diumenge, 11 d’agost del 2024

Anabel en la Memoria del abuelo

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FRANCISCO SÁNCHEZ MONTOYA

Domingo, 11 de Agosto de 2024

COLABORACIÓN


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Anabel Sorroche, tras viajar a Ceuta, desde Cabrils (Barcelona) pudo conocer la memoria de su abuelo, el alférez Salvador Sorroche, asesinado en la madrugada del 15 de agosto de 1936, tras sacarlo de la fortaleza del Hacho. 
Hay que recordar que, en la tarde del 17 de julio de 1936, los sublevados atacaron el aeródromo de Sania Ramel (Tetuán), defendido por algunos efectivos leales a la República con Sorroche entre ellos. 


Rendida la posición, fue encarcelado en la ceutí prisión del Hacho, de donde lo sacaron en la madrugada para ejecutarle con otros seis compañeros militares. 



Aquella trágica madrugada en Ceuta, un grupo montados en automóviles subieron las empinadas rampas que conducen a la fortaleza del monte Hacho. Estaban eufóricos, pues la bandera roja y gualda sustituiría oficialmente a la tricolor aquella mañana. Tenían que celebrarlo, y mejor si era con varias muertes. 


El alférez Sorroche bien pudo haber oído los motores de los vehículos rompiendo el silencio en su camino hacia la prisión. Todos los reclusos callaban dentro de las celdas, con sus corazones latiendo agitadamente conscientes de que, nuevamente, serían «visitados» por patrullas de falangistas que habían confeccionado otra lista mientras tomaban unas copas.


Salvador y otros albergarían la esperanza de que sus nombres no estuvieran en ese listado como ya había ocurrido en otras madrugadas, pero aquella no fue así. El ruido de pasos apresurados y de voces retumbó por los pasillos de la fortaleza. Tras descorrer el cerrojo, aparecieron los pistoleros con sus camisas azules. 


Frente a ellos, Sorroche y sus compañeros permanecían en pie. Leyeron los nombres de quienes tenían que acompañarlos para declarar en comisaría, pero todos sabían que eso no era cierto. Salvador escuchó el suyo y el de los que, con él, habían defendido el aeródromo de Tetuán; siete fueron los sacados al patio en esa ocasión. 


Aquella saca fue como todas las que los grupos de fascistas ceutíes acostumbraron a realizar, siempre la misma trágica rutina. Después de efectuar las ejecuciones en cualquier descampado o, tal vez, en las tapias del cementerio de Santa Catalina, los cuerpos eran llevados al depósito de cadáveres. 


Por la mañana, el conserje los encontraba y daba aviso a la Comandancia Militar. Desde allí, enviaban a un médico, también militar, para que levantase acta de la causa de la muerte: «En el cementerio municipal de esta ciudad, se encontraban siete hombres tendidos en el suelo. Reconocidos, certifico que eran cadáveres. Todos presentan herida por arma de fuego con orificio de entrada por la región posterior del cráneo y con orificio de salida por la cara anterior del mismo, todas ellas mortales de necesidad».


Las seis víctimas que acompañaron al alférez Sorroche fueron el capitán Bermúdez Reyna ―compañero en la defensa del aeropuerto de Sania Ramel (Tetuán) y delegado del Gobierno en Ceuta durante 1933―, Andrés Garrido ―que había asistido a las celebraciones del 1º de Mayo de 1936 en Rusia gracias a una suscripción popular―, Sebastián Ordóñez ― miembro de la masonería y presidente del PSOE y de la Casa del Pueblo ceutíes―, los destacados socialistas Francisco Farfante y Juan Mendaro ―este último apareció en el hospital militar con un disparo en la cabeza y lo trasladaron al cementerio el día siguiente― y el jefe de seguridad en la Delegación del Gobierno desde el triunfo del Frente Popular en febrero de 1936, el onubense teniente Tomás de Prada. 


En la tarde del 17 de julio, los abuelos de Anabel, paseaban por la plaza de España de Tetuán. Sobre las 20:00 horas, comenzaron a ver movimiento, carreras, camiones de soldados por las calles, y se encontraron con el capitán Pedro Segura, compañero de Salvador. 


Este le preguntó qué estaba sucediendo, a lo que Pedro respondió que varios oficiales habían ido al aeródromo por lo que pudiera pasar. Carmen y Salvador interrumpieron su caminata y se dirigieron a casa, donde él se puso su uniforme y, se dirigió al campo de aviación.


No volvió a verle con vida. Sorroche llegó al aeródromo, situado en las afueras de Tetuán, y el comandante de la Puente Bahamonde (primo de Franco) le explicó que algunos militares se habían sublevado en Melilla y que cabía esperar lo mismo en la capital del protectorado y en Ceuta. Por tanto, debían prepararse para defender las instalaciones frente a posibles ataques de las fuerzas golpistas. 

 

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El abuelo en la prisión del Hacho

Durante los siguientes días, Carmen Campillo intentó ver a su marido, en la prisión, sabedora de que estaba herido en la pierna izquierda, aunque no de gravedad. No pudo verlo, solo le permitieron llevarle ropa y comida. El 2 de agosto se celebró el consejo de guerra en el acuartelamiento de sanidad bajo la presidencia del coronel Emilio March, fallando pena de muerte para el comandante Ricardo De la Puente Bahamonde (primo de Franco) y reclusión perpetua para el capitán José Bermúdez y los alféreces Esteban Carrillo y Salvador Sorroche, y 12 años de prisión para el capitán José Álvarez y el alférez Mariano Cabrera. El comandante De la Puente fue fusilado a las cinco de la tarde del 4 de agosto de 1936. La consulta de cientos de procedimientos similares reveló que nunca una ejecución había tenido lugar por la tarde, por lo que parece claro que quisieron dar por finalizado ese consejo de guerra cuanto antes mejor. Varios soldados también fueron encarcelados en el Hacho y sometidos a cortes marciales, resultando que algunos serían pasados por las armas y el resto condenados a largas penas de presidio.

 

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Cruz Roja Internacional ayudó a la abuela

Tras el asesinado de su marido, Carmen, días después, decidió que tenía que salir de Ceuta. También tuvo el ayudo de la familia del capitán Bermúdez Reyna, fusilado también. 


Tuvieron acceso al ministro de Estado, Julio Álvarez del Vayo, que realizó varias gestiones de modo que, por mediación de la Cruz Roja Internacional, las sacarían de Ceuta junto con sus hijos: Pilar, Manuel y Virgilio ―de 7, 6 y 4 años de edad― los de Carmen, y Concha, José Luis, Flavio y la pequeña Diana los de Vicenta. Con poco equipaje, cruzaron la frontera internacional y entraron en Tánger. 


Esperaron unos días hasta que, a finales de noviembre de 1936, momento en que pudieron embarcar hacia Marsella y, desde allí, entrar en la España republicana cruzando los Pirineos para, finalmente, dirigirse Carmen a Barcelona y Vicenta a Valencia. Gádor Salmerón, madre de Carmen, la esperaba en Barcelona, en la Estación del Norte. 


Juntas, se desplazaron a El Prat de Llobregat, donde la primera se había instalado con sus otras hijas ―Catalina, Rosa y Consuelo―, uno de sus hijos ―Pepe― y su hermana soltera Consuelo Salmerón. Los años pasaron y Carmen, poco a poco, pudo abrirse camino y sacar adelante a sus tres hijos con muchos sacrificios. La guerra, que continuaba, empezó a dar sus últimos coletazos a principios de 1939. 


Algunos meses atrás, sin embargo, la familia ya había decidido que lo mejor sería salir de Cataluña antes de que la maquinaria represiva se pusiera en marcha para castigar ―con la pena capital en muchos casos― la disidencia y atemorizar a una población que los sublevados consideraban «roja» y «separatista». 


Previamente a que esto sucediera y desde su llegada a El Prat, sus dos hermanas pequeñas habían contraído matrimonio: Rosa con Joaquín Basanta, de origen navarro, y Consuelo con José Figueras, de Vilanova i la Geltrú y al que había conocido en Sitges. De ese modo, las seis mujeres, los dos hombres y los cuatro niños cruzaron a pie los Pirineos aquel duro invierno ―como hicieron otros 32.000 exiliados españoles― antes de que las tropas sublevadas llegaran. Por el camino, con muchas penalidades, tuvieron que ir desprendiéndose de algunas pertenencias, pues llevar a los pequeños ya suponía suficiente esfuerzo. 


Finalmente, pudieron subir a un tren que les dejó en Oloron, municipio del suroeste francés en el que fueron recogidos por algunas familias. Las mujeres habían sido educadas para coser y bordar, lo que hacían a la perfección, de modo que no les resultó muy difícil encontrar trabajo.


Carmen, por su parte, se dedicó a dar clases de manualidades. A finales de 1939, todos decidieron regresar a España, la hermana de Carmen, Consuelo, regresaría también ―embarazada en ese momento de sus gemelos José Antonio y Marichelo―, que se mudaron a Sant Paul Lez. 


Joaquín Basanta se sumó a la resistencia en Francia, y algunos años más tarde, en 1944, le apresaron en Lérida acusado de ser maqui. Inicialmente le condenaron a muerte, pero la familia intervino y conmutaron la pena por 10 años de reclusión. Rosa permaneció en Francia junto a la tía materna Consuelo Salmerón, «la Tata», y allí nacieron sus otros dos hijos: Eloy y Rosa. 


No se repatriaron hasta 1955. Su madre, Gádor, falleció en 1942 en El Prat, y su hermano Teodoro lo hizo meses después. Su cuñada Ana Alonso ―viuda de Teodoro―, decidió marchar a Rosario (Argentina) con sus hijos Diego y Ana, donde vivieron el resto de sus vidas. Habían propuesto a Carmen que se uniera a ellos, pero esta declinó la oferta. 


En su lugar, se alojaría con su padre, José Campillo, y Catalina ―la hermana soltera― en una vivienda de la calle Escudillers. Mientras tanto, Carmen ―por seguridad y tranquilidad― envió a Baza a sus hijos Pilar y Manolo con su cuñada Piedad y se quedó solamente con el pequeño Virgilio. 


Piedad Sorroche, la mayor de todos los Sorroche Hernández, estaba casada con el militar Antonio Carmona y no tuvieron descendencia; fueron los padrinos de boda de Salvador y Carmen, y habían regresado a Baza. 


Cuando Pilar Hernández, madre de Salvador, enviudó de su marido Manuel Sorroche en 1930, le fue concedida la central interurbana de Baza con una asignación mensual, vivienda en el mismo edificio y gastos incluidos. Ella y sus hijas solteras ―Blanca, Lágrimas, Corpus, Gloria y Áurea― debían encargarse del servicio telefónico y su mantenimiento, periódicamente inspeccionado por técnicos de la empresa. 

 

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La abuela Carmen

La abuela Carmen Campillo, tras terminada la guerra comenzó a mover papeles para intentar cobrar la pensión de viudedad militar; sabía que era difícil, pero no imposible. Escribió al aeródromo para justificar los nombramientos de Salvador y, seguidamente, a la Delegación de Gobierno de Ceuta, al Ejército del Aire y al Ministerio de Justicia, donde le informaron que ese asunto dependía del Ministerio del Ejército. En diversas ocasiones a lo largo de dos años intentó obtener respuesta a su solicitud. Un día, sus contactos le informaron que Kindelán estaría en Barcelona al ser nombrado capitán general de Cataluña (1941-1942). Había nacido en 1905 en La Unión (Murcia) dentro de una familia acomodada que se dedicaba a explotar las minas de la zona. Carmen y su futuro marido, Salvador Sorroche Hernández, se conocieron en el también murciano municipio de Los Alcázares, a orillas del mar Menor, en cuyo aeródromo él servía como alférez. En marzo de 1927, Salvador obtuvo el título de mecánico aviador y, posteriormente, fue propuesto para colaborar en el proyecto de la academia de aviación española de Los Alcázares. En 1928, y estando destinado en Larache, el presidente del Consejo de Ministros le concedió la Medalla de la Paz de Marruecos. En mayo de ese mismo año, Carmen y Salvador se casaron en La Unión; él tenía 31 años y ella 23. La boda fue todo un acontecimiento que sería recordado en los años venideros, puesto que, cuando los novios salieron de la iglesia, varias avionetas de sus compañeros surcaron el cielo arrojando flores a lo largo de toda la calle Mayor.