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André
Malraux, con uniforme de oficial de la aviación republicana, durante la
Guerra Civil española
3 noviembre de 1901 - 23 de noviembre de 1976 |
"La fuerza
más grande de la revolución es la
esperanza".
(Andre Malraux)
«En medio de la exaltación general y de un calor que reventaba,
seis aviones modernos se preparaban para partir. La tropa morisca que atacaba
Extremadura marchaba de Mérida contra Medellín. Era una fuerte columna
motorizada, sin duda la élite de las tropas fascistas. De la dirección de las
operaciones se acababa de telefonear a Sembrano y a Magnin: Franco la dirigía
personalmente.
Sin jefes, sin armas, los milicianos de Extremadura trataban de
resistir. De Medellín, el talabartero y el dueño del bodegón, el fondista, los
obreros agrícolas, algunos miles de hombres entre los más miserables de España,
partían con sus escopetas contra los fusiles ametralladores de la infantería
mora.
Tres Douglas y tres multiasientos de combate, con ametralladoras
de 1913, tomaban en ancho la mitad del campo. No había aviones de caza: todos
estaban en la Sierra. Sembrano, su amigo Vallado, los pilotos de línea
españoles, Magnin, Sibirsky, Darras, Karlitch, Gardet, Jaime, Scali, alumnos
nuevos –Dugay y los mecánicos en el extremo de los hangares, con el zarzero
Raplati-, toda la aviación estaba en juego.
Jaime cantaba un cante flamenco.
Los dos triángulos de los aparatos partieron hacia el sudeste.
Hacía fresco en los aviones, pero se veía el calor a ras de
tierra, como se ve el aire caliente temblar encima de las chimeneas. Acá y
allá, los grandes sombreros de paja de algunos campesinos aparecían entre los
trigos. De los montes de Toledo hasta los de Extremadura, más allá de la
guerra, la tierra color de cosechas dormía con el sueño de la tarde, de un
horizonte a otro recubierto de paz. En el polvo que subía hacia el gran sol,
los rellanos y los oteros formaban siluetas chatas; más allá, Badajoz, Mérida
–tomada el 8 por los fascistas-, Medellín, invisibles aún, puntos irrisorios en
la inmensidad de la llanura que temblaba.
Las piedras se hicieron más numerosas. Por último, áspera como
su tierra de rocas, techos sin árboles, viejas tejas grises de sol, esqueleto
berberisco sobre tierras africanas: Badajoz, alcázar, su plaza de toros vacía.
Los pilotos miraban sus mapas, los bombarderos sus miras, los ametralladores
los pequeños molinetes de los puntos de mira que giraban a toda velocidad fuera
de la carlinga. Abajo, una vieja ciudad española roída, con sus mujeres negras
detrás de las ventanas, sus olivos y sus anises al fresco en baldes con agua de
pozo, sus pianos en los que jugaban los niños tocando con un dedo, y sus gatos
flacos al acecho de las notas que se perdían una tras otra en el calor... Y una
impresión de sequedad tal, que parecía que tejas y piedras, casa y calles
debiesen resquebrajarse y pulverizarse a la primera bomba, con un gran ruido de
huesos y cascajos. Por encima de la plaza, Karlitch y Jaime agitaron sus
pañuelos. Los bombarderos españoles lanzaban pañuelos con los colores de la
República.
Ahora, una ciudad fascista: los observadores reconocían el
teatro antiguo de Mérida, las ruinas: una ciudad semejante a Badajoz, semejante
a toda Extremadura. En fin, Medellín.
¿Por qué carretera llegaba la columna? Las carreteras sin
árboles estaban amarillas bajo el sol, un poco más claras que la tierra, y
vacías hasta donde alcanzaba la vista.
La escuadrilla sobrevoló un plaza cuadrada –Medellín- y comenzó
a subir una carretera hacia las líneas enemigas, pero también hacia el sol. Ese
sol de las cinco los deslumbraba a todos; de la carretera sólo veían una cinta
incandescente. Los dos Douglas que estaban detrás de Sembrano empezaron a
retardarse, después tomaron la fila: la columna enemiga llegaba.
Darras, que acababa de pasar los mandos al primer piloto, miraba
con todo su cuerpo, a medias inclinado en el corredor de la carlinga. Durante
la guerra, sólo buscaba cualquier brigada alemana; esta vez buscaba aquello
contra lo cual luchaba desde años ha en tantas formas, en su alcaldía, en las
organizaciones obreras edificadas pacientemente, deshechas, rehechas: el
fascismo. Después Rusia: Italia, China, Alemania... Aquí, en esta España,
apenas la esperanza que Darras había puesto en el mundo encontraba su
posibilidad, seguía apareciendo el fascismo –casi bajo su avión-; y lo único
que él veía eran los aviones de los suyos cambiando su línea de fuego.
Para tomar la fila, el avión en que se encontraba (el de Magnin
era el primero de los internacionales) dio la vuelta. La carretera delante de
ellos estaba marcada por puntos rojos a intervalos regulares, muy recta, a lo
largo de un kilómetro. El avión estaba encima, el sol se volvió, y Darras no
vio más que una carretera blanca.
Después la carretera se torció oblicuamente, el sol se deslizó
hacia un lado: los puntos rojos reaparecieron. Demasiado pequeños para ser
automóviles, con un movimiento demasiado mecánico para ser hombres. Y la
carretera se movía.
De pronto, Darras comprendió. Y como si se hubiera puesto a ver
con el pensamiento, y no con sus ojos, distinguió las formas: la carretera
estaba cubierta de camiones con bacas amarillas de polvo. Los puntos rojos eran
los capós pintados al minio, no camuflados.
Hasta el inmenso horizonte silencioso de campo y paz, carreteras
en torno a tres ciudades, en estrellas, como las huellas de enormes patas de
pájaro; y entre esas tres carreteras inmóviles, ésta. El fascismo, para Darras,
era esa carretera que temblaba.
De los dos lados de la carretera, tiraron bombas. Eran bombas de
diez kilos: un estallido rojo en punta de lanza, y humo en los campos. Nada
mostraba que la columna fascista fuera más rápido; pero la carretera temblaba
más.
Los camiones y los aviones iban al encuentro los unos de los
otros. En el sol, Darras no veía bajar las bombas, pero las veía estallar, en
rosario ahora, siempre en los campos. Su pie vendado empezaba a dolerle. Sabía
que uno de los Douglas no tenía lanzabombas y bombardeaba por el agujero
agrandado de la letrina. De pronto, una parte de la ruta dejó de temblar: la
columna se detenía. Una bomba había tocado un camión, derribado en el camino,
pero Darras no lo había visto.
Como la cabeza de un gusano que continuara sola su camino, el
tramo anterior de la columna, cortada en dos, escapaba hacia Medellín; las
bombas continuaban cayendo. El avión de Darras estaba encima de ese tramo.
El segundo piloto no ve debajo de sí.
Bombardero del tercer avión internacional, Scali miraba las
bombas acercarse a la carretera. Muy adiestrado en el ejército italiano donde,
hasta que emigrara, había efectuado un periodo de reserva todos los años,
habiendo vuelto a encontrar su precisión en tres misiones cumplidas en la
Sierra, pilotado hoy por Sibirsky, en la vertical de la carretera desde hacía
quince segundos, veía las bombas estallar cada vez más cerca de los camiones.
Demasiado tarde para apuntar al tramo de cabeza. Los demás camiones intentaban
pasar a derecha y a izquierda del que había caído de través en la carretera.
Vistos desde los aviones, los camiones parecían fijos en la carretera, como
moscas en un papel pega pega; como si Scali, porque estaba en un avión, hubiera
esperado verlos escaparse, o partir a través de los campos; pero la carretera
estaba sin duda bordeada de terraplenes. La columna, tan nítida momentos antes,
trataba de dividirse por ambos lados del camión caído como un río por ambos
lados de un peñasco. Scali veía claramente los puntos blancos de los turbantes
moros; pensó en las escopetas de los pobres hombres de Medellín y abrió de
golpe las dos cajas de bombas ligeras cuando vio por la mira el enredo de los
camiones. Después se inclinó por la ventanilla y esperó la llegada de sus
bombas: nueve segundos de destino entre esos hombres y él.
Dos, tres... No era posible ver bastante lejos hacia atrás. Por
un agujero lateral: en tierra, algunos tipos corrían, los brazos al aire,
bajando por el terraplén, seguramente. Cinco, seis... Ametralladoras en batería
tiraban a los aviones. Siete, ocho... ¿Cómo corrían! Nueve: dejaron de correr,
bajo veinte manchas rojas que estallaron a la vez. El avión continuó su camino
como si nada de eso le concerniera.
Los aviones daban vueltas y vueltas para alcanzar de nuevo la
carretera. El de Magnin volvía cuando habían estallado las bombas de Scali, de
modo que Darras vio nítidamente disiparse el humo por encima de un
amontonamiento de camiones patas arriba. Salvo en el instante del estallido
rojo de las bombas, la muerte parecía no desempeñar ningún papel en ese asunto:
no se veían sino manchas caquis huyendo de la ruta bajo los puntos blancos de
los turbantes, como hormigas enloquecidas que se llevan sus huevos.
El que mejor veía era Sembrano: el primero de los Douglas volvía
detrás del último de los internacionales cerrando el círculo. Sembrano sabía,
mucho más que Scali, lo que era la lucha de los milicianos de Extremadura;
sabía que nada podían hacer; que sólo la aviación podía ayudarlos. Volvía a
pasar sobre la carretera para que los bombarderos que habían conservado bombas
ligeras pudiesen destruir aún más camiones: la motorización era el primer
elemento de la fuerza fascista. Pero era necesario, antes de la llegada de la
aviación enemiga, alcanzar la cabeza de la columna que se había escapado a
Medellín.
Algunos camiones saltaron todavía en los campos, ruedas en el
aire. Desde que, echados de la carretera, no estaban ya frente al sol, la luz
decreciente alargaba detrás de ellos sus sombras, de tal modo que sólo
aparecían cuando estaban destruidos, como los peces muertos pescados con
dinamita sólo suben a la superficie cuando han sido heridos.
Los pilotos habían tenido tiempo de precisar su posición por
encima de la ruta. Las sombras de los camiones derribados se alargaban ahora a
la cabeza y en la cola de la columna, como barreras.
“Franco tardará más de cinco minutos en arreglar esto”, pensó
Sembrano, avanzando el labio inferior. A su vez, voló hacia Medellín.
Sin dejar de ser pacifista en su corazón, bombardeaba con mayor
eficacia que ningún piloto español. Sólo que, para calmar sus escrúpulos,
cuando bombardeaba, bombardeaba desde muy bajo: el peligro que corría, que se
ingeniaba en correr, resolvía sus problemas éticos. O bien los camiones están
en la ciudad, pensaba, y hay que hacerlos volar a todos por el aire, o bien
están fuera, y para que los milicianos no se hagan matar se necesita también
hacerlos volar por el aire. Iba rumbo a Medellín a doscientos ochenta por hora.
Los camiones que había formado la cabeza de la columna se
amontonaban en la sombra de la plaza. No se habían atrevido a dispersarse
porque era un pueblo enemigo. Sembrano voló lo más bajo posible, seguido de
otros cinco aviones.
Ahora el sol llenaba las calles de sombra. Sin embargo, a
trescientos metros, se adivinaba el color de las casas, salmón, azul pálido,
verde, y la forma de los camiones; algunos estaban escondidos en las calles
vecinas a la plaza.
Un Douglas venía hacia Sembrano en vez de seguirlo. El piloto
había sin duda perdido la fila.
Los aviones iniciaron un primer círculo tangente a la plaza de
Medellín. Sembrano recordaba su primer bombardeo, que había hecho con Vargas,
ahora jefe de operaciones, y con los obreros de Peñarroya, rodeado de
fascistas, que habían desplegado en las ventanas y en los patios sus cortinas,
sus cubrecamas –sus más hermosos géneros-, para los aviadores republicanos.
Las bombas que lanzaron brillaron en un rayo de sol,
desaparecieron, continuaron su camino con una independencia de torpedos.
Gruesas llamas naranjas comenzaron a estallar como minas en la plaza que se
llenó de humo. En un gran remolino, sobre la más alta llama, un cohete de humo
blanco salió en medio del humo marrón; la minúscula silueta negra de un camión
dio una vuelta entera en el aire y volvió a caer en la nube marrón. Sembarno,
esperando que todo ese humo se disipara, echó una mirada hacia delante, volvió
a ver el Douglas que había perdido la fila y dos más. Ahora bien, sólo tres
Douglas se habían comprometido, contando el suyo: no podía tener tres delante
de él.
Hizo oscilar su aparato para ordenar la formación del combate.
Inquieto por lo que ocurría en tierra, apenas había mirado: no
eran Douglas, eran Junkers.
Era el momento en que la aviación le parecía a Scali un arma
nauseabunda. Desde que los moros huían tenía ganas de alejarse. No por eso
dejaba de esperar como un gato que la plaza llegara a su mira (le quedaban dos
bombas de cincuenta kilos). Indiferente a las ametralladoras de tierra, se
sentía a la vez justiciero y asesino, más asqueado, por lo demás, tomarse por
justiciero que por asesino. Los seis Junkers, tres enfrente (los que había visto
Sembrano) y tres debajo lo libraron de la introspección.
Los Douglas iban a tratar de huir: con sus pobres ametralladoras
al lado del piloto, no podía ser cuestión para ellos el combatir con aviones
alemanes con tres puestos de ametralladoras, armados de ametralladoras
modernas. Sembrano había considerado siempre la velocidad como el mejor medio
de defensa de los aviones de bombardeo. En efecto, los Douglas, llenos de gas,
huyeron oblicuamente, los multiplazas internacionales lanzándose contra los
tres Junkers de abajo; tres contra seis, contra seis sin cazas, felizmente.
Alcanzado el objetivo, no se trataba ya de combatir, sino de pasar. Y Magnin
elegía atacar por debajo de los aviones más bajos, que iban a destacarse contra
el cielo, en tanto que sus aviones camuflados serían casi invisibles sobre los
campos, a esa hora. Los tres Junkers no tendrían quizá tiempo de ponerse en
línea de combate. Salió él también, entonces, a toda velocidad.
Los de abajo llegaban, formados como submarinos, su proa como un
péndulo entre los guardabarros de su tren de aterrizaje. Uno de ellos viraba
aún, y los internacionales veían con claridad su antena de radio y detrás su
ametrallador de perfil, por encima de la carlinga. Gardet, en su torreta de
delante, con un fusil de niño en la espalda, esperaba. Demasiado lejos para que
lo oyeran, mostraba los Junkers con el dedo y agitaba el brazo izquierdo.
Magnin, al lado de Darras, los veía agrandarse como si los hubieran hinchado.
Toda la tripulación tomaba conciencia de que un avión podía
caer.
Gardet hizo girar su torreta; con un ruido extraordinariamente
rápido, todas las ametralladoras martillando la carlinga, los aviones se
cruzaron. Los internacionales había recibido muy pocas balas, las de las
ametralladoras de proa solamente. Los Junkers permanecían detrás, uno de ellos
iba bajando, sin caer del todo. Aunque la distancia no dejaba de aumentar, de
pronto una docena de balas atravesaron la carlinga del avión de Magnin. La
distancia aumentó todavía; bajo el fuego de las ametralladoras de atrás de los
internacionales, los cinco Junkers volvían hacia sus líneas, el tercero bajando
a sacudidas por encima de los campos.»
André Malraux, fragmento de "La esperanza"
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