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jueves, 6 de diciembre de 2012
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Esa ha sido una percepción, heredera de la propaganda franquista, que ha llegado no intacta, pero sí con considerable salud, hasta nuestros días: la de una violencia proporcionada,correlativa a la violencia revolucionaria. La de una violencia, en definitiva, necesaria, sanadora y justificada. Una violencia que, gracias a la bendición eclesiástica que recibió durante la Guerra Civil, no sería cruel y desproporcionada, sino un elemento más de la definitiva lucha entre el Bien y el Mal, entre la ciudad de dios y los sin dios, la antiEspaña.
Pero de proporcionada, puntual o limitada, la violencia franquista tuvo más bien poco. De hecho, la violencia fue un elemento consustancial a la dictadura.
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Casi medio millón de prisioneros de guerra republicanos pasaron por los campos, auténticos laboratorios de la Nueva España en los que las autoridades sublevadas (principalmente militares y eclesiásticas, aunque también civiles) les sometían a procesos de clasificación y reeducación política, recatolización, depuración, humillación y, finalmente, de reutilización en trabajos forzosos.Como diría en 1941 Isidro Castellón, director de la cárcel Modelo de Barcelona, ellos eran la «diezmillonésima parte de una mierda».
De entre los campos de concentración más conocidos en la España de Franco se puede nombrar los siguientes: “Hotel Cemento”, Cervera (Lérida); Campo de Santa Ana, Astorga (León); Miranda de Ebro (Burgos); Campo de Santoña (Santander); San Gregorio (Zaragoza); Campo de Albatera (Alicante); Seminario de Belchite (Zaragoza); Campo de Moncófar (Valencia); “Cortijo de Cáceres” (Murcia); Campo de Formentera (Baleares); San Marcos (León); Campo de Valdenoceda (Burgos), para las Brigadas Internacionales; Monasterio de Irache (Navarra)... En Andalucía, fueron tristemente famosos los de “La Rinconada” (Sevilla), Los Merinales en Dos Hermanas (Sevilla), La Corchuela en Dos Hermanas (Sevilla), El Palmar de Troya en Utrera (Sevilla), Ronda (Málaga) o los de la provincia de Cádiz.
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