Publicado: 15.07.2016 14:13 | Actualizado: Hace 11 horas
FERNANDO HERNÁNDEZ SÁNCHEZ
Es un historiador español, especializado en el estudio de la Guerra Civil española y el Partido Comunista de España y profesor de la Universidad Autónoma de Madrid. Es autor de obras como Comunistas sin partido; Jesús Hernández, ministro en la Guerra Civil, disidente en el exilio; Guerra o revolución. El partido comunista de España en la Guerra Civil o El desplome de la República.
"El PCE no fue un problema para la estabilidad de la República"
Uno de los mitos más divulgados por el franquismo es el de que la sublevación militar de 1936 fue la respuesta preventiva a una inminente revolución. Ello no era nuevo ni privativo de España. De 1919 a 1922 se propagó en Andalucía el temor a un contagio soviético y Primo de Rivera invocó la amenaza comunista entre los motivos para su pronunciamiento. El “peligro rojo” fue instrumentalizado en 1924 contra los laboristas británicos para conjurar su ascenso electoral. La prensa norteamericana agitó contra los inmigrantes radicalizados para barrer al sindicalismo durante el proceso de Sacco y Vanzetti. En Alemania, los nazis acusaron al KPD del incendio del Reichstag para ponerlo fuera de la ley.
El discurso del miedo
El triunfo del Frente Popular en febrero de 1936 estuvo precedido de terroríficos augurios sobre el “armamento de la canalla”, el saqueo de la propiedad privada y hasta “el reparto de las mujeres”. Tras las elecciones, corrieron rumores sobre listas negras de gentes de orden y guillotinas prestas a funcionar en las Casas del Pueblo. El tono apocalíptico fue in crescendo durante la primavera. Al embajador norteamericano, Claude Bowers, le llegaban truculentas historias de derechistas decapitados en provincias “cuyas cabezas eran conducidas por las calles clavadas en picas; de fascistas y monárquicos asesinados, cuyos cuerpos habían sido echados como comida para los cerdos”.
Líderes como Gil Robles declamaban discursos rebosantes de atrocidades. Según reconoció al propio Franco en carta fechada en 1942, convencido de que “estaba abierto el camino a la intervención de las fuerzas armadas y legitimado plenamente el empleo de la fuerza para restaurar el orden social y político”, cooperó “con el consejo, con el estímulo moral, con órdenes secretas de colaboración e incluso con auxilio económico, tomando en no despreciable cantidad de los fondos electorales del partido”. La Iglesia Católica también hizo su parte. En la Carta colectiva del episcopado de 1937, el cardenal Gomá rememoró: “El 1º de Mayo [de 1936], centenares de jóvenes postulaban públicamente en Madrid para bombas y pistolas, pólvora y dinamita para la próxima revolución”.
Como en una especie de fiesta de la banderita roja. Agentes diplomáticos dieron pábulo a la intoxicación. El cónsul británico en Vigo envió a Londres los planes comunistas para la toma del poder. Reunidos en la Casa del Pueblo de Madrid, los “consejeros técnicos soviéticos” habrían transmitido las órdenes de ejecución a la UGT para que esta, a su vez, encomendara el asalto de los cuarteles y la liquidación de los enemigos de clase a los“pioneros”, término henchido de resonancias que para el cónsul debía encubrir a la flor y nata del activismo bolchevique pero que, en realidad, se reservaba en el organigrama comunista para los niños de 8 a 12 años.
Un mito sin fundamento
El PCE no fue un problema para la estabilidad de la República. Hasta 1934, por su marginalidad. Y desde que, en 1935, el VII Congreso de la Komintern adoptara la política de Frente Popular -el establecimiento de acuerdos con la socialdemocracia y los partidos republicanos-, porque la revolución proletaria cedió la prioridad a la urgencia de combatir al fascismo.
La URSS apostó por el establecimiento de un sistema de seguridad basado en la alianza con Francia y las democracias occidentales para frenar el expansionismo alemán, lo que implicaba aparcar sine die los postulados radicales. Los comunistas españoles, con solo 17 diputados de 473, se emplearon en dotar de estabilidad a los gobiernos republicanos, denunciando la impaciencia de los socialistas de izquierda y la tendencia al desbordamiento de los anarquistas. Se conocen todos sus movimientos por los mensajes cruzados entre Madrid y Moscú, que fueron interceptados y decodificados por los servicios de inteligencia británicos.
No existía un peligro de revolución comunista en la primavera de 1936. Ni la línea política de la Komintern ni las prioridades geoestratégicas de la URSS apuntaban al desencadenamiento de una revolución proletaria en España. Fue, paradójicamente, la semifracasada sublevación militar la que propició tanto el estallido de la revolución social, al desarbolar el estado republicano en grandes zonas del país, como el espectacular desarrollo del PCE, que acabaría por convertirse en la fuerza casi hegemónica de la República durante buena parte de la guerra.
El discurso del miedo
El triunfo del Frente Popular en febrero de 1936 estuvo precedido de terroríficos augurios sobre el “armamento de la canalla”, el saqueo de la propiedad privada y hasta “el reparto de las mujeres”. Tras las elecciones, corrieron rumores sobre listas negras de gentes de orden y guillotinas prestas a funcionar en las Casas del Pueblo. El tono apocalíptico fue in crescendo durante la primavera. Al embajador norteamericano, Claude Bowers, le llegaban truculentas historias de derechistas decapitados en provincias “cuyas cabezas eran conducidas por las calles clavadas en picas; de fascistas y monárquicos asesinados, cuyos cuerpos habían sido echados como comida para los cerdos”.
Líderes como Gil Robles declamaban discursos rebosantes de atrocidades. Según reconoció al propio Franco en carta fechada en 1942, convencido de que “estaba abierto el camino a la intervención de las fuerzas armadas y legitimado plenamente el empleo de la fuerza para restaurar el orden social y político”, cooperó “con el consejo, con el estímulo moral, con órdenes secretas de colaboración e incluso con auxilio económico, tomando en no despreciable cantidad de los fondos electorales del partido”. La Iglesia Católica también hizo su parte. En la Carta colectiva del episcopado de 1937, el cardenal Gomá rememoró: “El 1º de Mayo [de 1936], centenares de jóvenes postulaban públicamente en Madrid para bombas y pistolas, pólvora y dinamita para la próxima revolución”.
Como en una especie de fiesta de la banderita roja. Agentes diplomáticos dieron pábulo a la intoxicación. El cónsul británico en Vigo envió a Londres los planes comunistas para la toma del poder. Reunidos en la Casa del Pueblo de Madrid, los “consejeros técnicos soviéticos” habrían transmitido las órdenes de ejecución a la UGT para que esta, a su vez, encomendara el asalto de los cuarteles y la liquidación de los enemigos de clase a los“pioneros”, término henchido de resonancias que para el cónsul debía encubrir a la flor y nata del activismo bolchevique pero que, en realidad, se reservaba en el organigrama comunista para los niños de 8 a 12 años.
Un mito sin fundamento
El PCE no fue un problema para la estabilidad de la República. Hasta 1934, por su marginalidad. Y desde que, en 1935, el VII Congreso de la Komintern adoptara la política de Frente Popular -el establecimiento de acuerdos con la socialdemocracia y los partidos republicanos-, porque la revolución proletaria cedió la prioridad a la urgencia de combatir al fascismo.
La URSS apostó por el establecimiento de un sistema de seguridad basado en la alianza con Francia y las democracias occidentales para frenar el expansionismo alemán, lo que implicaba aparcar sine die los postulados radicales. Los comunistas españoles, con solo 17 diputados de 473, se emplearon en dotar de estabilidad a los gobiernos republicanos, denunciando la impaciencia de los socialistas de izquierda y la tendencia al desbordamiento de los anarquistas. Se conocen todos sus movimientos por los mensajes cruzados entre Madrid y Moscú, que fueron interceptados y decodificados por los servicios de inteligencia británicos.
No existía un peligro de revolución comunista en la primavera de 1936. Ni la línea política de la Komintern ni las prioridades geoestratégicas de la URSS apuntaban al desencadenamiento de una revolución proletaria en España. Fue, paradójicamente, la semifracasada sublevación militar la que propició tanto el estallido de la revolución social, al desarbolar el estado republicano en grandes zonas del país, como el espectacular desarrollo del PCE, que acabaría por convertirse en la fuerza casi hegemónica de la República durante buena parte de la guerra.
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