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De la guerra civil española se ha hablado mucho y de las levas de menores de edad que el gobierno de la República reclutó en los últimos años de combate.
Nietzsche: “En la mayoría de los casos, el vencedor se convierte en un idiota, y el vencido en un malvado”.
De la guerra civil española se ha hablado mucho -con su correspondiente polémica según la perspectiva- y de las levas de menores de edad que el gobierno de la República reclutó en los últimos años de combate. Se ha hecho hincapié en el reclutamiento a la desesperada de mozos menores de 21 años que mandaron a los peores lugares del frente de Aragón y batalla del Ebro, como la conocida “Quinta del Biberón”, a la que incorporaron a nuestro entrevistado, Manuel Gallego-Nicasio, en el reportaje de la semana pasada sobre el tema. Pero no solamente en el bando republicano lucharon, obligados, y voluntarios, como nuestro excombatiente, mozos que al decir de Federica Montseny, acababan de dejar el biberón; también en el ejército de Franco reclutaron mozos de 17 años, como fue el caso de mi padre, al que mencioné en el pasado artículo. El primero se apuntó voluntario, mientras que mi difunto padre fue reclutado, junto a otro hermano, para librar del frente a otro hermano mayor que tenía dos hijos. En cierto modo, también fue voluntario, pero no tanto por ideología, cuanto por amor. Razón más importante y vital que la ideología. Se ofreció ir al frente para sustituir a su hermano. ¿Se imaginan la tragedia de un padre y una madre que tienen que escoger para entregar a la muerte a uno u otro hijo? Mi padre se llamaba Paulino Hernández Prieto, tenía 17 años, y su hermano mayor, que estaba en el frente, Dióscoro. El valor de un niño. (Recuerdo -de niño me impresionaba porque no lo sabía- que, cada vez que se encontraban en acontecimientos familiares, se abrazaban con un sentimiento tan profundo como jamás he vuelto a ver en un abrazo; a veces, ambos no podían contener las lágrimas. No es extraño). También fue herido en Belchite, pero no murió, ni acabó tan mutilado como nuestro protagonista. Dos mozos frente a frente que en vida normal bien pudieran estar rondando juntos a las mozas en lugar de estar matándose. Mi padre fue uno de los 300 soldados franquistas que en la madrugada del 5 al 6 de septiembre lograron cruzar las líneas republicanas, de ellos, unos 80 llegaron, “salvos pero no sanos”, a Zaragoza. Se libró porque el camión al que debía subir y no subió por la herida, cayó bajo una bomba.
“Nosotros no sabíamos de ideologías, pero nos habían dicho que teníamos que defender el gobierno que habíamos elegido, y allá fuimos, dispuestos a dar la vida por la República. No teníamos claro el motivo, pero sabíamos lo que no queríamos”
Pero la guerra siempre se cobra sus víctimas; acabó de matarlo después de 50 años, por la metralla que durante su vida llevó a las espaldas, de la que nunca se quejó. Tampoco quería hablar de ella, como le sucede casi 80 años después a nuestro entrevistado. Ni de la guerra, ni de la postguerra. Para mi padre transcurrió dentro de la “normalidad” de la España “vencedora”, para nuestro entrevistado, dentro de la “anormalidad” de la España “perdedora”.
Para Manuel Gallego-Nicasio acababa una guerra y empezaba otra. La larga y dura posguerra, con sus persecuciones, delaciones, cárceles y exilios. Ni siquiera sabía si su novia, al verle mutilado (regresó del frente sin un ojo, una mano y heridas de metralla por todo el cuerpo) cumpliría la promesa de casarse con él. Y por si fuera poco, era de familia rica, y de derechas. Pero fue fiel a su palabra, y al amor, aunque le acarreara graves consecuencias familiares y económicas. (Los hombres inventan las guerras, y las mujeres sufren las consecuencias). Eso le permitió seguir con vida. Gracias a las relaciones de su mujer, fallecida hace poco, pudo seguir viviendo, aunque siempre al acecho y alejado del pueblo, casi escondido, esperando que en cualquier momento vinieran a detenerle. España seguía divida en dos. De la misma manera que empezó cuando estalló.
No se trataba tanto de clases sociales o ideologías -que no faltaban-, cuanto del lugar que a cada cual le tocó, sin comerlo ni beberlo. Es el caso de mi padre y su familia, carpinteros de un pueblo de Salamanca, cuartel general de Franco en esos días, por cuya zona comenzaron a reclutar a medida que avanzaban los ejércitos. Aparte de su oficio, los mozos de su quinta y allegados se dedicaban en tiempos del gobierno republicano, preocupado por la cultura, a representar por los pueblos de alrededor obras de teatro; el único contacto, pues, con los denominados “rojos”, fue con una compañía llamada “la Barraca”, a cuyo frente iba el conocido poeta García Lorca. Mi padre no sabía si eran o no de izquierdas, ni se lo planteaba. En ese encuentro eran actores como él. De pronto, el escenario cambió; se vio empuñando un arma, como tantos otros adolescentes a uno y otro lado que eran enviados a la muerte.
NIÑOS BAJO LAS BALAS
“Para mí y mi familia la posguerra fue larga y dura, muy dura, siempre al acecho, con miedo, como una alimaña a la que persiguen para cazarla”
Según data James Matthews en su libro “Soldados a la fuerza”, ambos bandos comenzaron llamando a las quintas a partir de los 21 años, pero con el tiempo lo bajaron a 17 años, y reclutaron a todo hombre que pudiera empuñar un arma, en edades a partir de ahí hasta los 45 años, casi tres millones de españoles en más de 40 reemplazos a lo largo de los tres años. El bando republicano: 1,7 millones en 28 reemplazos; el bando nacionalista: 1,2 millones en 15 reemplazos. Solamente en el Frente Central las tropas movilizadas fueron: Por la República, en Madrid, Ciudad Real, Cuenca y Guadalajara, 120.000 milicianos, aunque comenzaron más tarde debido al espíritu antimilitarista que reinaba. Por el ejército franquista, en Salamanca, Burgos, y Valladolid, incluso en el Madrid ocupado, 100.000 soldados, que fueron llamados de inmediato y sin reservas, de los que el 20 % eran menores de edad. Se diferencian bien las zonas, y según te pillara, así te reclutaban. Se daba la circunstancia de familias que estaban separadas, por vacaciones, viajes o trabajo, y tuvieron que servir en bandos distintos. Hubo casos -me contó mi padre-, como en el frente de Teruel, que hasta los jefes de batallones pertenecían a la misma familia y se avisaban de los combates y sus objetivos para evitar males mayores. La guerra de Gila, si no fuera tan dramática y terrible.
La guerra es irracional. Y actualmente encierra el mayor peligro, la aniquilación mutua total, la extinción del planeta debido a las armas nucleares. ¿A esto llamamos progreso? ¿A esto llamamos evolución de la humanidad? “Hemos llegado -apunta el escritor y antropólogo Marvin Harris- a una fase en la evolución de nuestra especie en la que el próximo gran avance adaptativo debe ser o bien la eliminación de las armas nucleares, o bien la eliminación de la guerra misma”. (Libro: “Vacas, cerdos, guerras y brujas”). En este aspecto, la educación y la cultura deben jugar un papel primordial, y a ellas deben dedicarse en mayor medida los presupuestos de todos los países, e invertir la tendencia actual donde el armamento y los ejércitos gozan de mayores cuantías y privilegios.
“La ignorancia y la pobreza nos llevaron a los españoles a matarnos unos a otros, hermanos contra hermanos -declara Manuel Gallego-Nicasio, uno de los últimos supervivientes de la Quinta del Biberón, a la que se incorporó después de su bautismo de sangre en la batalla del Jarama, junto a la XV Brigada Internacional, como anotamos en el anterior reportaje-. No se trataba de ideologías, que las había y hasta de semejante signo se llevaban a matar, como el perro y el gato, todos querían mandar. No se trataba de lucha de clases... No había nada de eso, porque eso forma parte del pueblo en la lucha por la vida, y el pueblo llano no quiere sino paz, trabajo y salud para alimentar a su hijos... Ahí no había sino unas castas privilegiadas, como siempre ha habido, como hay y seguirá habiendo en este país, a las que no les interesaba que nosotros jóvenes estuviéramos segando menos de ocho horas y tratáramos de imponerlo, frente a la jornada de diez y doce horas que nos exigían los patronos. Castas privilegiadas que veían el peligro que sobre sus lujos significaba esa corriente de trabajadores que se apuntaba a los sindicatos, temían la fuerza de la unión. Esa era la fuerza de los débiles.
“No se habían acabado las penurias del enfrentamiento en Marruecos, y España se metía en otra contienda parecida. De oca a oca. Y así hasta finales del siglo XX. Creyéndose importantes nuestros dirigentes por codearse con el gobierno de los Estados Unidos, belicosos y falsamente capitalizados, a sus instancias, negociaciones e intereses, nos involucran, sin comerlo ni beberlo el pueblo, por una decisión personal del presidente español, en otra guerra contra un país indefenso con la disculpa de que constituía una amenaza mundial, y a Irak y a donde hubiera sido, enviamos nuestros soldados, nuestra juventud a jugarse la vida por un interés espurio, ajeno, y lejano”.
Guerras que constantemente asolan nuestros pueblos por una u otra razón, porque siempre hay alguien que busca razones para armar un conflicto, a veces, con consecuencias internacionales. Nuestra guerra civil fue interna, pero internacional porque en ella lucharon en uno y otro bando gentes venidas de todos los países y con consecuencias mundiales, como luego se demostró. Fue el ensayo de la II Guerra Mundial. Nuestro país fue el escenario donde Hitler probara su armamento.
“Todavía lo estoy oyendo -añade el excombatiente-, los comunistas, como si fueran un monstruo maligno al que hay que eliminar. Ya digo, nosotros no sabíamos de ideologías ni de cosa que se pareciera, pero nos habían dicho que teníamos que defender el gobierno que habíamos elegido meses antes, y allá íbamos, dispuestos a dar la vida por la República. Al ver a tanto compañero de diferentes nacionalidades juntos, aumentó mi optimismo porque ganaríamos la guerra y en poco tiempo, en dos o tres meses. Eso pensábamos todos, y todos nos equivocamos, excepto Franco y Negrín, uno por cada bando, que la prolongaron”.
Otro, entonces joven miliciano, que me ha escrito, al que agradezco su intervención y participación en el reportaje, afirma al respecto: “Todos estamos de acuerdo en que la guerra no la ganó Franco, sino que la perdimos nosotros. Teníamos unas metralletas rusas que apuntaban a un sitio y disparaban hacia otro”.
Pero volvamos a nuestro entrevistado y su regreso al pueblo: “Su fin me sorprendió en casa, como su principio. Salí entero: de ideas, de ánimo, de fuerza... De cuerpo entero, en una palabra, y a casa regresé sin el cuerpo entero: un solo ojo, una sola mano y mucha metralla en el cuerpo me traje al pueblo. Inútil. Me veía inútil por una guerra que nada tenía que ver conmigo”.
JOVENES MARCADOS
Tenían 18 y 20 años y no tenían futuro. Toda una juventud quedó marcada para toda la vida. ¿Habráse visto mayor contradicción? Por qué habrá tenido que escribirse la historia de la humanidad únicamente como una historia de sangre; el único ser de la naturaleza que lucha contra los suyos, que maltrata a los suyos y que se mata de mil maneras imaginables.
Y no hemos aprendido. Parece que las guerras no acaban nunca. Actualmente se suceden en uno y otro país bien por el petróleo, bien por la religión, como antiguamente. Y cuando no resuena el estallido de los disparos y la explosión de las bombas, todo el planeta vive bajo una “paz armada” fundamentada en la desconfianza entre los países que no dejan las armas ora por odio ora por miedo.
Es la peor vivencia que un joven, un niño, y cualquier persona, puede experimentar en su vida. Con las guerras hay que acabar. No conducen a ninguna parte. Deben extinguirse los ejércitos y la fabricación de armas, el negocio actual más lucrativo, el negocio de la muerte y la devastación. Por poner un ejemplo ilustrativo, los Estados Unidos gastan diariamente 150.000 dólares en armamento. Alarmante, ¿no?
Una guerra no acaba cuando se firma el armisticio, o “llega la paz”, porque unos han vencido a los otros. Nadie vence en ellas. Todos pierden. Incluso la naturaleza. La guerra no beneficia a nadie, ni siquiera a los señores de la guerra ni a los fabricantes de armas, aunque crean lo contrario, y por eso las organicen. Casi ninguno de quienes lucharon en nuestra guerra civil suele hablar de ella voluntariamente, solamente si se les obliga. Quieren olvidarla. Pero es imposible el olvido. Sus horribles secuelas permanecen durante generaciones.
Me gustaría acabar con una sabia frase del filósofo Nietzsche donde precisa y condensa, como pocos lo han hecho, el sinsentido, lo absurdo, de la guerra: “En la mayoría de los casos, el vencedor se convierte en un idiota, y el vencido en un malvado”.
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