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En agosto de 1936, las fuerzas franquistas lideradas por Queipo de Llano y Yagüe cometieron atrocidades en Badajoz. Su represión, conocida como la ‘columna de la muerte’, involucró ejecuciones masivas, saqueos y violaciones, dejando miles de muertos y aterrorizando a la población civil.
El inicio de esta historia se remonta a varios meses antes del golpe militar del 18 de julio, y se enmarca en la situación de pobreza extrema que padecía toda la provincia extremeña tras la aguda sequía de 1935, seguida por las fuertes tormentas e inundaciones que tuvieron lugar a comienzos de 1936, malogrando las cosechas de trigo, cebada y aceitunas que sustentaban a su población.
El desempleo era galopante, y los resultados electorales de febrero que otorgaron el triunfo al Frente Popular dieron esperanza a los braceros hasta alcanzar su punto de ebullición. Durante el mes de marzo, el sindicato socialista de trabajadores de la tierra, la FNTT, incitó a sus afiliados a tomar al pie de la letra las promesas del nuevo Gobierno respecto a una rápida reforma agraria y la expropiación de latifundios.
De ahí que las ocupaciones de fincas, el robo del grano y el ganado, o la tala de árboles para obtener leña se dispararan en Salamanca, Toledo, Córdoba y Jaén, adquiriendo su máxima virulencia en toda la provincia de Badajoz.
Todo ello sembró el miedo y el rencor entre los feudales terratenientes extremeños, que ya se la tenían jurada a sus campesinos negándoles el trabajo bajo la consigna de: «¡comed República!».
Conscientes de sus escasos apoyos sociales en toda Andalucía y Extremadura, los militares golpistas se emplearon a conciencia en el exterminio de cualquier conato de resistencia a la sublevación y, apoyándose en la pantomima jurídica de sus bandos de guerra, abordaron, con la ayuda de sus esbirros requetés y falangistas, toda la represión necesaria para sembrar el terror en las poblaciones que iban conquistando en su marcha desde Algeciras hacia Madrid. Enaltecidos en su avance por las proclamas furibundas que desde Unión Radio de Sevilla lanzaba su general al mando,
Gonzalo Queipo de Llano y Sierra (1875- 1951), muy pronto, el reguero sangriento de sus tropelías fue conocido en toda la España republicana con el sobrenombre de «la columna de la muerte», haciendo referencia a los desmanes de las tropas legionarias, de regulares y mercenarios moros contra la población civil.
Además de Queipo de Llano, un general emparentado por la familia de su mujer con el expresidente Niceto Alcalá Zamora y que en 1931 se había mostrado como un ferviente republicano, estas tropas estaban comandadas por el teniente coronel Juan Yagüe Blanco (1891-1952), un militar africanista afiliado al partido de la Falange Española y amigo personal del general Francisco Franco, quien lo tuvo a sus órdenes en el Ejército de África.
Precisamente, las crueles tácticas aprendidas en la guerra de Marruecos serían las que empleara Yagüe, dejando una horrible estela de matanzas indiscriminadas a sus espaldas.
Pueblo a pueblo, las tropas franquistas de Queipo y Yagüe violaron, mataron y saquearon cuanto pudieron, amparadas en la orden que Queipo había firmado el 25 de julio de 1936, condenando sin juicio previo a todas las personas que tuvieran cargos dirigentes en los Ayuntamientos republicanos y sindicatos, para que fueran «inmediatamente fusiladas», así como «un número igual de militantes sindicalistas cuidadosamente escogidos», dando así carta blanca a los mercenarios moros, los Regulares y los soldados de la Legión, para saquear, violar y asesinar a los hombres, mujeres y niños leales al régimen republicano.
Tal y como señala el historiador Francisco Espinosa Maestre —perteneciente al grupo de investigadores que mejor han documentado la represión franquista, y en especial la llevada a cabo por Queipo y Yagüe—, «la columna de la muerte nos descubre la cruenta realidad de la represión llevada a cabo por los militares sublevados en la fase inicial de la Guerra Civil, hasta las sangrientas batallas de Badajoz y la ocupación de la provincia pueblo a pueblo.
Más allá del debate sobre las cifras de víctimas, las tropas de Yagüe representan el terror de la represión, que no fue una consecuencia de la guerra, sino una de sus razones explicativas fundamentales, ya que su aparente irracionalidad cobra un nuevo sentido cuando advertimos que la violencia formaba parte del proyecto inicial de los insurgentes, dispuestos a exterminar a todos aquellos elementos de la sociedad española —políticos, sindicalistas, profesionales, maestros, etc...—, que habían contribuido a articular la alternativa reformista iniciada en 1931. Es la naturaleza de la represión, mucho más que sus cifras, por terribles que resulten, lo que hace de Badajoz un anticipo de Auschwitz».
La toma de Badajoz
El 10 de agosto de 1936 las fuerzas de Yagüe llegaron a Mérida, estableciendo contacto con las tropas del general Emilio Mola Vidal, que comandaba el Ejército del Norte, juntando así las dos partes en que estaba dividida la mal llamada España nacional. Yagüe retrocedió entonces para tomar Badajoz, la capital de la provincia donde los republicanos ofrecían la mayor resistencia.
Fue el general Franco quien tomó tal decisión, a pesar de retrasar el avance de las columnas africanas hacia Madrid, puesto que el Caudillo de los rebeldes quería consolidar la unificación de las dos zonas afines y asegurarse su retaguardia gracias al apoyo de sus aliados portugueses.
Conviene recordar que un asesor alemán, el nazi Ernest Moerl, se haría cargo de la represión de la población emeritense, además de instruir a las milicias de Falange y pasearse por toda la comarca amenazando, saqueando y dando aceite de ricino a todos los detenidos.
Tres días después de la ocupación de Mérida, los africanos alcanzaron la capital pacense, poblada entonces por unas 40.000 personas, iniciando su ofensiva al amanecer del jueves 13 de agosto. La ciudad estaba defendida por los soldados y milicianos al mando del coronel catalán Ildefonso Puigdengolas (1876- 1936), pero no contaban con suficiente munición ni artillería.
Yagüe planeó el asalto a la ciudad situando a sus tropas en tres zonas estratégicas: la brecha abierta por la aviación italiana y alemana en la muralla localizada junto al actual parque de la Legión —de infame recuerdo con esa denominación—, que fueron los asaltantes de aquellas defensas próximas a las puertas de la Trinidad y de Carros; el frente en lo que hoy se conoce como la carretera de la circunvalación, junto al puente de la Autonomía que cruza el Guadiana, y donde se emplazaron los tabores de regulares y mercenarios moros; y la punta de lanza sobre la actual avenida de Huelva, junto al instituto Zurbarán, donde los falangistas se sumaron al grueso de los militares sublevados.
La alcazaba de Badajoz, emplazamiento de la artillería republicana, parecía un baluarte defensivo muy difícil de rendir, hasta que la aviación fascista y los obuses procedentes de la estación del ferrocarril, ganada por los insurrectos el día anterior, la arrasaron durante la mañana del viernes día 14.
Tomado al asalto aquel último baluarte, a las dieciséis horas de la tarde la ciudad quedó en poder de las tropas de Yagüe, aunque la lucha callejera se prolongó hasta el anochecer.
Todos los combatientes que intentaron huir hacia la frontera portuguesa de Elvas enseguida fueron detenidos y enviados de vuelta por los militares del dictador Salazar, mientras que el medio centenar de milicianos que buscaron refugio en la catedral de San Juan Bautista, vendiendo caras sus vidas hasta quedarse sin munición, fueron ejecutados a los pies del altar mayor por los legionarios, sin ninguna consideración de unos y otros a lo sagrado del lugar. De ahí que consumada su venganza, ordenaron el toque de agonía en señal de victoria.
Inmediatamente después de estos sucesos, dio comienzo la primera matanza indiscriminada a cargo de las tropas moras. Rabiosos como perros, los musulmanes disparaban y acuchillaban a todas las personas que se encontraban a su paso, además de asaltar las viviendas para saquear y robar cuantos objetos de valor encontraban en ellas, arramblando con toda la comida al tiempo que violaban y sodomizaban a mujeres y niños sin importar su edad.
Cuentan los testigos que algunos moros guardaban en sus bombardas las cabezas cortadas de las personas que tenían dientes de oro como premio, además de orejas, testículos y pezones femeninos como trofeos. Hubo muchas personas que murieron acuchilladas para robarles un reloj de pulsera, una cadena de oro, o cualquier otra joya que despertara la codicia de los africanos.
Por toda la ciudad se vieron cadáveres con cuchillos clavados en el pecho o las tripas hasta la empuñadura. Contemplando todo este espanto, algunos oficiales alemanes, al servicio del general Franco, se dieron el macabro gusto de fotografiar los cadáveres castrados por los moros, y fue tal la sacudida del horror que el futuro Caudillo se vio en la obligación de ordenar a Yagüe que pusiera fin a las castraciones y los ritos sexuales con los enemigos muertos.
Por su parte, los legionarios procedían a las ejecuciones de los milicianos que se habían rendido ametrallándolos en las tapias del cementerio o incluso en los muros de la catedral y contra la fachada del ayuntamiento.
Paraban a los hombres que se encontraban por las calles y tras despojarles de sus camisas comprobaban si tenían señales en los hombros que delatasen las correas de haber llevado un fusil, y con rapidez, disparaban a estos a la cabeza sin mayores miramientos.
Con especial encono, los falangistas se ocuparon de detener a las mujeres republicanas que eran delatadas como feministas o activistas por sus vecinos, tomándose la justicia por su mano y sometiéndolas a sevicias antes de asesinarlas.
Durante días, las tropas de Yagüe siguieron masacrando a personas sin ningún motivo aparente, y las calles se llenaron de cadáveres y coágulos secos de sangre que no se retiraban para contribuir al horror y escarmiento de la población.
Solo cuando el calor y la descomposición de los cuerpos de las víctimas amenazó la salud pública, se procedió a quemarlos en enormes piras funerarias, enterrando sus cenizas en la fosa común que aún permanece en el cementerio pacense.
Sabemos que hechos similares sucedieron en los cementerios de Sevilla y Huelva, y en las tres ciudades fueron rehechos los libros originales de los camposantos para hacer desaparecer nombres y apellidos de las personas fusiladas y dejar solo constancia numérica de las víctimas que día tras día ingresaban en las fosas comunes.
También los registros civiles de defunciones en la mayoría de las poblaciones conquistadas fueron alterados y solo recogieron, posteriormente y siempre por debajo de las cifras reales, el número de personas asesinadas por causa de la represión.
Sin duda, el fascismo convirtió el terror y la muerte en espectáculo para que su mensaje de odio llegara nítido a toda la España republicana.
La masacre de la plaza de toros
Como los fascistas no daban abasto a matar a tanta gente, Yagüe ordenó hacer prisioneros, y cuando la cárcel provincial quedó a rebosar, al Carnicero de Badajoz no se le ocurrió mejor idea que utilizar la vieja plaza de toros como centro de detención.
Levantada en 1859 junto al baluarte de San Roque de la muralla que rodeaba la ciudad, aquel coso taurino no disponía de agua ni comida para los detenidos, como tampoco de las más elementales medidas higiénicas o sanitarias para los heridos.
Pero insatisfecho por los fugados, el Carnicero de Badajoz mandó algunos destacamentos a Portugal en busca de los refugiados que hubieran podido quedar, para llevárselos a ese albero donde los vencedores pensaban dar un festival de sangre como no se había visto nunca desde el inicio de la guerra.
Allí fueron llegando los camiones en donde se hacinaban los apresados, llenando poco a poco todas las gradas de la plaza. Y para evitar los posibles motines, sus hombres se dieron prisa en ir sacando a las víctimas que iban a matar por la puerta de caballos, dejándolas a su suerte sobre la arena del ruedo, sin defensas posibles ni juicios previos.
Las ametralladoras habían sido fijadas en las contrabarreras de los toriles, y para presenciar este espectáculo sangriento que duró dos días hubo entradas e invitaciones para los señoritos de Andalucía y Extremadura, además de algunos prelados y mujeres de la aristocracia.
A esa plaza de toros acudieron muchos terratenientes sedientos de venganza, monárquicos y falangistas, que querían demostrar públicamente su devoción por la causa.
En aquel coso taurino fueron masacrados los milicianos, los soldados y oficiales fieles a la República, los hombres y mujeres de izquierdas, los campesinos con carné sindical, los jornaleros sin más filiación política que el hambre, los pastores y maestros, todos ellos reacios a aplaudir el Glorioso Alzamiento Nacional.
En total, no menos de 1800 personas, que sumadas a las asesinadas por toda la ciudad, elevan las cifras de esa brutal represión a la décima parte de la población existente en la ciudad, aunque nunca podremos saber con exactitud su número exacto.
Durante aquellas dos jornadas de exterminio, muchas mujeres, madres, hermanas o hijas de los detenidos, acamparon alrededor de la plaza esperando recibir noticias sobre la suerte que corrían sus hombres, pero desesperadas por el tableteo de las ametralladoras, muchas también murieron fusiladas por insultar y maldecir a los asesinos.
El periodista norteamericano Jay Allen, del Chicago Tribune, que llegó a Badajoz en esos días, publicó que hubo 1800 ejecuciones de presos durante las primeras doce horas del confinamiento, y algunos testigos le hablaron de más de 3000 fusilados en total.
Las cifras que da el profesor Espinosa, quien ha logrado documentar las identidades de 1518 personas asesinadas por los franquistas solo en la capital, estima que la cifra de represaliados entre la ciudad y los 84 pueblos pacenses más poblados, alcanzó las 6.610 víctimas y más de 12.000 en toda la provincia.
El también periodista norteamericano John T. Whitaker, del New York Herald Tribune, alarmado por lo que le contaba su colega y amigo Jay Allen, se presentó días después ante Yagüe y le preguntó si era verdad que habían sido asesinados varios miles de personas. Y el teniente coronel le respondió sonriendo:
«Naturalmente que los hemos matado.¿Qué suponía usted? ¿Iba a llevar cuatro mil prisioneros rojos con mi columna, teniendo que avanzar contrarreloj? ¿O iba a dejarlos en mi retaguardia para que Badajoz fuera rojo otra vez?» El Carnicero de Badajoz nunca se arrepintió de lo ocurrido y en más de una ocasión se vanaglorió de ello.
Al periodista francés Jacques Berthet también le confeso: «Ha sido una espléndida victoria. Antes de avanzar de nuevo y ayudados por los falangistas vamos a terminar de limpiar toda la canalla de Extremadura».
Y siguiendo al profesor Francisco Espinosa, solo me resta añadir «que el terror fascista requirió de todas las instancias del poder conservador y, al mismo tiempo, exigió el silenciamiento y la eliminación de toda la discrepancia sobre sus procedimientos. El escaso apoyo social que tuvieron los golpistas en la España rural exigió un derroche de violencia del que otros regímenes fascistas europeos con mayor base pudieron prescindir. Esa excesiva violencia sobre los humildes fue la contribución española al fascismo europeo».
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