diumenge, 8 d’abril del 2018

Didáctica de una exhumación extremeña

http://blogs.publico.es/verdad-justicia-reparacion/2018/04/07/didactica-de-una-exhumacion-extremena/


Verdad Justicia Reparación


Por Antonio Pérez, miembro de La Comuna.
Hasta hace varias semanas, nadie sabía si en el fondo de una mina abandonada yacían realmente los esqueletos de una parte de los republicanos que los franquistas habían fusilado en 1936 en la comarca de Valencia de Alcántara (Cáceres). Mantenida durante 80 años, la tradición oral así lo creía y, en los pocos estudios publicados, amputados por la ausencia absoluta de documentos oficiales, se aventuraba que los mártires de la mina de Terrías “serían unos once”o, como máximo, 16. Los lugareños tampoco sabíamos si los habían arrojado vivos o muertos; menos aún si los verdugos habían tirado en la mina algunas granadas para provocar derrumbes. Aunque era harto probable, ni siquiera sabíamos con certeza si entre esos restos se encontraban los de Amado Viera, el joven alcalde republicano que no quiso huir porque ‘nada ilegal he hecho sino todo lo contrario’.
Pues bien, hoy sabemos que los mártires de Terrías ascienden a cuarenta y ocho (48), cuatro veces más de lo especulado en los libros. También sabemos con alguna certidumbre que fueron fusilados en la bocamina y que no se arrojaron bombas pero sí cal viva. Y lo sabemos porque, gracias a un convenio de la Diputación de Cáceres y del Ayuntamiento de Valencia de Alcántara, se han logrado exhumar 48 huesos pélvicos sacros –a efectos aritméticos, un dato más rápido que los cráneos- y las míseras prendas de 48 claros varones.
Además de las instituciones citadas, esta proeza de la arqueología del conflicto contemporáneo se la debemos a la directora de la exhumación, la Dra. Laura Muñoz, quien no dudó en descender 30 metros por el cañón de la mina hasta sumergirse en los varios metros de agua y lodo que escondían los restos. Aunque esta arqueóloga contaba con amplia experiencia en otras exhumaciones en llano, superar los roces políticos locales e investigar en el fondo de una angosta y angustiosa mina que alcanzaba la capa freática representaba un reto técnico, metodológico e incluso físico, cuyo resultado sólo cabe definir como hazaña diplomático-científica.
Los santos esqueletos están depositados en un laboratorio universitario y sólo nos queda esperar a que la ciencia forense –necesariamente lenta-, los identifique. En este paso, Conchita Viera, hija del alcalde fusilado, octogenaria e incansable motor de la exhumación, ha dado una estremecedora lección de dignidad: ha declarado que, una vez identificados, si las demás familias de los mártires así lo deciden, por su parte opina que todos los restos podrían descansar en un mausoleo común: “Si llevan 81 años juntos, pueden seguir juntos”. Toda una lección de humanidad para el mundo y, en especial -aunque ella no lo haya pensado así-, para uno de los ejecutores, ese vecino nonagenario con buena salud y mejor patrimonio que, huelga añadirlo, nunca ha respetado la ley de Memoria Histórica.
Pese al rotundo éxito de la exhumación, subsiste una sombra que sólo podrá ser disipada por la colaboración ciudadana: como, gracias a la memoria popular, se han rescatado 48 restos –repito, cuatro veces el número previsto por esa estadística oficiosa de víctimas del franquismo que siempre se queda corta-, a efectos de cotejo del ADN será difícil que aparezcan todos los familiares de todos los fusilados. Y aquí surge un problema que, a mi juicio, no ha sido suficientemente estudiado: el éxodo de los deudos de los represaliados, un fenómeno que es más notorio en el mundo rural que en el citadino. Al igual que en tantos otros pueblos, en esta comarca, los franquistas no se limitaron a fusilar, encarcelar arbitrariamente y expoliar el patrimonio de los republicanos sino que, además, expulsaron de ella a los “malos españoles”. Más aún, como este exilio interno duró demasiadas décadas, los deportados han perdido a la fuerza el contacto con sus raíces.
Cuando se ha hecho pública la exhumación, han surgido bastantes exiliados que, desde los puntos más lejanos, han querido saber si alguno de sus familiares estaba en Terrías –es la colaboración ciudadana antes citada-. Es probable que muchos recuperen a sus antepasados pero, aun así, habrá otros hijos y nietos que nunca llegarán a enterarse porque de aquella tierra que fue de sus mayores siguen sin querer saber nada: ésta y no otra es la España verdaderamente rota y, en su rompimiento, hay culpables conocidos y víctimas de varias generaciones.
Ahora bien, en el medio rural, ¿podríamos cuantificar el exilio interno que ocurrió en, digamos, entre 1936 y 1950? Será difícil porque la demografía oficial huye de este problema hasta el extremo de no reconocerlo. O, peor aún, lo tergiversa ubicándolo temporalmente a partir de 1950 –justo cuando se apaciguó el ritmo de deportaciones- y, además, situándolo en el marco de las migraciones rurales a zonas industrializadas. Es decir, interpretándolo desde una aséptica perspectiva desarrollista que sólo se materializaría muchos años después.
Sin embargo, del éxodo rural de 1936-1950 no se habla porque sus sinrazones fueron políticas. De hecho, para avanzar en este tema, el primer obstáculo metodológico estriba en que no hay un único criterio estadístico-demográfico que defina qué es lo rural. Por ello, debemos recurrir a las estadísticas más objetivas. Una de ellas, es guiarnos por los municipios menores de 5.000 habitantes. En este sentido, en 1930 la población ‘rural’ representaba el 40% mientras que la población ‘urbana’ –es decir, en núcleos mayores de 50.000 habitantes- era del 19%. Si saltamos al año 1950, encontraremos que el porcentaje de ‘rurales’ había caído al 33% y el de ‘urbanitas’ había crecido hasta el 30%. Teniendo en cuenta que en el lapso escogido no puede hablarse de verdadera industrialización, podemos concluir que aquel colosal exilio interno no se debió a esos motivos económicos con los que ahora quieren enmascarar lo que fue un éxodo relativamente más numeroso que el de “vente a Alemania, Pepe”. Ya ven, la exhumación de una mina extremeña no sólo ha destapado la longeva inhumanidad del caciquismo rural sino que, además, nos enfrenta a un factor olvidado del tan cacareado rompimiento de la Patria.