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80 años del estallido de la Guerra Civil
ÁNGEL VIÑAS Los aniversarios redondos ejercen un atractivo especial para la rememoración histórica [mañana lunes se cumplen 80 años del inicio de la Guerra Civil]. En este año hay, por lo menos, dos o tres documentales en marcha en los que se rememorará el comienzo y la evolución de la Guerra Civil. No cesa la avalancha de libros sobre la misma. Rara es la semana en que no aparece algún título, si no varios. Tampoco en el extranjero ha decaído demasiado el interés por el conflicto español. En particular en Francia. No hay otro capítulo de nuestra historia que haya generado tanta atención.
Hace dos años dirigí una colección de artículos sobre la bibliografía de la guerra aparecida en España desde 2006 y en el extranjero desde comienzos de siglo. Recensionamos cerca de ochocientos títulos. En este año me he visto obligado a ampliarla y alcanzaremos el millar. Aparecerá, en e-book, en octubre.
Y, sin embargo, sigue habiendo sombras, controversias, debates no zanjados. Es más, desde principios de siglo el debate entre los historiadores y a nivel de la opinión pública se ha hecho más agrio, más duro. A veces se tiene la impresión de que las montañas de libros y artículos no sirven para nada. Se repiten los tópicos, se reverdecen tesis desacreditadas documentalmente. Los atisbos en pos de un cierto consenso que existían hace veinte años han desaparecido. Serán sociólogos, politólogos, psicólogos y/o antropólogos los que quizá generen nuevos conocimientos sobre las razones de estas discrepancias.
Personalmente pienso que en ello se traduce un fallo garrafal del sistema educativo que debiera existir en toda sociedad democrática. El sistema del que nos hemos dotado ha fracasado estrepitosamente. Las razones son múltiples y tienen que ver con la paupérrima transmisión hacia las jóvenes generaciones de los conocimientos que poco a poco hemos ido acumulando los historiadores. Un libro reciente, El bulldozer del general Franco, traza un cuadro desolador del enquistamiento en los mecanismos de transmisión del saber. Estamos educando a generaciones llamadas a participar activamente en el proceso político que carecen de una base sólida en lo que se refiere a la siempre deseable reflexión sobre el pasado.
Nada de ello se ha producido por azar. Con todo, la sociedad civil va por delante, una vez más, de los gobiernos, sean estos del signo político o ideológico que sean.
Las discrepancias empiezan en la raíz. En la valoración de la Segunda República, pero sobre todo en la atribución de responsabilidades por el desencadenamiento de la guerra y en la conceptualización del conflicto mismo. Entre antifranquistas y neofranquistas vuelve a desarrollarse una tercera posición otrora desacreditada, los equidistantes, la de los autores que predican que se trató de un error colectivo.
Todo conflicto bélico tiene causas complejas. Las sociedades no se fracturan así como así. Pero es deber de los historiadores disciplinar un pasado magmático y aplicar los enfoques heurísticos y epistemológicos adecuados para reducir tal complejidad a categorías contrastables empíricamente. No son iguales, ni tienen igual valor, todas las explicaciones. Hay quienes mienten. Hay quienes ignoran datos elementales.
Quien esto escribe ha llegado a la conclusión de que, para poner un poco de orden en un pasado tumultuoso, es necesario distinguir entre las condiciones necesarias y entre las condiciones suficientes para explicar el estallido de la Guerra Civil. Y, en esta, para explicar su curso y su resultado. Aquí solo me referiré al primero.
Es una distinción de lógica. Su no aplicación enturbia el conocimiento. Condiciones necesarias son las que postulan una cadena de efectos en el sentido de que para que se produzca un fenómeno B (guerra civil) tienen que darse ciertos preliminares A. Condiciones suficientes son las que, en cuanto se producen, determinan automáticamente un cierto resultado y no otro.
En el ochenta aniversario de la sublevación podríamos decir que condiciones necesarias fueron, entre otras, la pugna política e ideológica que acompañó a las reformas económicas, sociales e institucionales que puso en marcha el nuevo régimen durante la conjunción republicano-socialista, entre 1931 y 1933. Tras ella latía la modernización de España y el deseo de ponerla al día con los países más avanzados de Europa. Los modelos fueron, significativamente, Francia y el Reino Unido. Esta percepción la tenían muchos dirigentes reformistas pero también la divisaban observadores extranjeros. Mi personaje favorito es el embajador británico sir George Grahame. Ya advirtió que las discusiones sobre el significado histórico de la República durarían años. De nuevo en el trasfondo figuraban el retraso económico y social, la vieja estructura de la propiedad de la tierra, la debilidad de las clases medias, las consecuencias de la alianza tradicional entre el trono, la espada y el altar. Pero nada de ello conducía necesariamente a una guerra. Fijarse de forma obsesiva en tales cadenas causales hace olvidar las condiciones suficientes.
¿Cuáles fueron éstas? La más importante, en mi opinión, fue la reacción espasmódica de un amplio sector de las derechas, más o menos fascistizadas o deslumbradas por modelos alternativos como los que representaban Italia y el Tercer Reich, ante el resultado de las elecciones de febrero de 1936. La reacción coetánea, el intento de un golpe suave, ha sido estudiada exhaustivamente. La inmediata, no. Solo conocemos su perfil y sus resultados. Estribó en apelar a la Italia fascista en demanda de armamento moderno para lanzar una guerra que se presumía sería corta. Sus proponentes fueron militares y civiles monárquicos. Sus medios los que podrían adquirirse con los cuantiosos medios financieros que, en marzo, puso a su disposición el banquero Juan March.
El golpe subversivo se había previsto para el 20 de abril. Demasiado pronto. De haberse llevado a cabo, probablemente no habría triunfado. Aun así, los grandes prohombres de la derecha, Calvo Sotelo y Gil Robles, sincronizaron sendos parlamentos en las Cortes denunciando la situación de supuestamente extrema anarquía por la que amenazaba despeñarse España. Se trataba de crear la sensación de que se planteaba un estado de necesidad, ante el cual solo el recurso a la fuerza era no solo permisible sino urgente y lícito. Se conservan algunos párrafos de un manifiesto que pergeñó el general Mola con tal ocasión.
La conspiración se ha estudiado exhaustivamente. Algún autor la califica hoy de «endeble». No fue tal. Progresó de manera sistemática, con un reparto eficiente de tareas entre civiles y militares. Y, entre estos, Mola desde Pamplona y Franco desde Santa Cruz de Tenerife.
El 1o de julio, el número tres de Renovación Española, Pedro Sainz Rodríguez, firmó cuatro contratos con una empresa aeronáutica italiana en la que se pormenorizaban los aviones, las municiones y el equipo que los fascistas se comprometían a suministrar por partes. La primera en el mes de julio. Mussolini no tardó en desplazar desde las bases aéreas del norte de Italia hacia el sur los primeros aparatos. Un descubrimiento realizado por el doctor David Jorge y que detalla en un libro que aparecerá en el próximo otoño.
La ayuda italiana prometida fue la condición suficiente. En cuanto se aseguró, ya no hubo punto de no retorno.
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