Castigar a los rojos: los terroristas de julio de 1936 (I)
Es un axioma que las guerras se repiten varias veces. Ante todo (las de verdad) en los terrenos de batalla. Luego llegan las que tienen lugar en la historia. Aquí se redoblan según las épocas y los historiadores. En el siglo XX, sin retroceder más en el tiempo, nos fuimos acostumbrando a un tercer género: las guerras de memoria. El ejemplo que rápidamente me viene a la mente es el primer conflicto mundial. Para un sector de la derecha alemana, el Reich guillermino no la perdió en buena lid. La perdió porque fue apuñalado por la espalda. Los socialdemócratas y comunistas, es decir, la izquierda, se las apañaron, además, para retorcer en la herida la puñalada que le asestaron. Conocemos las consecuencias.
Un caso relativamente similar se produce en España. La guerra civil la ganaron los sublevados de 1936. Las razones las explicaron a su manera hasta más acá de 1975. Sentaron cátedra: cuarenta años de control absoluto de la enseñanza y de los medios de comunicación, sin libertades civiles, con una censura de guerra o casi de guerra y apoyados por la Brigada Político Social (BPS), la Guardia Civil y los aparatos judiciales militar y civil. Actuaron ante cualquier intento de oponer otra historia. No es de extrañar que las “explicaciones” de la dictadura triunfasen en toda regla.
Después, los historiadores hemos ido analizando, más o menos penosamente, los factores que determinaron aquella victoria en un conflicto provocado a conciencia con argumentos espurios. Las batallas por la historia suelen dejarse a los especialistas, pero no los combates de memoria con sus elementos de disuasión y amedrantamiento, que hoy están a la orden del día. Esto, a juzgar por lo que afirman ciertos partidos en el Parlamento y muchos medios, digitales o no, fuera de él.
Como en la Alemania de Weimar, en la España postfranquista también sigue acudiéndose a la leyenda: la guerra fue necesaria, justificada e inevitable
Como en la Alemania de Weimar, en la España postfranquista también sigue acudiéndose a la leyenda: la guerra fue necesaria, justificada e inevitable. La PATRIA iba a caer en manos del comunismo ateo tras una etapa de pistolerismo izquierdista desatado. Cuando el coco comunista perdió operatividad, tras la implosión de la URSS, se sobredimensionó la vehemencia mortífera de la izquierda socialista contra la propiedad, el orden y las personas de bien. La desfachatez continúa.
Sin embargo, ningún historiador de esa cuerda ha desmontado con números, cifras y papeles los resultados y los mecanismos de la violencia política acaecida durante los años republicanos. Tampoco la han puesto en comparación con la que tuvo lugar entre 1919 y 1922 en la Italia pre-fascista. Entre muchos, tales análisis los han efectuado Rafael Cruz y Eduardo González Calleja.
Servidor ha contribuido al debate poniendo sobre el tapete la cuestión fundamental: ¿quién quiso, en realidad, la guerra civil? Un examen pormenorizado de la documentación conservada en archivos públicos españoles, italianos, franceses y británicos fundamentalmente me llevó a la conclusión de que la quisieron una trama civil esencialmente monárquica y un sector del Ejército intoxicado por ella. Lo hicieron con la ayuda de la potencia revisionista de la época con la que ya habían empezado a conectar antes de la Sanjurjada. ¿Quién fue su salvador? Un tal Benito Mussolini.
Desmonté, en la senda de otros historiadores como sir Paul Preston, Ismael Saz, Morten Heiberg y Eduardo González Calleja, los artilugios dialécticos más relevantes de la historiografía proclive a los vencedores. En esa dinámica puse en la picota a nombres ilustres: José Calvo Sotelo, Antonio Goicoechea, Pedro Sainz Rodríguez, Alfonso XIII y, no en último término, José Antonio Primo de Rivera. Con el general Sanjurjo en el trasfondo y otros como Goded, Cabanellas, Varela, Mola y Franco. Este último, siempre en retaguardia, ya quiso dar un golpe “legal” en las elecciones de febrero de 1936. Luego fue “a lo suyo” desde Canarias.
La conspiración avanzó porque los Gobiernos no la cortaron, aunque a la postre tampoco pudieron, ignorando sus conexiones operativas con el mentor de muchos de los conspiradores.
Ahora, en un libro que sale a la venta este 15 de junio bajo el mismo título que este artículo , Francisco Espinosa, el catedrático de Derecho Penal Guillermo Portilla y un servidor argumentamos desde otra perspectiva. Nos fijamos en los preparativos que “preclaras” mentes militares (poco exploradas en la literatura, salvo excepciones) fueron realizando “preventivamente” para abordar la “justificación” de los sangrientos trallazos que pensaban imponer a la población que no se sumase a la sublevación.
Nos hemos concentrado en la persona que reunió todas las condiciones para desplegar las cartas necesarias en el juego de marras. Lo puso sobre la mesa con el fin de “justificar” millares de penas de muerte por “sublevarse” a quienes permanecieron leales al gobierno legítimo. Que esto ocurrió, se supo desde 1936. Se adujo que quienes se levantaron en armas contra la República representaban la “auténtica legalidad”; los defensores de la República eran quienes se “sublevaban” en contra. Este principio, proyección pura y dura, inspiró toda una legislación que duró lo que la naciente dictadura consideró conveniente, aunque con adaptaciones a lo largo de sus casi cuarenta años. Fue el mundo al revés, como muy tardíamente y después de la muerte de Franco, expuso aquel supuesto genio jurídico y cuñado del extinto “caudillo”, el tan ensalzado abogado del Estado Ramón Serrano Suñer.
En los libros de historia suele mencionarse a ciertos militares (Mola, Queipo de Llano, Cabanellas, Goded, Varela, etc.) como generadores inmediatos de las oleadas de sangre que rápidamente empezaron a esparcirse por donde triunfó el golpe de Estado. Con independencia, en todo caso, de que hubiera habido oposición o no y desarrollando las consecuencias de los bandos de guerra: fuentes iniciales de un “orden jurídico” impuesto por las bayonetas, los máuseres y las ametralladoras. No por el Código de Justicia Militar de 1890 y el Código Penal común de 1932. Entonces vigentes.
Estudiar todo lo que antecede es necesario, pero no suficiente. Detrás hubo una operación meditada que hundía sus raíces en fuentes históricas, intelectuales, políticas y jurídicas tanto puramente españolas como importadas (aspecto este cuidadosamente ocultado). Uno de los arquitectos máximos de la represión militar se encargó de conceptualizarla y aplicarla al caso hispano, con la experiencia que rápidamente fue ganando sobre el terreno.
Se trata de un personaje que generalmente se ha considerado de segunda fila. Se menciona su nombre, pero no demasiado. Sus orígenes y evolución biográfica están sumidos en la oportuna oscuridad. Sus años de aprendizaje también.
Afortunadamente para los historiadores, a principios de 1939 elevó a la Superioridad una Memoria en la que fundió argumentos y experiencias para conseguir que la izquierda española (ni siquiera considerada como sujeto de derechos) no volviera a levantar cabeza en muchos años. Era entonces teniente coronel, eminente miembro del Cuerpo Jurídico Militar y con probada experiencia en la represión legal de los hechos de octubre de 1934. Llegaría a ser una de las lumbreras del régimen del 18 de julio como número uno en el escalafón del Cuerpo Jurídico del Aire. Se llamaba Felipe Acedo Colunga y terminaría sus días como general de División y delegado del Gobierno en Telefónica.
Los tres coautores, tras dar a conocer las recetas de tan señero representante del pensamiento jurídico que en buena medida hizo suyo Franco, esperamos que algún día, en algún momento, si algún autor se decide a escribir una historia española de la infamia, ya sea de impronta borgiana o no, el nombre de tan ilustre uniformado figure esculpido en las correspondientes letras de oro. En parte de cara, aunque no solamente, a ese eventual caso hemos escrito CASTIGAR A LOS ROJOS.
Nos alegramos mucho de haber contado con el prólogo que ha escrito para nuestro libro el distinguido jurista y magistrado Baltasar Garzón. Su nombre ha quedado indeleblemente unido al primer intento serio para que la Justicia española afrontase los crímenes del franquismo como delitos contra la humanidad, erga omnes, e imprescriptibles. Hasta ahora, sin éxito.
(Continuará mañana)
Castigar a los rojos: los terroristas de julio de 1936 (y II)
El historiador genuino no inventa. Su papel estriba en descubrir, estudiar y analizar el pasado. Allí donde es posible con evidencias nuevas. También vuelve a las ya trilladas, aunque con frecuencia mejores instrumentos conceptuales desde la cota posterior en la que se sitúa. En definitiva, avanza en el conocimiento del pasado. Siempre contingente. Nunca definitivo.
Nuestro libro, CASTIGAR A LOS ROJOS (que llega a las librerías este miércoles 15 de junio), no hubiera podido escribirse si uno de los autores, Francisco Espinosa, no hubiese encontrado una referencia al opus magnum del teniente coronel Felipe Acedo Colunga a finales de los años noventa del pasado siglo. Desde el primer momento se dio cuenta de su importancia y empezó a divulgar su contenido en artículos y reuniones de historiadores. A partir de 2006, lo hizo en uno de sus libros fundamentales. Gracias a la política de apertura del capitán general de la segunda región militar, el teniente general Muñoz-Grandes Galilea (recientemente fallecido), la ayuda de uno de los oficiales que servían de archivero y otros apoyos, el documento que ahora damos a conocer en su to talidad me lo envió en 2019. Rápidamente contamos con la preciosa e indispensable ayuda del profesor Guillermo Portilla y se planteó la idea de una obra monográfica.
De notar es que la aportación de Espinosa en la primera parte del libro se lee como un relato de aventuras en la jungla de los archivos. El origen se encuentra después de que las autoridades correspondientes, anteriores al teniente general mencionado, hubiesen hecho caso omiso de la legislación en vigor. El problema fundamental de desatender las leyes (siempre por causas que se presentan como respetables) es una de las herencias que legó la dictadura. Basta con acudir a la Ley Orgánica del Estado y su primera disposición transitoria (sic) que dejó todo el entramado jurídico del régimen franquista a merced de la voluntad omnímoda del Caudillo mientras viviera.
La actualización hasta casi el día de la fecha que ha efectuado Francisco Espinosa de los resultados cuantitativos, obtenidos en decenas de investigaciones fiables sobre los resultados tanto de la represión franquista como de la republicana, ya justificaría de por sí la adquisición del libro. Que yo sepa, no hay nada parecido, ni tan exhaustivo, del lado de los historiadores proclives a los vencedores, centrados siempre, ¡cómo no!, en Paracuellos.
Con todo, sería erróneo no destacar lo que constituye el grueso de la obra: el análisis de la génesis, desarrollo y aplicación de las propuestas a las que el teniente coronel Acedo Colunga llegó al final de la guerra sobre los castigos a que los rojos se habían hecho merecedores. Hombre de las sombras, fue uno de los principales, si no el principal, receptor militar de corrientes varias. En primer lugar, del inolvidable Santo Oficio (también una forma de hacer cómplice a la Iglesia católica española en los resultados de la guerra y de la VICTORIA). En segundo lugar, del rechazo al pensamiento de las Luces y la asunción de un Derecho penal sancionador de la ideología del sujeto y no de su conducta.
Con respecto a esto último, Acedo Colunga abrazó las tendencias que, en el surco de Carl Schmitt, se abrieron paso hasta llegar a ser dominantes en la Alemania nacionalsocialista. A un individuo se le castigaría no por lo que hubiera hecho o dejado de hacer; no por lo que pensara, sino esencialmente por lo que era. Un judío (definido de manera escrupulosa pero un tanto estrafalaria en las leyes de Nuremberg y en sus secuelas) debía ser objeto de castigo (desde la pérdida de su fortuna y su nacionalidad hasta el destino que le aguardaría en la Shoah) en razón de su inmutable condición racial.
Como Acedo Colunga debió de ser consciente de que el criterio de la raza era de difícil aplicación en el caso español lo sustituyó por el ideológico: toda la “venenosa” tradición liberal y socialista de los siglos XVIII y XIX debía estirparse. En consecuencia, la Volksgemeinschaft nazi dio paso a un criterio “hispánico” más elástico y, a la postre, más operativo. También pecaba contra la “comunidad nacional” (la “unidad de destino” falangista) quien pensara en contra de ella. Nadie estaba amparado por su conducta en la guerra o fuera de ella. Incluso militares distinguidos del bando vencedor, pero que habían flirteado con la masonería en algún momento, en cuanto llegó la hora alegre de la VICTORIA se vieron despojados de su condición de oficiales, jefes e incluso en algunos casos de generales.
Acedo Colunga, tras los gruesos cortinones que cubrían a los sayones de la naciente dictadura, estuvo en la base y contribuyó a hacer más duros los proyectos fundamentales que tipificaron la legislación represora del franquismo. Fue consecuencia de su ejecutoria, desde antes de julio de 1936, en la guerra y en la postguerra. En el primer período se trató de uno de los jurídico-militares que más contribuyó a la represión de Asturias (amparada —todo hay que decirlo— por una declaración, en buena y debida forma, del estado de guerra que decidió el Gobierno de la República). Al estallar la sublevación de julio de 1936 (que le pilló —una casualidad— en el Peñón de Gibraltar) disponía ya de un argumentario ad hoc. Lo demostró en uno de los primeros consejos de guerra, que cada uno de los tres autores hemos abordado. En él actuó de ponente.
Brindamos al conocimiento de la ciudadanía de derechas, de centro y de izquierdas, la inmortal fundamentación con la que el incipiente arquitecto de la represión recomendó fusilar de inmediato, tras un consejo de guerra nauseabundo, al gobernador civil de Cádiz Mariano Zapico González-Vallés, al capitán de los Guardias de Asalto, Antonio Yáñez-Barnuevo y a otros compañeros de desgracia. Se trata de un ejemplo señero de cómo empezaron a comportarse los terroristas de julio de 1936.
Uno de los considerandos de la sentencia dijo así:
“Frente al estado de anarquía que domina en todo el territorio nacional con manifiesta conculcación de todo régimen legal y civilizado al asumir el Ejército el poder por el medio legítimo de la declaración del estado de guerra que anula toda autoridad civil cuyo imperio estaba además prostituido por el desorden y la subversión de todos los valores morales de la sociedad, se ha constituido el único gobierno que puede salvar a la Patria interpretando sus destinos históricos y la necesidad de continuar su propia existencia".
Es decir, de suspenso en primero de Penal. La declaración del estado de guerra correspondía al Gobierno, no a una pandilla de generales felones, y el reproche a la autoridad civil es para una nota igual a cero. Ni los bandos de guerra ni las proclamas de Franco, Mola, Goded o Queipo eran sustitutivos del Código de Justicia Militar de 1890 ni del Código Penal vigentes.
La aberración contenida en el considerando anterior (además del menos sofisticado de la lucha contra el comunismo) se desarrolló a lo largo de la guerra civil y la sistematizó el propio Acedo Colunga en su Memoria. La ha comentado extensamente el catedrático Guillermo Portilla, especialista en lo que pasó como “Derecho penal” en el franquismo. Su análisis abarca todos los puntos del largo escrito de Acedo, guía de inquisidores para la acción. La vinculación con el “derecho” nacionalsocialista y alguno de sus impulsores más notables como fue el denominado Kronjurist del Tercer Reich, el profesor Carl Schmitt, es evidente.
¿Hasta qué punto ciertos principios de comportamiento de los criminales nazis tuvieron plena vigencia en la España que moldeó Franco?
Quizá una de las conclusiones que más puedan llamar la atención de su aportación es algo que no ha calado en la opinión pública española: ¿hasta qué punto ciertos principios de comportamiento de los criminales nazis tuvieron plena vigencia en la España que moldeó Franco?
El Tercer Reich se hundió en la derrota y el oprobio (lo cual no significa que todavía algún torcido retoño haya vuelto a revolotear, si bien con límites estrictos, en la Alemania de nuestros días). En cambio, Franco logró “colar” sus trolas de julio de 1936 y su supremacía jurídica sobre las leyes de su propia dictadura hasta el día de su muerte. A esta última la he denominado, con cierta guasa, el Francoprinzip. Por fortuna su beneficiario no fue “inmorible” ni tal idea, fundamental en un derecho penal de autor, pero aberrante, le sobrevivió. Menos mal. Pero eso no quita un ápice a que, a tenor de la legalidad vigente en 1936, no deba considerársele como el posterior jefe de una banda armada y terrorista que la conculcó. Para su miseria histórica y para rescatar el honor de quienes lo ligaron a la defensa de aquella legalidad.
(Aquí puede ver la entrega primera de Castigar a los rojos: los terroristas de julio de 1936).
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Ángel Viñas es economista e historiador especializado en la Guerra Civil y el franquismo.
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