"La libertad es algo que solo en tus entrañas bate como un relámpago"
Miguel Hernández.
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Una noche, del mes de abril de 1975, fui detenido por la policía. Un grupo de agentes de la brigada político-social me estaba esperando en la puerta de mi casa. En aquella época, los detenidos políticos en Madrid disfrutaban del dudoso privilegio de ser conducidos directamente a la Dirección General de Seguridad, principal centro de detención y tortura de la policía franquista, situada en la Puerta del Sol en el edificio que hoy acoge la sede del Gobierno Regional de la Comunidad de Madrid y al cual los medios de comunicación se refieren actualmente, de forma habitual, con el pomposo nombre de Real Casa de Correos, tal vez con la intención de buscar en el pasado lejano una referencia que haga olvidar su siniestro papel en nuestra historia reciente.
Una vez allí, los detenidos eran recluidos en unas celdas situadas en los sótanos, alumbradas permanentemente por una pequeña bombilla y privados de cualquier referencia temporal que pudiera permitir saber el tiempo transcurrido o distinguir el día de la noche. La puerta solo se abría para recibir el alimento (por llamarlo de alguna manera) o para ser conducido a los interrogatorios, acompañados de las correspondientes palizas y torturas. En condiciones normales la detención duraba un máximo de tres días, pero el tiempo podía ser ampliado si la policía lo consideraba necesario. Después, el detenido era conducido a la sede del Tribunal de Orden Público y, uno o dos días después, ingresaba en la Cárcel de Carabanchel. Paradójicamente, el ingreso en prisión era recibido como una liberación: significaba que, salvo casos excepcionales, el detenido no volvería a ser interrogado por la policía.
Debo decir que fui, en realidad, un afortunado: solo me pegaron lo normal. Con el paso del tiempo incluso he ido olvidando los detalles de aquellos interrogatorios. El peor recuerdo que me transmite la memoria de aquellos días (compartido con otros que pasaron por la misma situación) no es el sufrimiento debido al maltrato físico sino el sufrimiento moral y la sensación de angustia que producía el no saber cuándo y cómo terminaría aquella pesadilla.
Pero, curiosamente, hay un recuerdo que ha permanecido especialmente nítido en mi memoria: el pasillo que comunicaba las celdas tenía, en su parte superior, unas pequeñas ventanas, convenientemente enrejadas, que no dejaban entrar casi nada de luz pero permitían la entrada de aire en los sótanos. A través de esas ventanas entraba también el ruido ambiental de la calle. La Puerta del Sol ha sido siempre uno de los lugares más bulliciosos de Madrid y todo ese bullicio se introducía en los sótanos por esas aberturas. Se oía, principalmente, el ruido de los pasos de los caminantes, pero también sus voces y sus risas. Desde aquel inmundo agujero me parecía imposible que pudiera haber, unos pocos metros por encima, personas que hacían su vida normal y que incluso se divertían, ignorantes del horror que existía debajo de sus pies.
Siempre que transito por esa acera de la Puerta del Sol miro hacia esas ventanas, que desde la calle se ven a ras de suelo, y afluyen a mi mente estos recuerdos. Después, cuando paso por delante de la puertaprincipal, pienso siempre lo mismo: ¿cómo puede ser que ninguno de los sucesivos gobernantes que han ocupado ese edificio haya tenido la dignidad y la decencia de colocar una pequeña placa en la entrada, como memoria y reconocimiento hacia las personas que fueron detenidas y torturadas en ese lugar?. En este país, tan proclive últimamente a colocar recordatorios en memoria de las víctimas de la violencia terrorista, ninguna autoridad ha considerado conveniente poner en ese lugar un recordatorio en memoria de los ciudadanos que sufrieron la extrema violencia que allí se practicó en contra de los más elementales derechos de las personas.
Puede ser el olvido y el deseo de enterrar la memoria del franquismo. Pero, en mi opinión, el reciente debate que ha tenido lugar en España sobre la memoria histórica del franquismo ha sacado a relucir un motivo adicional, que hasta ahora había permanecido oculto pero que, sin duda, ha estado siempre presente: los poderes fácticos de este país han construido una historia de diseño para explicar la lucha antifranquista, el final del franquismo y la llamada transición democrática que no tiene nada que ver con lo que allí ocurrió. Todo lo que ayude a recordar lo que realmente fue la lucha antifranquista y la represión que practicó aquel régimen criminal resulta extremadamente molesto para este objetivo de reescribir la historia políticamente correcta de nuestro país.
El antifranquista de diseño construido por esta historia sería un personaje que luchó contra el franquismo con el único objetivo de implantar la democracia parlamentaria en España y que vio plenamente cumplido ese fin con el cambio político que tuvo lugar. Esos verdaderos demócratas fueron los que pusieron fin a la dictadura y trajeron la democracia a España. Solo ellos merecen ser honrados.
Pero lo que ocurrió en la Dirección General de Seguridad es otra historia: por aquellos calabozos no pasaron esos demócratas de diseño. Quienes allí estuvieron fueron comunistas de diversas tendencias, anarquistas, sindicalistas e izquierdistas en general. Todos teníamos un denominador común: no luchábamos solo contra el franquismo porque nos privaba de libertad sino también porque aquel sistema representaba los intereses de una oligarquía económica y social que seguraba sus privilegios sobre la base de la opresión política y el abuso de poder. Luchábamos contra el franquismo como primer paso para construir una sociedad nueva. Es cierto: no éramos verdaderos demócratas.
Una de las mentiras que se ha repetido una y otra vez en el debate sobre la memoria histórica es que el movimiento para la recuperación de la memoria de lo que fue la represión franquista y para la reparación moral de las víctimas del franquismo se basa, exclusivamente, en el estudio y la investigación de los crímenes de la guerra y la postguerra: una historia demasiado antigua, cuyos protagonistas ya están todos muertos, y que, según dicen, nunca debería ser personalizada porque solo sirve para reabrir las heridas que ya parecían cerradas.
Pues bien, nosotros estamos vivos y no necesitamos buscar los cadáveres de nuestros antepasados para saber lo que fue aquel sistema basado en la injusticia y el crimen. Tampoco necesitamos consultar documentos ni que nadie nos cuente nada.
Nuestra memoria histórica del franquismo no es más que la memoria de un trozo de nuestra propia existencia, una memoria imposible de olvidar y que nos acompañará siempre mientras estemos vivos.
Por eso, solo cuando estemos muertos se atreverán, tal vez, a decir que aquello nunca existió.
Jesús Rodríguez Barrio
30/12/2010
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Jesús Rodríguez Barrio estuvo preso en la Cárcel de Carabanchel en los años 1974 y 1975.
Es miembro de la Asociación LA COMUNA, de presos y presas del franquismo.
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