divendres, 23 de novembre del 2012

Los funerales de Durruti.

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El cadaver llegó a Barcelona tarde por la noche. Había llovido todo el día, y los coches que escoltaban el féretro estaban llenos de barro.La bandera rojinegra que cubría el coche fúnebre estaba sucia. En la casa de los anarquistas, que antes de la revolución había sido la sede dela Cámara de Industria y Comercio, y los preparativos ya habían comenzado el día anterior. El vestíbulo había sido transformado en capilla ardiente. Como por milagro, todo se había hecho a tiempo. La ornamentación era simple, sin pompa ni detalles artísticos. De las paredes colgaban paños rojos y negros, un baldaquín del mismo color, algunos candelabros, flores y coronas: eso era todo. Sobre las dos puertas laterales, por donde debía pasar la multitud en duelo, se había colocado, a la usanza española, grandes letreros donde se leía: «Durruti os dice que entréis» y «Durruti os dice que salgáis».


El cadáver.

Unos milicianos vigilaban el féretro, con los fusiles en posición de descanso. Después, los hombres que habían venido con el ataúd desde Madrid, lo condujeron a la casa. A nadie se le había ocurrido abrir los grandes batientes del portal, y los portadores del féretro tuvieron que estrecharse al pasar por una pequeña puerta lateral. Les había costado abrirse paso a través de la multitud que se agolpaba ante la casa. Desde las galerías del vestíbulo, que no habían sido decoradas, miraban unos curiosos. El ambiente era de expectativa, como en un teatro. La gente fumaba. Algunos se quitaban la gorra, a otros no se les ocurría hacerla. Había mucho ruido. Algunos milicianos, que venían del frente, eran saludados por sus amigos. Los centinelas trataban de hacer retroceder a los presentes. También esto causaba ruido. El hombre encargado de la ceremonia daba indicaciones. Alguien tropezó y cayó sobre una corona. Uno de los que llevaban el ataúd encendió cuidadosamente su pipa, mientras la tapa del féretro era levantada. El rostro de Durruti yacía sobre seda blanca, bajo un vidrio. Tenía la cabeza envuelta en una bufanda blanca que le daba aspecto de árabe.

Era una escena trágica y grotesca a la vez. Parecía un aguafuerte de Goya. La describo tal como la vi, para que se pueda entrever lo que conmueve a los españoles. La muerte, en España, es como un amigo, un compañero, un obrero que se conoce en el campo o el taller. Nadie se alborota cuando viene. Se quiere a los amigos, pero no se los importuna. Se los deja ir y venir como quieran. Quizá sea el viejo fatalismo de los moros que reaparece aquí, después de encubrirse durante siglos bajo los rituales de la Iglesia católica.

Durruti era un amigo. Tenía muchos amigos. Se había convertido en el ídolo de todo un pueblo. Era muy querido, y de corazón. Todos los allí presentes en esa hora lamentaban su pérdida y le ofrendaban su afecto. Y sin embargo, aparte de su compañera, una francesa, sólo vi llorar a una persona: una vieja criada que había trabajado en esta casa cuando todavía iban y venían por allí los industriales, y que probablemente nunca lo había conocido personalmente. Los demás sentían su muerte como una pérdida atroz e irreparable, pero expresaban sus sentimientos con sencillez. Callarse, quitarse la gorra y apagar los cigarrillos era para ellos tan extraordinario como santiguarse o echar agua bendita.



Miles de personas desfilaron ante el ataúd de Durruti durante la noche. Esperaron bajo la lluvia, en largas filas. Su amigo y su líder habían muerto. No me atrevería a decir hasta qué punto era dolor y hasta qué punto curiosidad. Pero estoy seguro de que un sentimiento les era completamente ajeno: el respeto ante la muerte.

El entierro se llevó a cabo al día siguiente por la mañana. Desde el principio fue evidente que la bala que había matado a Durruti había alcanzado también al corazón de Barcelona. Se calcula que uno de cada cuatro habitantes de la ciudad había acompañado su féretro, sin contar las masas que flanqueaban las calles, miraban por las ventanas y ocupaban las azoteas e incluso los árboles de las Ramblas. Todos los partidos y organizaciones sindicales, sin distinción, habían convocado a sus miembros. Al lado de las banderas de los anarquistas flameaban sobre la multitud los colores de todos los grupos antifascistas de España. Era un espectáculo grandioso, imponente y extravagante; nadie había guiado, organizado ni ordenado a esas masas. Nada salía de acuerdo con lo planeado. Reinaba un caos inaudito.

El comienzo del funeral había sido fijado para las diez. Ya una hora antes era imposible acercarse a la casa del Comité Regional Anarquista. Nadie había pensado en bloquear el camino que el cortejo fúnebre recorría. Los obreros de todas las fábricas de Barcelona se habían congregado, se entreveraban y se impedían mutuamente el paso.El escuadrón de caballería y la escolta motorizada que debían haber encabezado el cortejo fúnebre, se hallaban totalmente bloqueados, estrujados por la muchedumbre de trabajadores. Por todas partes se veían coches cubiertos de coronas, atascados e imposibilitados de avanzar o retroceder. Con un esfuerzo mayúsculo se logró allanar el camino para que los ministros pudieran llegar hasta el féretro.

A las diez y media, el ataúd de Durruti, cubierto con una bandera rojinegra, salió de la casa de los anarquistas llevado en hombros por los milicianos de su columna. Las masas dieron el último saludo con el puño en alto. Entonaron el himno anarquista Hijos del pueblo. Se despertó una gran emoción. Por alguna razón, o por error, se había hecho venir a dos orquestas: una tocaba muy bajo, y la otra muy alto. No lograban tocar al mismo compás. Las motocicletas rugían, los coches tocaban la bocina, los oficiales de las milicias hacían señales con sus silbatos, y los portadores del féretro no podían avanzar. Era imposible organizar el paso de una comitiva en medio de ese tumulto. Ambas orquestas volvieron a ejecutar la misma canción una y otra vez. Ya habían renunciado a mantener el mismo ritmo. Se escuchaban los tonos, pero la melodía era irreconocible. Los puños seguían en alto. Por último cesó la música, descendieron los puños y se volvió a escuchar el estruendo de la muchedumbre en cuyo seno, sobre los hombros de sus compañeros, reposaba Durruti. Pasó por lo menos media hora antes de que se despejara la calle para que la comitiva pudiera iniciar su marcha. Transcurrieron varias horas hasta que llegó a la plaza Cataluña, situada sólo a unos centenares de metros de allí.


H. M. Enzensberger
"El corto verano de la anarquía" (Vida y muerte de Durruti)