dijous, 30 de maig del 2024

CARTAGENA FUE UNA DE LAS CIUDADES QUE MÁS SUFRIÓ LOS BOMBARDEOS FASCISTAS.

 


De madrugada, a las 6,15 horas del 18 de octubre de 1936, dos bombarderos alemanes JU-52, procedentes de la base de Armilla, en Granada, dieron una pasada por el cielo de Cartagena y arrojaron 10 bombas de 250 Kg sobre la ciudad. Una sola pasada, pues las baterías antiaéreas respondieron con presteza. No alcanzaron a los barcos del puerto, como era su objetivo, sino que cayeron en el centro de la ciudad.

Varias casas derrumbadas, 22 personas muertas y muchísimas heridas, en ese primer bombardeo que demostró a la población civil que las fuerzas sublevadas no pensaban andarse con miramientos. Ni la lejanía del frente ni la defensa de la ciudad daban garantías de seguridad.

Fue la primera de las 117 ocasiones en que el cielo de Cartagena sería invadido por la aviación enemiga durante la guerra española. La única base naval fiel al gobierno, la sede de la flota, se convirtió en la diana principal de la aviación rebelde, supuso el ensayo de lo que en la guerra europea serían los bombardeos sobre la población civil.

Los barcos de la flota, el Arsenal, las fábricas… eran el principal objetivo de los franquistas; destruir el puerto a través del que entraban los víveres y el armamento a la zona gubernamental, una prioridad.

Este primer bombardeo dio lugar a la planificación de la construcción de los refugios, con el fin de proteger a la población.

Desde esa fecha, hasta el 15 de marzo de 1939, las cartageneras y cartageneros vivieron con temor, siempre mirando al cielo. Fue Cartagena una de las ciudades más castigadas por la aviación enemiga, que sufrió unos pocos bombardeos menos que Barcelona, pero mientras la capital catalana tenía un millón de habitantes, la ciudad departamental sólo tenía algo más de cien mil.

Doscientas veintitrés víctimas mortales, varios centenares de heridos y 336 fincas totalmente derruidas (un tercio de los inmuebles registrados) fue el balance final.

Las vías afectadas, claramente alejadas de los objetivos militares, subrayan el deseo de masacrar a la población civil, especialmente a partir del salto cualitativo que supone el ataque del 25 de noviembre de 1936, la agresión más atroz, conocida como "el bombardeo de las 4 horas", realizado entre las 17,30 y las 21,30 por 20 junkers de la Legión Cóndor, que arrojaron 25 toneladas de bombas y provocaron numerosos destrozos materiales y 16 muertos.

Se emprendió un plan general de construcción de refugios antiaéreos estratégicamente situados, de los que los más importantes se encontraban en la calle Gisbert, plaza de San Francisco, iglesia de Santa María la Vieja, calle de Cuatro Santos, Plaza de Alcolea, calle de la Maestranza, Molinete, Monte Sacro, Rosario, iglesias del Carmen y de Santa María, Ciudad Jardín y en los barrios de San Antón y Santa Lucía.

La capacidad de los refugios oscilaba entre las 500 y 3.500 personas y disponían de dos entradas para sortear la posibilidad de su obstrucción por el derrumbamiento de los edificios cercanos; contaban con instalaciones de ventilación y regeneración de aire.

Pero no con esto mejoró la sensación de seguridad. Al atardecer, muchas personas se trasladaban a los extrarradios, para volver al día siguiente a su trabajo: era lo que el historiador Egea Bruno llama "la columna del miedo".

Muchas personas, todas las que pudieron permitírselo, huyeron de la ciudad. Algunas familias pudientes se instalaron en su segunda residencia, en Los Dolores o Los Molinos, mientras que las de las clases populares se refugiaron en las viviendas de familiares en esos barrios o en el campo.

Fue durante la guerra de España cuando se ensayó, por primera vez, el terror provocado por los bombardeos sobre la población civil, terror que se utilizó como arma de propaganda a partir de entonces; los efectos desmoralizantes de este tipo de acciones se repitieron ampliamente por la aviación nazi durante la II Guerra Mundial y marcaron un hito en la Historia: a partir de entonces, masacrar a los civiles pasó a formar parte de un procedimiento habitual en las guerras modernas.