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El historiador Antonio Cazorla recupera la memoria de los españoles de a pie en la primera España franquista: su silencio y su hambre
Madrid
Suele decirse que el exilio que siguió a la Guerra Civil expulsó de España a la flor y nata de su población, la crema de la intelectualidad: renombrados escritores, arquitectos, ingenieros, profesores, jurídicos, periodistas, médicos. Solo había un dolor comparado al destierro: quedarse en un país arrasado, aguantando a un dictador sanguinario y clasista que humilló y cerró la boca de millones de españoles de a pie. ¿Para qué la querían abierta si no podían hablar ni tenían qué comer? En esas vidas de silencio y penuria, esclavos del campo, del mar, de la mina, entre los miles de muertos que dejó el hambre, indaga el libro del historiador Antonio Cazorla, que es catedrático de Historia en la Trent University, Ontario (Canadá), pero que mucho antes fue el hijo de unos pescadores almerienses, en una casa de la posguerra donde una naranja se repartía en gajos para toda la familia casi por orden alfabético.
EL AMARGO PAN DE LAS VIUDAS: LA PROSTITUCIÓN
La crueldad y la miseria de la posguerra española no encuentran igual salvo en los países del Este europeo. Únicamente el trato a las mujeres podía compararse con el que se les daba en otros países. Un artículo de Abc, en 1953, alertaba de la violencia contra las casadas y la discriminación legal que sufrían. La censura lo paró durante meses pero la autora, Mercedes Formica, acabó saliéndose con la suya. Consiguió entrevistarse con Franco, que se mostró receptivo con el problema. Pero hasta 1981 no se consiguió la equidad legal completa. Sobre la violencia, ya se sabe.
Malo haber nacido mujer en aquella España, pero ser roja o tachada de serlo, peor. Miles de viudas se vieron obligadas a ejercer la prostitución. En los primeros cuarenta se conseguían entre 5 y 25 pesetas diarias. Y una sífilis de caballo. 65.000 casos de esta enfermedad hubo en 1941; y seis años después, 268.000.
Miedo y Progreso (Alianza Editorial)desvela el clasismo que impregnaba la dictadura, capaz de sumir a todo el país en el subdesarrollo con tal de no mejorar la vida arrastrada de los rojos. “Antes y después de la guerra, se elaboró un discurso de amplio reflejo en la literatura, donde los asesinos siempre eran los humildes, a los que los buenos españoles quitaban, al final, la careta. Eran seres biológicamente inferiores que asesinaban a aquellos a quienes envidiaban y odiaban; los hombres así eran una suerte de homínidos, sucios, desharrapados; las mujeres, hombrunas, que entraban a la casa del señorito con la ayuda de porteros y criadas para mancillar la propiedad privada y matar”, dice Cazorla. Por tanto, explica el historiador, era una clase a la que habían de controlar los que habían nacido para ostentar el poder.
Y así se hizo. Primero funcionó el miedo a perderlo todo, la vida propia y la de la familia, “lo único en lo que se podía confiar cuando fallaban todas las instituciones”. El miedo no solo era de los vencidos, también temían los vencedores “que la tortilla se diera la vuelta” y esos monstruos, apenas antropomorfos, se les vinieran encima... Pero el régimen no dispuso estructuras suficientes para aleccionar a la población, no lo logró la falange, ni la sección femenina; solo la Iglesia consiguió inocular moralidad, pecado y penitencia, se explica en el libro. Y no pudo con “el sur pagano” que “creía más en Jesucristo que en Dios y más en Dios que en los curas. Las dictaduras generan un mecanismo de defensa para buscar la esperanza cuando no se pueden cambiar las cosas: los pobres buscaban en la religión la fuente de la bondad”, asegura Cazorla.
El sur pagano
Ese sur, pagano o no, hay que entenderlo en este contexto como toda la España empobrecida, con cifras de vergüenza en Andalucía y Extremadura, aplastadas a sangre y fuego, que seguían bajo el yugo del esclavismo cuando otras regiones iban sacando cabeza con el desarrollismo y la industria. La diferencia de fondos destinados a educación en la II República y en 1941 era de ocho veces y media. “La catástrofe franquista en el sistema educativo español, exceptuando el Portugal de Salazar, no tiene parangón en la Europa contemporánea”, demuestra Cazorla. “Contabilizado en dólares, el gasto educativo era apenas un tercio del de Venezuela”. En 1950 había un déficit de 55.000 aulas y un 30% de niños no tenían acceso adecuado a ellas. En las regiones más pobres se hicieron muchas menos escuelas y cuando había plazas, los niños no asistían porque tenían que trabajar.
El hambre no dejaba lugar en la cabeza para la política. “No hay una cifra exacta, pero se estima que los muertos por inanición superaron los 200.000 en la posguerra”. Un informe británico de 1941 señala situaciones extremas, como las de Cáceres y Badajoz, donde miles de personas no habían comido, durante meses, más que hierbas hervidas en agua salada. La propia falange mencionaba la miseria de otras miles de familias en Jaén, que vivían en cuevas o chabolas “con un rudimentarismo [sic] que había superado el hombre del paleolítico”.
Así era aquella España, en la que la corrupción mataba de hambre a unos para engordar a otros. Cazorla no quiere ser fatalista, pero cree que “los españoles siempre han tenido una relación compleja con la ley. Nunca se ha invertido en un sistema jurídico fuerte, independiente y rápido, por más leyes estupendas que haya”. De ahí la corrupción rampante.
Pero no es solo eso lo que recuerda a tiempos actuales: el libro se detiene en la emigración (“el impuesto de los pobres”), en accidentes de tren donde solo pagaba el operario de turno, en la bajada de salarios para todos menos para los cargos superiores, en familias reagrupadas para sostenerse en común. “Sí, vivimos ahora con semejanzas a lo de entonces. Estaba claro que esta crisis se saldaría bajando los sueldos... Pero no quiero ser fatalista. Opino que afortunadamente ahora la población puede votar al que quiera, sin temor ni ignorancia y aunque el franquismo nos deshumanizó, también nos ha hecho refractarios a la crueldad; creo que las clases populares en España han sido siempre generosas y compasivas”. Quizá también ahora se reparta entre algunas familias la naranja gajo a gajo. “Esos abuelos que sostienen con su paga a hijos y nietos, esos fueron y son la flor y nata de este país”.
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