diumenge, 27 de novembre del 2016

¡Marietta, Marietta! El secuestro de Antonio María de Oriol y Urquijo, en 1976, vertebra un capítulo de las memorias del primer director de EL PAÍS.

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El secuestro de Antonio María de Oriol y Urquijo, en 1976, vertebra el décimo capítulo de las memorias del primer director de EL PAÍS, que describe uno de los momentos más peligrosos para la incipiente Transición


Antonio María de Oriol lee EL PAÍS durante su secuestro por los GRAPO.  REVISTA 'NOTICIAS'
Desde el comienzo del periódico traté de combinar los muy amplios poderes que tenía como director con un trabajo en equipo. El desafío ante el que me encontraba era grande y mi mayor fortaleza era la redacción. Se trataba de un conjunto tan joven e inexperto como motivado por la tarea que tenía entre manos. Las principales decisiones institucionales que afectaban a la estructura del diario, como el orden de páginas, que decidimos que comenzara por la información internacional, y dos novedades absolutas en el panorama de la prensa española de la época, el libro de estilo y el estatuto de la redacción, fueron diseñadas en interminables reuniones de trabajo en las que procurábamos buscar el consenso. Trabajábamos en permanente debate e intentábamos hacer una autocrítica severa sobre nuestra actuación, por lo que era frecuente que convocara a mis colaboradores en horas tempranas del día para someter a juicio nuestro propio trabajo. La mañana del 11 de diciembre de 1976 andábamos enfrascados en una de dichas sesiones cuando llegó la noticia de que el presidente del Consejo de Estado, Antonio María de Oriol y Urquijo, había sido secuestrado en su oficina por un comando de hombres armados.
Primera página. Vida de un periodista 1944-1988
Juan Luis Cebrián
Debate, 2016. 396 páginas.
21,90 euros. E-book 11,99. Sale a la venta el 1 de diciembre
Había sido aprehendido a plena luz del día, en su propio despacho y en presencia de sus colaboradores, que pudieron ver la cara a los delincuentes pues no iban enmascarados, aunque los testigos se mostrarían luego incapaces de recordar con precisión ningún rostro. Pasaron largas horas sin que nadie reivindicara los hechos. La mayoría de las sospechas apuntaban a ETA, pero el método utilizado no se correspondía con la forma de actuar de los terroristas vascos, por lo que muchos dudaban a la hora de atribuirles el secuestro. Le pedí a Jesús Ceberio, corresponsal nuestro en Bilbao, que pasara a Francia y tratara de ponerse en contacto con los etarras. En aquella época era relativamente fácil y frecuente que los periodistas mantuvieran contactos con el entorno abertzale. En cualquier bar de Hendaya, San Juan de Luz o Biarritz se podía encontrar uno con personas vinculadas a lo que ya por entonces se llamaba Movimiento de Liberación Nacional Vasco dispuestas a ofrecer e intercambiar información. A última hora de la tarde recibí un telefonazo de Ceberio.
—¡No ha sido ETA! —dijo con su habitual economía de palabras—. No saben nada, no tienen ni idea de dónde parte esto.
Nada más colgar pedí a mi secretaria que me pusiera al habla con Rosón, gobernador civil de Madrid.
—Juan —le dije—. Te aseguro que no ha sido ETA.
¿Y tú cómo lo sabes? ¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque así me lo ha dicho Ceberio, y si él lo dice no hay duda de que es verdad. Sus fuentes no fallan.
Mi confianza en Jesús y en sus dotes profesionales era absoluta. Se trata de uno de los mejores periodistas que he conocido en mi vida. Sobrio de maneras, sereno de actitud, riguroso en su trabajo, le tocaría con el tiempo dirigir EL PAÍS en la etapa de mayor esplendor del periódico.
Poco después de hablar con Rosón, que apenas me hizo comentario alguno, se abrió sin que nadie avisara la puerta de mi despacho e irrumpió en él Soledad Álvarez Coto: «¡Hay una llamada de los secuestradores!». Parecía presa de una gran excitación, hablaba atropelladamente y no ocultaba su nerviosismo. Una vez calmada me explicó que había recibido un mensaje telefónico que reivindicaba la autoría del hecho en nombre de los GRAPO, que ya habían perpetrado varios asesinatos de guardias civiles y policías en los meses precedentes. La banda se presentaba como el brazo armado del Partido Comunista Reconstituido, una escisión minúscula, manipulada por los servicios secretos y la policía política, del Partido Comunista de España.
El comunicante indicó a Soledad que en una cabina telefónica de la calle Alcalá de Madrid había un mensaje de los secuestradores que explicaba algunos detalles. Mi despacho estaba abarrotado de periodistas que oyeron la noticia, y Julio Alonso, director de diseño y uno de los miembros más entusiastas del equipo fundador, se ofreció a recoger el recado. Le ordené que fuera acompañado e insistí en que tomara toda clase de precauciones.
Cuando Julio marchó, Soledad me pidió hablar a solas.
—No te lo creerás, pero yo sé quién ha llamado —me espetó.
—¿Qué me dices?
—¡Como lo oyes! Era un compañero mío de la Escuela de Periodismo. Un gallego de voz inconfundible. Incluso creo que se esforzaba en poner de relieve su acento para que le reconociéramos.
—¿Le reconociéramos quiénes? ¿Alguien más ha hablado con él?
—Sí, Jesús de las Heras. Coincidimos los tres en el curso y como estaba al otro lado de mi mesa le pedí que cogiera el auricular para comprobar que yo no estaba alucinando.
De las Heras, un experimentado reportero de sucesos, ratificó una por una las aseveraciones de Álvarez Coto.
—No tengo la menor duda, se trataba de Pío Moa.
—¡Bueno! No le comentéis esto a nadie. ¿Sabéis algo más de él?
Lo sabían todo, o casi todo. Su dirección, que al parecer había abandonado hacía tiempo pues se barruntaba que la policía le seguía los pasos; el nombre de su novia y el domicilio de esta; también no pocas anécdotas de su vida privada. Les conminé a que guardaran absoluto silencio sobre lo que me habían contado y enseguida llegó Julio Alonso, que volvía de recoger el mensaje de los secuestradores. Le había costado mucho encontrarlo. La cabina telefónica estaba sucia y repleta de anuncios y avisos de gentes que solicitaban trabajo. Después de una intensa búsqueda, y casi por chiripa, cuando ya desesperaba y comenzaba a pensar que nos habían gastado una broma pesada, se dio de bruces con un papelito doblado, semioculto entre la multitud de residuos que alfombraban el lugar. Era una nota manuscrita a lápiz en mayúsculas. Reivindicaba el secuestro del presidente del Consejo de Estado y reclamaba, a cambio de su libertad, la de varios presos políticos. La fotocopié antes de enviarla a Rosón, al que volví a llamar para ponerle al tanto. El gobierno, por el momento, no tenía ninguna noticia al respecto y ese fue el primer aviso que recibió sobre la autoría del secuestro. Nada dije sobre la identificación probable de uno de los terroristas, pero sí se lo comenté a Julio Alonso, que también conocía a Moa. Publicamos al día siguiente el comunicado y las circunstancias en que nos había sido transmitido, aunque la credibilidad del mensaje permanecía en entredicho.
Llegamos a publicar un editorial que contenía un mensaje en clave para los terroristas
La mañana del día 12 amaneció soleada. Por entonces los lunes no se publicaban diarios en España, y se otorgaba la exclusiva de edición en dicha fecha a las Asociaciones de la Prensa, que sacaban a la calle unos semanarios informativos de medio pelo llamados Hoja del Lunes. Los domingos eran, pues, los únicos días de asueto para los periodistas. Habituales trasnochadores, aprovechábamos para levantarnos tarde. Por eso me irritó que poco antes de las nueve sonara el teléfono. El conserje, un guardia civil retirado cuya corpulencia resaltaba aún más su cortedad mental, casi no podía pronunciar palabra. «Han vuelto a llamar... —me dijo— ... han vuelto a hacerlo... Avisaron de que hay otra nota en los lavabos del bar Cordero.» Este era una tasca a unos cientos de metros del diario, en la plaza de la Cruz de los Caídos, habitual punto de convocatoria de las manifestaciones obreras. Allí servían comidas decentes y baratas, por lo que muchos redactores acudían con cierta frecuencia. Restregándome todavía las legañas llamé de nuevo a Julio Alonso, al que también saqué de la cama, para darle la noticia. Descolgó el teléfono su compañera sentimental, Neliana Tersigni, corresponsal del Paese Sera de Italia. Cuando les expliqué de qué se trataba se pusieron de inmediato en marcha, dispuestos a recoger el nuevo comunicado. Luego hablé con Martín Villa, ministro del Interior, para darle conocimiento del hecho, y enseguida recibí también las iras nada contenidas del ministro de Información, Andrés Reguera, que se quejó de que no le hubiera llamado a él.
—Soy tu ministro —explicó cuando le interrogué por qué motivo debía haberlo hecho.
—Ah, perdón —contesté—, no sabía que los periodistas teníamos un ministro al que dar cuenta de nuestros actos.
Cuando Julio y Neliana llegaron al bar, varias personas desayunaban en la barra. En una esquina, frente a un café con churros, un individuo de mediana edad leía la edición dominical de EL PAÍS. Julio entró en el servicio de caballeros y salió a los pocos minutos. Había divisado un papel plegado entre la cisterna del inodoro y la pared, pero estaba demasiado alto y ni aun subiéndose a la taza del retrete podía alcanzarlo. Necesitaba la ayuda de Neliana, con la que se encerró de nuevo en el cuarto de baño. Izándola en brazos, ella pudo alcanzar el comunicado. Al salir se toparon con las miradas adustas y censoras de algunos clientes y del camarero, que les reprochaban en silencio su encierro en la toilette masculina. El individuo que leía el periódico les regaló una sonrisa antes de ocultar el rostro entre sus páginas.
Cuando llegaron a mi casa pasaban ya las horas del mediodía. Martín Villa había enviado una limusina negra con tres policías que me habrían de conducir a su despacho en cuanto yo recibiera el mensaje. Se trataba de una carta manuscrita del propio Antonio María de Oriol en la que decía estar bien de salud y solicitaba a su familia que atendieran las condiciones para su liberación. Antes de abandonar mi domicilio, Julio me narró su peripecia con Neliana en el cuarto de baño, para añadir después: «¿Sabes quién estaba en la barra tomando un café? ¡El mismísimo Pío Moa!».
El secuestro de Oriol parecía formar parte de una estrategia contra el proceso democrático
Pensé que este quería comprobar que los redactores recogían la nota, aunque enseguida me asaltó otra sospecha: pretendía quizá, de nuevo, comunicar que él era el responsable de todo aquello. Si no había bastado su voz para identificarle, convenía presentarse en persona.
En el despacho del ministro me encontré con una verdadera aglomeración de prebostes políticos y mandos militares. Junto a Martín Villa, apretujados en un espacio relativamente reducido, estaban el director general de la Guardia Civil, su jefe del Estado Mayor, el de la policía, el subsecretario del Interior, el gobernador de Madrid, otro buen número de uniformados y los hijos de Oriol, junto con su yerno Miguel Primo de Rivera. Hubo un gran revuelo cuando saqué del bolsillo de mi americana el papelito con la misiva de la víctima. La carta comenzó a pasar de mano en mano y pensé que si había alguna esperanza de que la policía científica pudiera identificar huellas o algo parecido nada podría hacerse tras aquel manoseo espectacular. Al fin los familiares de Oriol lograron apoderarse del mensaje. Lo primero que dijeron, antes incluso de leerlo, fue: «No cabe duda. Es la letra de nuestro padre».
Comenzaron a bombardearme a preguntas para las que yo no tenía respuesta. Hablaban entre ellos acalorados. Sus palabras no parecían tener objeto alguno más que el de expresar su indignación y la necesidad de hacer algo, sin especificar qué. En medio del pequeño tumulto, le dije al ministro que quería hablar a solas con él. Rodolfo me invitó a pasar a un despacho contiguo, su verdadero lugar de trabajo, pues aquel en el que nos encontrábamos lo usaba únicamente para actos de representación. Intenté cerrar la puerta a mis espaldas, pero una presión me lo impedía. El subsecretario José Miguel Ortí Bordás la estaba empujando para colarse materialmente en la habitación sin que nadie se lo hubiera pedido. Me molestó, porque yo tenía una cierta relación con Rodolfo, aunque lejana, desde sus tiempos de jefe nacional del SEU, y me inspiraba confianza después de que hubiera ayudado a Suárez a impulsar la Ley de Reforma Política, un paso previo a la llegada de la democracia para facilitar una especie de continuidad legal con las instituciones de la dictadura, a fin de evitar las acusaciones de perjurio al rey, toda vez que había prometido lealtad a los principios del Movimiento. De Ortí Bordás guardaba en cambio muy mala imagen, originada en nuestros tiempos de la universidad. Me parecía un fascista trasnochado y no me inspiraba simpatía alguna.
—Lo que os voy a decir no quiero que salga de aquí —comenté.
Me invitaron a hablar con total libertad, garantizándome secreto absoluto.
—Aunque os parezca ridículo, yo sé quién ha secuestrado a Oriol. Sé cómo se llama, conozco su último domicilio y el de su novia.
Me miraron estupefactos. Les expliqué enseguida las circunstancias en que se habían entregado las notas, el inconfundible acento del interlocutor telefónico, su osadía al presentarse en el bar ante los redactores del diario. Ortí Bordás tomó notas de forma improvisada en el reverso de un tarjetón. Luego añadí algo que era fruto de mi propia reflexión y del análisis hecho por un grupo de redactores.
—Por el lugar donde se han depositado las notas y otros detalles menores —les dije—, creemos que Oriol está preso en un sitio no muy lejano del periódico, quizá en el barrio de La Elipa.
No teníamos prueba alguna al respecto, pero sí muchas intuiciones. Luego me encaré con los dos y les dije abiertamente:
—Escuchad, sé que todo esto es muy complicado, y estoy dispuesto a colaborar con la policía, con solo una condición: el único interlocutor soy yo. No admito que sea interrogado ningún redactor del diario. Si se rompe esta regla no podremos seguir adelante.
No respondieron nada a mi solicitud, pero di por hecho que habría de cumplirse. El gobierno continuaba absolutamente a ciegas sobre la autoría del secuestro y nos necesitaba.
Abandoné el ministerio pasadas las tres de la tarde y me dirigí a casa de mis padres, donde acostumbraba a almorzar los domingos con mi familia. Apenas empleé diez minutos en el trayecto, un cuarto de hora a lo máximo. Cuando llegué mi madre me estaba esperando con el teléfono en la mano y me dijo:
—Te llama Rodolfo Martín Villa.
—No puede ser —protesté—, acabo de estar con él.
—Pues está él mismo al aparato.
Me abalancé sobre el auricular y no tuve ni siquiera ocasión de preguntar nada.
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Una multitud acompaña el féretro de uno de los abogados asesinados en Atocha. 
—Lo que has contado funciona. Estamos sobre la pista de Pío Moa y los datos vuestros son coherentes. Te ruego que no lo publiques todavía.
—Y yo te insisto en que ningún redactor nuestro sea detenido ni interrogado.
Colgué convencido de que se acababa de abrir la caja de los truenos. Los acontecimientos posteriores así lo demostraron.
El secuestro de Oriol y Urquijo se convirtió en una verdadera pesadilla para el gobierno, que se encontraba absolutamente a ciegas respecto a lo que sucedía. Los secuestradores continuaron enviando recados a nuestra redacción en que exigían la liberación de varios presos políticos, una suma de dinero importante, a la que renunciarían en el curso de los acontecimientos, y un avión que los condujera a Argel. Varios despachos de abogados, entre ellos el de Joaquín Ruiz-Giménez, se ofrecieron públicamente como intermediarios para negociar, y el gobierno me pidió que nuestros periodistas trataran de conectar con el Partido Comunista Reconstituido (PCR), el brazo político de los GRAPO. En la redacción había un militante de dicho partido del que todos sospechaban que era un confidente policial. Le preguntamos por las posibilidades de establecer un contacto y, sin dar una respuesta afirmativa, dio a entender que podía intentarse. Mientras tanto el juez de la Audiencia Nacional José María Carretero, un instructor de talante democrático que se encontraba de guardia el día de autos, se encargó de la investigación. Me llamó a declarar y me comunicó que los teléfonos del diario iban a ser intervenidos. Al poco se estacionó una furgoneta delante de nuestra sede que evidentemente cumplía con una función de vigilancia. Los militares del servicio de inteligencia fueron por su parte más expeditivos. Un capitán al mando de otros cuatro o cinco oficiales se me presentó solicitando que les proporcionara un despacho cercano al mío para poder intervenir las líneas telefónicas del diario. Después de una breve negociación con el gobierno me vi obligado a acceder a dicho ruego. No se fiaban del juez Carretero y pretendían abrir una línea de investigación diferente. Desde una habitación contigua a mi secretaría, los militares intentaron una negociación con un presunto representante de los secuestradores y hubo un equipo que se desplazó a París con una maleta repleta de billetes en un intento fallido de pagar el rescate. Rosón por su parte me pidió que hablase con el embajador argelino, con el que yo guardaba una cierta amistad, y le preguntara si su gobierno estaba dispuesto a conceder asilo a los terroristas. Me negué en un principio, pero cedí después a la solicitud, cuando el propio Rosón me explicó que el gobierno no podía dar signos de debilidad haciendo una consulta oficial al respecto. Llamé pues al embajador. Se sintió muy sorprendido y me preguntó por qué no se le preguntaba por la adecuada vía diplomática. Tuve que pedir disculpas por mi intervención y comprendí que había sido utilizado de mala manera. Pero la vida de Oriol y Urquijo peligraba y, con ella, todo el proceso de transición recién iniciado con la Ley de Reforma Política. Me parecía un deber moral tratar de cooperar con el gobierno para ayudar a evitar un desastre. Naturalmente mi actitud respondía también a los indudables réditos informativos que nos producía el estar en el núcleo de la noticia. Esto era así hasta tal punto que, cuando los secuestradores dieron un ultimátum si no se cumplían sus condiciones y anunciaron que ejecutarían a su rehén, el ministro Reguera me llamó varias veces por teléfono la noche en que se cumplió el plazo para saber si teníamos noticias del desenlace. «Piensan que te van a arrojar el cadáver de Oriol a la puerta del periódico», me comentó Martín Prieto, por entonces mi mano derecha como adjunto a la dirección. Y algo debía de haber al respecto. Pero los terroristas decidieron dar marcha atrás en sus amenazas y enviaron una fotografía del secuestrado en el que este aparecía leyendo un ejemplar de EL PAÍS de una fecha reciente, posterior al cumplimiento del ultimátum, como prueba de vida.
Convertido nuestro periódico en casi el único vínculo de diálogo con los secuestradores (semanas más tarde enviarían también algunos comunicados a la redacción de Informaciones, dirigida por Jesús de la Serna), anunciaron su disposición a hablar con los hijos del rehén. Exigieron que el contacto se confirmara a través de un anuncio en el periódico y así lo organizamos. Los equipos de intervención de las comunicaciones nos pidieron que el diálogo tuviera lugar desde la centralita del diario, a la que me trasladé junto con los familiares de la víctima. La conversación duró poco, porque los terroristas no propusieron nada nuevo. Uno de los hijos de Oriol pidió hablar con su padre, favor que no le fue concedido, y acabó presa de una enorme excitación insultando a sus captores: «Sois unos hijos de puta, cabrones, nos las pagaréis». Todos esos incidentes hicieron que aumentara extraordinariamente la tensión interna en el periódico. Los redactores se sentían amenazados, escudriñados e indefensos, y no solo los que cubrían la información del secuestro. Algunos de los que se habían puesto en contacto con militantes del PCR comenzaron a temer por su seguridad física. Ángel Luis de la Calle entró una tarde en mi despacho con la cara visiblemente demacrada y blandiendo un tubito de metal. Era el conducto del líquido de frenos de su coche, que en su opinión había sido serrado por alguien para provocarle un accidente. Comuniqué al gobierno los hechos y no recuerdo ahora si llegamos a presentar una denuncia en comisaría, siguiendo mi primer impulso. Desistimos entonces de tratar de establecer diálogo alguno con los secuestradores, que continuaban depositando mensajes en cabinas telefónicas, lavabos de bares, estaciones de metro y bancos de los parques públicos. En cierta ocasión el equipo que fue a recoger uno de dichos recados fue detenido con brutalidad por la policía, que pretextó haberlos confundido con los propios terroristas. Metieron el cañón de sus pistolas en la boca de uno de los reporteros mientras a otro le bajaban la cremallera de la bragueta al tiempo que le apuntaban a los genitales. Conducidos a la Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol, fueron golpeados e interrogados hasta que una intervención directa del ministro, con quien yo me encontraba a la espera del comunicado, determinó su liberación. Mientras padecíamos aquella sarta de agresiones, combinadas con frecuentes visitas de la policía secreta que pretendían intimidarme, como si de alguna manera el diario fuera responsable de los hechos, iba creciendo entre nosotros la impresión de que el GRAPO y el PCR eran en realidad montajes policiales que se les habían escapado de las manos a sus creadores. El secuestro de Oriol parecía formar parte de una estrategia de desestabilización diseñada por alguien dispuesto a impedir el proceso democrático. Para colmo, se encargó de la investigación un tal comisario Conesa, inspector durante el franquismo de la Brigada Político-Social, una especie de Gestapo de la dictadura. Corrían sobre él toda clase de fundadas leyendas acerca de su siniestro proceder con los detenidos, a los que torturaba con indisimulado placer. Javier Pradera había sido interrogado por él cuando le detuvieron durante los disturbios estudiantiles de 1956. Se negó a declarar exhibiendo su condición de oficial jurídico del ejército. El policía sufrió entonces un ataque de ira, comenzó a aporrear con fuerza su mesa y a insultarle, «pero no me tocó un pelo, porque sabía que no podía hacerlo y que debía ponerme de inmediato a disposición de las autoridades militares». Estas prefirieron pactar con él una discreta salida del cuerpo antes que el escándalo de someter a consejo de guerra al hijo de un mártir de la Cruzada Nacional y nieto del fundador del pensamiento tradicionalista español que inspiraba los valores del Movimiento.
El tiempo pasaba mientras menudeaban nuevos mensajes de los secuestradores y cartas del rehén a su familia, entregadas a veces a la redacción de Informaciones y prioritariamente a la nuestra. Parecía como si se hubiera estabilizado la situación. Oriol insistía en sus misivas en la necesidad de una negociación que permitiera liberarle, y yo me reunía con frecuencia con miembros del gobierno y con el yerno del rehén, Miguel Primo de Rivera, para tratar de colaborar en el rescate potencial de la víctima. Llegamos a publicar un editorial que contenía un mensaje en clave para los terroristas, tal y como ellos demandaron. Pero la actualidad política se veía agitada por otros intereses, singularmente los de la posibilidad o no de que se crearan partidos políticos después de la reforma aprobada en referéndum, y la eventualidad de que los comunistas decidieran integrarse en el proceso, pese a que los militares habían recibido promesas formales de Suárez en el sentido de que no se les permitiría.
En esas circunstancias, en vísperas de Nochebuena fue detenido en Madrid Santiago Carrillo, que ya había entrado antes repetidas veces en España disfrazado con una peluca rubia. La noticia de su apresamiento causó un verdadero terremoto en la opinión internacional, solo comparable al generado en España por la de su puesta en libertad, al filo del Año Nuevo. Los círculos franquistas comenzaban a ver en Suárez un auténtico traidor al régimen del que procedía y así lo expresaban públicamente y sin tapujos. Además el deterioro de la situación económica era cada vez más palpable, con inflaciones de dos dígitos y un aumento considerable del paro, al tiempo que muchos empresarios, movilizados por los restos del sindicalismo vertical, salían a manifestarse en la calle en contra del proceso democrático. A principios de enero los GRAPO, todavía con Oriol en su poder, sorprendieron a la opinión pública con un llamamiento a la huelga general que apenas fue secundado. Parecía que quisieran contribuir a la desestabilización por cualquier medio y fueran conscientes de que la evolución de los acontecimientos políticos les iba quitando protagonismo. Si eran un grupo autónomo o estaban efectivamente manipulados por los sectores ultraderechistas es algo todavía pendiente de esclarecer, aunque ya he señalado que esa era la impresión que se tenía en muchos despachos de la capital. De lo que no cabe la menor duda es de que en aquellos días los sectores ultrarreaccionarios se emplearon a fondo para tratar de truncar la llegada de la democracia. El domingo 23 de enero un estudiante que participaba en una manifestación en el centro de Madrid, en solicitud de la amnistía política, fue muerto a tiros por un pistolero fascista. Al día siguiente una joven integrante de una protesta por el asesinato del anterior murió víctima de la brutal represión contra los manifestantes desatada por la policía antidisturbios. Casi a la misma hora el general Villaescusa Quilis, presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar, era aprehendido por un comando de los GRAPO a la puerta de su casa, un apartamento de un condominio en el que se hallaba también el domicilio de Jesús Polanco.
Ese mismo lunes, bautizado como el «lunes negro de la Transición», yo había sido invitado a cenar a casa de Julio Fernández, que había ayudado a resolver los problemas de nuestros talleres de impresión. Apenas había dado cuenta del primer plato, el redactor jefe del periódico me llamó presa de gran agitación: había sucedido un tiroteo en un despacho de abogados y varios de ellos estaban muertos. Dejé plantados a mis anfitriones y me trasladé de inmediato a la redacción, donde me explicaron que se trataba de un atentado contra un bufete laboralista muy conocido. Minutos después llamó el teniente general Gutiérrez Mellado:
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El general Gutiérrez Mellado con Adolfo Suárez el 6 de enero de 1977. 
—¿Qué cree usted que está pasando, Cebrián?
—Estamos ante una conspiración —le dije—; no pueden ocurrir tantas cosas en un solo día sin que alguien lo haya coordinado. Aunque quizá basta con agitar el cotarro para que algo así suceda y alimentar un estado de ánimo contra el gobierno.
—Eso mismo pienso yo.
Gutiérrez Mellado había sido nombrado meses antes vicepresidente del gobierno para asuntos de la Defensa, una vez que había dimitido el general De Santiago de dicho puesto por su disconformidad con la reforma política incoada por Suárez. Era un hombre menudo, enjuto, de gesto contenido y porte elegante. Había trabajado como informador de las tropas franquistas y fue miembro de la quinta columna durante la Guerra Civil. En los años finales de la dictadura se había distinguido por su talante aperturista, que le granjeó la inquina y hasta el desprecio de algunos de sus compañeros de armas. Uno de los que más contribuyeron a su evolución ideológica fue su hijo Luis, antiguo compañero mío en el colegio del Pilar y en la Congregación Universitaria. A través de Luis entablé contacto con su padre, que se esforzó durante meses en potenciar encuentros con el presidente Suárez. Nos reuníamos a cenar de modo informal en diversos restaurantes. Adolfo explicaba su visión de la reforma política, sus preocupaciones y cuitas por las resistencias de sus antiguos amigos falangistas a enterrar definitivamente las cenizas del franquismo. Desde un principio quedó patente la admiración y el cariño que el general profesaba respecto al primer ministro y su lealtad incondicional a él. Se esforzaba en ponderarnos la magnitud del trabajo que había emprendido y que no era todavía bien valorado ni por los nostálgicos de la dictadura ni por los demandantes de un régimen plenamente democrático. Frente a la decidida actitud de Suárez y el rey de continuar con el proceso se alzaban poderosas fuerzas, coaligadas de forma objetiva ese fin de semana para sembrar el terror en Madrid. La tesis de la conspiración fue abiertamente sostenida por EL PAÍS en un editorial, y poco después pareció verse confirmada por la incoherente actividad de los propios GRAPO. Algunos de los identificados por la policía como los captores de Oriol y Villaescusa se arriesgaron, mientras mantenían a sus rehenes, a atracar varias entidades bancarias en el sur de Madrid el mismo día que en la capital se preparaba una gran manifestación, auspiciada por el todavía ilegal partido comunista, con motivo del entierro de los laboralistas acribillados en Atocha. Tres guardias civiles fueron asesinados en el curso de los asaltos, pero tanta violencia no logró desalentar a los ciudadanos. La multitud pacífica que acompañó esa misma tarde al duelo por las víctimas del bufete fue una gran demostración cívica con la que los comunistas demostraron su voluntad de integrarse abiertamente en el proceso democrático. La manifestación fúnebre recorrió en impresionante silencio, sin distintivos ni pancartas, los barrios burgueses de la capital ante la mirada atónita de muchos de sus habitantes, sorprendidos por la madurez y el sentido de la solidaridad que los comunistas demostraron en esa ocasión.
Habida cuenta del nivel de agitación en la opinión pública y el menudeo de ataques terroristas —todavía no sé si también de informaciones o datos que nunca se me comunicaron—, Rosón decidió ponerme escolta policial, pese a que yo creía que en aquellas circunstancias era sobre todo de la policía de la que debía desconfiar. Se encargó de mi protección un inspector joven con cierto aspecto yeyé que con frecuencia se retrasaba a la hora de recogerme. En ocasiones era tosco y maleducado en sus formas, pero llegué a tomarle cierto cariño y continúa ocupando el puesto de decano entre las numerosas personas que se han ocupado desde entonces de mi seguridad.
Vivíamos en un chalet adosado junto a la calle Arturo Soria, en el fondo de una calle sin salida, por la que no transcurría tráfico rodado alguno, salvo el de los coches de los cinco vecinos que allí habitábamos, entre ellos el padre de mi primera mujer. Una mañana soleada de febrero, poco después del lunes negro de Atocha, estaba yo esperando a mi guardaespaldas cuando sonó el timbre de la puerta. Me encontraba solo en casa, los niños en el colegio, mi mujer en su trabajo, y el personal de servicio no había llegado todavía. Al abrir me acosó un individuo fornido, mal encarado, de cara tan grasienta como la gabardina en que embutía su corpulenta humanidad.
—¿Es este el domicilio de Juan Luis Cebrián?
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Santiago Carrillo muestra su carné del PCE el 10 de diciembre de 1976, tras su regreso a España. 
—Sí, yo mismo —respondí al tiempo que un nutrido grupo de hombres vestidos de civil se agolpaba detrás del intruso y hacía su aparición un oficial de la Benemérita, gente mayor, de aspecto esmirriado, tocado con el inevitable tricornio de charol, que esbozó un tímido saludo militar. El de la gabardina me abroncó en tono desabrido:
—Venimos a practicar un registro.
No dio lugar a solicitarle orden alguna porque enseguida culminó su anuncio con una advertencia añadida:
—Es innecesario mandato judicial porque le aplicamos la Ley Antiterrorista.
Se trataba de una norma legal aprobada en las postrimerías del franquismo que permitía la entrada indiscriminada en los domicilios de los ciudadanos por parte de las fuerzas del orden si existía sospecha de que se estuvieran practicando actividades subversivas.
Empujó con fuerza la puerta, aunque yo no ofrecí ninguna resistencia, y entraron en tromba cerca de una docena de hombres, algunos armados de subfusiles, casi todos con cara circunspecta, mientras el del tricornio pretendía disculparse:
—Lo siento, soy el comandante de la línea; no tengo nada que ver con esto, pero las ordenanzas mandan que he de personarme en casos semejantes.
Durante cerca de una hora aquella manada de bestias arrasó materialmente mi casa. Levantaron alfombras, investigaron posibles zulos en las paredes, tanteándolas con las culatas de sus metralletas o pateando con aparente atención la tarima, escrudiñaron las armas de juguete de mis hijos, descendieron a las instalaciones de depuración de la piscina, abrieron armarios y archivos, pero no se interesaron por ningún documento y no dieron explicación alguna de lo que estaban buscando. Mi escolta llegó en mitad de la operación y al ver tal concentración de fuerzas policiales ante mi casa pensó que había sufrido un atentado o poco menos. Intentó mediar con los responsables del registro, pero le explicaron que eran Guardia Civil y él, de la Policía Nacional, por lo que no tenían nada que compartir. Cuando terminaron me pusieron un papel a la firma y se negaron a contestarme a la pregunta: «¿Qué están buscando en mi casa?».
«Buscaban a Oriol —me dijo aquella misma tarde Gutiérrez Mellado—, pero no es creíble. Se trata de una provocación.» Poco después de que las fuerzas de ocupación desalojaran mi domicilio me trasladé al periódico, desde donde llamé a Suárez para explicarle lo sucedido. Enseguida me telefoneó el vicepresidente, que amén de disculparse me pidió que fuera a visitarle de inmediato. Ya en su despacho me confesó su amargura por la situación en las fuerzas armadas y en los cuerpos de seguridad del Estado.
«La agresión contra usted viene del Servicio de Información de la Guardia Civil, un departamento que nada tiene que ver con la tradición y el carácter del cuerpo y que habría que eliminar de inmediato. Aquí todo el mundo quiere tener sus espías y son un desastre, no se enteran de nada, no hacen más que intrigar unos contra otros. Ahora dicen que buscaban a Oriol en su casa porque su foto, en la que enarbolaba un ejemplar de EL PAÍS, podía ser un mensaje oculto de los secuestradores y aun del propio secuestrado. Pamplinas. Es una excusa idiota, no hace sino empeorar las cosas. ¿Cómo buscar a un rehén en casa de alguien que cuenta con protección policial y, por lo tanto, está de paso bajo vigilancia?»
Traté de quitar importancia al incidente en lo que me afectaba de forma personal. El general me hablaba en realidad más de sus problemas que de los míos. Faltaba poco tiempo para que grupos de militares fascistas aporrearan su coche en los funerales de las víctimas de ETA reclamando la llegada del ejército al poder, y ya había tenido que enfrentarse a la sorda rebelión de muchos cuartos de banderas. No tan sorda. A diario me llegaban denuncias de soldados arrestados por leer EL PAÍS en el cuartel, o de la prohibición de que nuestro periódico entrara en muchas dependencias militares. Los nostálgicos del régimen lo habían identificado como el símbolo de la democracia y entendían que hostigarnos a nosotros era una manera de dificultarla o incluso de impedirla.
Después del registro de mi chalet la Guardia Civil se dedicó a explorar todo el barrio, como dando a entender que tenían información fiable de que los rehenes no andaban lejos y justificar así la violación de mi domicilio. Hasta que cuatro días más tarde se anunció su liberación por las fuerzas del orden. Varias horas antes de que se hiciera pública fuentes del gobierno me comunicaron la noticia.Nuevamente tuve la impresión de que alguien trataba de ganar tiempo para ofrecer una explicación coherente de los hechos, de modo que las autoridades incurrieron en numerosas contradicciones respecto al modo y tiempo en que se llevó a cabo la operación. Asistí personalmente, por expresa invitación del ministro Martín Villa, a la rueda de prensa en la que el comisario Conesa dio explicaciones sobre lo que calificó de «brillante operación de la policía» y regresé a mi casa aquella noche con la convicción de que si los guardias no eran también los ladrones en aquella historia, cuando menos había demasiadas concomitancias entre ellos. Desde aquellos lejanos días, nunca me ha abandonado la impresión, osaría incluso decir la convicción, de que el secuestro de Oriol y la actividad del grupo terrorista que lo perpetró formaban parte de una trama manipulada por los servicios policiales de la época. Andando el tiempo la mayoría de los que perpetraron el crimen fueron abatidos a tiros por las fuerzas del orden, pero Pío Moa, acusado también de participar en el asesinato de un policía nacional el 1 de octubre de 1975, fue condenado por su papel en el secuestro a un solo año de cárcel que no tuvo que cumplir. Hoy se dedica a dar lecciones de moralidad y de historia en cuantas tribunas de la extrema derecha encuentra amparo.
Quedaba pendiente por aclarar el allanamiento de mi casa, que había causado gran conmoción porque constituía una agresión directa al periódico. Miguel Ángel Aguilar, a la sazón periodista de Diario 16, me aseguró que el general Sáenz de Santamaría, jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil, era su responsable directo, y así se lo habría confesado él mismo mientras tomaban copas en el bar Pigmalión, en la calle Pinar de Madrid, lugar habitual de encuentro de los servicios de inteligencia españoles, aunque denominarlos así constituyera una indescriptible generosidad semántica. «A este le voy a desmontar yo la segadora», le comentó el militar un par de días antes del allanamiento de mi casa. Hacía referencia a un documental que la Televisión Española proyectó sobre mi familia y en el que yo aparecía jugando con mis hijos y cortando el césped de mi jardín.
Frente a la decidida actitud de Suárez y el rey para continuar el proceso, se alzaban poderosas fuerzas
Liberados los rehenes, fuera por arrepentimiento o, más probablemente, porque alguien le dio la orden, el general pidió un encuentro conmigo. Polanco organizó una cena en un reservado del resturante La Nicolasa, un lugar de moda donde servían buena cocina vasca en medio de una espantosa decoración. Acudí a regañadientes solo porque me lo pidió Jesús. Sáenz de Santamaría era muy bajo de estatura, rechoncho, de complexión robusta, y tenía un gesto adusto y distante, como correspondía a quien había sido uno de los represores del maquis en Galicia, donde adquirió fama como sanguinario jefe de la contrapartida. Llegó a la cita vestido de civil, parapetado tras unas inevitables gafas oscuras que no se quitaba ni de día ni de noche. Durante la conversación entonó un mea culpa en toda regla, aunque insistió en el posible mensaje oculto tras la fotografía de Oriol, versión ya desechada por todos a esas alturas. Fuera por el alcohol, que consumimos generosamente, o por lo explícito de la conversación, sus severas facciones comenzaron a ablandarse a lo largo de las casi tres horas que duró el encuentro y se inició entre nosotros la forja de una incipiente simpatía mutua que habría de intensificarse con los años. Santamaría demostraría más tarde, en ocasión del golpe de Estado del 23F, su fidelidad al nuevo régimen, con el que probablemente mantenía más disensiones intelectuales y anímicas de las que abiertamente expresaba.
Otro encuentro casi inevitable tras la liberación de Oriol fue una cita con el propio secuestrado, organizada por Miguel Primo de Rivera. Jesús de la Serna y yo, directores de los dos periódicos que habían mantenido contacto con los plagiarios, fuimos invitados a almorzar a casa de su suegro en El Plantío, una mansión sin carácter construida en medio de un bosquecillo que la familia Oriol había urbanizado con prudencia. Acompañaron al presidente del Consejo de Estado todos sus hijos con los cónyuges respectivos. Oriol había sido ministro de Justicia con Franco y era uno de los más conspicuos representantes del integrismo católico y del capitalismo oligárquico. Su familia llevaba décadas ligada a la industria eléctrica, que gozaba merecida fama de ser un auténtico poder dentro del Estado. Se mostró amable durante el almuerzo, emocionado a ratos por su propio relato, plagado de anécdotas que ponían de relieve el leve síndrome de Estocolmo del que fue presa. Entre todas ellas me llamó la atención la que se refería al momento mismo de su captura. «Me sentaron en un coche en la parte trasera, junto a la ventanilla izquierda, me calaron una chapela y me colocaron un niño en brazos. Yo debía parecer el abuelito. Apenas unos metros después de salir del despacho, en la calle Alfonso XII, un semáforo en rojo obligó a detenerse a nuestro auto. Y, ¡mira por dónde!, paró junto a nosotros, al lado mismo mío, un coche de la Policía Nacional. El guardia que iba en el asiento del copiloto me vio a través de la ventanilla, y nuestras miradas se cruzaron. Tentado estuve de hacer alguna seña, pero temí que un error mío desatara la violencia. No fue mi vida la que quise proteger, sino la del niño que tenía sobre las rodillas. Quizá si me hubiera atrevido el secuestro habría terminado ahí.» Pero aquel hombre ya entrado en años, combatiente en la guerra fratricida de España, condecorado por su pregonado heroísmo con una cruz al mérito militar, se quedó paralizado. Enseguida la luz verde del semáforo franqueó el paso al vehículo de sus secuestradores.
Reacción muy distinta habría tenido desde luego el general Sáenz de Santamaría en caso de encontrarse en parecida situación. Después de la cena en La Nicolasa, tormentosa en muchos aspectos, divertida en otros, salimos a la calle Velázquez. Pasaba la una de la madrugada y apenas había tránsito. Nos detuvimos a despedirnos sobre la acera, envueltos en la humedad de la noche.
—Es que también los periodistas sois la leche —me increpó en tono amistoso—. Vamos, que tenéis dos cojones. ¡Mira que esos cuentos de la Marietta...!
—¿Qué pasa con la Marietta? —le interrogué.
Habíamos publicado que un grupo de fascistas italianos merodeaba por Madrid y sus miembros eran responsables de numerosos ataques violentos; se les relacionaba entre otros con los disturbios protagonizados por una facción carlista que encabezaba Sixto de Borbón y Parma, hermano de Carlos Hugo, pretendiente tradicionalista al trono y cuñado de la reina Juliana de Holanda. Se aseguraba también que habrían podido proporcionar a los terroristas de extrema derecha, principalmente a los asesinos de Atocha, armas sofisticadas, como la pistola ametralladora Ingram, de fabricación americana y a la que en la jerga del hampa política se la bautizó con el nombre de Marietta.
—Pues con la Marietta no pasa nada, ¡caramba! Son todo cuentos chinos. Mira, ¿quieres ver una?
Abrió la guantera de su coche al tiempo que me hacía la pregunta y sacó de su interior una de aquellas maquinitas de matar.
—¿Ves? Es cómoda y ligera, una buena chica —comentó al tiempo que desplegaba la culata.
Hizo como que disparaba al aire.
—¡Ratatatatá! —exclamó entre carcajadas, luego arrojó el arma sobre el asiento contiguo al del conductor, se puso él mismo al volante y arrancó perdiéndose entre la bruma de la madrugada.