Esta semana se celebraba el primer juicio en España por bebés robados, un crimen que ha dejado miles de víctimas que a día de hoy siguen luchando por la verdad y la justicia. Se juzgaba a un ginecólogo y máximo responsable de una clínica madrileña, Eduardo Vela. Su táctica de defensa ha sido fácil: Negar todo, decir que no se acuerda y aprovecharse de su estado de salud para eludir su responsabilidad. Eso ante la justicia, porque en privado tiene menos reparos a la hora de admitir los hechos, tal y como se recoge en grabaciones de investigaciones.
Es imposible establecer una cifra exacta, pero se calcula que se vendieron 30000 bebés en España entre 1944 y 1954. La cifra es mucho mayor ya que se produjeron robos y tráfico de bebés hasta la década de los 90, pudiendo ascender la cifra total hasta unos 300.000 bebés vendidos como mascotas.
Es sólo una consecuencia más de lo nefasto que fue el fascismo para España. La Revolución de Octubre cambió el mundo en el sentido en el que se desplazaba y se arrebataba el poder a los poderes fácticos. Esto cambió todo. Quienes nunca habían tenido nada más que dos manos para trabajar se veían capaces de cambiar el mundo, y quienes se habían aprovechado de su trabajo veían amenazados sus privilegios.
En España la alianza entre el capital, la aristocracia terrateniente y la Iglesia Católica, comenzaron a ver amenazados sus privilegios nacidos en tiempos medievales. Esa España estrecha, que se identifica con esa “gente de bien” que heredó el dinero, la tierra y el bastón de mando; ariete y guardián de la fe católica, se veía amenazada por esa España trabajadora que necesitaba una democratización de la política y la economía. El fascismo dio el ropaje ideológico al crimen organizado con el que esa España medieval reaccionaba a la España democrática y trabajadora.
El resultado del choque entre aquellas Españas ya sabemos cual fue. El fascismo se impuso gracias al apoyo del fascismo internacional y la cobardía de las democracias burguesas. Se desató la represión contra la España democrática y trabajadora. Los fusilamientos, encarcelamientos y destierros no le pareció bastante revancha a los poderosos. Comenzaba otro modo de represión: el robo de bebés.
La Iglesia dotada de la verdad divina y habiendo vencido a los ateos que ponían en riesgo sus privilegios, comenzó una política de represión como forma de castigar los pecados cometidos. Esta política criminal encontró sustento pseudocientífico en los argumentos de un psicólogo tan mediocre como desalmado formado en la Alemania nazi: Antonio Vallejo Nájera. Este sujeto hablaba de “extirpar el gen rojo” y evitar que se transmitiera a generaciones futuras. Para salvar a los hijos de las republicanas de convertirse en “rojos y pecadores” debían ser separados de sus familias y educados en la moral nacionalcatólica.
Así comenzaron a robar bebés de las prisioneras. Era tan fácil como decirle a la madre que su hijo había muerto en el parto. Parto en el que quienes ejercían de matronas eran monjas. Pero la iglesia no sólo controlaba la maternidad carcelaria. También ejercían de enfermeras en hospitales, de profesoras en las escuelas o realizaban las labores de beneficencia conocidas como auxilio social.
La iglesia ejercía también de registro. Los archivos de nacimientos, defunciones, matrimonios etc eran competencia eclesiástica. Era fácil para una organización tan jerarquizada y con poder, robar el bebé de una mujer presa republicana. Como fácil era comprar bebés para esas personas bien posicionadas y relacionadas con el poder económico nacido del saqueo.
Así la represión política fue transformándose en un jugoso y lucrativo negocio. No sólo le robaban bebés a presas republicanas si no que para satisfacer la demanda de este oscuro mercado tuvieron que ampliar la base gestante. Mujeres de poco nivel cultural, madres de familia numerosa, madres solteras, prostitutas, etc. Cualquier mujer de escasos recursos y que se alejara del prototipo de mujer nacionalcatólica era una potencial víctima. La represión política a mujeres republicanas pasaba a ser represión de género y por supuesto económica.
A la familia compradora la aconsejaban sobre cómo debía comportarse para fingir el embarazo, mientras que a la madre le decían que su bebé había muerto y que no merecía la pena verlo. También se empleaba el cadáver de algún bebé fallecido en un parto para convencer a las madres de que era su hijo. La organización criminal ejercía de intermediaria a cambio de grandes cantidades de dinero. En algunos casos reportados en Tenerife, por ejemplo, se relata como parejas alemanas compraban bebés tras indicar preferencias por un determinado color de ojos o de piel.
Hoy hay más de 2000 casos denunciados ante los tribunales y ninguno de ellos ha sido resuelto. La Iglesia se niega a abrir los archivos con el que se resolverían muchos casos, el Estado no persigue como se merece este crimen. El tiempo se acaba para muchas personas que se van muriendo sin encontrar a sus hijos o a sus padres. Y cuando más medios tecnológicos hay para unificar y facilitar archivos o para hacer pruebas de ADN, más vergonzosa es la inacción. Es como la solución que la derecha siempre ha dado al tema de la memoria democrática.
Hasta finales de siglo XX se han dado estos casos y no sólo en España. Hay tramas similares en países como Irlanda, Suiza o Canadá. Hoy este infame modus operandi podría volver de forma más sofisticada y moderna pero con el mismo grado de crueldad. Para satisfacer los deseos de paternidad de las personas ricas hay voces que piden legalizar la mal llamada gestación subrogada. Aquí no hay robo pero sí hay una coacción inhumana que nace de la necesidad económica de una mujer que firma un contrato de forma supuestamente libre y altruista por el cual gestará durante 9 meses un bebé para otros.
Pero a una madre no se le puede pedir que no busque a su hijo, a una persona no se le puede negar su identidad. A los responsables directos será muy difícil condenarles, pues se les acaba su miserable existencia que esconde terribles secretos. Ojalá existiera ese dios que han usado como coartada para delinquir y robar bebés, y ojalá exista ese infierno con el que siempre amenazaron a otros porque tendrían todas las papeletas de acabar en él. Vallejo Nájera, Billy el Niño o Eduardo Vela son la encarnación perfecta de aquella nefasta idea de lo que debía ser la sempiterna España para gloria de terratenientes, capitalistas y curas. La generación de Miguel Hernández, de las Brigadas Internacionales o de Dolores Ibárruri combatieron a esa bestia fascista porque la conocían bien. Algún día este país sabrá agradecerlo.
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