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- Bajo la tutela de figuras como Eugeni d’Ors y la influencia del falangismo y el nacionalcatolicismo, el arte español de la época tuvo amplia actividad. El museo Reina Sofía le dedica ahora una exposición
Cuando en abril de 1939 un parte militar daba por oficialmente acabada la guerra civil española no se sabía que comenzaba una dictadura que duraría cuarenta años: ni los que salieron del país ni la mayoría de los que se quedaron estaban preparados para lo que se avecinaba. 1939 fue un año bisagra también en otros sentidos: comenzaba la Segunda Guerra Mundial, que acabaría en 1945 con la derrota de los países del Eje. Aunque Alemania e Italia apoyaron al ejército sublevado contra la República, la declaración de no intervención española en la guerra mundial dejaría al régimen de Franco en una situación peculiar: oficialmente no formaba parte de la coalición perdedora, por lo que ya en los años cincuenta pudo renegociar su posición en el marco diplomático de la guerra fría. La nueva situación comenzaría a hacerse visible en 1953, cuando se firman los tratados hispanonorteamericanos y el concordato con la Santa Sede.
Ese periodo es el que analiza la exposición Campo cerrado. Arte y poder en la posguerra española 1939-1953 , fruto de una investigación de más de tres años que desmiente el tópico del páramo cultural: a pesar de todo, la vida no se paró. Aquel campo cerrado tenía algunas grietas –tanto hacia el pasado republicano como hacia el presente internacional–, y una parte de lo que entonces ocurrió –bajo la influencia de la ideología falangista primero, y del nacionalcatolicismo después– iba a afectar claramente a la forma en que, en el futuro, se asumiría la modernidad en España. La exposición que ahora se presentará en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (que toma parte de su título de un libro de Max Aub publicado en 1943 en México) puede tener mucho de descubrimiento para el público, que encontrará reflejada en ella una realidad ambigua, compleja y en muchos sentidos desconocida.
Suele decirse que, dada la asolada situación del país, el Estado no dedicó una atención específica al arte como sí hizo, por ejemplo, el nazismo alemán. Pero quizá es más bien que aquí no se hizo de la misma manera: más que controlar las formas de la pintura o la escultura y promover una vuelta al clasicismo académico –caso de Alemania–, la iniciativa oficial es visible en otras decisiones, como el deseo de utilizar la imagen en un sentido amplio para fraguar una imagen simbólica para el nuevo régimen: así se ve inicialmente en retratos, revistas o material escolar o, sobre todo, en la creación de una determinada configuración visual del país a través de la arquitectura.
Pero vayamos por partes. Al menos inicialmente, el lugar que el clasicismo académico ocupó en la Alemania nazi se sustituyó en España por restauración ideológica de la llamada Escuela Española: así quedó demostrado en la selección de obras que, bajo el comisariado de Eugenio d’Ors, entonces jefe nacional de Bellas Artes, se expusieron en la Bienal de Venecia en 1938, en la que Mussolini invitó expresamente a participar al bando franquista aún antes de que acabase la guerra. En ella, con su célebre cuadro Mi familia, Ignacio Zuloaga ensalzó su herencia velazqueña. Otros artistas, como Pere Pruna con su Muerte del soldado, conservado en una colección privada barcelonesa y muy poco expuesto, aludirían a la espiritualidad del Greco. Pero la tradición entendida como marco dignificador de toda producción artística se manifestaría de muchas otras maneras. Una vez estabilizado el régimen de Franco, por ejemplo, en el regreso a las Exposiciones Nacionales. En 1941 la primera medalla sería ganada por un cuadro de gran empeño: La escuela de Doloriñas, de Julia Minguillón, que se hacía perdonar las connotaciones republicanas del tema –y la autoría femenina– por el carácter tradicional de su técnica: un óleo sobre tabla de grandes dimensiones.
Aquellos certámenes eran inaugurados entonces por el jefe del Estado en los Palacios del Retiro madrileño con una pompa y circunstancia similar a la del siglo XIX. Sólo para poner las cosas en perspectiva, conviene recordar que justo en 1941 se celebraban en el MoMA neoyorquino, por ejemplo, las antológicas de Miró y Dalí, que a su vez siguieron a la magna exposición titulada Picasso. Forty years of his art, de 1939, en la que Alfred H. Barr Jr. entronizó definitivamente al Gernika como gran icono moderno.
En la España de Franco, retomar la tradición era también glorificar ciudades como Toledo, convertida en símbolo de martirio en grandes pinturas de herencia barroca pintadas por José María Sert en torno a 1940. Pero la idea de tradición tendría otras acepciones y serviría a otros intereses: seguiría, de modo subterráneo, existiendo una conexión con las formas de vanguardias anteriores a la guerra que ahora son resignificadas, especialmente la surrealista. Dibujos como el Sueño arquitectónico de Luis Moya o revistas como Vértice (revista nacional de Falange Española) y Haz (revista del Sindicato de Estudiantes Universitarios), así lo demuestran: en ellas trabajan respectivamente, entre otros, José Caballero o Juan Ismael, de actividad bien conocida en el entorno vanguardista anterior a la guerra. Y el mismo D’Ors promocionaría desde 1942 en Madrid sus célebres Salones de los Once, en los que un grupo de once notables del momento –aristócratas, artistas, críticos y alguno de los escasos diplomáticos que había entonces en España– seleccionaban obras de arte con la idea de trazar una especie de genealogía de la modernidad (templada) que partía de otra tradición: la de la Barcelona del cambio de siglo. En ella cabían tanto Nonell –un único cuadro suyo abrió la primera edición de estos certámenes– como Blanchard, tanto Solana como Dalí. De este último se expuso en el Salón de 1949 un cuadro ya presentado en la exposición de arte contemporáneo español celebrada en Buenos Aires en 1947, en pleno apogeo de las relaciones Franco-Perón. Se trataba del Retrato del embajador Cárdenas, quien apoyó a la sublevación de Franco desde su embajada en París. Este retrato, desaparecido del mapa durante las últimas décadas, supone uno de los hallazgos importantes de nuestra muestra y resume aquel entorno: el Escorial al fondo, los personajes centrales del cuadro de Las lanzas de Velázquez en el medio plano –el perfecto ejemplo de diplomacia española–, y un tipo de composición espacial que aúna una fina capa de surrealismo con el más perfecto estilo académico. Aquel cuadro casaba bien con la obra de artistas italianos (a los que tan aficionado era D’Ors, y que sintonizaban con artistas locales como Urbano Lugrís, uno de los favoritos de Franco), pero tampoco quedaba lejos de algunas piezas que, en un alarde de modernidad, enseñaron también aquella elegante Academia Breve, como el lienzo Parafaragamus de un joven Antoni Tàpies.
Cruces y encuentros
Es verdad que aquellos salones, celebrados en una galería privada de Madrid, la galería Biosca, no eran exactamente oficiales. Pero no hay que olvidar que D’Ors era presidente del Patronato del Museo de Arte Moderno y presidente del Instituto de España. Lo más interesante, sin embargo, es ver cómo allí se cruzaban nombres muy variados como el escultor Jorge Oteiza, el pintor Joan Miró o el poeta y editor Rafael Santos Torroella, de gran relevancia en otros ámbitos de la modernidad de los cuarenta, como enseguida veremos. Y también el escultor Ángel Ferrant, un destacado miembro de las vanguardias artísticas de preguerra tanto en Madrid como en Barcelona, cuya inmensa capacidad de resiliencia le permitió superar una situación inicial claramente adversa y convertirse en eje de muchos intentos de recuperación de la modernidad anterior a 1936.
Pero donde el régimen franquista tiene una capacidad de iniciativa y de promoción mayor no es tanto en el terreno de las artes plásticas, sino en el de la arquitectura. Todo un país por (re)construir, por (re)inventar. La Dirección General de Regiones Devastadas comienza ya en 1939 una intensa y extensa campaña de edificaciones –en buena medida basada en el trabajo de penados– que pone en pie bloques de viviendas y pueblos nuevos por toda España, y también estructuras como mercados, escuelas, etcétera, que debían proclamar la nueva era. Las maquetas de aquellos bloques de viviendas urbanas, pueblos, mercados, y granjas escuela –lugares de formación dirigidas por la Sección Femenina de Falange– junto con la documentación guardada en archivos oficiales (fotografías de la construcción y de los actos de entrega de llaves, fichas administrativas, folletos de propaganda...) yuxtapuestos a la revista Reconstrucción, dan en nuestra exposición una idea clara de aquel esfuerzo por aunar tradición reinventada, pragmatismo y propaganda.
La idea de (re)construir el país se hace evidente también en la forma en que el campo es mitologizado, ocupado y utilizado durante los años cuarenta en clara confluencia con las necesidades de un país autárquico: era necesario que lo rural se convirtiese en tierra de promesa, en una nueva Arcadia, como sugieren las pinturas de Brotat.
Es conocida la terrible destrucción de la vida agraria durante la guerra y la durísima represión sufrida en el medio rural cuando esta acabó. Por eso cobra tanto relieve aquella transformación: pueblos impecablemente diseñados por jóvenes arquitectos como De la Sota o Fernández del Amo, fotografiados por Kindel (Joaquín del Palacio), se convierten ahora en foco de atracción de una población empobrecida, desorientada y en busca de futuro. No es casual que el género del paisaje alcance entonces un desarrollo tan notable: algunos artistas, como Ortega Muñoz, no ocultan el sentido metafórico de sus cuadros. Otros, como Guinovart en su serie El blat, o como Caneja en sus naturalezas castellanas, de tono amarillo trigueño, deslizan mensajes políticos: Iban a comunicar se llama una de ellas, indicando la visita familiar al preso político (el propio Caneja estuvo en prisión).
La vida rural como dechado de virtudes y contrapuesta a la ciudad llena de peligros morales es retratada de forma magistral en películas como Surcos ( Nieves Conde, 1952) o El último caballo (Edgar Neville, 1950). La ciudad, por su parte, aparece en esta exposición sobre todo a través de fotografías de Santos Yubero, de Otho Lloyd, de Portillo, de Pérez de Rozas... llenas de melancolía, y en las que el sentido de soledad y de pérdida se hace muy evidente. Clases de corte y confección, cafeterías vacías y escuelas católicas. Tanto como en la literatura de la época: libros como Nada, de Carmen Laforet, Hijos de la ira, de Dámaso Alonso, o Historia de una escalera de Buero Vallejo, nos recuerdan también la sordidez de la vida urbana de la época, sólo superficialmente relativizada en La colmena, de Camilo José Cela, autor también de La familia de Pascual Duarte o Viaje a la Alcarriaque sirven, igualmente, para recordarnos otras formas de ver la vida en el espacio rural. Otros libros como Pueblo cautivo, absolutamente clandestino, y sus ilustraciones originales de Álvaro Delgado, están también presentes en la muestra y hablan de una corriente subterránea de oposición al régimen que tiene eco igualmente en dibujos de Robledano o Manaut Viglietti realizados en cárceles y que nos recuerdan, más o menos a la mitad del recorrido de la exposición, a otras imágenes presentadas al principio, en las que Robert Capa fotografía a quienes abandonan precipitadamente Barcelona en 1939 y llegan a campos como Argelès, en el sur de Francia, o en las que Clavé dibuja a quienes, como él, esperan en condiciones precarias que algo suceda en esos mismos campos.
La represión y la pérdida tomaban diferentes formas pero siguen siendo una constante en la vida de un país que, hasta 1952, sigue utilizando cartillas de racionamiento. Aún sin abandonar el territorio temático de la contraposición campo/ciudad, otra realidad irrumpe y convive con la anterior: la del humor como vía de escape, representado mediante imágenes y publicaciones sobre el circo, revistas como La Codornizy guiones de teatro cómico como Eloisa está debajo de un almendro, de Jardiel Poncela.
El teatro es, de hecho, una importante vía de contacto entre el interior y el exilio. Este último ocupa en la exposición un lugar clave: son muchos los artistas que viven el destierro, y muy diversas sus trayectorias. Algunos, como Picasso, se convierten en emblemas. A través de pinturas, fotografías y documentos, en la exposición emerge una imagen de Picasso comprometido políticamente y hedonista, aclamado en el exterior e ignorado oficialmente en el interior, siempre alejado y siempre un referente para jóvenes artistas dentro y fuera del país. Miró, por su parte, regresa en 1942 y se establece en silencio en Barcelona. En nuestra muestra varias estampas de la serie Barcelona atestiguan su vuelta, y sugieren el impacto de su obra en la de artistas de las generaciones siguientes.
El conjunto de la producción del exilio, por su parte, se muestra mediante revistas y publicaciones, cuadernos de trabajo, pinturas, esculturas y documentos muy variados. Algunos, como Feliu Elías, regresan pronto –insisto: no se sabía cuánto podía durar la dictadura–. Otros, como Alberto Sánchez, murieron en la lejanía. Ambos crean imágenes llenas de nostalgia. Otros, como Maruja Mallo, Manuel Ángeles Ortiz, Renau, Teresa Ballester, Castelao o Seoane, muestran su asombro ante el nuevo mundo, mientras que Colmeiro o el arquitecto Antonio Bonet hablan de integración en el tejido social que les acoge. Otros aún, como José Moreno Villa, Remedios Varo o Luis Fernández, muestran la ferocidad del desarraigo, mientras por último, Baltasar Lobo, Vela Zanetti o los hermanos Mayo hacen muy explícita su militancia política desde lugares distintos del planeta.
Las salidas al exterior, sin embargo, adquirieron una cierta normalidad a finales de la década de los cuarenta. A través de instituciones como el Instituto Francés, algunos jóvenes comenzaban a acudir a París también por motivos artísticos. Desde Zaragoza, el pintor y arquitecto Santiago Lagunas descubre allí la pintura moderna anterior a la guerra en todo su esplendor y muestra, de un modo ecléctico pero muy sugerente, su impacto en un proyecto integrador de las artes y la arquitectura: el Cine Dorado de Zaragoza, inaugurado en 1949 y hoy desaparecido. Fotos, dibujos, bocetos y algunas piezas originales de su decoración lo evocan en nuestra exposición.
La idea de integración de las artes tiene un escaparate relevante en la IX Trienal de Milán de 1951, donde el arquitecto José Antonio Coderch y el promotor Rafael Santos Torroella, opuestos ideológicamente pero absolutamente conjuntados en términos estéticos y personales, pusieron en pie un espacio que aunaba la tradición popular española con la modernidad: fotos de casas de Eivissa o de Gaudí, tallas románicas y piezas de artesanía junto a esculturas de Ferrant, Ferreira, Oteiza, pintura de Miró o grabados de Guinovart sobre poemas de Lorca. Aquel espacio, recordado en nuestra exposición a través de algunas de las piezas que estuvieron allí presentes y de documentación generada en el proceso, obtuvo el primer reconocimiento para el régimen de Franco en un foro internacional. El embajador en la Santa Sede, Joaquín Ruiz Jiménez, tomó buena nota de la trascendencia diplomática de aquellos eventos y, en octubre de 1951, ya como ministro de Educación Nacional, inauguró en Madrid la Primera Bienal Hispanoamericana de Arte. No sin debate interno, comenzaba a hacerse visible la apropiación de cierta idea de modernidad por parte del régimen de Franco.
Pero aquel contexto de finales de los años cuarenta y comienzos de los cincuenta –que conoce los Salones de Jazz, los Salones de Octubre o los
Nombres clave
Piezas relacionadas con aquellas reuniones o con la estética que generaron, así como abundante documentación, recuerdan en la exposición el sentido seminal de aquellos encuentros –por cierto, patrocinados por el gobernador civil de Santander–. Y muestran también los hilos que enlazan todos aquellos episodios, que en muchos casos pasan por las mismas personas: Rafael Santos Torroella, por ejemplo, impulsa desde su editorial y revista
Lo oscuro, en el sentido misterio, se revela también en el santuario de Aránzazu, donde de nuevo encontramos a Oteiza. Y la conexión de lo religioso y lo moderno reaparece en proyectos como el altar diseñado por Soteras para el Congreso Eucarístico de Barcelona en 1952. Este tema subyace también en buena parte de los debates artísticos de la época, y reaparece con fuerza en los discursos oficiales de la época sobre lo abstracto, y también en foros más restringidos, como el curso sobre el arte abstracto y la exposición internacional celebrada en 1953 en la Universidad Menéndez Pelayo de Santander. Allí se conocen Millares, Rivera y Saura que, ya en 1957, fundarían junto con otros artistas el grupo El Paso, convencionalmente considerado epítome de la explosión de modernidad e internacionalidad de los años cincuenta.
La fase que entonces se anunciaba como diferente estaría marcada en muchos sentidos por cuanto ocurrió entre 1939 y 1953. Y esta exposición, la primera en recorrer la primera posguerra con ambición panorámica, lo pone de manifiesto a través de más de 800 piezas procedentes de museos, archivos y colecciones privadas, en muchos casos inéditas.
Campo cerrado. Arte y poder en la posguerra española. 1939-1953
Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.
madrid. del 26 de abril al 26 de septiembre
María Dolores Jiménez-Blanco es historiadora y crítica de arte; es la comisaria de la exposición ‘Campo cerrado. Arte y poder en la posguerra española. 1939-1953’
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