El ataque contra el monolito que homenajea al millar de presas que pasaron por esta prisión improvisada pone en valor los testimonios de la represión ejercida en el interior de sus muros.
Àgueda Campos fue una de las mujeres internas en la prisión franquista de mujeres del convento de Santa Clara de València. Ella y su marido, Amando Muñiz Verdayes, trabajaban como conserjes en los locales que durante la Guerra Civil tenía en València el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM). Días después de la entrada de las tropas franquistas en el cap i casal ambos fueron detenidos.
Durante su estancia en la cárcel valenciana, Campos "protagonizó junto a otras dos reclusas una acción realizada como homenaje a la República: la confección con trozos de tela de una bandera republicana, que asida al palo de una escoba ondeó ese día en la prisión. Este acto fue castigado con la reclusión de sus protagonistas en celdas de castigo. Un año después, Águeda y su marido Amando fueron condenados a muerte en consejo de guerra, y fusilados".
La vivencia de Àgueda Campos en Santa Clara aparece relatada en el trabajo Las cárceles franquistas de mujeres en Valencia: castigar, purificar y reeducar, de Ana Aguado, catedrática de Historia Contemporánea de la Universitat de València y Vicenta Verdugo profesora del Centro Universitario la Florida. El texto profundiza en lo que sucedió en la cárcel provincial de mujeres y el Convento de Santa Clara a partir de testimonios, memorias y expedientes carcelarios de algunas mujeres que se erigieron "como paradigma de resistencia antifranquista".
Acto vandálico
El monolito instalado para homenajear a las mujeres presas en Santa Clara fue atacado hace unas semanas
A finales de noviembre, el Ayuntamiento de València decidió instalar en la entrada de este edificio construido en 1911 un monolito para homenajear al millar de mujeres que como Àgueda Campos pasaron por esta prisión femenina.
Pese a la dureza de lo allí vivido, hace unos días, unos desconocidos taparon con pintura la foto de las mujeres allí presas que aparecía en el modesto monumento así como el texto en el que se recuerda que al inicio de la dictadura, el convento "funcionó como cárcel para mujeres entre junio de 1939 y abril de 1942. Era una filial de la cercana Prisión Provincial de Mujeres, completamente desbordada por la represión franquista de la posguerra".
Un homenaje que, como explica la profesora de Historia Contemporánea de la Universitat de València y miembro del Aula de Historia y Memoria Democrática Melanie Ibáñez, fue fruto de una demanda de un grupo de mujeres presas que reclamaban que no se olvidara las barbaridades que se cometieron en el interior de sus instalaciones.
Desde el Aula de Historia y Memoria Democrática de la UV denunciaron “este acto de vandalismo, este nuevo intento de borrar-tapar la historia reciente, este nuevo ataque a la memoria democrática, esta agresión a las mujeres presas por la dictadura franquista”. La profesora Ibáñez reseña que lo que más llamaba la atención fue que los autores del ataque se ensañaron con las presas tapando por completo la fotografía de ellas.
Un intento inútil de tapar todo lo que allí sucedió.
Ibáñez relata que, durante la Guerra Civil, las instalaciones del Convento de Santa Clara ya fueron utilizadas por el bando republicano como prisión masculina. Al acabar la contienda, las detenciones se multiplicaron y se tuvieron que habilitar diferentes espacios para custodiar a los acusados y denunciados: desde campos de fútbol a plazas de toros.
Santa Clara se convirtió en una filial de la prisión provincial. De hecho, en su investigación Aguado y Verdugo, cuentan como "las condenadas a muerte, denominadas en el argot penitenciario chapadas, eran trasladadas de la cárcel de Santa Clara a la Prisión Provincial de Mujeres de Valencia, para ser ingresadas e incomunicadas del resto de la población reclusa". Su destino final, el cementerio de Paterna.
El estudio revela la situación de hacinamiento que padeció el penal con celdas compartidas por ocho o diez reclusas, "en unas condiciones penosas y degradantes". Así, "la falta de comida, agua y unas mínimas condiciones higiénicas conllevó que los niños se infectaran de sarna, y se extendió la tuberculosis, meningitis y una epidemia de tosferina”.
Testimonios
¿Qué pasó en Santa Clara?
La mejor manera de saber lo que realmente se vivió en esta cárcel franquista es leer los testimonio que Ángeles Malonda recoge en su libro Aquello sucedió así (Publicación de la Universitat de València, 2015). Algunos como este:
"Entre las reclusas muy jóvenes sobresalía una por sus travesuras y contestaciones a las monjas. Por ello, siempre la veíamos con el pelo cortado al cero. Una de las mañanas entra por el patio la superiora y, acariciándole la cabeza, le dice:
- Sara, esto va bien; veo que te está creciendo el pelo.
La muchacha corre en busca de la peluquera.
-Oye, Julieta: córtame el pelo, porque parece que ha crecido algo y les hará gracia castigarme otra vez".
O este otro:
"En las celdas, que debieron ser individuales en época normal, ahora se da cabida en cada una a tantas reclusas cuantas colchonetas que admite, pegadas las unas a las otras, como sardinas en lata. En la planta baja hay una anchurosa nave donde han instalado duchas de agua fría que pueden usar voluntariamente las presas".
En Testimonios de mujeres en las cárceles franquistas (Instituto de Estudios Altoaragoneses, 2008), Tomasa Cuevas recoge el duro testimonio de Milagros, presa en el convento: "Ingresé en Santa Clara y allí estuve cuatro meses en la celda incomunicada [...] Pasé cuatro meses con un plato, una cuchara, un botijo y una colchoneta de esparto [...] como yo estaba en una celda que no me daba el aire ni el sol, me puse completamente hinchada; y perdí el apetito [...] No me dolía nada, pero me habría muerto".
Además, las cárceles femeninas tenían una característica, estaban llenas de niños por lo que se convirtieron en "espacios de supervivencia en los que sobrevivían no sólo las presas, sino también sus hijos, víctimas igualmente de la represión". Algunos de estos niños nacieron en la prisión y muchos supuestamente murieron la nacer según el relato de las monjas que atendían los partos. Otros se sumaron después a las condenas de su madre. Las religiosas capuchinas eran las encargadas de la custodia de las presas.
Así, recalcan en su trabajo Aguado y Verdugo, "la represión carcelaria comportó la desaparición forzosa de muchos niños y niñas, hijos e hijas de republicanas encarceladas, que pasaron a la tutela del Estado, a escuelas religiosas y establecimientos públicos, y que posteriormente fueron 'dados' en adopción a familias franquistas".
Es el caso de María Pérez Lacruz, de quien se desconoce el destino de su hija. Cuando ingresó en la prisión Convento de Santa Clara ya había dado a luz, y, posteriormente, su hija quedó primero ingresada en el hospicio, y después se produjo su pérdida definitiva cuando la madre fue condenada a muerte. Los hijos de Àgueda Campos, la presa que tejió la bandera republicana, también convivieron con su madre en el penal hasta que fue fusilada en el cementerio de Paterna.
Cuenta la profesora Melanie Ibáñez a La Vanguardia que las condiciones de vida en la prisión de Santa Clara eran tan terribles que murieron, durante los casi tres años de funcionamiento de la prisión (de junio de 1939 a abril de 1942), hasta siete niños. Apunta que "murieron más niños que mujeres".
Los datos recogidos hasta la fecha hablan siete niños mientras que solo una mujer perdió la vida (los fusilamientos no se producían en el penal), unas cifras que evidencian “las condiciones terroríficas” en que estaban los pequeños. En la cárcel provincial, los menores que fallecieron fueron tres, muchos menos que en la prisión filial.
En Santa Clara
Se celebraron bautizos y comuniones, "se trataba de imponer el nacional-catolicismo a través del miedo y las represalias"
El trabajo de las historiadoras enfatiza cómo las cárceles franquistas se configuraron como un espacio de redención moral. "Así, en el Convento de Santa Clara de Valencia se celebraron bautizos de niños, niñas, jóvenes e incluso una boda [...] Se trataba de imponer el nacional-catolicismo a través del miedo y las represalias, pues negarse podía suponer pasar a estar incomunicada, no poder contactar con los familiares ni recibir paquetes, el rapado del pelo, la amenaza del destierro o el traslado a otras prisiones".
Aguado y Verdugo enfatizan que los objetivos de los carceleros "iban más allá de la conversión religiosa, pues se trataba de reconstruir el orden y los roles de género tradicionales”.
Todo un horror que ahora algunos quieren hacer olvidar con un bote de pintura.
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