CASTIGAR A LOS ROJOS: OTRO ESLABÓN EN UNA CADENA (I)
ANGEL VIÑAS
Mañana, 15 de junio, sale a la venta el libro que hemos escrito a seis manos Francisco Espinosa, Guillermo Portilla y servidor. Espero -y deseo- que tenga mucho éxito. No, por supuesto, para comprar con los derechos de autor un pisito en la playa o algo similar en la montaña. Para ello deberían venderse muchos miles de ejemplares. Por otra parte, dudo que tales derechos, repartidos entre los tres, compensaran mínimamente las horas de trabajo, las adquisiciones de libros y de documentos y los desvelos por los que hemos pasado a lo largo de la pandemia.
Si deseo que se venda mucho es por otras razones, profesionales y personales. Nótese el orden. Implica una cierta escala en términos de importancia. En primer lugar, creo que con nuestro enfoque hemos cubierto un frente en el que todavía no se había escrito lo suficiente para poner patas arriba principios fundamentales de la “historietografía” (Alberto Reig) franquista, pro-franquista y metafranquista. Lo hemos hecho como se debe. No partiendo de aprioris, sino por inducción desde la búsqueda y el descubrimiento de una nueva base documental. Es decir, EPRE en estado químicamente puro.
El tono personal es porque de manera tanteante, con altos y bajos, a lo largo de los últimos diez o doce años, es decir, desde que me jubilé en la Complutense y me dediqué a la investigación en archivos como ocupación principal, he identificado un objetivo preciso: explicar de una manera algo diferente de la habitual los orígenes inmediatos de la guerra civil. Pero, siempre con EPRE, es decir, evidencia primaria relevante de época.
Por lo demás he citado a muchos de los historiadores más importantes, españoles y extranjeros, que me han precedido. Ningún historiador navega solo. Las aguas por las que se aventura han sido, muchas veces, surcadas por otros. Si no he mencionado a muchos más ha sido por un motivo muy simple. No hay historia definitiva (tampoco de la República, la guerra civil y el franquismo) ni, por supuesto, historiadores definitivos, mal que le pesen, por ejemplo, al profesor Stanley G. Payne y a sus acólitos.
Por consiguiente, me he abstenido de criticar -o incluso de citar – a autores que trabajaron de buena fé, con sus papeles y con su bagaje cultural, intelectual e ideológico. En cambio, sí he acudido a otras dos categorías: quienes han rellenado huecos que no hubiera podido abordar sin mencionarlos porque mi EPRE no bastaba y, en segundo término, a algunos de los que se han erigido, quizá tras implorar la gracia de Dios, en custodios o defensores de la tradición franquista o, por lo menos, antirrepublicana.
De manera sistemática, aunque con desviaciones previas, empecé a otear que la historia no había sido como nos la habían contado desde mi primer libro en 1974 (La Alemania nazi y el 18 de julio). Se cita todavía cuando, en aspectos fundamentales, ya he avanzado mucho más. Lo mismo ocurre con el segundo (El oro español en la guerra civil). A este respecto algún que otro historiador se ha empeñado (sin documentación al apoyo) en sostener que el envío de una parte del mismo fue “un error, un inmenso error” (por utilizar la terminología de Ricardo de la Cierva al caracterizar el primer gobierno Suárez en los albores de la transición).
Sin embargo, fueron dos obras (La conspiración del general Franco) y la colectiva (Los mitos del 18 de julio) en donde empecé a otear que en otros aspectos fundamentales las cosas tampoco fueron como nos las habían contado ni los historiadores franquistas o neofranquistas ni muchos extranjeros que no solían visitar archivos españoles.
Por razón de la documentación acumulada empecé a mirar hacia atrás y aclarar (con las ayudas imprescindibles de un primo hermano piloto, Cecilio Yusta, y de un amigo patólogo, el Dr. Miguel Ull) la singular aportación del general Franco a la conspiración de 1936 (también con el asesinato de su compañero el general Balmes) y su superinflado papel en mantener a España fuera del segundo conflicto europeo.
Quedaron sin abordar dos flecos principales, un tanto marginados en mi investigación.
El primero, los preparativos jurídicos para amparar el sangriento tajo que en el cuerpo social español los conspiradores querían dar tan pronto se sublevaran. No lo hicieron los militarotes de pro (Mola, Goded, Sanjurjo, Franco, Queipo….). Muchos autores lo habían inducido (en particular Francisco Espinosa) partiendo de los hechos (y generado una larga controversia respecto a cómo caracterizarlos: ¿genocidio?, ¿no genocidio?).
El segundo fleco, desde la perspectiva -tan cara a los sublevados y a sus apoyos ideológicos -católicos y fascistas, extranjeros y propios- cómo se configuró el ritmo del apoyo soviético a la República, al principio y al final de la guerra. En este caso no he olvidado las “aportaciones” de un ya fallecido (y que el Señor tenga en su gloria) general de división en el Ejército del Aire, posteriores a una trilogía que lo examinó de pasada. [CRITICA ya tiene un largo manuscrito en que he abordado tales temitas. Espero que aparezca el año que viene].
Pues bien, CASTIGAR A LOS ROJOS es un libro de tres autores que identifican los variados hilos ideológicos que confluyeron en la praxis y en la teoría de la represión franquista. Mostramos las raíces de las que surgió la tesis -en la que todavía creen o dicen que creen- numerosos políticos, periodistas, medios impresos y digitales y ciudadanos. No han logrado, o querido, destetarse de la versión según la cual la sublevación obedeció a “un estado de necesidad” para salvar a la PATRIA de caer en las garras del comunismo.
Nuestro libro pone el acento en que la mayor parte de los pensadores jurídico-militares del momento, y los generales a quienes aconsejaban (ya fuesen Sanjurjo, Goded, Franco, Queipo de Llano o Mola) no podían ignorar que desde el Gobierno se les consideraría como jefes de “bandas armadas”, sublevadas contra el régimen legítimo y reconocido internacionalmente. No en vano los conspiradores estaban dispuestos a emprender acciones terroristas que caían dentro los supuestos penados por la legislación y el Código de Justicia Militar entonces vigentes.
Por ello, y en su propia defensa, los terroristas sublevados acusaron a los leales de que, al defenderse contra ellos, cometieron actos de terror. Con ello pusieron de relieve una de las características más notables que subsistió durante toda la dictadura de Franco y que ha encontrado su prolongación en la “historia” que le es proclive: proyectar hacia los adversarios rasgos esenciales del propio comportamiento.
Su mejor plasmación se encuentra en el Dictamen de la Comisión sobre ilegitimidad de poderes actuantes en 18 de julio de 1936 que encargó el entonces ministro de la Gobernación Ramón Serrano Suñer y siniestro personaje. Para colmo, entre los autores figuraban nombres egregios de los conspiradores monárquicos que, con la ayuda previa fascista, habían venido maniobrando para derribar la República y sustituirla por una Monarquía fascistizada desde 1932.
Esto todavía se oculta hoy cuidadosamente y hay gente que utiliza dicho Dictamen como si tuviera la misma validez y significación históricas que las tablas mosaicas. Pues no.
Nota
Un amigo y colega ha leído mi post de la semana anterior en el que citaba a la Dra. Olga Glondys y me ha comunicado que había fallecido, inesperadamente, hace casi dos años. Ha sido un choque profundo.
Descanse en paz. (continuará)Twitter
CASTIGAR A LOS ROJOS: OTRO ESLABÓN EN UNA CADENA (II)
ANGEL VIÑAS
La reflexión contenida en el post precedente se aplica también a los dos coautores restantes del libro en que los tres participamos. Es, a todas luces, innecesario presentar a Francisco Espinosa. Lleva más de treinta años escribiendo sobre la mortífera represión franquista tras el 18 de julio de 1936, Es un auténtico referente. A él se debe, en este caso, el haber podido consultar la memoria del protagonista, el general de División en el Ejército del Aire y miembro de su cuerpo jurídico así como, previamente, del jurídico militar, Felipe Acedo Colunga.
En lo que respecta al profesor Guillermo Portilla, lo conocí tras haber adquirido su libro La consagración del derecho penal de autor durante el franquismo (Comares, Sevilla, 2010). Es un estudio detallado de las actuaciones del Tribunal especial para la represión de la masonería y el comunismo. Fue una de las aberraciones típicas de la postguerra, pero lo que más me impactó fue el apéndice documental. En particular las transcripciones de las declaraciones de abjuración de la masonería que debían firmar quienes deseaban abandonar lo que entonces se denominaba “secta”.
Baste con decir que se comprometían a creer firmemente en todos los dogmas de la Santa Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana (SMICAR) que remontaban hasta el Concilio de Trento, del siglo XVI. Una prescripción muy adecuada porque el clero español (ciertamente masacrado en la contienda) tomaba así su revancha. Además de la humillación a los “nuevamente” convertidos a la fe católica, una y verdadera por los siglos de los siglos amén, los prelados los amenazaban con el fuego eterno si volvían a la apostasía (que no les eximía, por cierto, de los rigores que les aguardaban vía el brazo secular, es decir, los sayones y verdugos de la dictadura).
Como ya me ha llegado, merced a Amazon.fr, el catecismo del obispo González Menéndez-Reigada, aprovecho la ocasión para reproducir lo que a dicho excelso príncipe de la SMICAR le parecía tan odiosa “secta”:
Es una sociedad secreta, aliada del judaísmo, para realizar en la sombra sus intentos criminales, y tiene por divisa su odio contra Cristo y aun contra Dios (sic), ensalzando todas las fuerzas de la naturaleza, hasta las pasiones más bajas y abominable, como procedentes de lo que llaman el gran Arquitecto del Universo, adoptando como medio el disimulo y la hipocresía más solapada.
Para Francisco Espinosa y Guillermo Portilla, al igual que para mí, el libro que hemos publicado la semana pasada es una continuación de trabajos previos.
Quien esto escribe no conocía la totalidad de la Memoria del general Alcedo Colunga (a quien cabe, quizá, augurar una larga estancia en el infierno en el que permanecerán todos los no perdonados por la gracia infinita de Dios). Me dejó helado, si bien la literatura sobre aspectos parciales de la represión jurídica de los vencidos en y tras la guerra era ya abundante. Siempre se aprende algo y la Memoria en cuestión me enseñó muchas cosas nuevas. Quizá la más impactante fue no tanto la consideración de los vencidos como “sublevados”. Esto es un tema que se conoce desde 1936. Fue lo que había detrás.
En particular, las justificaciones de la mala baba de quienes, efectivamente, empezaron a matar a diestro y siniestro, allí donde encontraron oposición, pero también donde no hubo mucha o incluso ninguna (Marruecos, Navarra, Rioja, Galicia, Baleares, Canarias, grandes partes de Castilla la Vieja y León o de Andalucía). En todos ellos su mala baba se reflejó no solo en los chorros de sangre vertida desde el primer momento.
También aparece, de forma cristalina, en las infames reflexiones del entonces teniente coronel Acedo Colunga de que a los soldados, oficiales y jefes que se opusieron a una sublevación largamente preparada con pretextos espurios no se les debía reconocer ni siquiera su condición de militares. Según él, no podía haber igualdad moral, ni profesional, porque quienes no se rindieron ipso facto no eran equivalentes a los “patriotas”, los que se sublevaron, porque estos representaban el Bien en dura pugna para hacerlo triunfar sobre el satanismo y la barbarie.
Esta aberración conceptual no solo tenía un fundamente religioso (¡oh, Santa Inquisición!) sino también supuestamente “jurídico”. El teniente coronel Acedo Colunga se agarró a la tesis del pirata vs la guerra justa que tomó del ilustre tratadista pro-nazi Carl Schmitt. Nuestro protagonista, al hacerlo, fue muy pillín. Mezcló alusiones a la teoría medieval cristiana sobre dicho tipo de guerra y estableció la distinción fundamental, ontológica, entre el enemigo legítimo (extranjero) y el enemigo ilegítimo (interior).
O sea, el bandido, el rebelde o el pirata que era necesario perseguir con denuedo, hasta eliminarlo, por el bien y por el orden del Estado. Las páginas 64 y siguientes de CASTIGAR A LOS ROJOS son muy representativas de las consecuencias de esta absurda analogía. Por desgracia, tuvo consecuencias devastadoras y muchos pagaron con su vida o con largos años de prisión estas que a muchos podrían sonar elucubraciones teóricas.
El libro que ahora hemos publicado debe insertarse, pues, no solo como un mero eslabón en nuestras propias carreras de investigadores. Esperamos que lo sea también en un marco más amplio. Es decir, para bien del conocimiento histórico de años cruciales en la evolución de la sociedad española. Desde este punto de vista hacemos causa común con muchos otros, entre historiadores y juristas, que han emprendido la tarea de mirar, desde la atalaya del presente siglo, las aberraciones del pasado. En este aspecto, los investigadores españoles estamos en línea con los extranjeros que han abordado las aberraciones acaecidas en sus propios países, por ejemplo, Francia, Bélgica, Holanda, Dinamarca, Alemania, Austria, Polonia, Italia, Croacia, etc.
Ya después de terminada la corrección del último juego de galeradas me han llegado dos libros que, tanto para el caso español como para el extranjero, arrojan luz sobre las conexiones entre Derecho y Política en la historia relativamente reciente.
El primero es la tesis doctoral, convertida en libro, de Gonzalo J. Martínez Cánovas: Luis Jiménez de Asúa (1880-1970). Utopía socialista y revolución jurídica al servicio de la Segunda República (Comares, Granada, 2022). Un contrapunto a las miserables teorías de Acedo Colunga. El segundo es de otro carácter, pero no demasiado alejado en cuanto también es de un tema histórico-jurídico. Un mamotreto de la profesora Francine Hirsch, Soviet Judgment at Nuremberg. A New History of the International Military Tribunal after World War II (Oxford University Press, Nueva York, 2020). Una investigación en profundidad basada en nueva documentación procedente de los archivos soviéticos. Pone de relieve cómo varias aportaciones esenciales de sus juristas sirvieron, paradójicamente, para asegurar una nueva interpretación que criminalizó las consecuencias de las guerras de agresión y conquista.
Confieso que no he podido abordar ninguno de ambos libros. Muestran que la combinación entre archivos, documentación, sentencias de los tribunales y análisis de las doctrinas jurídicas a que se atuvieron constituye un ámbito vivito y coleando.
Sería muy conveniente continuar profundizando en la vía abierta por tal combinación. En este sentido no puedo sino lamentar la cerrazón (no hay otra manera de calificarlo) que demostraron las instancias correspondientes de los archivos del TS cuando varios colegas y un servidor acudimos a ver el expediente de un caso -delicado, por supuesto- pero que nos hubiera permitido aclarar mejor los posibles desmanes de un asesino al servicio de Franco.
No hay historia definitiva. No hay historiadores definitivos. Una afirmación que choca con los postulados de quien fue el cortesano más asiduo en el entorno de Franco, Ricardo de la Cierva y Hoces, y que, al parecer, siguen cultivando con fruición algunos meritorios, en la Universidad pero, sobre todo, fuera de ella.
(continuará)
CASTIGAR A LOS ROJOS: OTRO ESLABÓN EN UNA CADENA (III)
ANGEL VIÑAS
Las sorpresas no terminan en lo recogido en el libro objeto de estos comentarios. En este post voy a atreverme a establecer una comparación que a muchos lectores puede parecer entre curiosa o inquietante. En el siguiente y último Guillermo Portilla abundará en algunas referencias que aquí solo dejo apuntadas a medias.
Los sublevados de 1936 copiaron en sus medidas punitivas más importantes no solo de los antecedentes hispanos (Santa Inquisición incluida) y nacionalsocialistas. En la búsqueda de un mecanismo simple que pudiera arrojar al averno a todos los españoles que no comulgaban con los principios que inspiraron la sublevación del 18 de julio, también remedaron, consciente o inconscientemente, a los malvados bolcheviques. ¡Los extremos se tocan!
Sorprendente, pero no tanto. En lo que sí puede haber controversia, faltos como estamos de otras obras o escritos de Acedo Colunga, es si los remedó consciente o inconscientemente. En todo caso, se trata de una cuestión hasta cierto punto objetivable.
No conozco a ningún autor que haya establecido esta posibilidad de comparación que, sin la menor duda, no es nada inocente. Si lo hay, presento mis disculpas de antemano. No he podido leer más sobre el tema ya que durante la pandemia he estado también ocupado en escribir un tocho de casi 600 páginas, ya en manos de CRITICA. Supongo que cuando salga el año que viene levantará también alguna que otra ampolla.
Se ha dicho y repetido hasta la saciedad que uno de los componentes que entraron en la ideología del denominado “Glorioso Movimiento Nacional” fue la imitación más o menos encubierta de los regímenes fascistas (primero el italiano y poco después el alemán, deslumbrado Franco por el ejemplo que habían dado los duros guerreros de la Legión Cóndor).
Lo que no se ha elaborado en el terreno que nos ocupa es que, en la asunción de ciertas modalidades del derecho penal de autor, la anticomunista España de Franco también estuvo muy abierta a modalidades parecidas a las que practicaban los odiados bolcheviques. Por supuesto, esto no significa que Franco fuese un émulo de Lenin o de Stalin. Simplemente que sus asesores discurrían por vías en cierto modo paralelas.
Tal enfoque, poco trabajado en lo que sé y que no abordamos en nuestro libro porque nos concentramos en lo más sustancial, lleva a considerar lo que hizo el enemigo ideológico y de clase de los militares sublevados en España que fue el comunismo. Los bravísimos oficiales y jefes del Ejército de Franco, muy cristianos, muy tradicionalistas, muy españoles, en el fondo no hicieron demasiados ascos en el plano jurídico al abordar de forma parecida el elenco de “males” (o “pecados” para los defensores de la SMICAR)
Tan “cristianos” fueron que uno de los más feroces de entre ellos, el teniente general Don Gonzalo Queipo de Llano, se cobijó bajo el manto de Nuestra Señora de la Macarena para ser enterrado con todos los honores debidos a su acendrada muestra de religiosidad en la basílica correspondiente. Allí sigue, por cierto. Al igual que el jefe de su Asesoría jurídica, otro destacado asesino de uniforme.
Sin embargo, todos emularon a los odiados bolcheviques a pesar de que la lucha contra el comunismo se elevó al sintagma que reunía en sí todos los males, pensables e impensables.
Un librito que tenía olvidado en mi biblioteca (y que para mi propio horror reconozco haber desestimado hasta el momento) se titula, en efecto,
¡¡ESPAÑA!! Alzamiento de la Patria contra Moscú
Lo escribió un tal J. Mata. Se publicó en Zaragoza, en noviembre de 1936, en la Imprenta Editorial Gambón. Estaba dedicado “especialmente a los patriotas de las regiones “leales” “. Tenía como subtítulo “Apuntes histórico-críticos sobre el Alzamiento de la Patria contra la invasión masónica-bolchevique”.
Me parece más acertada que la denominación habitual de “judeo-masónica”. Como han estudiado tantos historiadores y politólogos, el adjetivo “judaico” terminó desapareciendo del lenguaje viperino habitual de los grandes teorizantes del franquismo, pero el bolchevique no lo hizo jamás.
El para mí desconocido señor Mata debió escribir su panfleto (en un tamaño algo inferior al de bolsillo y con la friolera de 176 páginas) en los meses del verano y principio de otoño, tras refugiarse en Francia. Cabe suponerlo porque el Imprimátur eclesiástico dató del 7 de noviembre de 1936 bajo la firma de Rigobertus, “archiepiscopus caesaraugustanus” En román paladino: Rigoberto Doménech Valls, nacido en Alcoi en 1870 y fallecido en Zaragoza en 1954.
El diccionario biográfico español de la RAH (edición on line) afirma que fue catedrático (¡otro!), teólogo, obispo de Mallorca y finalmente arzobispo en la ciudad en la que había tronado el general Cabanellas, temprano conspirador contra la República. Fue uno de los varios que secundaron el intento de golpe de Estado “legal” de un tal Francisco Franco (no podía ser otro) desde el EMC del Ejército de Tierra en febrero de 1936 (esto no lo dice dicha monumental obra; lo afirma servidor). Lo que de tan “piadoso” eclesiástico se recoge en él puede encontrarse en https://dbe.rah.es/biografias/39805/rigoberto-domenech-valls.
Es lógico, pues, que el señor Mata no tuviese dificultad alguna en ver visado su panfletillo por la “autoridad militar”. Es decir, recibió todos los parabienes de las autoridades que iban a formar el dúo permanente que constituyó el basamento ideológico esencial de la dictadura de Franco (con perdón a los resabios falangistas que cumplieron, tras 1945, una función muy diferente).
De la basura intelectual e histórica que escribió tal autor dos cosas me han llamado la atención. La primera es que se adelantó en buena medida en varias décadas al Bolloten de la teoría de la “revolución camuflada”.
Al describir la acción del Gobierno republicano -que, según él, pregonaba a todo trapo mentiras por la radio- al Sr. Mata se le ocurrió mencionar a los comunistas. Lo hizo con estas palabras:
“Asombrados ante el peligro de tener que afrontar ellos la situación, se batieron en retirada, negando que fuesen a implantar su sistema, antes asegurando que solo intentaban, en unión de los demás, defender la República” (p. 27).
Lo cierto es que los comunistas no pretendían establecer una República soviética (no lo querían entonces ni lo quisieron después) pero…. ¿y los malvados bolcheviques? ¡Ah!, eso es otra cosa.
Ya el 25 de julio, precisó el Sr. Mata, “convocados por el Komintern de París aquellos jefes comunistas con los recién llegados de España, convenían en que Toulouse fuera el centro de la movilización de numerosas expediciones, en las que cada comunista español se mezclaría con los enviados de Francia, para establecer la república soviética de Barcelona” (p. 89). Con pocas variantes, esta burrada histórica llegó hasta finales del siglo XX o principios del presente.
Se comprenderá que, en estas supuestas condiciones, y luchando contra tan criminales elementos, el patriótico teniente coronel Acedo Colunga tampoco viese el menor inconveniente en importar de la URSS, a su vez, la concepción fundamental del enemigo ontológico. Es decir, del que lo es por el hecho de ser judío o comunista, etc. Había que aprovechar del adversario todo lo que pudiera servir para fortalecer el bando propio.
Ignoramos, en ausencia de papeles privados de Acedo Colunga que pudieran, tal vez, arrojar alguna luz, en qué medida el principio fundamental común a los derechos penales soviético y nacionalsocialista llegó a su conocimiento. Me extrañaría que no hubiese ocurrido porque un vistazo a la literatura de los años treinta en España muestra que entre los eminentes juristas patrios había alguno que se atrevió en profundizar, ignoro con qué alto grado de sabiduría, en los fundamentos del código penal de la URSS.
Me parece improbable que Acedo Colunga no hubiese oído hablar del catedrático Eugenio Cuello Calón, que ya había publicado algún trabajo sobre el mismo y una comparativa entre los correspondientes a tres dictaduras de la época: la nacionalsocialista, la fascista y la soviética. Aparecieron en 1931 y 1934.
Sobre dicho caballero, que no dudó en adherirse al GMN con gran entusiasmo, el lector curioso puede encontrar una reseña en https://humanidadesdigitales.uc3m.es/s/catedraticos/item/14535. No sé si el Señor lo tendrá en su gloria, pero su juicio como experto lo dejo al profesor Guillermo Portilla, al que debemos la glosa de la Memoria de Acedo Colunga.
También es impensable que un fiscal tan acreditado en Asturias como nuestro personaje no hubiese leído nada acerca de la persecución estalinista de destacados exdirigentes soviéticos caídos en desgracia. Además, se acentuó desde el otoño de 1936 hasta alcanzar su paroxismo en la segunda mitad de 1937 y la primera de 1938. En la medida en que el fiscal general Andrey Vishinsky fue ganando fama parecería extraño que el teniente coronel que redactaba entonces su inmortal Memoria no supiera nada de él.
Es decir, quedan cabos por atar. Para la aportación de servidor al libro que acabamos de publicar no son demasiado importantes. Las dictaduras tienen unas lógicas comunes que determinan su acción. Lo que hacen los juristas en ellas es recubrirla con el caparazón más adecuado. Y justificar los asesinatos “legales”, siempre por la Patria, española, nazi o soviética.
En el próximo y último post de esta pequeña glosa participará como protagonista el profesor Guillermo Portilla.
(continuará)
CASTIGAR A LOS ROJOS: OTRO ESLABÓN EN UNA CADENA (Y IV)
ANGEL VIÑAS
Para culminar esta pequeña serie de posts el profesor Guillermo Portilla ha redactado la siguiente contribución que sitúa perfectamente al teniente coronel Acedo Colunga en el ominoso lugar que le corresponde. Lo ubica como un eslabón fundamental en coexistencia con penalistas españoles no militares de la época. Todos contribuyeron, con sus escritos y opiniones, a crear el caldo de cultivo en el que floreció, en todo su mortal esplendor, la mefítica atmósfera que nutrió el pensamiento jurídico dominante durante la dictadura. Avalaron, con su supuesta autoridad, las ideas que “justificaron” el asesinato legal, la persecución, la depuración o la muerte civil de los defensores de un derecho penal en consonancia con las mejores tradiciones de las Luces, el liberalismo y la democracia tanto en España como en el extranjero.
GUILLERMO PORTILLA
Tras el golpe militar los penalistas republicanos fueron perseguidos y condenados. Traicionados por sus “colegas” de profesión, fueron depurados en la Universidad y sancionados por todos los tribunales de excepción. Suerte muy distinta corrieron los que apoyaron al régimen. El Derecho penal español quedó en manos de mediocres y serviles procedentes del tradicionalismo católico y del nacional-falangismo. La interrelación entre unos y otros fue perfecta: los tomistas asumieron sin rechistar el nacionalismo y el Caudillaje en tanto que los fascistas aceptaron de buen grado la intervención eclesiástica en todos los sectores del Estado. Unos y otros, sin excepción, avalaron, legitimaron y, a veces, incluso participaron directamente en la configuración legal del régimen militar integrando los tribunales “especiales”.
Con la intención de dotar al derecho penal autoritario de la legitimidad que le faltaba, aparecieron ante todo los penalistas: Federico Castejón, falangista ultraconservador, fue uno de los diseñadores del Derecho penal de la dictadura y componente básico de la Comisión serranosuñerista sobre ilegitimidad de una República que habría funcionado como una verdadera organización criminal. Además, fue el redactor del Anteproyecto de Código penal falangista de 1938 que prohibía el matrimonio entre españoles y personas de raza inferior.
Isaías Sánchez Tejerina, artífice de la ley sobre represión de la masonería y el comunismo, vocal del Tribunal correspondiente, fue uno de los depuradores más estrictos en la Universidad. Justificó el golpe de Estado como un ejemplo de legítima defensa colectiva y avaló la creación de una dictadura tradicionalista católica. La mejor manera de prevenir la delincuencia era, pensaba, la creación de un Estado fuerte, autoritario y no neutral en la defensa de la fe.
Jaime Masaveu, haciendo uso del mismo informe de la Comisión serranosuñerista, elaboró una teoría sobre el estado de necesidad del soldado republicano contra la República. Su ideología ultraderechista quedó patente en el trabajo “La defensa nacional militar frente a un Estado anárquicamente revolucionario. (Enfoque jurídico)”. En él planteó una cuestión trascendente: si la verdadera obligación del Ejército era la Defensa Nacional frente a cualquier otra finalidad y el significado de asumir tal opción. En tal disyuntiva, Masaveu lo tuvo claro: el soldado republicano debía defender a la Nación española frente al Estado delincuente. Desde la Fiscalía franquista se dijo que su comportamiento durante la “cruzada” fue de intachable patriotismo, estando siempre dispuesto para toda clase de misiones que pudieran encomendársele. Militarizado desde los primeros momentos, se le concedió la medalla de la campaña.
Entre los penalistas hubo otro, Juan del Rosal, que sobresalió por encima de todos. No solo por su apoyo al Caudillo o admiración por el nacionalsocialismo, sino porque intentó elaborar las bases de un Derecho penal totalitario, autoritario y tradicionalista católico conforme a una dictadura fascista. De un catolicismo vehemente, característica, por lo demás, habitual entre aquellos penalistas que tras la guerra se quedaron en España, Del Rosal fue por convicción, quien mejor representó al falangismo nacionalsindicalista y al nacionalsocialismo en la dogmática penal. Renegó de su maestro Jiménez de Asúa una vez consumado el levantamiento militar y apoyó sin fisuras las dictaduras totalitarias de Alemania y España. Es cierto también que a finales de los años cuarenta, coincidiendo con el fracaso de las dictaduras fascistas, abdicó aparentemente de esa ideología y se pasó al bando del Derecho penal liberal
Eugenio Cuello Calón, ya mencionado en el post anterior, fue el autor intelectual del Proyecto de Código penal de 1939. Franquista y católico, llegó a tener un control absoluto de la Academia. Cooperó activamente con la dictadura de Primo de Rivera hasta el punto de ser uno de los juristas que participó en la Comisión redactora del Código Penal de 1928. En 1929 ya era Catedrático de Derecho penal de la Universidad de Barcelona y Vocal de la Comisión General de Codificación. Su posición iusnaturalista la mantuvo hasta el fin de su vida: principio de legalidad sí, pero siempre que no colisionara contra “los principios de eterna razón y preceptos inmutables de un orden moral obligatorio”. El ideal de Derecho penal que defendió aparece recogido en el discurso de ingreso que pronunció en la Academia de Jurisprudencia y Legislación, el 24 de abril de 1951. En ella perfiló lo que debería ser su modelo. Un Derecho penal subjetivo en el que no se castigara el hecho sino al autor. Siguiendo muy de cerca el movimiento de la Nueva Defensa Social, salvaguardó una doctrina para los delincuentes corregibles y fundada en el aislamiento o segregación de seguridad, para los ineducables o incorregibles.
En la Academia, una vez fallecido Castejón, el poder se concentró en manos de Cuello Calón y Sánchez Tejerina, a los que se premió con las cátedras de Jiménez de Asúa y Quintiliano Saldaña. Más tarde, sus discípulos: Octavio Pérez Vitoria, Valentín Silva Melero, José Ortego Costales, Antonio Ferrer Sama, José Guallart López y Manuel Serrano mantuvieron una línea continuista, legitimadora de la dictadura. Fueron tan conservadores y tradicionalistas católicos o más que sus maestros. A ninguno se les leyó ni oyó jamás una censura al régimen franquista y a su maquinaria represiva.
Por contraposición, el penalista más perseguido y odiado por los “intelectuales” y el aparato represivo de la dictadura fue sin duda Luis Jiménez de Asúa. Contaba para su orgullo con los antecedentes de una lucha pertinaz contra la Monarquía, la Iglesia católica y la dictadura primorriverista. Similar senda de persecución y exilio sufrieron la mayoría de sus discípulos y amigos: Mariano Ruiz Funes, Emilio González López, Antón Oneca y Manuel López Rey.
Al profesor Jiménez de Asúa, socialista y masón, le persiguieron las dos dictaduras españolas. ¿Qué otro fin podía esperar a un demócrata antimonárquico que altivamente proclamaba que“en España la norma de cultura política es hoy marcadamente antidinástica, afirmativamente republicana, y en pro de la auténtica forma democrática está hoy mayoritariamente pronunciada la opinión pública española. (..) nadie defiende al rey y a la dinastía que representa, a lo sumo los capitalistas e industriales que con algunos políticos conservadores tratan en esta hora de crear un partido “centrista”, soslayan tamaña cuestión diciendo que la política consiste en abordar y resolver problemas concretos, pero no se deciden a la defensa abierta y desinteresada del caduco trono”?
El desencuentro entre Jiménez de Asúa y la dictadura de Primo de Rivera se produjo prácticamente desde la llegada al poder de los militares. El sátrapa no vio con buenos ojos su crítica a los reiterados ataques a la libertad de expresión ejecutados por la dictadura y la denuncia del confinamiento de Miguel de Unamuno en Fuerteventura, con motivo de la intervención no autorizada de su correspondencia y desvelarse el contenido de una carta que el escritor había enviado a un amigo residente en Argentina. Al tiempo, Asúa reprochó a la dictadura el encarcelamiento de Ángel Ossorio, ex ministro, por una razón similar: desvelarse el contenido de una carta privada dirigida a Antonio Maura, en la que se reprobaba la adjudicación del servicio telefónico a la compañía donde trabajaba el hijo del dictador. No hay que identificarlo.
Pero realmente el acontecimiento que marcó el destino de Asúa y su colisión con Primo de Rivera fue el concurso a la cátedra de griego que durante treinta años había ocupado Unamuno. Pese a la presencia policial, Jiménez de Asúa junto a otros docentes y seis alumnos burlaron el control y accedieron al lugar de la votación. En ese escenario se produjeron insultos a los miembros del Tribunal y varias cargas policiales. Al tener conocimiento Asúa de la detención de los estudiantes en los alrededores del Ministerio, se presentó el 29 de abril de 1926 en la Dirección General de Seguridad. Tras dar su nombre fue inmediatamente detenido, al tiempo que se le comunicó la decisión del Gobierno de proceder al inmediato confinamiento.
Durante el franquismo, fue depurado en la Universidad y condenado por el Tribunal de Responsabilidades Políticas a la pérdida de todos sus bienes y a la nacionalidad. Igualmente lo condenó el Tribunal Especial por un delito complejo de masonería y comunismo a la pena de treinta años de cárcel. Su lucha política y su inmensa contribución al desarrollo del Derecho penal continuaron en el destierro hasta su fallecimiento en Buenos Aires en 1970 cuando era presidente de la República española en el exilio.
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Ex post de servidor
Para terminar esta serie, una pequeña orientación bibliográfica. Los lectores que deseen profundizar en un tema que puede parecerles un tanto abstruso harían ver en consultar el trabajo del profesor Gutmaro Gómez Bravo sobre las no siempre divertidas oposiciones en la postguerra a las codiciadas cátedras de Derecho Procesal y Derecho Penal en los años siguientes a la guerra civil. Se darán una idea del ambiente que en ellas se respiró, con aspirantes que solían vestir el uniforme del “Glorioso Ejército Nacional” e imbuidos en las doctrinas, entre otras, del nacionalsocialismo imperante en los años treinta y principio de los cuarenta. Es de fácil consulta en https://www.academia.edu/28307279/LA_UNIVERSIDAD_NACIONALCAT%C3%93LICA_La_reacci%C3%B3n_antimoderna
Se trata de un estudio masivo dirigido por el profesor Luis Enrique Otero Carvajal, de consulta obligada. Las páginas correspondientes a los dos tipos de “Derecho” de la época que aquí interesan se encuentran en las páginas 969 a 986. Se reirán.
FIN
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