Al inicio de El 47, flamante Premio Goya a la Mejor Película, un puñado de familias, entre las que está la del protagonista Manolo Vital, tratan de levantar un asentamiento en lo que será el barrio de Torre Baró, en Barcelona. Sin embargo, llega la Guardia Civil y les derriba las barracas. En la realidad de la posguerra franquista, en la década de los 40 y los 50, esa escena bien podía terminar también con todos los barraquistas encerrados en una centro internamiento y devueltos a sus pueblos, que solían ser de Andalucía, Murcia o Extremadura.
El régimen de Franco combatió las migraciones internas con dureza hasta los años 60. Los expulsados desde las grandes ciudades se llegaron a contar por miles, previo paso por auténticas cárceles habilitadas para ello como el Pabellón de Misiones, en Barcelona, o Matadero, en Madrid, donde se les encerraba bajo el pretexto de ser indigentes. Ahora, coincidiendo con el éxito de El 47, una nueva investigación, recogida en el libro Fronteras de Papel: franquismo y migración interior en la posguerra española (editorial PUV), ha logrado documentar solo desde la capital catalana unas 30.000 devoluciones desde el fin de la guerra y hasta 1966.
El autor del trabajo, el historiador Miguel Díaz Sánchez, aporta nuevos detalles sobre los mecanismos de represión de la emigración, comenzando por señalar que estos se activaron justo al terminar la guerra. Ya en septiembre de 1939 existe una Orden Circular del Ministerio de Gobernación en la que se alerta del “crecido número de personas” que acudían a los grandes núcleos urbanos e industriales en demanda de trabajo. Y se pide a las autoridades de los municipios de origen que se “restrinja su salida”, ya sea esta debida a la búsqueda de empleo, al “espíritu de aventura” o para escapar a las autoridades en el caso de los considerados como “indeseables”.
De esa primera directriz se deducen algunas de las razones por las que Franco trataba de combatir la migración interna. “Quería facilitar el control social de la población allí donde era conocida, sobre todo pensando en evitar el desplazamiento de la disidencia política”, expresa Díaz sobre un régimen que buscaba consolidarse en plena Segunda Guerra Mundial.
Pero había otros motivos, añade el historiador: evitar grandes concentraciones de proletariado en la ciudad y reforzar la exaltación de los valores rurales, muy presentes en el período autárquico franquista. “No se podía permitir que una España que se consideraba nación de campesinos estuviera en realidad llena de emigrantes en la ciudad”, expresa el historiador.
El último recurso en manos de las autoridades franquistas para combatir las llegadas a Barcelona o Madrid fueron las deportaciones. Y se emplearon decenas de miles de veces. Hasta ahora, los historiadores habían documentado unas 17.000 desde la capital catalana en el período de 1952 a 1957, pero Díaz ha completado el puzzle desde 1945 hasta 1966, a partir de los archivos del Ayuntamiento de Barcelona, que era quien gestionaba los centros de internamiento, que se repartía el coste de los billetes de repatriación con el Gobierno Civil.
Primero operaron en la ciudad espacios de reclusión como el Asilo del Parque, el Asilo de Nuestra Señora del Puerto o el Pabellón de Rumanía. A partir de 1945, justo hace 80 años, se puso en marcha el Pabellón de Misiones, en Montjuïc, que ya se usó como cárcel durante la guerra y que tenía capacidad para 500 personas. Entre 1947 y 1951, el 50% de los más de 3.000 expulsados pasaron por ese Pabellón, según los datos del consistorio barcelonés. También figura una inquietante cifra de 331 fallecidos en comisaría “bajo custodia de la comisaría municipal de beneficencia”.
Las detenciones de los recién llegados se podían producir en asentamientos en construcción, en las carreteras de entrada a la ciudad y sobre todo a su llegada en tren, en la Estación de França. “Los testimonios explicaban que solía haber furgonetas de policía esperando, incluso guardia secreta a veces, con lo que rápidamente corrió la voz”, explica Imma Boj, actual directora del Museu d’Història de la Immigració de Catalunya (MhiC) y una de las primeras en documentar las expulsiones a través del Pabellón de Misiones.

El mapa de las deportaciones franquistas en Barcelona
Área
ampliada
N
1 km
Los migrantes llegaban a la estación y eran ubicados en los asilos y pabellones antes de deportarlos
Pabellón de las Misiones
y pabellón de Rumania
Asilo del
Parque
Asilo de Nuestra
Señora del Puerto
Estación
de Francia
Estación
de Morrot
FUENTE: Historiador Miguel Díaz
Durante décadas, los pasajeros del tren conocido como El Sevillano desarrollaron tácticas como vestirse y llevar accesorios de tratante o directamente saltar del vagón antes de entrar en la ciudad. Si finalmente eran detenidos, se les subía a un furgón con destino al centro de Montjuïc.
“Les daban un número y les separaban entre hombres y mujeres”, relata Boj, que añade que las condiciones eran muy precarias. “Pasaban hambre, algunos documentos hablan de que les daban agua con caldo”, explica. El tiempo que permanecían encerrados era incierto, básicamente el que tardaban las autoridades en llenar un convoy de repatriados.
Díaz localizó para su investigación los registros de deportados remitidos por el Ayuntamiento de Barcelona y conservados en el archivo de la Delegación del Gobierno en Catalunya. Hojas y hojas llenas de nombres, apellidos, edades y destinaciones. En total, unos 8.500 casos. La mayoría eran hombres jóvenes, pero también había mujeres y menores de edad.
No está claro si para cada uno de ellos había un expediente de expulsión, aunque el historiador ha hallado alguno en los archivos de las localidades de destino. En uno de ellos, de un tal Antonio, de 54 años, y de Albatera (Alicante), se lee: “Es remitido al pueblo de su naturaleza por haberse presentado en Barcelona, sin trabajo, ni recursos, careciendo asimismo de domicilio. Es advertido que en caso de regresar, ingresará en la cárcel”.
Entre la documentación recuperada figura también una disputa entre administraciones por el precio del billete de retorno de los emigrados, que hace pensar además que la cifra de retornados pudo ser mucho mayor. Bartolomé Barba, gobernador civil entre 1945 y 1947, envió un informe al ministro de Gobernación, Blas Pérez, en el que se quejaba del coste de las repatriaciones, y cifraba en 52.830 los billetes de ferrocarril expedidos para enviar a sus pueblos a emigrantes solo entre agosto del 45 y diciembre del 46, con su desglose mensual.
Con todo, Díaz considera que hay que tomar con cautela estos datos, que por ejemplo podían incluir también regresos voluntarios parcialmente sufragados con el llamado “billete de indigente”.
La represión de la emigración no consiguió erradicarla. Como es sabido, los saldos migratorios fueron creciendo en las grandes ciudades. Los cambios de padrón entre provincias pasaron de 500.000 en la década de 1940 a 1,1 millones en la de los 50, para finalmente dar paso al gran boom migratorio español de la década de los 60, con 1,9 millones de desplazamientos estimados.
La realidad de las deportaciones cambió con el cambio de rumbo económico que imprimió el régimen a partir de 1957, dos años después materializado en el Plan de Estabilización. Aunque las expulsiones no cesaron, sí se redujeron en número. Ese mismo año se clausuró también en Barcelona la Delegación de Evacuación del Gobierno Civil.
“La liberalización de la mano de obra requería desplazamientos entre territorios, de un sector productivo a otro, y el régimen empieza a concebir la migración del campo a la ciudad bajo una lógica económica y no policial”, concluye Díaz. Fueron los años del desarrollismo en España, cuando se consolidaron y extendieron las periferias urbanas como la de Torre Baró y tantas otras, casi nunca acompañadas de los necesarios servicios y transporte público, tal como atestigua El 47.
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