«Los policías que nos iban a ´pasear´ decían: ´Con lo bonitas que son, qué lastima...´»
«En el penal de Saturrarán, Guipúzcoa, había monjas malas que te humillaban o te mandaban a la celda de castigo, en un sótano húmedo pegado al río»
15.04.2013 | 00:00
Nacida en Blimea (San Martín del Rey Aurelio), el 17 de noviembre de 1918, Ángeles Flórez Peón fue hija de padre y madre socialistas. Desde los 12 años trabaja porque su familia sufre necesidades que sólo su hermano mayor, Antonio, logra paliar en parte. Pero tras la Revolución de 1934 es asesinado en el grupo de los «mártires de Carbayín». Ángeles se afilia en 1936 a las Juventudes Socialistas Unificadas y en la guerra se hace miliciana. Tras la contienda, pierde a su novio, Quintín Serrano, fusilado en 1939.
Gijón, J. MORÁN
Ángeles Flórez Peón (Blimea, 1918) evoca en esta segunda entrega de «Memorias» su detención, consejo de guerra y prisión tras ser miliciana en la Guerra Civil.
l Como voladores. «Mi madre estuvo en casa, en Carbayín, durante la guerra, a la que habíamos marchado los tres hermanos más jóvenes: Secundino, Argentina y yo. Cuando formaron los batallones, mi hermano no estuvo con el de los "mártires de Carbayín", sino con otro que no recuerdo. El caso es que no estuvo con nosotras. Al caer Asturias no supimos nada de él. Había embarcado, pero los cogieron en alta mar y a él le metieron en un batallón de trabajadores, no en la cárcel. Estuvo en muchos sitios, en Santander, en Cádiz..., y en su batallón le pusieron de enfermero, así que aprendió a hacer curas y de todo. Después de acabar la guerra tuvo que ir al servicio militar, o sea, que estuvo unos cuantos años movilizado. Volvió más tarde a Tuilla, donde no fue perseguido y se casó. Vivió hasta 1993. Desde el día en que mi hermana y yo volvimos a casa, mi madre intentó escondernos. La gente, que nos apreciaba, también nos decía: "Venid a mi casa, por si acaso". Pero no nos escondimos y un día, cuando estábamos cenando, oímos llegar un camión. Era de la guardia de asalto, rodearon la casa y entraron como voladores. Nos cogieron a mi hermana y a mí, y uno dijo: "Pero si son dos niñas". Ellos eran de 30 o 40 años, y nosotras no llegábamos a 20. Nos subieron al camión y ellos cogieron un acordeón que había sido de mi hermano Antonio y lo iban tocando. También detuvieron a una de Bimenes y a Maruja, de Valdesoto».
l Celda en la Diputación. «Nos llevaron a Oviedo y nos metieron en una celda que estaba en el edificio de la Diputación, al lado del Campo San Francisco. Llegamos por la noche, nos bajaron del camión, entramos por la puerta principal y nos llevaron a la parte de atrás, donde había una galería grande y dos celdas. En una estábamos nosotras con Maruja, y la chica de Bimenes fue a la otra, pero salió en seguida en libertad. Ella había sido miliciana y había estado con el fusil, pero fue un misterio, porque no fue juzgada. Varios años después, es curioso, tuve que escuchar a Franco hablando desde el balcón de la Diputación. Sería el año 42 o 43; yo ya había salido de la cárcel y estaba sirviendo en una casa de Oviedo. Salí a comprar y cuando me di cuenta no podía pasar porque cortaban el paso de la gente. Y tuve que ver a Franco y estar allí a la fuerza».
l Milicianas desaparecidas. «Nos detuvieron, pero no nos tomaron declaración. Muchos años después conseguí papeles con una declaración falsa. Nos detuvieron el 7 de noviembre y en esos papeles consta el 8. Era así porque, según supe después, nos tenían preparadas para dar el "paseo". Como éramos tan jóvenes, al cambiar la guardia, los policías decían: "Con lo bonitas que son..., qué lástima, qué lástima...". Después comprendimos por qué decían eso: porque estábamos para dar el "paseo" por el Campo San Francisco. Pero algo pasó que no nos sacaron y nos llevaron a la cárcel modelo de Oviedo. Allí estaban aquellas mujeres que ya llevaban presas todo lo que había durado la guerra en Asturias. Estaban ansiosas de saber cosas, porque nosotras tres fuimos las primeras que entramos en la cárcel tras la guerra. Cuando explicamos que nos habían detenido el día anterior y que habíamos estado en aquella celda, ellas nos dijeron: "Allí es para dar el paseo; aparecen muertos todos los días en el Campo San Francisco". A las mujeres no tenían interés por condenarlas: las "desaparecían". Milicianas que estuvieron conmigo aparecieron por una playa y por otra».
l Abogado acusador. «En la cárcel modelo ya estábamos seguras. Salvamos. Nos podían condenar a muerte, pero no nos pegaban ni nos hacían lo que a mujeres que metían en las cárceles de los pueblos, donde las hacían desaparecer. En la cárcel pasamos miseria: no había dónde ducharnos, ni nada de higiene, y comíamos mal, aunque todo el mundo comía mal entonces. Estábamos incomunicadas y a mi madre no la pude ver hasta que salí de presa, en agosto de 1941. Tuvimos consejo de guerra sumarísimo y urgente el 2 de febrero de 1938. Nos acusaron de ser milicianas y voluntarias desde el primer día, pero después añadían cosas. Decían que yo era peligrosa, que había hecho no sé cuánto en Carbayín, donde nos apreciaba todo el mundo. Y según informaron del Ayuntamiento, yo había matado a dos soldados moros en Pola de Siero. Y yo, sin enterarme. Eso no salió en el consejo, porque vieron que era mentira. Estaba reciente la caída de Asturias y eran los consejos de guerra más gordos. Todo era pena de muerte, pena de muerte y pena de muerte. Me defendió un civil que más bien me acusaba. No me acuerdo quién era, aunque su nombre está en los documentos. Pero no me gusta dar los nombres porque habrá familia y no quiero hacer mal. No tengo ninguna idea de venganza. El consejo duró un cuarto de hora. Era todo rápido. No preguntaban nada, ni había testigos. Decían tu nombre y el acusador leía los cargos. Después el abogado defendía y acusaba. Dijo que habíamos sido voluntariamente milicianas comunistas (en lugar de socialistas) y lo último que añadió fue: "Pido piedad porque son muy jóvenes". Fue reclusión perpetua para las tres».
l Dos mantas, plato y cuchara. «Estuvimos en la cárcel en Oviedo seis meses y después nos llevaron al penal de mujeres de Saturrarán, en Guipúzcoa. Allí había más bien humillaciones: tenías que ir siempre con los brazos cruzados y no mirar a ningún sitio. Y dormíamos en el suelo. Al llegar nos daban dos mantas, un plato de aluminio y una cuchara de madera. Ése era todo nuestro mobiliario. Más tarde, cuando terminó la guerra, ya quisieron hacer algo un poco mejor y nos dieron un petate para acostarnos. El penal lo llevaban monjas malas. No te podían pegar, pero te humillaban en todo. Yo estuve injustamente castigada en un sótano muy húmedo, porque el río pasaba al lado. Era el mes de noviembre, llovía muchísimo y había mucha humedad. La celda de castigo era de cemento. Era duro estar allí. Y el castigo fue porque cuando entrábamos en el comedor (al principio comíamos en el suelo y luego ya hubo mesas) nos hacían rezar y cantar el "Cara al sol" con el brazo levantado. Una chica que estaba a mi lado no levantó el brazo; estaba muerta de miedo y cogida a mí, temblando. Pero vinieron y me cogieron a mí, y me tuvieron cinco días a pan y agua en la celda de castigo. Pero debieron de ver algo en mí y me sacaron para otra celda en el primero, con ventana. Ya no era la de cemento del sótano, con un tragaluz muy alto, porque era alta la pieza, aunque valía mucho aquel tragaluz porque veías un poco. No había electricidad. Había una mujer que llevaba meses en una de aquellas celdas de castigo. Todas creíamos que la habían llevado a otra prisión, pero la descubrí allí».
l Chistes y catecismo. «No teníamos higiene de ninguna clase, ni duchas; nos lavábamos como podíamos. En mi sala éramos ciento y pico. Pasábamos hambre: nos daban lentejas con cocos, fabes con cocos, y las patatas eran el manjar de la cárcel. La misa no era obligatoria, pero si no ibas sabías que te podía caer un castigo. Ya durante mi último año allí nos hicieron confesarnos y comulgar. De mi sala, cuatro no lo hicimos: dos de Las Caldas, otra chavala asturiana y yo, que ya sabía lo que era el castigo. Pero no me castigaron, sino que me pusieron a aprender el catecismo. No teníamos dónde sentarnos. Cuando nos levantábamos, doblábamos las mantas y poníamos la ropa curiosa, aunque a un lado, porque no teníamos sitio para dejarla. Nos sentábamos y contábamos chistes. Nos reíamos no sé cuánto, y cuando sentíamos que venía alguien, decíamos: "¿Eres católica". "Sí, soy católica por la gracia de Dios". Aparentábamos que estábamos aprendiendo la religión. Había una monja que al servir el plato y echarte un cazo, si cogía por arriba te echaba sólo el agua. Me lo hizo y todas quedaron paradas. Pero finalmente creo que llegue a serle simpática incluso a ella, porque cuando me llegó la libertad me dijo: "Hale, aprisa, aprisa, que no quiero que duerma usted un día más aquí". Pero hubo cosas peores, ya digo, en las cárceles de los pueblos, donde pegaban, violaban, las sacaban y las mataban. Siempre digo que fui una privilegiada. Estoy aquí y estoy bien. Y no me cortaron el pelo; era muy presumida y pensar que me lo podían cortar me ponía mala».
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