dissabte, 14 d’abril del 2018

AQUEL 14 DE ABRIL y más. MARÍA ZAMBRANO

http://www.manuelrivas.com/el-14-de-abril-de-maria-zambrano/

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https://riuma.uma.es/xmlui/bitstream/handle/10630/13817/TD_ORTEGA_HURTADO_Luis_Pablo.pdf?sequence=1&isAllowed=y

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AQUEL 14 DE ABRIL.  MARÍA ZAMBRANO

Fue tan hermoso como inesperado: salió el día en estado naciente; es decir, nació. Solamente por eso, aunque hubiera nacido otra cosa –hermosa, se entiende–, también ella tendría un inmenso valor.
En el himno de Homero, Afrodita se hace merecedora de ese mismo epíteto: “La Naciente”. Así es llamada. Y de Afrodita fue aquel día, un día naciente, donde todo nació: hasta el día, hasta las nubes, hasta la gente.
Pasaban guardias civiles llevados a hombros por el pueblo, por las gentes del pueblo de Madrid, y ellos eran felices. Los rateros se declararon en huelga; no hubo un solo hurto, por pequeño que fuera. Las personas entraban en los bares, donde pedían y pagaban; nadie intentó tomarse ni siquiera un café sin pagar. Las joyerías estaban intactas, con sus alhajas resplandecientes; nadie pensó en romper los cristales, nadie pensó en romper nada.
Creo yo que era la claridad del día. Pero si esa claridad del día se dio precisamente el 14 de abril, y si lo que nació de ese día naciente fue la República, no puede ser por azar. Fue, pues, un nacimiento y no una proclamación . Y de ese día naciente recuerdo en especial un episodio.
Las gentes sólo pensábamos –es muy cursi, lo sé, pero es verdad– en amarnos, en abrazarnos sin conocernos. Llorábamos de alegría, unos y otros, en la Puerta del Sol. Yo estaba allí cuando llegó Miguel Maura, cuando entró en el Ministerio de Gobernación. El edificio se había ido llenando de gentes, como convocadas por una especie de corona de nubes que se había ido formando en el cielo.
Era una hermosísima corona, tan hermosa que, una vez vista y contemplada, hace imposible aceptar ninguna otra corona. Se hizo sola, con esas nubes de abril que son un poco hinchadas, pero contenidamente; un poco rosadas, pero contenidamente.
Era algo tenue e indeleble a la par, algo inolvidable siendo tan leve, tan sostenido que no se sabe qué esfera celeste tenía que ser, y, de no ser celeste, lo más cerca que en este planeta puede haber de celeste.
Florecieron las banderas republicanas, florecieron no se sabía desde qué campo de amapolas o de tomillo. Hasta había perfume a campo, a campo de España. Y, entonces, todo fue muy sencillo: Miguel Maura avanzó con la bandera republicana en los brazos. La llevaba tiernamente, como se lleva un depósito sagrado, un ser querido. La desplegó y dijo simplemente: “Queda proclamada la República”. Fue un momento de puro éxtasis.
Unas horas más tarde, no muchas, mi hermana Araceli, junto con su marido, con mi padre y conmigo, fuimos a Telégrafos. Entraron los hombres para poner algunos telegramas, y nos quedamos mi hermana y yo, solas, en la plaza donde no había nadie, debajo, por azar, de un reverbero blanco de luz, de una blancura incandescente, de una blancura que yo nunca más he vuelto a ver.
Llegó un grupo de hombres, de indígenas, de gente de aquí, salida, como salía todo en aquel momento, de una tierra feliz, de una tierra que estuviese comenzando a salir de la maldición bíblica, si es que de verdad nos han dicho aquello de “parirás con dolor”. Parecía que ya la tierra no tendría que parir nunca más con dolor, sino con gloria, y que todo sería amor, unión entre el cielo y la tierra. Y llegaron aquellos hombres pequeñitos, españoles, indígenas. Vinieron hacia nosotras, hacia mi hermana y hacia mí, con esa timidez que tienen todos los seres que nacen como es debido y, al mismo tiempo, llenos de confianza.
Éramos señoritas. Íbamos vestidas de señoritas. Mi hermana todavía podía pasar, pues llevaba un abrigo rojo, que ella no se encargó para la ocasión. Pero yo iba de azul celeste, color nada revolucionario. Y se acercaron casi como de puntillas, y, mirándonos, nos dijeron: “¡Viva la República!” Y nosotras, con alegría, y dándoles más espacio de cordialidad y de entendimiento, contestamos. Entonces volvieron a decirlo cada vez con mayor júbilo, al ver que nosotras participábamos y nos uníamos a ellos a pesar, creo yo que pensarían, de ser dos señoritas.
Uno de aquellos hombres, que llevaba una camisa blanca, se destacó. Sería por azar, pero estaba colocado debajo del reverbero blanco; así que la blancura de su camisa era ultraterrena y, al mismo tiempo, terrestre, porque todo era así, nada era abstracto, nada era irreal, todo era concreto, real, vivo, la mismísima realidad, la felicidad.
Artículo publicado en “Diario 16” el 14 de abril de 1985, poco después de su regreso definitivo del exilio.

https://errepublikaplaza.wordpress.com/2016/04/15/un-martes-14-de-abril-de-1931-con-maria-zambrano/

Un martes 14 de abril de 1931 con María Zambrano

zamMaría Zambrano, la más brillante y exquisita intelectual española del siglo XX, la gran dama del exilio, estaba en Madrid el 14 de abril de 1931. Filósofa y poeta, también fue reportera de aquel glorioso día:
En el himno de Homero, Afrodita se hace merecedora de ese mismo epíteto: La Naciente. Así es llamada. Y de Afrodita fue aquel día, un día naciente, donde todo nació: hasta el día, hasta las nubes, hasta la gente.
Pasaban guardias civiles llevados a hombros por el pueblo, por las gentes del pueblo de Madrid, y ellos eran felices. Los rateros se declararon en huelga; no hubo un solo hurto, por pequeño que fuera. Las personas entraban en los bares, donde pedían y pagaban; nadie intentó tomarse ni siquiera un café sin pagar. Las joyerías estaban intactas, con sus alhajas resplandecientes; nadie pensó en romper los cristales, nadie pensó en romper nada.
Creo yo que era la caridad del día. Pero si esa caridad del día se dio precisamente el 14 de abril, y si lo que nació ese día naciente fue la República, no puede ser por azar. Fue, pues, un nacimiento y no una proclamación. (…)
Florecieron las banderas republicanas, florecieron no se sabía desde qué campo de amapolas o de tomillo. Hasta había perfume a campo, a campo de España. Y, entonces, todo fue muy sencillo: Miguel Maura avanzó con la bandera republicana en los brazos. La llevaba tiernamente, como se lleva un depósito sagrado, un ser querido. La desplegó y dijo simplemente: “Queda proclamada la República”. Fue un momento de puro éxtasis. (…).
María Zambrano describe la proclamación de la República:
Los tranvías se habían ido quedando parados, no había lugar para uno más, ni dentro de ellos para un ser viviente más, ni sobre su techumbre, ni sobre el tejadillo de la Estación de Metro, ¡oh, cómo les envidiaban, eran los privilegiados!
Se enracimaban los cuerpos humanos en los balcones, de pie en los barandales; festoneaban los áticos de todos los edificios, se erguían como bandadas de cigüeñas en los tejados, buscando respaldo en las chimeneas. Y seguían, seguían viniendo; más no era posible, sin codazos, pisotones, tropiezos.
Llegaron aún unas oleadas desde las calles Mayor y Arenal, y como el viento en un campo de trigo, se extendió la onda sonora: “Se ha ido, se acaba de ir, ahora, en este momento”… Y en este momento todas las cabezas se alzaron hacia arriba, hacia el Ministerio de la Gobernación; se abrió el balcón, apareció un hombre, un hombre solo, alto, vestido de oscuro traje ciudadano; sobrio, dueño de sí, izó la bandera de la República que traía en sus brazos y se adelantó un instante para decir unas pocas palabras, una sola frase que apenas rozó el aire, y levantando los brazos con el mismo gesto sobrio, en una voz más sonora, como se cantan las verdades, gritó: “¡Viva la República!” “¡Viva España!”. 
Y como una sola voz de mil registros, llenó el aire, subió hacia las nubes blancas, redondas, que habían venido también, no acababa de extinguirse y en tonos diferentes, en cien registros como en un gigantesco y nunca oído órgano en una coral, que entonaba todo un pueblo, subía la voz a las nubes, y volvía a bajar y así el aire estuvo lleno de esos gritos, que aunque ya no hubieran repetido estarían allí llenándolo todo.
El cielo de abril dejaba caer su luz blanca, azul y blanca hasta tocar transfigurando a la multitud. La luz era también de mil reflejos, en un blanco único toda la infinitud que hay en el blanco.
En la blancura destacándose, perfilándose en el cielo. Alta, alta, ondeaba la bandera republicana, ahora ya del todo desplegada.
Y mirándola, fijó los ojos en el reloj de la torre.
Eran las seis y veinte.
Las seis y veinte de la tarde de un martes 14 de abril de 1931.
María Zambrano
Proclamación de la República en Eibar.
Proclamación de la República en Eibar.