kilos. Un día me llamaron estos coroneles y me dijeron, bueno, esto se ha terminado para nosotros, porque había mucho tifus, me dijeron, tú eres el más joven y te vas a encargar del paquete, qué paquete, primero, dar la noticia a nuestras familias...

En Dachau estábamos organizados. El hombre fuerte allí era un gran cirujano madrileño, el doctor Parra, muy conocido ya en la Guerra Civil como cirujano. Este hombre se salvó y le trajeron aquí, a Toulouse, y le cuidaron en el hospital. Luego se marchó y murió siendo director del hospital de Caracas. Era un tío formidable, una buena persona.

El 29 de mayo de 1945 fuimos liberados por una División americana en la que había muchos que hablaban español, mejicanos, venezolanos, cubanos. Nos pusieron en cuarentena por el tifus. Había un catalán, Martí Vilar, que pesaba 27 kilos. Aquel día yo tuve una emoción... En Dachau murieron bastantes españoles, pero en el campo en que murieron más españoles fue en Mauthausen.