No sé si alguno de los familiares está buscando a sus muertos en Túnez. Lo que es seguro es que Ambrosio Martínez, Fernando Sánchez, Eligio Casal y Francisco Puig yacen en tierra extranjera, entre tumbas profanadas
Restos del cementerio republicano de Kasserine, a 300 kilómetros de la capital.
8 DE JULIO DE 2018
Yo no lo conocí en Túnez, aunque Túnez constituyó siempre un vínculo adicional entre los dos. Con Ramón mantenía una relación afectiva que puedo calificar sin exageración de “familiar”. Amigo de mis padres desde la juventud, en los últimos años de su vida ocupó en la mía, intelectual y emocionalmente, el lugar que mi propio padre siempre dejó vacío. Ramón y yo nos intercambiábamos lecturas y análisis políticos; nos llamábamos con frecuencia y, durante mis visitas a Madrid, comíamos juntos. No he conocido nunca un conversador como él. Depositario de un tesoro infinito de anécdotas políticas y privadas, dotado de una memoria prodigiosa para los nombres y para los detalles, era además un narrador excepcional, vívido y astutamente literario, al que sólo se puede reprochar que –pese a sus siempre renovados propósitos– no escribiera nunca sus memorias. Ramón me hablaba mucho de Túnez, sobre todo de su primera misión en los años 60, época muy feliz para él desde el punto de vista personal y muy rica en términos de experiencia diplomática. Uno de sus desafíos en ese período fue precisamente –me contaba con entusiasmo y dolor– el de apoyar a la comunidad de exiliados republicanos, representada por un cónsul no oficial, a los que trató de acercar con garantías a la embajada franquista que, pese a sus promesas, Bourguiba no había cerrado tras la independencia de Túnez en 1956. Fue Ramón Villanueva, pues, excónsul y exembajador de Túnez, quien me dio a conocer la historia de los refugiados de 1939, sobre los que –decía enrabietado– había poca o nula bibliografía. Como prueba y paliativo, me regaló –¡hace ya diez años!– el único texto entonces existente: una tesis universitaria en lengua francesa, malamente mecanografiada, que él había recibido de manos de su autora en los años 90, cuando volvió a Túnez en calidad de embajador. Nunca la leí. Me la llevé a casa, la dejé sobre una mesa y la marea la arrastró a los fondos bentónicos de mi biblioteca.
Me acordé de ella la semana pasada tras escuchar a Marc y Andreu y ver, con el corazón roto, las fotografías con los nombres españoles sobre las lápidas de Kasserine. Al volver de “El bolero” la busqué en la casa nueva sin descanso y sin esperanza y de pronto, cuando ya había renunciado, se exhumó sola debajo de una historieta de Tintín: Refugiés politiques espagnols de la flotte republicaine en 1939 en Tunisie (refugiados políticos españoles de la flota republicana en Túnez). La tesis está firmada en París en 1986 y su autora, Marianne Catzaras, nacida en Jerba de padres griegos, es hoy una prestigiosa fotógrafa que expone con frecuencia en galerías de Sidi Bou Said. Es una investigación de apenas 100 páginas que recoge, sobre todo, a falta de documentación, noticias de periódicos, textos oficiales de los archivos franceses y tunecinos y testimonios de los supervivientes. Es imposible leerlo, en todo caso, sin reprimir un sollozo.
La historia –muchos no la recordarán en nuestra España amnésica– es la siguiente. El 6 de marzo de 1939 la flota republicana de Cartagena, al mando del almirante Buiza, llegó al puerto tunecino de Bizerta: cuatro cruceros, ocho destructores y un submarino, con unas 4.500 personas, la mayor parte de ellas marineros y militares, aunque entre el pasaje viajaban también mujeres y niños. La Francia colonial, que había reconocido ya en febrero el gobierno de Franco, no les brindó la mejor de las recepciones. Dispersó a los recién llegados en cinco “campos de acogida” que, como los de hoy en Europa, eran más bien campos de concentración: sin agua, sin alimentos, en pésimas condiciones higiénicas y, sobre todo, sin derecho a desplazarse libremente por el país, criminalizados además por los periódicos oficiales, los refugiados españoles fueron sometidos a un régimen de trabajos forzados y de privación de derechos que, una vez terminada la guerra civil y reclamados por Franco, llevó a algunos de ellos –ay– a volver a España. Otros, tras luchar contra Vichy y contra Hitler en las campañas africanas durante la segunda guerra mundial (es el caso del propio Buiza), se fueron a Francia o a Brasil en 1945 o –en una segunda oleada– entre 1956 y 1961, tras la independencia de Túnez. Los que quedaron –en torno a 1000–, una vez se les permitió trabajar, se dedicaron a la agricultura cerca de la ciudad de Kasserine –ubicación de uno de los “campos” citados y cuyas insfraestructuras fueron en buena parte construidas por nuestros compatriotas, que fundaron también su equipo de fútbol– o al curtido del cuero en la capital, donde abrieron además algunos restaurantes: el famoso “Café Cuarenta”, hoy desaparecido, y “El bolero”, que hasta los años 50 cerraba todos los años el 14 de abril para festejar la República. En 1976, en Túnez sólo quedaban ya unos cien españoles republicanos o descendientes, casados por lo general con italianos o nativos. “Los españoles de Túnez”, dice Catzaras, “nunca imaginaron que iban permanecer 40 años. Por eso nunca se parecieron a los otros exiliados. Se consideraron siempre a sí mismos en una situación provisional, de paso, y su manera de vivir era también pasajera y provisional”. Algunos vivieron siempre en pensiones, con las maletas hechas; algunos no volvieron nunca, ni después de la segunda guerra mundial ni después de la muerte de Franco: entre ellos Ambrosio Martínez, Fernando Sánchez Díez, Eligio Casal y Francisco Puig Suárez. Sus cuerpos, en tumbas nominales pero en suelo extranjero, abandonadas y sin flores, evocan un destino paralelo y cruelmente inverso al de los desaparecidos en las cunetas españolas.
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