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viernes, 15 de abril de 2016
Destrucción de la columna Vendôme, 1871.
"Memoria histórica" es un concepto inadecuado, incluso erróneo. Se ha señalado, por ejemplo, que memoria e historia son dos términos contrapuestos y que el uno no puede adjetivar al otro. Sin embargo, lo queramos o no la idea de "memoria histórica" se ha ido imponiendo en España y ha ganado aceptación, tanto entre sus defensores como entre sus detractores. Todos sabemos, intuitivamente, lo que significa "memoria histórica": se trata básicamente de la reivindación de la memoria de quienes han sido acallados (a veces eliminados físicamente) por la historia dominante, hegemónica, oficial, de los poderosos, los vencedores, etc.
En España, la narrativa histórica contra la que lucha la memoria crítica es la que produjo el régimen franquista. En otros países, la historia dominante que se trata de desmontar es la de un régimen fascista, comunista, colonial o esclavista. Todos ellos son sistemas políticos opresivos que tienden a construir un relato monolítico del pasado que borra a sus víctimas del espacio público y de la memoria colectiva.
Los detractores de la denominada memoria histórica suelen decir que se trata de un acto revanchista y que lo único que pretende es sustituir la memoria de unos por la de otros. En el espectro más reaccionario se sitúan aquellos que consideran que solo debe permanecer la memoria hegemónica, pues es lo que la historia nos ha legado y que cualquier intento de reivindicar otra es un deseo totalitario de controlar el pasado.
Una visión supuestamente más tolerante propone "sumar" memorias, las de vencedores y vencidos. Según esta teoría, todas las narraciones sobre el pasado tienen derecho a ser conmemoradas. Da igual que sea la perspectiva de un genocida o de un luchador por los derechos humanos. Así, el espacio público debe convertirse en una acumulación de memorias dispares. Entiendo que quienes defienden este punto de vista darán por buenoque una calle dedicada a Juan José Zubieta conviva con un memorial que honre a Miguel Ángel Blanco.
Frente a estas perspectivas, la memoria histórica propone una crítica radical del pasado para construir un nuevo presente. En realidad, no existe una única forma de revisar críticamente la historia: hay quienes abogan por la eliminación de todas las huellas de regímenes opresivos; otros, en cambio, preferimos reinterpretar el legado material de dictaduras, violencias políticas y conflictos.
Reinterpretar no significa construir una historia partidista o que defienda el punto de vista de una facción o ideario político específicos. Como hemos defendido en otras ocasiones, la reinterpretación debe hacerse teniendo en cuenta los valores que rigen una sociedad democrática: los principios básicos con que estamos de acuerdo la mayoría. Y si eso implica molestar a los nostálgicos del franquismo, mala suerte. Nunca llueve a gusto de todos y, lo que es más importante, no debe llover a gusto de todos. Una memoria en la que los defensores de la dictadura se encuentren cómodos nunca puede ser una memoria democrática.
Hay quienes piensan que la memoria histórica es un invento zapaterista-podemita y por lo tanto una moda reciente. La realidad es bien otra. Las raíces de la memoria radical y reivindicativa se pueden encontrar, al menos, en 1871 y no en nuestro país, sino en el París convulso de la Comuna.
La Comuna fue un intento fallido de crear una sociedad nueva. Se encuentra a medio camino entre el socialismo utópico del siglo XIX y las revoluciones de inspiración marxista del siglo XX. Aunque sus propuestas eran de carácter más radical, bebía del espíritu de la Revolución Francesa, de la que se sentía deudora. La Comuna puede que fuera un preludio de las revoluciones que vendrían, pero lo que es evidente es que representó el primer episodio del fin que esperaba a quienes trataban de cambiar el mundo -incluso sin utilizar la violencia. El experimento político fue reprimido a sangre y fuego por las fuerzas del gobierno y cerca de 10.000 communards, incluidos mujeres y niños, fueron ejecutados o asesinados.
Por lo que traigo aquí a colación la Comuna es por un hecho que tiene resonancias en el presente: la demolición de la Columna Vendôme. Este monumento fue erigido por Napoleón para conmemorar sus victorias militares. Se realizó con el bronce de los cañones austríacos y rusos capturados en los campos de batalla y se inauguró en 1810.
El 16 de mayo de 1871 la Comuna de París decidió derruir la columna en un acto que hoy consideraríamos propio de la memoria histórica. Los communards consideraban que el monumento representaba valores opresivos impropios de una sociedad avanzada y civilizada.
Este es el texto que justifica la demolición:
"La Comuna de París, considerando que la columna imperial de la plaza Vendôme es un monumento a la barbarie, un símbolo de fuerza bruta y de falsa gloria, una afirmación del militarismo, una negación del derecho internacional, un insulto permanente de los vencedores a los vencidos, un atentado perpetuo a uno de los tres grandes principios de la República Francesa, la fraternidad, decreta: artículo único - La Columna Vendôme será demolida".
La columna Vendôme demolida.
Esta declaración revela de lo que es o debería ser, en realidad, la "memoria histórica". No tiene nada que ver con la revancha: ¿cuál sería la revancha de los franceses contra sus propias victorias? Tiene que ver con la creación de un futuro mejor, más fraterno, más libre, más igualitario. Y para ello hay que dejar de conmemorar (de conmemorar ¡ojo! que no de recordar) todo aquello que celebra la opresión de unos pueblos sobre otros, la violencia, la dictadura.
Naturalmente, para aquellos que consideran que el honor de un país se mide en el número de territorios colonizados, victorias militares o conversiones forzosas, la memoria histórica o como queramos llamarla les parecerá un engendro indigirible. Pero quiero pensar que la mayor parte de los ciudadanos en una sociedad democrática considera que de lo que se debe sentir orgullosa una nación es de su capacidad para la convivencia, de su creatividad cultural y de su respeto a otros pueblos. Al fin y al cabo, en estos principios se basan organizaciones tan subversivas como la ONU o la Unión Europea.
Arco de Tito conmemorando la destrucción de Jerusalén en el año 70.
Desde el origen del Estado hace unos 5.500 años, los espacios públicos han estado llenos de monumentos a la violencia y el ejercicio del poder. Durante 5.500 años el mundo ha sufrido guerras y despotismos. No parece que esto vaya a acabarse en un futuro cercano. Pero quizá cuando empecemos a conmemorar otra historia seamos capaces también de imaginar otro futuro.
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