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:: Martes, 13 de Enero de 2015 ::
El mundo entero se ha escandalizado ante la desaparición el día 26 de septiembre, de 43 estudiantes mexicanos a manos de grupos armados entre los que se encontraban fuerzas de la propia policía del estado, y que ha pasado a ser conocido como el caso Iguala. No es una práctica nueva, pero esta vez ha saltado con fuerza a las primeras planas de la prensa mundial y ha corrido por las redes de forma imparable, subrayada y sostenida por la reacción de las familias, que apoyadas por amplios sectores de la sociedad, han colocado en el ojo del huracán a las autoridades responsables del hecho, acusándolas de cometer un crimen de lesa humanidad y exigiendo sin desmayo la devolución de sus hijos, indemnes como estaban en el momento de la detención.
No es la primera vez que ocurre algo así en México, donde se cuantifica en 30.000 el número de personas desaparecidas sin que el estado haya mostrado su capacidad para detener esta sangría. Las 43 desapariciones de Ayotzinapa han venido a ser la gota que colma el vaso, lo que ha provocado intervenciones de políticos, abogados, jueces y psicólogos, que han puesto sobre la mesa lo que ya sabíamos desde tiempo atrás: la desaparición es un crimen de lesa humanidad, contemplado por la legislación internacional, y no prescribe jamás. Jamás.
Los psicólogos insisten en que la desaparición de un familiar es una de las torturas más crueles que puede infligirse a las personas, que ante la ausencia de la realidad material (el cadáver), no logran elaborar su duelo, por lo que están condenadas para siempre a la incertidumbre dolorosa que supone el no saber a ciencia cierta qué ha pasado con su hijo, o padre, o hermano; si está vivo y por tanto no debe dejar de buscarlo, si está sufriendo malos tratos, si está enterrado o ha podido huir de sus captores... La desaparición forzada es lo peor que existe, y por ello las leyes internacionales insisten en castigarla de manera contundente, incluyéndola en el apartado de delitos imprescriptibles.
La desaparición de los 43 estudiantes ha obligado a la sociedad mexicana a abrir los ojos y mirar el horror que alberga, enfrentándola a la necesidad de resolver de una vez, por medio de la justicia, esas 30.000 desapariciones forzadas que ponen en tela de juicio la esencia misma del estado mexicano.
En nuestro país, el número de desapariciones forzadas no está siquiera cuantificado de manera exacta, pero todos los sectores que han entrado en contacto con el tema, ya sean historiadores, activistas de derechos humanos, asociaciones o entidades políticas, están de acuerdo en que supera la cifra de 150.000 víctimas hechas desaparecer, asesinadas por causas ideológicas, en este caso por su adscripción política a la II República, un régimen legal emanado de las urnas.
El caso, además, es doblemente escandaloso porque a lo largo de los años y de los diferentes gobiernos de la democracia, las fuerzas políticas imperantes, con la colaboración constante de otras fuerzas que se declaran de izquierdas, han hecho todo lo posible por mantener a los asesinados en los montes y cunetas donde fueron ilegalmente enterrados, haciéndolos desaparecer nuevamente por el procedimiento de dejar el caso olvidado en cajones o en la memoria de las familias, esperando que el tiempo acalle las voces de los que reclaman justicia por el sencillo procedimiento de su fallecimiento a causa de la edad.
150.000 desaparecidos, cuyos cadáveres continúan enterrados en las cunetas, es demasiado para cualquier país, pero es inaceptable en un país occidental, europeo, democrático, situado en el siglo XXI. Es inaceptable el hecho, pero lo es más atendiendo a los recursos con los que se mantiene la situación: un pacto abominable, por el que las derechas responsables del crimen quedan exoneradas de su delito; unas izquierdas cobardes y entreguistas que aceptan la impunidad de los crímenes ejecutados contra su país y contra sus hermanos a cambio de un lugar en el poder.
El pacto se conoce como Transición. El objetivo resultó ser la impunidad. El precio a pagar, la dignidad del pueblo. La recompensa, una cuota de poder.
Sobre este pacto que blindaba a los criminales y pasaba necesariamente por la mixtificación de la Historia y el abandono de las víctimas, está fundado nuestro estado actual. No es de extrañar, por tanto, la existencia de los vicios que hoy nos afligen, heredados, como son, de aquel régimen criminal en el que medraban los afectos al Movimiento y sus familias; donde la sinecura, el enchufe y la recomendación eran indispensables para vivir; donde la corrupción, el reparto de los bienes comunes y el favor eran los únicos mandamientos. El país entero era de los vencedores, y por esa razón lo trataron como botín de guerra y se lo repartieron. El poder político y económico, así como el control de todas las instancias judiciales, administrativas y sociales, han sido también utilizados a favor de una minoría que funciona como un grupo cerrado, dispuesto a defender con uñas y dientes, o con leyes y decretos, lo que considera como suyo. Y si se pierde la mayoría, siempre queda la opción real de la coalición, del pacto, de la segunda Transición.
Esta vez, el objetivo es el bipartidismo. El precio, el descrédito y la traición a lo que fue el socialismo. El premio, la cuota de poder. La excusa, el mantenimiento de la estabilidad política y económica.
150.000 desaparecidos forzosos son un crimen contra la Humanidad, imprescriptible. La ocultación de la verdad, la desasistencia a las víctimas, la falta de justicia, son crímenes de estado. Lo que hay detrás de esta sinrazón, es fundamental para la supervivencia de unas fuerzas políticas corruptas que siguen considerando el país como botín a repartir.
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