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Tiempos viles
En el 50.º aniversario del fusilamiento de Julián Grimau
30.04.2013 | 00:00
Luis Arias Argüelles-Meres «Que mi pie te despierte, sombra a sombra / he bajado hasta el fondo de la patria. / Hoja a hoja, hasta dar con la raíz / amarga de mi patria. / Que mi fe te levante, sima a sima / he salido a la luz de la esperanza. / Hombro a hombro, hasta ver un pueblo en pie / de paz, izando un alba. / Que mi voz brille libre, letra a letra / restregué contra el aire las palabras. / Ah, las palabras. Alguien heló / los labios -bajo el sol- de España». (Blas de Otero).
Se quería creer -para sobrevivir sin tormentos- que, tras los horrores de la 2ª Guerra Mundial, el mundo recuperaba el pulso y la cordura. Se quería creer entonces que lo terrible era, aunque muy reciente, algo del pasado. Pero los tiempos siguieron siendo viles, especialmente en aquellos países, como España, en los que la dictadura actuaba a su antojo, torturando, fusilando, reprimiendo y coaccionando. El pasado 23 de abril se cumplieron cincuenta años del fusilamiento de Julián Grimau, fusilamiento precedido de torturas y de un «juicio» que fue toda una patraña. Y no deja de ser llamativo que tal efeméride coincida con la publicación de la biografía de Preston sobre Carrillo. Porque el documentado libro del conocido hispanista nos sitúa también en un contexto marcado por la dureza de unos tiempos en los que predominaba el totalitarismo.
Tiempos viles, digo, y, además, paradójicos. Quien le hacía frente al franquismo era, sobre todo, un partido político que no había roto todavía con la Unión Soviética. Combatía el totalitarismo en España, al tiempo que seguía en no pequeña parte las directrices de un país totalitario que tampoco se caracterizaba por sus escrúpulos en materia de derechos humanos.
Ante el totalitarismo soviético no sólo eran ciegos los que combatían la dictadura en España, sino también una gran parte de la intelectualidad europea. Ante la dictadura franquista, la ceguera de la Iglesia fue, sobre todo durante las primeras décadas, proverbial.
Tiempos viles, digo, en una España amedrentada. En una España que oficialmente se reclamaba Estado de derecho y, sin embargo, se permitía un juicio como el que condenó a muerte a Grimau.
Algún día tendrá que escribirse a fondo la historia de la oposición al franquismo orquestada dentro y fuera de España. Algún día llegará a conocerse hasta qué extremo se arriesgaron vidas de personas que entraban en nuestro país a combatir contra un régimen que se mostró mucho menos débil de lo que decía la propaganda del único partido que le hizo oposición a aquella dictadura.
Aquella España oficial tan devota de las sacristías y de la retórica del nacionalcatolicismo que, sin embargo, se prodigó tan poco a la hora de conceder clemencia a sus víctimas. Aquel régimen que tan inesperadamente sobrevivió tras la 2ª Guerra Mundial, cuando se daba por hecho que no podría perdurar.
Tiempos también de la guerra fría, a pesar de los horrores tan cercanos de aquella conflagración mundial que generó la literatura más desgarrada que consigna la historia.
Los hechos que rodearon a la detención y fusilamiento de Grimau producen escalofríos y también ponen de relieve lo incomprensible que resulta que, a día de hoy, siga habiendo tantas resistencias en la derecha política española a condenar aquel régimen político que fue una de las dictaduras más cruentas del siglo XX.
Torturas policiales, delaciones, miedo. Todo ello, en un tiempo y un país que tenía muy cercanos los horrores de la guerra. Todo ello, en un tiempo y un país que no había podido sacudirse el desgarro de la muerte, el exilio y la represión.
Cuando por las noches en muchos hogares se sintonizaban en voz baja las emisoras de radio extranjeras que informaban de lo que ocurría en España, reaparecían los fantasmas más terribles. Y, mientras tanto, en el seno del partido que hacía frente a aquel régimen, se tomaban decisiones que, más allá de su mayor o menor acierto en lo que concernía a asuntos de estrategia política, no eran ajenas a un totalitarismo que continuó tras la 2ª Guerra Mundial.
Poetas que maldecían en voz baja y que, como escribió Ángel González, anhelaban la llegada de un tiempo distinto. Represaliados que vivían con la larga sombra de la delación. Gritos entre los torturados. Crueldad en los que mandaban.
Tiempos viles que apuñalaban la libertad. Cuchillos largos de los unos y los otros. Ceguera y sordera de tantos y tantos pusilánimes. Y la libertad era un lujo.
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