Blog d'en Jordi Grau i Gatell d'informació sobre les atrocitats del Franquisme.....
"Las voces y las imágenes del pasado se unen con las del presente para impedir el olvido. Pero estas voces e imágenes también sirven para recordar la cobardía de los que nada hicieron cuando se cometieron crímenes atroces, los que permitieron la impunidad de los culpables y los que, ahora, continúan indiferentes ante el desamparo de las víctimas" (Baltasar Garzón).
El negacionismo de la derecha y la extrema derecha amenaza con imponer un relato adulterado del pasado español. Frente a su intento de borrar los crímenes del franquismo, la memoria histórica sigue siendo una trinchera ética y democrática.
En España, el pasado no pasa. O, más bien, hay quien se resiste a que pase de verdad. Las fosas siguen abiertas, los nombres siguen desaparecidos, y las heridas siguen supurando bajo la superficie de una democracia construida, en parte, sobre el silencio y la impunidad. En este contexto, la ofensiva de la derecha y la extrema derecha contra la memoria histórica no es un debate historiográfico, sino un proyecto ideológico peligroso: quieren borrar los crímenes del franquismo para blanquear a los herederos de aquel régimen. Y lo hacen con arrogancia, cinismo y una estrategia cada vez más agresiva en lo político, mediático y jurídico.
La derecha española y su cruzada contra la memoria
El rechazo a la memoria democrática por parte de la derecha no es un fenómeno nuevo, pero en los últimos años ha adoptado un tono particularmente virulento. Lo que empezó siendo una incomodidad ante las exhumaciones o las menciones al Valle de los Caídos, ha evolucionado hacia un revisionismo abierto y desacomplejado. No sólo se cuestiona la Ley de Memoria Democrática o se banaliza el dolor de las víctimas: se reivindica el franquismo como una etapa supuestamente necesaria, incluso beneficiosa, para España.
Este revisionismo se expresa con claridad en los discursos de VOX, que directamente niega que el franquismo fuera una dictadura represiva, y en la actitud del Partido Popular, que aunque más sutil, boicotea activamente las políticas de memoria allá donde gobierna. El argumento es siempre el mismo: que mirar al pasado divide, que hay que superar “las dos Españas”, que no se puede “reabrir heridas”. Pero en realidad lo que pretenden es cerrarlas en falso, sin verdad ni justicia.
La estrategia es tan antigua como eficaz: poner en pie de igualdad a víctimas y verdugos, acusar a los republicanos de los mismos crímenes que al régimen franquista, presentar la Guerra Civil como un conflicto entre extremos igualmente bárbaros, y finalmente lavar la imagen del dictador como un mal menor que salvó a España del caos. Esta falsa equidistancia no sólo es una mentira histórica; es una obscenidad moral. No hubo simetría entre quienes defendían la democracia y quienes la bombardearon. No se puede comparar a quien luchó por derechos con quien los abolió.
Además, la derecha sabe que remover el pasado implica revisar los pactos de la Transición, que enterraron bajo una capa de consenso muchas complicidades con el franquismo. Por eso reaccionan con furia ante cada intento de reparación simbólica, cada retirada de una calle con nombre de golpista, cada fosa que se abre. Defienden el silencio porque les beneficia. No hay neutralidad posible: o estás con la memoria, o estás con la desmemoria.
El franquismo sigue vivo en la impunidad
A casi medio siglo de la muerte de Franco, España arrastra aún los escombros de su dictadura. No sólo en términos simbólicos, sino en estructuras de poder, en apellidos que se repiten en consejos de administración y tribunales, en relatos que dominan libros escolares y platós de televisión. La derecha no sólo se niega a condenar el franquismo con claridad: lo protege, lo reivindica, lo integra en su identidad nacional.
La persistencia del franquismo no es solo memoria mal cerrada, es una renuncia colectiva a asumir el coste de la verdad. Mientras otros países construyeron relatos democráticos sobre la base del reconocimiento a las víctimas de sus dictaduras o regímenes autoritarios, en España se optó por el olvido institucionalizado. Y cuando por fin se empezaron a abrir grietas —con la Ley de Memoria Histórica de 2007 y más tarde con la Ley de Memoria Democrática—, la reacción conservadora fue inmediata y feroz.
La extrema derecha ha llegado a proponer ilegalizar asociaciones memorialistas. Han llamado “sectaria” a cualquier iniciativa que busque exhumar a los desaparecidos. Se burlan de las cunetas en el Congreso, ignoran los informes de la ONU que denuncian el abandono de las víctimas del franquismo y promueven un nacionalismo nostálgico de cruz y espada. Esta no es una diferencia política más. Es una amenaza frontal a los valores democráticos.
Frente a esto, la memoria no es un lujo, es una necesidad histórica. No hay democracia plena sin justicia, sin reparación, sin verdad. La memoria no divide; lo que divide es el desprecio por la memoria. Y lo que perpetúa las heridas no es recordarlas, sino ignorarlas o justificarlas. Cada calle que aún honra a un criminal franquista, cada juez que se niega a investigar un crimen de lesa humanidad por estar “prescrito”, cada gobierno que retira recursos para exhumaciones, es cómplice de esa desmemoria planificada.
Callar no es pacificar. Olvidar no es reconciliar. La derecha que quiere borrar la historia sólo teme que el relato verdadero ponga en cuestión sus privilegios, sus mitos y su legitimidad moral.
"Metódico, austero y piadoso". Así definía Joaquín Arrarás, en una biografía publicada en 1937, a Francisco Franco, "buen timonel de la dulce sonrisa, siempre a flor de labios".
A su hagiógrafo no le temblaba la pluma a la hora de describirlo como un ser frugal, sobrio y mesurado, alérgico a la pompa y el boato: "No le mueve ambición menguada, de ningún género, al general Franco, cuando se lanza a la empresa [de salvar a su patria]. Ni afanes de mando, que no apetece, ni de vanidades humanas, que desprecia, ni de ventajas materiales, que no le interesan".
Humilde, modesto y sin afán de riqueza: "Sólo acepta su sueldo de general de división con las gratificaciones que le corresponden por cruces ganadas en Marruecos: unas 2.000 pesetas al mes, menos de la mitad de lo que cobra don Manuel Azaña en un día por deshacer la nación", escribe Joaquín Arrarás en Franco (Librería Internacional - San Sebastián).
En la portada del libro, Franco esboza una "sonrisa que es saludo a la vida, desprecio a la adversidad, aroma de optimismo, rúbrica de victoria". Un gesto que "resplandece" en el campo de batalla, porque sabía "vencer y sonreír", escribía Manuel Machado, mientras que otro poeta, Eduardo Marquina, aludía al "humanismo de la viril sonrisa".
Su hagiógrafo no les iba a la zaga y —como carecía del carisma del Duce y el Führer, cuyas dotes de oratoria contrastaban con los discursos planos de un Caudillo de voz atiplada— insistía en la curvatura de su boca: "Que conoce toda España, la liberada y la roja. Que ha trascendido al mundo, y es universal como la mirada acerada y fiera de Mussolini o el ceño de Hitler".
La fortuna de Franco
Una sonrisa "espontánea y amable" cuyo reverso fue el encarnizamiento rebelde durante la guerra civil y la represión franquista. Y que también escondería, lejos de la imagen proyectada por la propaganda, el enriquecimiento de Franco y de las élites del régimen, hasta el punto de que Ángel Viñas sostiene que la fortuna del dictador ascendía en 1940 a unos 34 millones de pesetas, el equivalente a unos 388 millones de euros.
Es más, en La forja de un historiador (Crítica), el historiador redondea al alza esa cifra, hasta los 400 millones de euros, usando los coeficientes de conversión del economista José Ángel Sánchez Asiaín. "Naturalmente, el comportamiento financiero de Franco en aquella época fundacional era comparable, aunque a escala mucho más modesta, al de su secreto modelo: un tal Adolf Hitler", apunta Ángel Viñas.
Entre los orígenes de su fortuna figuran los 7,5 millones de pesetas que se embolsó con la venta de 800 toneladas de café donadas en 1939 por el dictador brasileño Getúlio Vargas al pueblo español. Otros diez procedían de suscripciones populares —en realidad, obligatorias— y de donativos "de ricos, gente de orden agradecida por haber salvado a España", señala Julián Casanova en Franco (Crítica).
En su reciente biografía, el historiador aragonés detalla el esquema de corrupción del régimen y del propio Generalísimo, cuyo salario en la posguerra era de 70.000 pesetas al año, casi el doble con complementos. "La austeridad de Franco no resultaba tan fácil de asumir a medida que con regalos y compras ventajosas se añadieron al pazo de Meirás [pagado a escote por sus queridos paisanos] otras fincas y propiedades", escribe Julián Casanova. Entre ellas, la casa Cornide de A Coruña o las fincas de Canto del Pico y Valdefuentes, en Madrid.
En paralelo, su corte perfilaba un retrato espartano del dictador. "Es un hombre sencillo, habituado a usar las mismas prendas por viejas y deterioradas que estén", contaba su sastre, Emilio Núñez. "Pagaba personalmente hasta su ropa interior", aseguraba su hermana Pilar, "quien a la sombra del Caudillo se enriqueció con pingües negocios inmobiliarios", apunta el autor de Franco.
También sacó tajada el clan de los Villaverde en "una era naciente de rapiña y corrupción a lo grande". La unión entre ambas dinastías se selló en 1950 con la boda de Carmen, la hija del Generalísimo, y Cristóbal Martínez-Bordiú, una "persona ligera en extremo" con una "conducta frívola y falta de consideración a sus suegros y a todos", según Pacón y el padre Bulart, primo y capellán privado de Franco, respectivamente.
"El marqués de Villaverde y familia amasaron en poco tiempo una fortuna con varias empresas de negocios, especulación inmobiliaria, intereses bancarios y licencias de importación-exportación", escribe Julián Casanova, quien recuerda que el "yerno juerguista" no era bien visto por el general Muñoz Grandes: "No ha tenido suerte con la boda de su hija. Yo no sé lo que pasa allí, pero antes eran de una absoluta austeridad y esa era una de las mejores cualidades que tenían; hoy eso ha desaparecido de un modo alarmante", le confesó a Pacón.
Cardiólogo y cirujano, Cristóbal Martínez-Bordiú formó parte durante el franquismo de más de treinta consejos de administración de diversas empresas y cobró al mismo tiempo varios sueldos por las plazas médicas que ocupaba. Paul Preston, en Un pueblo traicionado (Debate), subraya que "la corrupción de la familia Franco aumentó de forma significativa cuando su hija Carmen, Nenuca, se casó con un playboy menor de la sociedad jiennense".
"Martínez Bordiú trocó la vieja moto en la que iba a ver a su novia por una serie de Chryslers y Packards descapotables y pronto fue conocido por los madrileños como el marqués de Vayavida", escribe el historiador británico, quien deja claro que aprovechó el matrimonio para promover sus negocios. Mientras, "Franco no tenía interés alguno en investigar la corrupción, dada su implicación en tal red clientelar y en la medida en que le aseguraba la lealtad de la élite".
No fue su único apodo. Mariano Sánchez Soler relata en La familia Franco S.A. (Roca Editorial) que en 1954 la prensa de Buenos Aires lo involucró "en un negocio poco claro de importación de motos Vespa", gracias al que habría ganado treinta millones de pesetas como supuesto mediador para obtener las licencias de importación. "En la España del incipiente consumo, la sátira popular cambió incluso el título nobiliario del doctor, a quien muchos denominaban el marqués de Vespaverde", escribe el periodista.
La operación, según él, "alcanzó de lleno al entorno íntimo de Franco", incluido el ministro de Comercio, "famoso por su alegría en la concesión de licencias a sus amigos". En cuanto a Cristóbal, "algunos madrileños agudos añadieron que VESPA eran las siglas de Villaverde Entra Sin Pagar Aduana", rememora Paul Preston. Su figura rebosa de anécdotas y merece un artículo aparte. Así, en 1968, fue el primer cirujano español que realizó un trasplante de corazón, pero el paciente murió horas después.
Màrius Carol, en Historias de la canallesca (Libros de Vanguardia), describe la operación como "una verdadera chapuza". Sin embargo, "el mejor médico de España, que según el ingenio popular mató más en La Paz que su suegro en la guerra, tuvo la desfachatez de afirmar que desde el punto de vista médico, el resultado podía ser considerado un éxito y sobre el paciente —o quizás habría que calificarlo de víctima— se limitó a decir que era un caso perdido". Carol entrevistaría diez años después a la "humilde" familia de la donante, "que explicó las presiones que habían recibido y las promesas incumplidas de las autoridades".
Corrupción en el franquismo
"Franco había permitido siempre la corrupción y el tráfico de influencias entre sus familiares, amigos y colaboradores. No aparecían noticias de sobornos o corruptelas en las altas instancias de poder y se cultivaba la imagen de un régimen estable, fuerte, con un Caudillo austero y sacrificado. Su autoridad, la ley y el orden no estaban en disputa. Pero en el verano de 1969 todo fue diferente", porque estalló el caso Matesa, apunta Julián Casanova, quien describe en su libro cómo el dictador y su familia "usaron el patrimonio nacional como propiedad privada".
También se aprovechó su círculo político y militar, porque "Franco, como Hitler y otros dictadores, sabía que la corrupción a escala masiva garantizaba la lealtad y fidelidad personal". Por eso dejó que se enriqueciesen, ya que las adhesiones estaban garantizadas "mientras los asuntos del bolsillo, los favores, las prebendas y privilegios dieran buenos frutos". La corrupción, así, "proliferaba en todos los ámbitos del régimen", asegura el autor de la última biografía sobre el dictador.
Incluso en su alcoba de El Pardo, donde Carmen Polo, su esposa, "dio rienda suelta a su pasión por las antigüedades y la joyería" tras la llegada de los Villaverde. "La tacañería y la codicia de la Señora eran legendarias", relata Paul Preston en Un pueblo traicionado. "Se ha afirmado que las joyerías de Madrid y Barcelona crearon consorcios de seguros no oficiales para indemnizarse después de las visitas. En A Coruña y Oviedo, los joyeros y anticuarios solían bajar la persiana cuando se enteraban de que estaba en la ciudad".
Pocos comerciantes se atrevían a enviar el recibo a la Casa Civil de El Pardo. "Pese a la tan cacareada probidad y austeridad de la familia Franco, dichas facturas —de artículos destinados a la colección particular de Carmen Polo— se pagaban con fondos del Estado", precisa el historiador británico, quien estima que Franco recibió 4.000 millones de pesetas (24 millones de euros) en regalos. "Este cálculo probablemente no incluye el valor de los cientos de medallas de oro conmemorativas que entregaron al dictador poblaciones y entidades de toda España y que doña Carmen mandó fundir para producir lingotes".
Al general Muñoz Grandes "le parecía mal que la señora del Caudillo llevase tanto lujo de alhajas", mientras que el dictador transmitía a la población que la política no debía ser entendida como poder, sino como un servicio realizado con sencillez y humildad. Sin embargo, "Franco murió rico, con una fortuna millonaria, enriqueció a sus familiares, a quienes permitió un desenfrenado saqueo, y concedió un gratificante retiro a los cientos de colaboradores que ya habían disfrutado en el poder de sinecuras y grandes beneficios", señala Casanova.
El historiador insiste en que la imagen que proyectaba su corte, en cambio, era la de "buen cristiano, austero, humilde, a quien no le deslumbraban los títulos ni la riqueza". Es decir, la de un servidor a Dios y a la patria. "Era normal que alguien que tenía una misión tan elevada, una figura casi divina, mereciera regalos, prebendas, privilegios, fincas. Todo resultaba natural, obsequios por sus grandes logros, que habían comenzado ya en años de guerra y extrema violencia", escribe Casanova sobre Franco, quien, andando el tiempo, se referiría a Cristóbal Martínez-Bordiú como "ese señor que se ha casado con Nenuca".